Por: Marta Irurozqui – Fragmento de su artículo titulado: “A
resistir la conquista”. Ciudadanos armados en la disputa partidaria por la
revolución en Bolivia, 1839- 1842. // Boletín del Instituto de Historia
Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Tercera serie, núm. 42, primer
semestre 2015. // Imágenes: 1) Ballian y Gamarra. 2) Batalla de Ingavi.
Mientras gobernaba Velasco, el presidente del Perú, Agustín
Gamarra, había permitido a Ballivián conspirar desde Tacna porque la
inestabilidad política boliviana le convenía en las negociaciones de paz. Sin
embargo, el triunfo de los crucistas despertó el fantasma de la Confederación,
por lo que optó por combatirlos dando a Ballivián auxilio pecuniario para
sostener tropas y favoreciendo que, bajo la protección del prefecto de Puno,
entrara en Bolivia con el objetivo de “evitar la guerra continental” y “el
espantoso desorden que se ha introducido en el ejército y los pueblos en donde
todos mandan y ninguno obedece”(1). Ello fue impedido por la comandancia
militar de la frontera norte el 21 de junio de 1841, siendo obligado Ballivián
a retroceder de nuevo a Perú. A partir de ese momento se inició un proceso de
altercados verbales y correspondencias varias entre las autoridades fronterizas
de ambos países que se completó con motines cuartelarios develados e
incursiones repelidas por la guardia nacional de Copacabana ayudada “por una
gran multitud de indios”(2) y por las partidas de los coroneles crucistas Mariano
Santander y Manuel Isidoro Belzu(3).
Durante toda esta etapa, a la acusación
del depuesto gobierno de Velasco sobre que Ballivián era “ambicioso traidor a
la Restauración” responsable de derramar “el mortífero veneno de la discordia”
entre los constituyentes(4), se sumó la hecha por el gabinete crucista de estar
en connivencia con los enemigos de la patria; es decir, de colaborar con
Gamarra para invadir Bolivia. Para atestiguarlo, El Regenerador y El
Constitucional publicaron actas de revolución que tenían el objeto de anexar a
Perú el departamento de La Paz usando como referencia simbólica el movimiento
separatista de 1828, protagonizado por el coronel Ramón Loaiza y gracias a las
relaciones comerciales y los vínculos de parentesco existentes “entre muchas y
distinguidas familias paceñas con otras peruanas(5)”.
Posteriormente, ante el peso de la guerra entre la
población, la idea de que los trabajos de insurrección ballivianistas se hacían
de acuerdo con las autoridades peruanas dio paso a la premisa de que sólo su
líder podía frenar la invasión de Gamarra para derrocar a los crucistas. De ahí
que junto a las sublevaciones de velasquistas en el sur del país, fueran cada
vez más las localidades que se pronunciaban a favor del mando provisional de
Ballivián mediante cartas de adhesión, manifestaciones patrióticas y
movilizaciones de artesanos y estudiantes(6). Aunque los pronunciamientos de
“todas las autoridades, todos los ciudadanos, todos los partidos” proclives a
su mandato por considerarlo el único capaz de reorganizar el país, fueron
sofocados por el general Agreda, la perdida de ascendiente de Santa Cruz entre
sus partidarios militares y civiles a causa de su tardanza en llegar a Bolivia
debilitaba al gobierno. El 27 de agosto Calvo había mandado desde Sucre dos
