Foto: Algunos de los líderes asesinados el 15 de enero de 1981.
La tarde del 15 de enero de 1981, un grupo de dirigentes del
MIR se reunieron en el barrio paceño de Sopocachi para analizar un paquete
económico que había lanzado el Gobierno, que determinó el alza de varios
productos de la canasta familiar.
El grupo fue delatado y el Ministerio del Interior, dirigido
por Arce Gómez, organizó un operativo de aniquilación que culminó con el
asesinato de ocho de los nueve dirigentes presentes en la reunión en una casa
de la calle Harrington de La Paz.
Los asesinados fueron: Ramiro Hernán Velasco Arce, José Luis
Enrique Suárez Guzmán, José Reyes Carvajal, Ricardo Navarro Mogro, Artemio
Camargo Crespo, Arcil Menacho Loayza, Gonzalo Barrón Rendón y Jorge Baldivieso
Menacho. Sólo Gloria Ardaya logró salvar la vida al ocultarse bajo una cama,
aunque luego fue descubierta y sometida a tortura física y psicológica.
No deja de ser una fecha dolorosa ya que en forma muy
trágica perdí a un familiar y a otros siete amigos y políticos honestos, que se
atrevieron a reunirse para diseñar algunas estrategias de resistencia a la
dictadura a la Luís García Mesa.
Lamentablemente fueron abatidos y después acusados de
subversivos armados, lo cual era totalmente falso, expresó Silvia Barrón,
hermana de una de los dirigentes asesinados, Gonzalo Barrón.
UNA A UNA, LAS OCHO VIDAS SEGADAS EN LA CALLE HARRINGTON
ARTEMIO CAMARGO CRESPO
Era fuerte. Su trabajo en los socavones requería esa
fortaleza, y también su rol en la construcción de un partido político a partir
de la clase obrera, aquella que lo hizo Secretario General de la mina Siglo XX
en 1979 y la misma que, un año después, lo eligió como Primer Secretario de
Conflictos de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia
(FSTMB).
Artemio —aquel hombre de cabello rizado, frente amplia y
pómulos grandes— fue líder nacional del MIR (Movimiento de Izquierda
Revolucionaria) y de los mineros bolivianos.
También fue, a decir de Juana, su segunda esposa, un padre
cariñoso. Con ella concibió a Patricia. “¡Mujercita, qué lindo!”, dijo Artemio
cuando la niña nació. Se preocupaba mucho por ella y por Elizabeth, su primera
hija. Pensaba, cuenta Juana, que sus hijos varones —Rubén y Javier— eran más
fuertes y debían ser tratados con más dureza. Artemio también era cariñoso con
Juana. Siempre le pedía que se cuidara. “Era feliz conmigo, ya que comprendía
sus actividades y lo dejaba libre”.
Flor, la primera esposa de Artemio y con quien tuvo a
Elizabeth, Rubén y a Javier, murió en un accidente. El dirigente minero se
quedó entonces solo con tres hijos: una que comenzaba a caminar, otro que
iniciaba la escuela y el tercero, más pequeño, que había dejado de lactar. Un
nuevo hogar llegó de la mano de Juana.
Sopachuy, un acogedor poblado ubicado a 183 kilómetros de la
ciudad de Sucre, vio nacer a Artemio el 4 de junio de 1948. Años más tarde, en
1971, el único hijo de una familia dedicada al campo, estudió en la capital el
primer año de la carrera de Derecho en la Universidad San Francisco Xavier.
Allí además trabajó como portero del Instituto de Investigaciones Pedagógicas,
llenando su ser de las problemáticas sociales del país.
De baja estatura y presencia imponente, un joven Artemio lo
dio todo por los mineros y su causa. El golpe banzerista de 1971 cortó sus
estudios, pero lo impulsó a un mayor compromiso con sus ideales políticos. En
1973, se convirtió en minero de Siglo XX, Potosí. Lo hizo decidido a sentar
allí las bases de su labor partidaria. Las minas fueron su trinchera, aquella
desde la cual organizó la resistencia a la dictadura, una lucha que no abandonó
pese al encierro, la clandestinidad y la tortura.
