El indio era el sostén de la economía nacional, pero su
condición de puntual contribuyente y eficaz servidor no le privó el infortunio
del repudio publico
El juicio dominante que la sociedad del ochocientos adopta
sobre él, restablece el criterio preconizado de algunas corrientes de opinión
imperante en los mejores días del periodo colonial: el indio es sucio,
ignorante, torpe de entendimiento, violento, cruel y sanguinario.
Un ciudadano, que, según Manuel José Cortes, presumía de
haber vivido largamente entre los indios, formulaba su condenatorio veredicto,
en términos que expresan el concepto de toda una casta.
“El indio -dice aquel- es vigilante de su negocio, i
perezoso en el ajeno: no conoce el bien, i pondera mas de lo que es el mal:
siempre procura engañar, i se juzga engañado: es hijo del interés i padre de la
envidia: parece que regala, i vende: es tan opuesto a la verdad que con el
semblante miente: se tiene por inocente, i es la misma malicia: trata a la
querida como a señora, i a la mujer como esclava: parece casto, i se duerme en
la lascivia: cuando se le ruega estira: si se le manda, en finge cansado: a
nadie quiere, i se trata mal a si mismo: te todo recela, i aun de si propio
desconfía: de nadie habla bien, menos de Dios i es porque no lo conoce:
persevera en la idolatría, i afecta religión: lo que en el parece culto, es
ceremonia: hace a la devoción tercera para la embriaguez, i se vale de esta
para las atrocidades: parece que reza, y murmura: como de lo suyo lo que basta
para vivir, i de lo ajeno hasta reventar: vive por vivir, i duerme sin cuidado:
no conoce ningún sacramento , i de todo hace sacramento: cree todo lo falso, i
repugna todo lo verdadero: enferma como bruto, i muere sin temor a Dios” (El
indio, Kollasuyo, 38 pp. 199-204).
Las minorías blancas detestan al indio en general, pero es
sumamente curioso observar que esa permanente prevención que aquellas sienten
por éste, se proyecta con distintos grados de preferencia. La sociedad urbana,
cualquiera sea su origen, no sienten tanto odio por el indio quichua como por
el aimara. El aimara es la victima predilecta del desafecto colectivo de la
población civil.
El aimara, desprestigiado por sus propios hermanos de sangre
que medran en la ciudad y especulan su trabajo en las haciendas, se convierte
en el bárbaro legendario de la puna altiplánica. El paisaje majestuoso de la
altiplanicie andina ha dejado impresos en su espíritu los rasgos peculiares de
los hombres endurecidos por las ásperas inclemencias de su medio. Al par que el
quichua, ha sufrido las mismas adversidades y ha llorado los mismos infortunios
durante el largo transcurso de su secular estado de opresión, pero el indio
quichua dulcifica el rigor de su abatimiento en la mansedumbre de sus floridos
valles. Tolera su desventura con mayor conformidad. Las poblaciones de los
valles, acostumbradas a la sumisión y la obediencia del indio quichua, no
comprenden al aimara. No pueden permanecer indulgentes ante la altiva y
enérgica severidad de su carácter. Odian al aimara, sobre todo al indio de la
puna.
El aimara pasa al lado del blanco sin mirarlo o mirándolo de
reojo. El las altas cimas, en las inmensas estepas crúzanse con él, solo el
transeúnte, CHOLO o VIRACOCHE. Parece que en tales ocasiones la simpatía
espontanea, el instituto, aproximaran el hombre al hombre; pero el aimara no
saluda jamás. De su garganta no sale una nota del dialecto bárbaro y apenas
oímos su timbre, cuando agazapado, en cuclillas, a la puerta de su casa, que es
un tugurio, nos responde hoscamente: JANIGUA, a lo que es negación de todo
servicio.
Fuente: Zarate el “temible” Willka. De Ramiro Condarco
Morales.
Imagen: Fotografía de una familia aimara (aprox. principios
de siglo XX)
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