oficios al presidente Gamarra fechados el 30 y 31 de agosto de 1841
anunciándole el restablecimiento constitucional alterado el 9 de febrero de
1839. Aunque le manifestaba una política de paz con Perú, también le pedía
explicaciones y satisfacciones por las muestras bélicas en la frontera, siendo
Andrés María Torrico el responsable de las gestiones de paz. Consciente del
fracaso de las mismas y de la inminencia de la invasión peruana concertó una
conferencia entre Ballivián y Calvo que no dio resultados inmediatos pero que
permitió entrever al primero posibilidades de gobierno. Más tarde, en un clima
de pronunciamientos como los del 16 de septiembre en Cochabamba, del 21 en
Sucre y del 25 en Tarija y Santa Cruz, el propio Calvo y los cuerpos militares
que apoyaban la Regeneración se plegaron a su mando. En respuesta, éste cruzó
el 24 de septiembre el río Desaguadero. De acuerdo con el Congreso se invistió
en Tiahuanaco del mando supremo y expidió una proclama a los soldados
sublevados en la que les agradecía su apoyo por ayudarle a combatir “el
espíritu de partido” que dominaba el país y del que en el pasado le había ser
responsabilizado. Pese a que había actuado en contra del gobierno de Velasco y
de los crucistas provocando motines entre las fuerzas militares, en su discurso
Ballivián instaba a éstas a actuar de manera subordinada y en “observancia de
las leyes” por ser la fidelidad una de las “divisas del ejército boliviano” que
se había perdido por los actos deshonestos de los gobiernos(7). Esto es, a
pesar del uso partidario instrumental que daban los líderes de una sublevación
a los soldados, todos coincidían en que esa vía había que cortarla y que la
revolución debía ser gestionada fuera del ejército, siendo éste una fuerza
ajena a la política(8) .
La entrada de Ballivián en Bolivia, al conllevar el apoyo de
los crucistas en el poder y de los velasquistas sublevados(9), debería haber
hecho desistir a Gamarra de su invasión porque el pretexto para la misma -el
restablecimiento del gobierno de Santa Cruz- había desaparecido(10). Sin
embargo, continuó con sus pretensiones acusando ahora a Ballivián de ser un
agente de Santa Cruz(11). El resultado fue la unión militar y coyuntural de
todas las facciones -legitimada por reuniones y actas de los vecindarios de las
capitales de departamento de provincia- contra las tropas invasoras peruanas
que fueron finalmente derrotadas en la batalla de Ingavi(12). Ballivián entró
triunfalmente el 19 de noviembre en La Paz, aunque el 31 de diciembre tuvo que
regresar a la frontera con Perú para asentar el proceso de victoria y disipar
la tentación de futuras invasiones. Mientras estuvo con su ejército en campaña,
el gobierno quedó a cargo del Consejo de gobierno o de notables compuesto por
siete vocales, cuyas funciones fueron las de prestar dictamen al Ejecutivo en
los asuntos que éste le consultara para emprender la tarea de reorganización
del país. Antes de irse Ballivián decretó el 4 de diciembre de 1841 premios a
los guerrilleros nacionales por la campaña contra el ejército peruano y el 9 de
diciembre de 1841 la reposición de los empleados de la Restauración. No pudo
volver hasta el 22 de abril de 1842, fecha en la que reasumió la presidencia
provisional de la República, siendo firmado el Tratado de Puno el 7 de junio
que puso fin a la guerra(13).
