Por: Hugo Rodriguez-Alcala / Facilitado por la Biblioteca Virtual Miguel de
Cervantes. // Foto: Vista del sector de Punta Brava / Archivo de Víctor
Medem. // Para más: Historias
de Bolivia.
FRENTE A LA PUNTA BRAVA DE BOQUERÓN SEPTIEMBRE, 1932
jAh la Punta Brava de Boqueron en septiembre de 1932! La Punta Brava tenia bien
merecida fama de bravura! Lo más temible de la Punta Brava consistía en un
reforzado nido de ametralladoras, con dos pesadas y dos livianas entre bolsas
de arena y otras dos pesadas y dos livianas encima de las ya indicadas.
Imaginen ustedes la potencia de fuego a ras de tierra de este bastión en el
desierto. Y quien mandaba en el baluarte, e1 subteniente Inofuentes, era un
bravo de verdad. Sus hombres, veteranos de dos años en el Chaco, muy bien
entrenados, manejaban los ocho tubos mortíferos con fría y devastadora
eficacia.
El nombre de pila del jefe de la Punta Brava era -y espero siga siendo-
Clemente. Clemente Inofuentes. El nombre rimaba con el apellido, como si él, el
bravo entre los bravos de la Punta Brava y de todo Boquerón, fuese una innocua
(«que no hace daiio»), una in-ofensiva fuente de aguas puras de clemencia. Pero
los bravos verdaderos, los magnánimos de verdad, son clementes. Y el bravo de
la Punta Brava era -lo verán ustedes-, clemente.
Frente a la Punta Brava se extendía un descampado, un ideal campo de tiro. Por
ese descampado ataco a Boquerón nuestro regimiento, el Regimiento 1 de
Infantería «2 de Mayo». jQué ataque aquel y que fulminante el fuego de la Punta
Brava contra quienes osaban desafiarla! E1 primer batallón fue aniquilado; lo
mismo, el tercer batallón.
Tenía yo, al comenzar e1 ataque, más de cincuenta hombres a mi mando; al
terminar, - mejor dicho, al fracasar el ataque-, solamente me quedaban once.
Estábamos ya cerca de la Punta Brava cuando a la hora del asalto corrimos hacia
ella; sus detonaciones nos ensordecieron. Veíamos las llamas salir de los tubos
negros y sentíamos el aire en torno llenarse de plomo encapsulado en acero. Yo
vi el destrozo del primer batallón al aproximarse a aquel muro de hierro que
lanzaba llamas como de volcán. Yo vi caer a mis hombres fulminados. Y yo caí
también, disfrazado de tropa como estaba y empuñando, como mis hombres, un
fusil. Clemente Inofuentes tenía ojos de águila. El me vio caer desde su casamata
de quebracho y arena endurecida por la presifin de la lona; él me vio tras mi
caída, revolcándome en el polvo, a través de las malezas ralas que mimetizaban
su nido invulnerable.
Yo, tendido en tierra, sentía un fuerte dolor en la pierna derecha, a unos
centímetros encima de la rodilla. El teniente Zotti ya habla caldo, entre los
primeros, no lejos de mí. Zotti, oficial valentísimo, creyó ser inmune a la
tormenta de fuego que se precipitaba sobre nosotros. El llevaba un gran
sombrero negro y una capa negra como un doble desafío. En los primeros minutos
el fuego lo respetfi a pesar de ser un blanco tan ostensiblemente negro; él
siguió corriendo hacia la metralla a cuerpo gentil, pistola en mano, el gran
sombrero y la capa desafiantes en el furioso viento preñado de puntiagudos, de
calientes, de silbantes dardos de metal. Gritfi Zotti al caer y yo oí sus
gritos:
- Camillero! Camillero! Camillero!
Nadie podía socorrerlo. Una móvil, una vibrante, una rasante, una invisible
cuchilla cortaba todo el campo con un filo que corría, veloz de izquierda a
derecha, de derecha a izquierda buscando la carne blanda crispada de horror, y
buscando los huesos quebradizos para hacer de una y otros, una pasta palpitante
color rojo.
Yo, tendido en el polvo soliviantado, primero con las manos de unas rotas y
después con la cuchara de estaño, trataba de alzar frente a mí una absurda
defensa para mi cuerpo ya ensangrentado: me había palpado la herida con las dos
manos y me había sacado de ellas la sangre sobre el pecho, sobre e1 vientre.
