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LA CONSPIRACION DE JULIO (Relato novelado)


Por: José Antonio Portocarrero / Este artículo fue publicado en Siglo y Cuarto Documentos Históricos, en julio de 2018. // Imágen: Pintura de Murillo.

A la memoria de los paceños Néstor e Isaac Portocarrero, y de Pablo Cuentas Navia.

«Ya es tiempo de sacudir el yugo español. Ya es tiempo de organizar un nuevo sistema de gobierno fundado en los intereses de nuestra patria. Ya es tiempo, en fin, de levantar el estandarte de la libertad en estas desgraciadas colonias, adquiridas sin ningún titulo y conservadas con la mayor injusticia.»

En La Plata, una noche, entre las nueve y doce de 1809, se reunieron los doctores carolinos, y decidieron trabajar con un influjo ciertamente malévolo: Acabar con todos los españoles de América.

Ellos sabían que los paceños estaban empeñados en hacer cabildos públicos y secretos, se los dijo Monteagudo, y a él se lo dijo su tío el cura José Antonio Medina. Pero necesitaban de un facultado que condujera la revolución, alguien que cambie sus soledades para hacerlo propicio e iniciar otra lucha como se hizo en Charcas. Enviaron delegados a las provincias para explicar el plan: Mariano Moreno viajó a Buenos Aires, Manuel Rodríguez a Quito, Teodoro Sánchez de Bustamante a Salta, Paredes al Cuzco, Monteagudo a Potosí, Alcérreca a Cochabamba, Jaime Zudáñez y Lemoine a Oruro, Toro y Jiménez a La Paz, pero como estos rehusaron exponerse, decidieron mandar a Mariano Michel y Mercado para preparar la revolución contra el poder soberbio del Gobernador Tadeo Dávila y del Obispo de la Santa y Ortega.

Michel demostró ser muy activo, vivía cerca al degüello, de trasmano era un hombre más, de costado era sentencioso y de frente un celebérrimo asombro. Estuvo un tiempo por Cochabamba, trató de persuadir a Viedma pero su argumento no lo convenció. Pasó a La Paz, anduvo con cuidado y pegado de culón contra las paredes para ocultar su misión y burlar la mal querencia de los espías, estos lo buscaban por su apodo “el malaco”, no dijo a nadie que nació y se doctoró en la Universidad de Chuquisaca, igual que su medio hermano de madre, el presbítero Juan Manuel Mercado, ambos del partido independentista, quien junto al tucumano José Antonio Medina, cura de Sicasica, plantó sus ideas por donde pasó y pisó.

Un día de esos, el cura Medina le presentó a un señor de rostro oliváceo y cabello negro, su nombre era Pedro Domingo Murillo, natural de Irupana, hablaron del mal gobierno, de la brutalidad que por siglos les dio esa vida desastrosa y desastrada que vivían a causa del abuso que parecía una orden de ejecución lenta y que todos soportaban para no ser tronchados por un hachazo, o tronados en un paredón, o trinchados por la espada. Ante esos hechos que toleraron como una especie de destierro en el seno mismo de la patria; por esa indiferencia que vieron por más de tres siglos sometida la primitiva libertad al despotismo y tiranía del usurpador injusto que degradándolos de la especie humana los miró como a esclavos en un silencio muy parecido a la estupidez… decidieron luchar.

El trabajo de Michel y Murillo, empezó el 8 de junio. Murillo tomó contacto con varios patriotas que mostraron su angustia y ofrecieron sin vacilación su adhesión a la causa. Los siguientes días, Michel estuvo en casa de Pedro Cossío donde se reunían los principales cabecillas del movimiento. El 23 asistió a la reunión secreta donde los rebeldes prestaron juramento de lealtad y juraron levantar el estandarte de la libertad para ser en adelante tan felices como desgraciados hasta el presente.

Desde entonces Michel concurrió puntualmente a las reuniones, no faltó el 29 al domicilio de María Visencia de Juaristi Eguino, ni a la de Gabino Estrada, ni a la de María Josefa Pacheco, ni a la de Bautista Sagárnaga, menos a la junta de acción que se efectuó el día 15 de julio en la casa de Murillo, en la esquina del puente de La Placa o de la Moneda, situada al frente de la casona de las Recogidas, para ultimar los detalles de la revolución. Donde dijeron: ¡Ya es tiempo de sacudir yugo tan funesto a nuestra felicidad, como favorable al orgullo español! ¡Ya es tiempo de levantar el estandarte de la libertad en estas desgraciadas colonias, adquiridas sin el menor título y conservadas con la mayor injusticia y tiranía, para ser en adelante tan felices como desgraciados hasta el presente!