¿Cómo organizó Ballivián su liderazgo durante la invasión
peruana? Apeló al pueblo en armas no en calidad de representante de una facción
política o militar, sino como portavoz y aglutinador de todas ellas como en su
día había hecho el Congreso. La diferencia residía en que esta institución
había invocado su papel de Representación Nacional para ostentar la soberanía
indivisa popular que le diese acceso constitucional a la organización del
ejercicio de la violencia por parte del pueblo y del ejército. En contraste, el
general recurría a una representación mayestática para su dirección que se
ofrecía legítima en la medida en que aparecía providencial, reeditando en clave
salvadora el personalismo del que se acusaba a Santa Cruz. Al igual que éste,
pero sin el refrendo de las urnas, Ballivián recurrió a los decretos para
gobernar, siendo el de octubre de 1841 el que organizó su actuación contra las
fuerzas peruanas, proveyendo la legitimidad para emitirlo del principio de
seguridad e independencia de los pueblos frente al agresor exterior. Su
materialización requería que todos los miembros de la comunidad boliviana
cooperasen por el bien común, por lo que el general invistió de republicanismo
un decreto marcial a través del que convocaba a la República a organizarse en
asamblea permanente y a cada boliviano a tornarse en “un soldado resuelto a
morir mil veces antes de sufrir el oprobio y la humillación de su patria”. La
conservación de la nación era el primero de los deberes y de los derechos de
los bolivianos, pero ello únicamente funcionaba a partir del principio de
reciprocidad: si cada miembro tenía el derecho de esperar que la nación le
protegiera, tenía igualmente el deber de sostenerla y defenderla. Ante la
acusación de que acudía a una ley marcial como ya lo había hecho Santa Cruz en
1837, Ballivián señaló que mientras ésta con el Pacto de Tacna había puesto en
peligro la seguridad externa de la nación, la suya actuaba ahora “de garantía
del bien de la patria, de nuestros derechos amenazados […] por un conquistador
ridículo”. Su legitimidad representativa para realizar un decreto marcial y
liderar el proceso de independencia nacional se asentaba en dos argumentos. De
un lado, sus rivales crucistas y velasquistas no podían ya hacerlo porque
habían atentado contra la patria: los primeros porque Santa Cruz había cometido
el delito de “reo de patrias” al poner en peligro la libertad y la seguridad
externa de la nación en 1837; y los segundos porque habían gestionado mal la
paz, siendo con ello invalidado no solo Velasco como gobernante, sino
fundamentalmente el Congreso en su papel de la Representación Nacional. De
otro, como artífice de la revolución restauradora del 9 de febrero de 1839,
pero ajeno a los pecados de los que dirigieron en su nombre, Ballivián estaba
destinado a acabar “con los invasores que nos quieren arrebatar independencia y
restauración”(14) y a hacerlo sin la tutela de las Cámaras.
Vencido el ejército peruano, la legitimidad de Ballivián
como gobernante providencial requería poner fin a las disensiones intestinas,
protagonizadas por velasquistas y crucistas y responsables de crear
oportunidades de invasión al enemigo. Dado que había compartido con los
primeros la causa de la Restauración en 1839, la conversión de Ballivián en su
verdadero impulsor se preveía fácil en la medida en que concluyera con éxito la
liberación del país. Como único representante válido del ideario restaurador
tenía la obligación de acabar definitivamente con el legado de Santa Cruz
aunque hubiera contado con el apoyo coyuntural de sus seguidores. Su estrategia
discursiva fue igualar a Gamarra y Santa Cruz como representantes del
despotismo hispánico: “para vergüenza de la América han quedado dos cascajos de
las plantas que injertó el poder español”. Los acusó de buscar ambos la
destrucción de la independencia de Perú y de Bolivia “para levantar un coloso
sobre las ruinas del equilibrio continental y establecer una dominación vasta
que dejase a lo más una existencia precaria a los demás estados”. Ese plan
había sido iniciado por Santa Cruz en 1826 como presidente del consejo de
ministros peruano, ensayado por Gamarra en 1828 y finalmente ejecutado por el
primero. El conflicto internacional que se había derivado de ello demostraba
que los dos líderes estaban educados bajo los mismos principios “por el antiguo
opresor común”, de manera que su interés en unir los dos territorios reeditaba
los actos de los virreyes peruanos Pezuela y La Serna de hacer “un solo
virreinato”, ya eliminados por la emancipación(15). En el caso de Gamarra esa
unión consistía en “vengar la sangre derramada por los bolivianos en Yanacocha
y Socabaya y partir su territorio y desaparecer la nación dando a la república
Argentina lo que antes pertenecía a ella y agregando al Perú todo lo que era
suyo antes”. En el caso de Santa Cruz la unión había sido gestada a partir de
su conversión en tirano y había derivado en la destrucción “de la seguridad de
los pueblos”(16). De un modo u otro, ambos generales encarnaban las ideas de
“conquista y esclavitud” frente a las de “independencia y libertad” representadas
por la Restauración(17). Como ambas actuaciones habían generado guerras
internacionales y guerras civiles, la anarquía era ahora el principal problema
para la paz. Lo era porque la opinión del pueblo estaba dividida en facciones y
en un contexto social militarizado eso significaba la defensa de opiniones
partidarias a través del recurso a las armas. Ya que de la estabilidad del
Estado dependía “la dicha pública de los futuros progresos de Bolivia”, los
objetivos básicos de Ballivián fueron entonces tres: “el silencio de las armas,
la calma de las pasiones y la concordia de los ciudadanos”(18). Para cumplirlos
realizó dos actuaciones complementarias: la búsqueda de la unidad nacional y la
despolitización del ejército.