“Cuando lo mataron fue como si me cortaran la mano derecha”,
dice Juana. El hombre que no le hizo faltar nada, a ella y a su familia,
pensaba regresar a Sucre tras concluir sus funciones en la FSTMB. No pudo
hacerlo. No vio crecer a Patricia. Sus otros hijos se criaron con la abuela. Elizabeth
y Rubén estudiaron Enfermería y Arquitectura, respectivamente, en Cuba. Javier
es técnico en computación. Artemio vive ahora en las historias que sus nietos
escuchan de él.
“El haberte perdido nos ha hecho añorar tu presencia, cada
uno de los días de tu larga ausencia y, aunque aún nos queda tu recuerdo para
alimentar nuestros sueños y orientar nuestras vidas, hay otra ausencia profunda
que duele y lastima, es la tuya en tus nietos, nuevas vidas que nacen con una
historia inconclusa, un vacío en su pecho”.
Las anteriores, palabras de Lilian, su hija, hablan de José,
aquel uniformado que mientras cumplía órdenes con disciplina, mantenía una
actitud crítica y rebelde. Miembro de la Dirección Nacional del Movimiento de
Izquierda Revolucionaria (MIR), Pepe vivió su militancia con alegría y
compromiso.
En 1959, a los 19 años, decidió ser guardia nacional e
ingresó a la Academia de Policías en La Paz. Allí acumuló la energía que luego
entregaría a la vida política. Estudió con empeño, pero también se amotinó con
los soldados. Atrás había quedado Padilla, Chuquisaca, lugar en el que nació el
4 de agosto de 1940, así como sus estudios de primaria y secundaria en el
colegio San Calixto de la sede de gobierno.
Su gran estatura y contextura atlética brillaron en otras de
sus pasiones: el deporte. Se consagró en el voleibol. Integró el equipo del
Club Litoral, y los seleccionados paceños y nacionales. Esa faceta le valió
muchos triunfos.
Su necesidad de aprendizaje pudo más. A los 22 años, Pepe escaló
un nuevo peldaño en su identificación con la problemática nacional. Ingresó a
la Universidad Mayor de San Andrés para estudiar Derecho. Como oficial de la
Policía Nacional se había aproximado al pueblo y reconocido en él. Ahora
participaría de las luchas universitarias y conocería a sus futuros compañeros
de militancia política.
La dictadura banzerista le dejó una huella permanente: una
lesión en la columna fruto del encarcelamiento y la posterior tortura. También
marcó su vida con el exilio. Vivió seis años en Venezuela. Pudo regresar antes
al país, pero no estuvo dispuesto a vender su libertad y renunciar a su
actividad política, una condición que la dictadura busco imponerle.
Pepe se dedicó con pasión al trabajo partidario. Era el
primero en llegar y el último en irse. Su forma de hablar era por demás
conocida: tono fuerte y firme, y un discurso sutil y claro. Llegó a ser
diputado por La Paz.
Lo organizaba todo. Fue además un padre y esposo cariñoso.
Compartió cada minuto de su tiempo libre con Olivia, su compañera de vida, y
sus hijas. Fue para ellas amigo y confidente. “Pensar en ti es pensar en una
larga ausencia, una que no tiene remedio…que no tiene olvido y menos perdón”,
apunta Lilian.
RICARDO NAVARRO MOGRO
La primera impresión es la que perdura. Una mirada pícara y
una sonrisa franca es lo que Elvira, su cuñada, recuerda del tiempo en el que
lo conoció. Habló muy poco con él, pero sintió que lo conocía de siempre.
Ricardo nació el 9 de julio de 1950 en Sucre. Aunque vivió
desde su niñez en Cochabamba, fue La Paz el epicentro de su actividad. Estudió
Ingeniería en la Universidad Mayor de San Andrés. Allí fue también catedrático
y dirigente de la Federación Universitaria Local (FUL). De su mano, el frente
universitario del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) obtuvo triunfos
en La Paz y a nivel nacional. Inspiró y formó nuevos liderazgos. Fue vigilante.
