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RECUERDOS DE DOS EXCOMBATIENTES DE BOQUERÓN

Por: Javier Méndez Vedia / Publicado en el matutino El Deber, 25 de septiembre de 2016.

Los niños están sentados en la falda de papá y uno de ellos nota la herida que tiene en la pierna. Es un hueco –cubierto de piel- que atraviesa el muslo. Esa herida fue causada por la ametralladora de un paraguayo. Fue durante el famoso cerco de Boquerón. Esa herida está en la pierna de Rogelio Banegas, que rompió tres veces el cerco paraguayo del famoso fortín. 
Las fuerzas bolivianas y paraguayas ya habían tenido varios enfrentamientos. Las tropas bolivianas retomaron Boquerón el 31 de julio de 1932. Los paraguayos empezaron a organizar la retoma. Los bolivianos dormían con su fusil, esperando el ataque. El subteniente Humberto Núñez del Prado vuelve de un reconocimiento con dos soldados heridos. El soldado Alvarado tiene la mandíbula destrozada y la lengua partida. La sangre brota. Es imposible detenerla. Una vida menos. No hay en el mundo hojas de tusca suficientes para las heridas que sufrirán los demás. 

Quechua y guaraní


Solo podían entrar y salir del fortín con un santo y seña que se da en quechua. Hay orden de disparar a quien no conteste. A poca distancia, se oye que los paraguayos hablan en guaraní. 
Días después, los paraguayos empezaron lo que fue un cerco de 20 días. Entre el 9 y el 29 de septiembre, los escasos soldados de Boquerón se defendieron contra una fuerza que los superaba al menos 5 a 1. Los combates se realizaban en los alrededores del fortín, hasta que el asedio se completó y quedaron rodeados. En esa condición, tres grupos pudieron romper el cerco. Banegas entró por primera vez con el capitán Tomás Manchego; la segunda ocasión entró comandando personalmente otro grupo. La tercera vez ya no pudo salir. Acompañó a su amigo y compañero del Colegio Militar, Germán Busch. 
En ese momento, la situación de los bolivianos era desesperante. Ya no pueden salir para tomar de los cadáveres la seca galleta paraguaya, ni la yerba mate, ni municiones ni armas. No pueden salir a tomar agua porque los matan. Hay cadáveres flotando en la única fuente de agua. Horacio Aguirre recuerda lo que le contó su abuelo, Darío Durán Villanueva: “A partir del día 19 de septiembre hasta el final, la carencia de alimentos para la tropa era desesperante. Las hojas de coca resultaban empalagosas. Los estómagos sonaban en coro pidiendo un poquito de alimento”. Los soldados descubrieron que entre el estiércol seco que dejaron los paraguayos en algunas zonas del fortín había maíz cocido. Esos granos de maíz fueron tragados sin masticar. Los soldados abrían los montoncitos de heces, sacaban los granos de maíz sin digerir, los juntaban, los cocían y los comían. 
Durante todo el combate, los asediados vieron cómo la metralla arrancaba las cabezas, los brazos, las piernas. También disparaban a los paraguayos hasta convertirlos en un montón de carne sin forma. En esas condiciones era necesario romper el cerco para llegar con la escasa ayuda. 
Durante una exploración en Boquerón, descubrieron que, a lo lejos, un paraguayo asomaba la cabeza para espiar. Veían que el sombrero asomaba y se escondía rápidamente. La puntería de Rogelio Banegas, que siempre fue montaraz y cazador, ya era conocida por los suyos. Al ver al soldado enemigo, un camarada le dijo: “Mirá Banegas, ese es para vos”. Tomó su rifle y apuntó con cuidado a la cabeza del paraguayo. El disparo retumbó y el curioso cayó. 
Días después, Rogelio Banegas y Tomás Marzana estaban conversando en un pahuichi o cabaña rústica dentro del fortín. Era el día 23 de septiembre. Escucharon el movimiento de los camiones y cuando salieron, los disparos los sobresaltaron. Banegas y un estafeta corrieron por el descampado. De pronto, Banegas sintió un golpe en la pierna. Se arrojaron al suelo. El estafeta se lanzó sobre él para protegerlo y luego se arrastraron a una pequeña islita de vegetación. Desde ahí, el teniente Banegas vio que el soldado enemigo estaba bajándose de un árbol. Le pidió el arma al estafeta y disparó. Fue lo último que sintió el paraguayo, que cayó del árbol. Banegas sintió algo caliente en la pierna y descubrió que la mancha rojo oscuro se extendía por su pantalón. 
Poco a poco, la pierna empezó a agusanarse. No es malo tener gusanos en la pierna, porque devoran el músculo que se está descomponiendo y frenan la infección. La otra opción era cortar el miembro, pero para un bailarín galante como Banegas, eso era impensable. Estaba decidido a aguantar el dolor.

No era su hora

Poco antes del fin del cerco, los heridos –Banegas entre ellos- estaban en una choza de barro, sin puertas, que era la enfermería. Recostados en la pared, los heridos vieron que un proyectil entró por una de las puertas. Los bolivianos conocieron en esa guerra al mortero, un arma que arrojaba esquirlas a 50 metros a la redonda y causaba una muerte lenta y dolorosa, como la que sufrió el capitán Tomás Manchego. El proyectil ingresó por la puerta, rebotó en el piso endurecido por las pisadas y salió por la otra puerta. Se estrelló contra la vegetación y explotó.
Cuando los soldados vieron que sumar muertes era inútil, empezaron a destruir las miras de las ametralladoras para que los paraguayos no pudieran aprovecharlas. El fortín se llenó de soldados enemigos. Los paraguayos habían calculado que aún quedaban miles de bolivianos, pero no llegaban a 300. “¿Dónde están los demás?”, preguntó el oficial paraguayo a cargo. Para contar exactamente cuántos eran, hizo desenterrar a los muertos. 
Separaron a oficiales y soldados y los llevaron a Isla Poí, distante unos 55 kilómetros de Boquerón. Estaban tan famélicos y con la muerte aún pintada en el rostro, que empezaron a darles alimento. Un oficial médico argentino, de apellido Corrales, revisó la pierna de Banegas. Quería cortarla, pero Banegas se resistió, pero no porque el corte se hacía con serrucho y sin anestesia, sino porque quería conservar su extremidad. Corrales le dio una nota para un colega médico de Asunción, donde llevaron a muchos prisioneros. El médico apellidaba Benegas. “Hasta debe ser tu pariente”, le dijo.
En Asunción, Banegas se hizo amigo de médicos y enfermeras, al punto de que despertó los celos de un oficial paraguayo herido, que no recibía tanta atención como él. 
Su compañero de habitación tenía un vendaje en la cabeza. El paraguayo le contó que fue herido en Boquerón cuando estaba espiando a una patrulla boliviana. Tenía un surco en mitad de la frente. El sombrero que llevaba quedó destruido por el balazo. Banegas nunca le dijo que fue él quien le había disparado.

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