Dada la convergencia de todas las fuerzas en torno al
liderazgo de Ballivián, la acción de unificar la opinión del pueblo, marginar
el espíritu de partido y promover la tolerancia política llevaba implícita una
necesaria supremacía del Ejecutivo frente al Legislativo mientras hubiese
amenaza de guerra. Para asentar ese Ejecutivo que, sin regresar a la monarquía,
poseyera la capacidad unitaria del orden mayestático y para hacerlo sin
recurrir al partido único o renunciar a la pluralidad de intereses y a la
representación de la diversidad de opiniones que albergaba toda sociedad,
Ballivián construyó discursivamente su oferta de gobierno en torno a la
victoria de Ingavi. Fue presentada como la legítima heredera de la Restauración
de manera que si él era mentor de Ingavi también lo era de ésta, con lo que al
protagonismo instructor del Congreso en la misma se superponía el del general.
Éste validaba su supremacía en el hecho de haber liderado de manera
representativa una hazaña bélica obtenida por todos los bolivianos “sin
exclusión de banderas, ni de partidos” y que era expresión del “triunfo de la
independencia sobre la ambición extranjera”, y “de la ley sobre la anarquía”.
La naturaleza colectiva de la gesta permitía que, de una parte, se afianzara la
solución nacional boliviana como símbolo de progreso frente a otras fórmulas
territoriales que quedaban asociadas al pasado y atraso coloniales, y, de otra,
que se tuvieran presentes “las funestas consecuencias” de las disputas
domésticas frente a los resultados gloriosos de la concordia, para así estar
siempre atentos a conservar la “independencia, gloria exterior, paz y unión
interior”.
Para que Ingavi fuese el comienzo de esa “nueva era para
Bolivia”, Ballivián se comprometía a hacerlo posible siendo fiel también al
principio político de “unanimidad, armonía o unidad civil” con el que el
Congreso había gestionado la Restauración en 1839. Entendido como una comunión
entre el Estado y la sociedad “en la que antes que el bando o partido estaba el
ciudadano y antes que el ciudadano estaba la patria”, este principio hacía
impensable que no existieran idénticas opiniones acerca de que el objetivo
supremo de todo nacional fuese el bienestar de la nueva República. Durante la
guerra Ballivián había desarrollado dicho principio gracias a aglutinar a los
partidos en un único bando militar contra Perú. Ahora, en la paz, se
responsabilizaba a seguir manteniendo dicha unidad y a aceptar que su
legitimidad gubernativa procediera de defender a Bolivia de la amenaza exterior
gracias a evitar en el futuro el conflicto fraticida entre partidos. Pero para
ello era imprescindible que el Congreso no limitase al nuevo Ejecutivo como
había ocurrido durante el gobierno de Velasco. No negaba su potestad
legislativa, sino cuestionaba que como representación nacional pudiera
personificar unilateralmente la soberanía popular para gobernar en nombre de la
nación y los pueblos que la constituían(19). En conformidad con ello la
Convención del 16 de abril de 1843 no solo declaró vigentes todos los acuerdos
y decretos de Ballivián y autorizó al Ejecutivo a tomar las medidas necesarias
para consolidar la causa de la Restauración. También redactó una nueva
constitución que redujo la reunión de las Cámaras a cien días cada dos años,
estableciendo como su cometido fundamental el de discutir para su deliberación
los asuntos que el Ejecutivo presentara, aunque en lo que respecta a la
producción de leyes solo hubo variaciones con la Carta de 1839 en lo relativo a
que ningún proyecto aprobado por la Representación Nacional tendría la fuerza
de ley si no era refrendado por el Ejecutivo. Asimismo éste volvía a poder
disolver las Cámaras tras el dictamen del Consejo nacional y de la Corte
Suprema de Justicia, a elegir a la mayoría de los miembros de dicho Consejo y a
ejercer facultades extraordinarias poco restringidas en caso de conmoción
interior(20). Como el gobierno de Ballivián fue objeto de múltiples
conspiraciones crucistas y velasquistas, la amenaza de revolución se convirtió
en una excusa para redundar en el presidencialismo.