Las propias autoridades le llamaban “el comisario”.
De tez blanca, cabello y bigotes castaños, alto y delgado,
Ricardo —conocido cariñosamente como el “flaco” Navarro— compartía con su
esposa Ruth y su hija Angélica Cecilia cada instante de vida. Ellas fueron
parte —de cerca y de lejos— de la clandestinidad, el encarcelamiento, el exilio
en Francia y otras consecuencias de las dictadura banzerista, aquella que puso
en la mira a Ricardo desde muy joven.
Él y Ruth, su “reina”, unieron sus vidas a finales de 1971.
La ceremonia, en casa de unos amigos, fue sencilla. Luis Espinal los casó.
Bailaron cueca y brindaron con chicha, rememora Elvira. Años antes, muy
enamorado, Ricardo visitaba a su hermana cada fin de semana en un pequeño
pueblo del altiplano paceño en el que ella hacía sus prácticas profesionales.
Angélica Cecilia nació en octubre de 1972. Desde pequeña
recibió las caricias y cuidados de su padre. “¿Cómo ha estado mi osito?, le
preguntaba al llegar a casa. Hablaba con ella, hacían la tarea juntos. Ricardo,
cuenta Elvira, organizaba bien su tiempo entre el trabajo y la familia. Nunca
fue un observador. Hablaba, bromeaba y ayudaba. Se involucraba e involucraba a
los demás. Su risa era contagiosa y sus afectos no los guardaba para sí mismo,
los demostraba siempre.
La adversidad no consiguió borrar su sonrisa y generosidad.
Aún en los peores momentos, daba ánimos y se preocupaba por el resto, aquellos
a su lado y quienes lo esperaban a lo lejos. Montó, con ayuda de sus compañeros
de prisión y su familia, una biblioteca. Las ollas con falso conejo y otro tipo
de comida que su suegra preparaba, eran cada vez más grandes pues Ricardo
compartía sus alimentos en el encierro.
“Gracias por hacernos ver que hacer política no es escalar,
alcanzar el poder y mirar desde arriba a los otros; que hacer política no es
prometer muchas cosas y sólo cumplir aquella que nos permite asegurar el
bienestar sólo de nuestra familia por muchas generaciones”. Con esas palabras
Elvira le escribe al flaco “Navarro”, el hijo que sus padres perdieron cuando
jóvenes y el hermano que nunca conoció.
Su aspecto juvenil escondía al estadista que llevaba dentro.
Indagó, desde la academia, la pobreza e injusticia de su entorno. Su militancia
en el MIR, además de clandestina, fue silenciosa. Dedicó parte de su tiempo a
compartir su amplia experiencia profesional en el ámbito económico, aquello que
aprendió dentro y fuera del aula, con los obreros de su partido.
Ramiro era alto, delgado y trigueño. Tenía ojos claros,
cabello negro y bigote espeso. Nació el 9 de septiembre de 1950 en La Paz.
Estudió en el colegio Saint Andrews. Sobresalió. Fue bachiller a los 16 años y
obtuvo su licenciatura en Economía de la Universidad Católica Boliviana (UCB) a
los 21. Su andar era ágil y hablaba como maestro. Lo último le resultó útil a
la hora de dar clases de Microeconomía en la UCB. Fue por más. Entre 1974 y
1975, estudió un curso de posgrado en Planificación en Varsovia, Polonia.
Como parte de la estructura estatal y en el desempeño de
cargos jerárquicos en entidades públicas diversas, Ramiro asesoraba la
movilización popular que denunció el carácter y contenido del modelo económico
del régimen dictatorial de Banzer. Asesoró sindicatos y cooperativas en centros
mineros, Siglo XX y Catavi entre ellos. Pintó paredes y llenó calles con
consignas. Fue el artífice de la sección económica del programa de gobierno de
su partido y del proyecto de reivindicación salarial de la Central Obrera
Boliviana. Intervino además en el cuestionamiento a temas como el endeudamiento
externo.