Los confabulados sabían que Michel cumplía una doble misión, era un doctor de Charcas y además un Carolino. Por entonces vivía en la casa de Pedro Cossío, en calle cabrecancha, donde reconstruyó los caracteres morales de cada uno de los que iban a cumplir la faena revolucionaria. Michel observó en la casa del caudillo que no era un hombre de libros y su poca lectura no justificaba la condición que parecía tener. Recordó que Murillo dijo que se recibió de abogado en 1806, como consta en la “Matricula estadística de abogados”, pero era un cedulario ambulante, y sus andanzas libertarias databan de hace tiempo, tenía un espíritu de humores variables y era tumultuario, capaz de arrastrar a cuantos quería y propiciar una revuelta, eso lo vio como algo fundamental.

Los demás patriotas tenían algo de bueno y de malo: El doctor Juan Bacilio Catacora, natural de Acora, poseía costumbres viciadas, se embriagaba y poseía sentimientos vengativos. El doctor Juan Bautista Sagárnaga era paceño, tenía antecedentes similares a Catacora, era revoltoso como lo demostró en la Sala Capitular en la elección de alcaldes, él propuso dar el golpe. Pedro Cossío era limeño, arriero, bueno en artimañas, cohechos y contrabandos. Tomás Orrantia era limeño, zambo y jugador. Buenaventura Bueno era arequipeño, como Goyeneche, maestro de gramática, buen cristiano y enemigo de la Corona. Juan Pedro Indaburo era natural de Navarra como el padre de Goyeneche, era hombre sin religión, se hizo de bienes y haciendas ajenas. Clemente Medina era paceño, desertó de la Compañía de Reales Guardias. Melchor Jiménez, “el pichitanca”, no era vistoso pero era audaz. José Antonio Medina, cura de Sicasica, era tucumano, fue desde un principio el artífice de la revolución. Francisco Iturri Patiño era cochabambino, cura, casado, viudo, y bebedor, deseaba ser cura de la Catedral. Melchor de la Barra era cura de Caquiaviri, enemigo declarado de los españoles, tenía una vida licenciosa y vivía amancebado con una mujer… Una vez terminada su labor, habló de ello con Murillo, a causa de esa conversación, Michel prefirió no ser parte de la conspiración, como casi no fue, porque se mantuvo al margen de todo, incluso en la victoria.

Murillo le dijo: Los hombres que vio, no son los doctores de Charcas, ni la revolución que hicieron no será la misma que nosotros haremos. Vea los hechos con atención y prudencia, es forastero, nosotros no. Pese a sus escrúpulos y críticas, somos una ciega pasión de coraje. Dígame, cuál es su fe, ¿cree que porque somos profanos o lo que quiera, no somos patriotas? ¿Requerimos de linaje para matar o morir? ¡Preferimos la muerte a una triste condena, a una fracción de vida, no nos intimida ser artífices de nuestra desdicha o nuestra dicha, o de ir a la saga o a la soga si ese es nuestro destino!, no estamos aquí para justificar una desavenida desdicha, sino para mostrar a los hombres de mañana, nuestro rechazo a la vil servidumbre, y para eso, bien vale la pena morir. ¿No cree doctor Michel?

Michel no contestó. A los 52 días del suceso de La Plata, la lentitud cimarrona de La Paz, fue sorprendida por un puñado de revolucionarios. El 16 de julio, mientras una tardeada de bailes y de comparsas acompañaba a la procesión de la Santa Virgen del Carmelo, y la tarde helada bajaba, Michel vio sorprendido como salían de las sombras rostros y voces mudas y corrían como los matadores a paso lento por las calles jorobadas y torcidas… Lo vio a Murillo, iba embozado con un mantón y vestido con ropa de vida desvelada, avanzó con otros desde la Piedra de la Paciencia a la Plaza de Armas, con los arcabuces cargados con la pólvora hecha por Manuela Manzaneda hacia el Cuartel de Milicias... Quiso llorar y se contuvo. En ese instante supo que esos hombres eran la gloria, y tarde o temprano se encendería una hoguera, y como dijo Murillo, no se apagaría nunca jamás.

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