Pensé que para no desangrarme debía vendar la chorreante herida. Me saqué la
camisa de tropa que me servía de guerrera. Y aferrándola con los dientes y
tirándola con las manos a derecha e izquierda, logré rasgarla y convertirla en
vendas. Al hacer esto, me ponía en mayor evidencia; pero debía hacerlo. Me
vendé la herida a justo tiempo. El fuego arreciaba; sin embargo, tenía yo
conciencia de que, como deliberadamente, me evitaba; no venía derecho, rasante,
hacia mí, sino que pasaba, diré, de largo, dejándome en el centro de un espacio
sin muerte.
Entonces yo era un hombre joven y fuerte, no este viejo casi octogenario que
tienen ustedes delante. Pues bien, me vendé la pierna con la mayor fuerza de
que fui capaz para que la venda no solo contuviese e1 chorro que manaba sobre
la rodilla, sino también parte del flujo interno de la sangre que bajaba hasta
mis pies. Esto yo creía ser posible.
Y yo pensaba que, milagrosamente, el sitio en que estaba yo tendido no era
blanco de los infinitos disparos que, durante horas, ensordecieron el campo.
Vino por fin la noche y con la noche pudieron venir los camilleros. Me llevaron
a retaguardia. Esto último yo no recuerdo cómo fue. Yo iba desmayado en una
camilla.
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Boquerón cayó aquel inolvidable 29 de setiembre. ¡Aquel septiembre, tan poco
primaveral para sitiados y sitiadores! No pude ser testigo del regocijo de la
primera, de la decisiva victoria: decisiva por su significado moral para uno y
otro bando.
Días después, no sé cuántos, me llevaron a Puerto Casado y allí abordé el
Cañonero Paraguay. El barco gris, como todos los barcos de guerra, apuntaba sus
cañones hacia arriba, listos para repeler un ataque aéreo. Un amigo mío, el
teniente Jesús Blanco Sánchez, oficial de Marina, segundo de a bordo, me
ofreció una litera de su camarote. Yo elegí la de abajo y, al tenderme boca
arriba sobre aquel lecho angosto y duro me sentí feliz, con ganas de vivir.
Horas después partiríamos para Asunción.
El Dr. Alberto Torrico vino a hacerme una prolija cura. El Dr. Torrico era un
prisionero boliviano caído en Boquerón. Él me contó mientras lavaba mi herida
con un líquido ardiente, que en el Cañonero Paraguay, allá sobre cubierta,
viajaba prisionera la flor y nata de la guarnición de Boquerón. El vendaje
resultó excelente. Y esto hacía posible una renguera sin consecuencias
peligrosas. Ni el fémur ni otros huesos -no recuerdo sus nombres- habían sido
tocados por el proyectil.
-Doctor, ¿podré subir a cubierta mañana?
-Sí, sin ningún peligro -me aseguró el médico.
Conocí, primero a un teniente joven, hombre culto y afable. Su apellido era
Calero. Vestía un sucio uniforme y llevaba esa gorra casi siempre arrugada, de
copa aplastada hacia atrás, que los bolivianos usaban.
-¿Quién mandaba en la Punta Brava? -le pregunté apenas iniciado el diálogo.
-El subteniente Inofuentes -me dijo.
-¿Está aquí, a bordo?
-Espere un momento -fue su repuesta-. Voy a buscarlo.
El teniente Calero volvió enseguida acompañado por un mozo de unos
veinticuatro, veinticinco años.
-¿Usted es el héroe de la Punta Brava?-, le espeté antes de saludarlo.
Sonrió Inofuentes con una sonrisa complacida, dejando brillar entre sus labios
unos dientes blanquísimos.
-Héroe o no héroe yo mandaba allí -dijo.
Entonces yo le conté en pocas palabras mi historia frente a la Punta Brava.
Al callarme yo, Inofuentes, que me había escuchado muy serio, sonrió otra
vez:
-¡Yo lo vi caer a usted y después vendarse!, -exclamó-. Tengo, o tenía durante
el combate una vista muy buena. Lo vi rasgar su camisa... ¡Ah! -lo interrumpí-.
-Y yo di orden -me atajó-, di orden terminante que lo dejaran tranquilo. Vino
la noche y ya no pude ver nada. A la mañana siguiente, ya no estaba más usted
en el lugar de la víspera.
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