Pero la historia de Ramiro es también la de Gladys, aquella
joven que conoció a los 16 años. Se hicieron compañeros de viaje, de vida.
Tuvieron dos hijos: Javier y Alejandra. Él llegó primero y heredó la mirada
triste y melancólica de su padre. Ella se quedó con su sonrisa amplia y
tranquila. En Ramiro su familia vio al luchador popular infatigable, pero
también el padre dulce y al esposo tierno.
El profesional ilustre fue conocido en el Banco Central de
Bolivia, el Instituto Nacional de Estadísticas, el Ministerio de Finanzas y la
CEPAL. Pero también lo conocieron en campamentos mineros y núcleos fabriles.
Había firmado en Catavi, frente al cerro gris de desmontes, un compromiso para
dedicarse al florecimiento de su país en el campo y la ciudad.
“Todos quienes compartieron con él un puesto de trabajo o
una misión recuerdan la absoluta honradez, la modestia y la profunda
sensibilidad humana que caracterizaron todos sus actos. Sus colegas
profesionales reconocen en él, pese a su corta carrera, a uno de los más
brillantes economistas de las nuevas generaciones, una verdadera promesa para
su pueblo y su patria, a quienes llevó permanentemente en su corazón y su
mente”.
El párrafo anterior es parte de Para que no se olvide la
masacre de la calle Harrington (2007), libro publicado por la Asociación de
Familiares de Detenidos Desaparecidos y Mártires por la Liberación Nacional
(Asofamd).
ARCIL MENACHO LOAYZA
La senda que transitó fue en gran parte verde. De ese color
era el uniforme que vestía tras ingresar al Colegio Militar en La Paz. Se vio
rodeado de ese tono en los montes del norte del país y también en la selva
peruana. El miembro más “viejo” de la Dirección Nacional del MIR, poseía un
carácter jovial, contagiaba buen humor y simpatía.
Nació en Sucre en noviembre de 1932. Siendo cadete, Arcil se
identificó con la incomodidad de un pueblo que, al no aguantar más, combate y
triunfa. Cayó preso. En su encierro conoció a mineros y campesinos. Vio que
esos últimos aún eran obligados a servir. Defendió a uno de ellos. Lo hizo a
puñetazos.
En 1955, 13 días antes de ser encarcelado, Arcil se había
casado con Teresa Ríos. La libertad conseguida tiempo después estuvo
condicionada al exilio en Perú. Allí permaneció varios años. Su suegro, el
General Ríos Rossel, y Juan, su cuñado, le acompañaron. Surcaba ríos en botes a
motor recogiendo algodón para una fábrica. Teresa lo visitaba con Ricardo, su
primer hijo, en brazos. Amaba la selva. Más tarde, cambió el algodón por el
arroz que pelaba para vender.
No viendo aún fin para su destierro, trabajó como visitador
médico en Lima. Vio nacer a su hija Mechita, entró a la Escuela Civil de
Aviación en Trujillo y se perdió entre textos de Tolstoi, Dostoievski y
Solzhenitsyn. Llegó a conocer gran parte del territorio peruano, siempre
pendiente de la situación en Bolivia. Los años pasaron rápido y con ellos una
familia más grande. Nacieron Teresa, Martín, Patricia y Alejandra.
Su país le inquieta. Arcil decide entonces regresar. Lo hace
para entablar una lucha política clandestina. Se establece en Pando. Se metió
nuevamente a la selva, esta vez la boliviana. Se abrió paso. Extraía goma y
castaña. Internado en el monte, llamaba a los militantes a reunión usando luces
de bengala.
Sembró los cimientos de su partido político en territorio
agreste. No buscó figurar. Le cedió el paso a los más jóvenes. Quienes trabajaron
a su lado recordarán siempre su sencillez, capacidad, optimismo, su austeridad
y entrega. Su complexión maciza y fuerte contrastaba con la tierna sonrisa que
le caracterizaba.