Para el fortalecimiento del Ejecutivo no bastaban las
narrativas en torno a un símbolo patriótico de refundación nacional. Ante todo
había que desarmar a posibles competidores políticos. Ello implicó para
Ballivián continuar con la política iniciada por la presidencia anterior:
desautorizar en política al ejército regular, convirtiéndolo
constitucionalmente en una fuerza “obediente” y “no deliberante”, y contar con
fuerzas civiles armadas anexas a la Administración. Aunque su sublevación y
conspiraciones desde 1839 lo habían hecho representante de la modalidad
pretoriana, la capitalización de Ingavi requería asentar un modelo de
ciudadanía armada que rompiese el binomio “todos los pueblos y el ejército”
para que quedasen solo los primeros como encarnación de la misma y el segundo
sujeto a la ley y al margen de la competencia política, evitándose así el
escenario del “ejército opresor y un pueblo oprimido”. El honor militar debía
depender de la sumisión y de la obediencia a las instituciones representativas
para servir a la voluntad del pueblo contenida en ellas(21). Como ya había
sucedido con Velasco, la solución para que el ejército boliviano se reconociera
como un “modelo de libertad” por su respeto a las leyes fue su profesionalización,
en este caso a través del Código militar de 1843(22), y la reorganización de la
guardia nacional(23) como expresión institucional de la dimensión militar de la
ciudadanía. Aunque este cuerpo constituyó un referente organizativo armado para
la población civil, a juzgar por los diferentes episodios violentos a lo largo
del siglo XIX la intervención popular en los mismos nunca estuvo constreñida
por o ceñida a él. Una gran mayoría de quienes en múltiples ocasiones
reivindicaron su derecho y deber a la defensa del bien común en calidad de
ciudadanos armados no estuvieron enrolados en las guardias y los que sí lo
hicieron recurrieron a ellas más en términos de solidaridades locales,
familiares y de amistad que por considerarlas “el recurso cívico” de actuación
armada. Eso hizo a la forma de asociación espontánea de la ciudadanía armada
popular la más presente en los conflictos partidarios y también la que, por la
inestabilidad y las incertidumbres públicas generadas, estuvo en la base de las
políticas gubernativas de criminalizar la revolución a partir de la década de
1870.