“Mis seis maravillosos hijos fueron la herencia de Arcil,
bendigo a Dios por él. Todos ellos hoy profesionales, aportan al país su grano
de arena con su trabajo; sólidos moralmente, aman la vida aunque nunca dejaron
de añorar a su padre. Amantes hijos, protectores de su madre. Llenan mi vida
también mis bellos nietos: Óscar Martín, Andrés, Nicolás, Daniela, Lucas Rafael
y Mateo, el más pequeño…”, escribe Teresa Ríos.
No formó un hogar propio. Quizás por ello la soledad
imprimió en su expresión melancolía y serenidad extrema. Luciendo gruesos
anteojos, modesto y sobrio al vestir, mantuvo un aspecto de universitario parco
y estudioso.
Jorge fue el primero de seis hijos criados en una familia
católica. Sus padres, Luis y Miriam, lo tuvieron en Sucre el 3 de marzo de
1947. Allí pasó por las aulas del kínder Judith Carrasco de Echeverría, la
escuela Adolfo Siles y el colegio Bernardo Monteagudo. Presidió la Juventud
Estudiantil Católica, el Centro de Estudiantes de su colegio y la Federación de
Estudiantes de Secundaria (FES) de Sucre.
Jorge continuó su ruta de liderazgo en Oruro, ciudad a la
que se mudó para estudiar Ingeniería Civil. Su personalidad adoptó los rasgos
austeros de la ciudad, la resistencia al frío uno de ellos. Estudió en la
Universidad Técnica de Oruro y allí fue elegido Secretario Ejecutivo de la
Federación Universitaria Local (FUL-UTO). El Cristo Universitario, un
pequeño periódico editado por la Juventud Universitaria Católica, evidenció
otra vez la capacidad de organización de Jorge. Escribía. Voceaba. Entonces su
nombre cambió a Jorge “Cristo” Baldivieso.
Se sentía orureño. El estudiante y dirigente universitario
combatió desde allí el golpe banzerista. La dictadura le trajo la reclusión en
varios centros carcelarios y el dolor de no asistir al sepelio de su padre.
Como muchos otros, Jorge sufrió el exilio y la vida en
clandestinidad. Ingresó a las filas de la Dirección Nacional del MIR a los 27
años. Sus compañeros de partido reconocían en él un trabajo meticuloso,
ordenado y preciso.
Su militancia lo llevó a Huanuni y Siglo XX, centros
mineros. Su rol de organizador fue conocido en ámbitos urbanos y rurales de
Oruro. Estudiantes, obreros, mineros y campesinos confiaban en él. Por ello, en
las elecciones de 1980, fue elegido representante parlamentario. Salió
triunfante de ese desafío, buscando que la propuesta que lo encumbró fuera
plasmada. NO Había perdido los rasgos que le acompañaron en la infancia. Jorge
fue un niño sociable y con un gran sentido de la responsabilidad.
“Como familiares deseamos destacar que su personalidad
desbordaba compromiso, solidaridad, responsabilidad, tesón y amor por nosotros
y por el prójimo..”, se lee sobre Jorge “Cristo” en Para que no se olvide la
masacre de la calle Harrington, libro publicado en 2007 por la Asociación de
Familiares de Detenidos Desaparecidos y Mártires por la Liberación Nacional
(Asofamd).
JOSÉ LUIS SUÁREZ GUZMÁN
Expresó su rebeldía con versos. Aquel hombre de sonrisa
constante y nariz aguileña, buscó descifrar las claves del cambio social.
Combinó su pasión por las letras con su interés por la enseñanza. Su
inteligencia y capacidad expresiva estuvieron al servicio de la construcción de
nuevos liderazgos.
Rodeado de cuarteles y recorriendo los rincones del país,
comenzó a cuestionar, desde la infancia y adolescencia, la realidad nacional.
Hijo de un general del Ejército, José Luis nació en La Paz el 23 de diciembre
de 1943.
Alejado del país por muchos años, se desenvolvió con soltura
como estudiante y profesional. En España se hizo sociólogo y pedagogo. Llevó su
pensamiento a colegios, universidades y centros militares. En esa época, su
esposa resentía su ausencia, pero sus cartas eran un consuelo. “…Betinita,
cuando yo amo las flores, cuando canto una canción, cuando escribo un verso o
cuando pienso cosas buenas, te estoy hablando a ti de amor..”, expreso en una
de ellas.
José Luis y Betina se conocieron cuando él tenía 21 años.
Viajaron mucho. Compartieron penas, alegrías y sueños Tuvieron dos hijos: Elena
Patricia y Hugo José. “Era un hombre muy hogareño, le entusiasmaba cualquier
actividad que se realizaba en familia. Compartir con sus hijos y el entorno
familiar cercano era algo muy importante para él. Era una persona consciente y
libre pro autodeterminación…”, añora ella.
En Bolivia, Lucho —como le llamaban sus compañeros del
partido— anhelaba orientar a los soldados hacia su pueblo. Fue profesor en
academias e institutos castrenses. Se hizo de las aulas de la Escuela Naval y
de los centros de enseñanza de la Escuela Superior de Policías. También fue
catedrático de Sociología en la Universidad Mayor de San Andrés y la
Universidad Católica Boliviana de La Paz. Fernando, su cuñado, recuerda que
Lucho “no dejaba nunca, en el lenguaje sencillo que lo caracterizaba, de
hablarnos de las desigualdades e injusticias sociales, de lo nefasto para la
sociedad en su conjunto de la aplicación del modelo de acumulación
capitalista…”.
El poeta llevó sus ideales políticos al ámbito
universitario. Fue dirigente de los catedráticos y presidió el frente
universitario de su partido. Sabía que la enseñanza viene de la vida, de
aquella que parte de un hogar como el que formó con Betina, de aquella que está
en los socavones, el campo, la ciudad y las villas. En ese entendimiento, Lucho
pensó y diseño, en medio de los campamentos mineros, la Universidad Nacional de
Siglo XX.
Vestía informal y llevaba el cabello largo. En palabras de
su hija Patricia, Lucho “era un hombre sencillo, pacífico, amante de la paz y
la libertad”. Tenía como única arma “su palabra sencilla y su lógica
convincente”.
De frente altiva y mirada clara, trazaba, pincel en mano, un
futuro brillante. Vivió su militancia política a partir del liderazgo
universitario. Gonzalo nació en La Paz el 23 de julio de 1949, pero vivió desde
niño en Sacaba, Cochabamba. Llevó la tristeza a cuestas en la infancia. Su
madre, a quien siempre tuvo presente, lo crió sola, a él y a sus tres hermanos,
en medio de dificultades.
Se hizo dirigente desde el colegio. Fue presidente de la
Federación de Estudiantes de Secundaria (FES) de Cochabamba. Con el tiempo, sus
manos dejaron los juegos infantiles para dar paso al dibujante y al pintor.
Estudió Arquitectura en la Universidad Mayor de San Simón (UMSS). Para entonces
ya era parte del Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR). Participó, desde
el principio, en las luchas de reivindicación universitaria.
En 1976, aquel joven alto, delgado, con barba y cabello
largo, integró la Federación Universitaria Local de la UMSS. Eran tiempos de
dictadura banzerista y con ello lo inevitable. Gonzalo fue obligado a residir
en La Paz en la clandestinidad.
Tras la amnistía que en 1978 le abrió las puertas a la
democracia, Gonzalo expresaba en sus murales sus ideas de libertad. Estaban en
todas partes. Un año después, el 15 de enero, nació Paloma, la primera hija que
concibió con Graciela, su mujer. Luego nació Lidia Andrea. Con un padre no solo
pintor, sino también artesano, las dos niñas crecieron rodeadas de juguetes
hechos a mano. Gonzalo los forjó en tiza y madera.
“Te digo que te extraño, cada vez que te miro en mi memoria;
cada vez que te habló en mis silencios; cada vez que no logro el reencuentro
con tus ojos transparentes y profundos, tan míos, sin serlo”, le dice Graciela
en un verso.
Fuente: Periódico Los Tiempos de 14 de enero de 2016.
LaPublica.org / https://lapublica.org.bo/al-toque/la-paz/item/976-una-a-una-las-ocho-vidas-segadas-en-la-calle-harrington
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