A través del estudio de la breve pero intensa etapa
histórica que va de las batallas de Yungay a Ingavi, este artículo se ha
interrogado sobre la impronta del ejercicio de formas constitucionalmente
legítimas de la violencia en el desarrollo de institucionalidad estatal por
parte de una sociedad instituyente. Su abordaje se ha centrado en la disputa
política partidaria por el ejercicio de la revolución a partir del desarrollo
de cuatro problemáticas que informaban sobre el difícil equilibrio entre los
principios de soberanía popular y de autoridad. La primera ha aludido a las
narrativas partidarias en torno a liderar las voces del pueblo y el ejército,
siendo éstas expresión de la pugna entre los poderes ejecutivo y legislativo
por definir un modelo de Estado, sus actores y el reparto del mando y de sus
atribuciones en el mismo. La segunda se ha referido a los cambios en la
naturaleza del legítimo sujeto del ejercicio de la fuerza revolucionaria, el
ciudadano armado, incidiendo para ello en la competencia entre el ejército y el
pueblo por su encarnación, expresada en las diferentes medidas gubernamentales
para establecer cuándo un acto de fuerza por parte de la sociedad gozaba del
refrendo legal o se percibía como legítimo. La tercera ha insistido en la
movilización partidaria de la población -por temas como el modelo de Estado,
las competencias de los tres poderes, las potestades del pueblo soberano o la
distribución territorial del poder- para subrayar la no existencia de una
necesaria correlación entre el acto de institucionalizar un espacio nacional
por parte de una sociedad instituyente – colegiada en el Congreso y el Ejército
o movilizada por la Ley- con el de hacer gobernable dicho espacio. Y la cuarta
ha hecho hincapié en la potestad constitucional del recurso de la fuerza por
parte de una multiplicidad de actores para cuestionar historiográficamente 1)
la equiparación entre la militarización de la sociedad y el triunfo de los
militares sobre el espacio público, 2) la consideración del empleo de las armas
como un monopolio del ejército, y 3) la asimilación de cargos públicos ocupados
por militares con dominación militar o gobierno militar. Las cuatro
problemáticas han redundado en que el acto político violento -en su versión de
revolución, guerra civil, motín militar y guerra internacional- tuvo una
naturaleza institucional y generó institucionalidad en la medida en que gozó de
una legitimidad popular sancionada constitucionalmente.
Referencias
1) Paredes, “Mariano Melgarejo”, pp. 408-412.
2) Si bien todavía faltan muchas investigaciones sobre la
movilización armada de la población indígena, los trabajos existentes apuntan a
que la organizada por las comunidades tenía sus propios jefes, dependientes de
diversas autoridades estatales (provinciales o locales). Fue con la legislación
desarrollada durante la presidencia José de Ballivián (1842-1847) referente a
la división de la guardia nacional en dos cuerpos, uno activo y otro pasivo,
cuando se estableció que formarían parte del segundo. Bajo la autoridad de los
gobernadores, constituirían “compañías sueltas de infantería y caballería
organizadas en cantones” (Colección oficial de leyes, decretos, órdenes y
resoluciones supremas que se han expedido para el régimen de la República
Boliviana, vol. 8, Sucre, Imp. de López, 1843). Sin embargo, se desconoce
todavía cuál fue su grado de desarrollo. Lo que sí se sabe es que los indígenas
siguieron estando presentes en los conflictos partidarios regidos por jefes
propios bajo el formato de ejércitos auxiliares. Sobre debates y bibliografía
al respecto véanse los trabajos de Marta Irurozqui: “El pueblo soberano versus
la plebe proselitista. Discurso historiográfico y etnicización política en
Bolivia, 1825- 1922”. En Guillermo Palacios (coord.), La nación y su historia.
América Latina, siglo XIX. México. Colegio de México, 2009, pp. 231-284;
“Tributo y armas en Bolivia. Comunidades indígenas y estrategias de
visibilización ciudadana, siglo XIX”. En Antonio Escobar (coord.), Dossier
Pueblos indígenas en el siglo XIX, Revista digital Mundo Agrario de la
Universidad Nacional de La Plata, 2013; “Communautés indigènes et fondations républicaines.
Citoyenneté et procès de nationalisation ethnique dans les Andes au 19e siècle
». En Claire Bourhis-Mariotti, Marcel Dorigny, Bernard Gainot, Marie-Jeanne
Rossignol y Clément Thibaud, (ed.), Cóuleursm ésclavage, libérations
coloniales, 1804-1860, Paris, 2013, pp. 389-413).
3) Paredes, “Mariano Melgarejo”, p. 414.
4) El Congreso Constituyente a la nación, en Redactor del
Congreso Nacional de Bolivia del año 1839. Tomo Primero, pp. 197-199.
5) Paredes, “El general Ballivián”, p. 544
6) Ibidem, pp.550-558.
7) Paredes, “El general Ballivián”, pp. 531-581; Paredes,
“Mariano Melgarejo”, pp. 391-459. Morales, Los primeros, p. 290.
8) Decreto del 27 de septiembre de 1841 (en Aponte, La
batalla de Ingavi, p. 50); El Eco de Bolivia, 3 de octubre de 1841; Columna de
Ingavi, ¿diciembre de 1841?).
9) Aponte, La batalla, pp. 50-58; José María Santivañez,
Vida del general José Ballivián. Nueva York, 1891, pp. 97-99.
10) Proclama del presidente Gamarra a los bolivianos. Laja,
7 de octubre de 1841. Reproducida en Aponte, La batalla, pp. 95-97.
11) El eco de Bolivia, Sucre, 8 de octubre de 1841. Corrían
rumores en la época a cerca de que Ballivián había alentado a los crucistas a
sublevarse contra Velasco y así obtener él un pretexto para movilizar a su
favor a Gamarra.
12) Desarrollo del proceso bélico en Paredes, “Mariano
Melgarejo”, pp. 408-414; Kieffer, Ingavi, pp. 359- 492; Aponte, La batalla,
pp.154-155; Campaña de 40 días hecha por el ejército boliviano al mando del
S.E. Jeneral Ballivián, contra el ejército invasor del Perú a las órdenes del
generalísimo de sus armas Agustín Gamarra. Valparaíso, Imp. Rivadeyra, 1842.
13) La guerra siguió latente hasta que en 1847 se firmó un
tratado de Paz y comercio. El Vigía de la Restauración. Papel eventual. Sucre,
4 de abril de 1842; Aponte, La batalla, pp. 227-238; Registro oficial,
Colección diplomática o reunión de los tratados celebrados por el Perú con las
naciones extranjeras, desde su independencia hasta la fecha. Lima, Impreso por
Francisco Solís, 1854, pp. 43-74; Abecia, Historia, p. 140.
14) El Centinela del Ejército. Gaceta militar, Sucre, 21 de
noviembre de 1841.
15) El Restaurador, Chuquisaca, 10 de abril de 1842.
16) Morales, Los primeros, pp. 306-307.
17) Véase la canción del aniversario de Ingavi 18 de
noviembre de 1842 en Columna de Ingavi, 20 de noviembre de 1842.
18) Morales, Los primeros, p. 334.
19) El Cóndor Restaurado. Chuquisaca, 17 de mayo de 1842;
Morales, Los primeros, pp. 300-301 y 334; Columna de Ingavi. Sucre, 18 de
noviembre de 1842; 20 de noviembre de 1842; El Restaurador, Chuquisaca, 16 de
diciembre de 1841; 10 de abril de 1842.
20) Abecia, Historia, pp. 140-141; Trigo, Las
Constituciones, pp. 282-83, 286.
21) “Mi delito Melgarejo” en Paredes, Mariano Melgarejo, pp.
426-429.
22) El Restaurador, Chuquisaca, 27 de junio de 1842.
23) Las guardias nacionales se regularon por: Decretos de 18
de noviembre de 1842; 24 de noviembre de 1842; 3 de diciembre de 1842; 30 de
enero de 1843; 26 de mayo de 1843; 26 de agosto de 1843. En Colección oficial
de leyes, decretos, órdenes y resoluciones supremas que se han expedido para el
régimen de la República Boliviana, vol. 8, Sucre, Imp. de López, 1843.
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