Fuente: Historia del Movimiento Obrero Boliviano- Gillermo Lora
ANTECEDENTES
ANTECEDENTES
El viejo conflicto obrero-patronal, tan larga y
dificultosamente tramitado, parecía haber llegado a su fin con el laudo
arbitral dictado el 10 de mayo de 1949. Sin embargo, los extremos contenidos en
dicho documento fueron rechazados tanto por la empresa Patiño como por los
sindicatos de Siglo XX y Catavi.
En “Los trágicos sucesos de mayo de 1949” (documento
encontrado en los archivos de la Patiño Mines después de 1952 y que, desde el
punto de vista de la Empresa, pretende inculpar exclusivamente a los dirigentes
sindicales de todo lo sucedido) se transcribe la siguiente declaración de
Alberto Dávila, a la sazón Secretario de Régimen Interno de la FSTMB: “Estoy
seguro que los trabajadores de Catavi, previa información oficial de los
términos del Laudo Arbitral, sabrán comprender, ajustándose a la realidad de la
época en que vivimos, lo justificado de su texto. En esta forma tengo la
esperanza que terminará la beligerancia que existe entre los trabajadores de
aquel asiento minero y la empresa” 1. Los acontecimientos posteriores
demostraron que en el seno de la Federación de Mineros existían elementos que
trabajaban con el gobierno, eran éstos los que bajo cuerda se esforzaban porque
los obreros aceptasen el laudo arbitral. La dirección de la Federación, al
menos oficialmente, era contraria al laudo. Lora, en las asambleas de Siglo XX
y Catavi, dijo: “El Estado burgués al servicio de la Patiño ha ultrajado
nuevamente al proletariado boliviano arrojándole un despreciable mendrugo de
diez y siete bolivianos de aumento, con el afán peregrino de sobornar la
conciencia del proletariado” 2.
Según el mencionado documento patronal, la Patiño dividió a
los dirigentes y parlamentarios mineros en dos categorías, partiendo de
antecedentes por ella catalogados y que, por razones especiales, no han sido
debidamente estudiados hasta ahora. Una de ellas comprendía, siempre según
dicho informe, a los amigos del diálogo y la pacificación social (Lechín,
Dávila yTórres); la otra estaba formada por los partidarios de la violencia y
de la Tesis de Pulacayo (Lora y Cía), a estos últimos debía
responsabilizárseles por los luctuosos sucesos de Siglo XX.
El gobierno desarrolló una tesis similar a la planteada por
la Patiño mines: la masacre de Siglo XX debía atribuirse exclusivamente a los
agitadores que abusaron de las garantías democráticas. “Iniciada su acción
conspiratoria (de los agitadores)... Ha venido asumiendo formas cada vez más
agresivas y violentas, hasta culminar... en los inauditos crímenes consumados
en la mina Siglo XX”. Con todo, hay una diferencia. Para Urriolagoitia y su
Ministro de Gobierno todos los dirigentes sindicales y parlamentarios eran
agitadores simplemente, que ajustaban sus actos a un plan conspirativo elaborado
por el MNR y el POR. Se dijo que estaban interesados en desencadenar la guerra
civil, como resultado del estallido simultáneo “de una huelga general en toda
la república...; sublevaciones indigenales en diversos puntos del altiplano;
ataques armados a Yacuiba, Villazón...; manifestaciones subversivas en las
ciudades...; finalmente, la violenta apropiación de las minas por los obreros
que las trabajan”. En esta especie de división del trabajo subversivo “los
agitadores mineros Lechín, Lora, Tórres y otros tomaron a su cargo el
levantamiento de los trabajadores mineros y la organización de la huelga
general...”.
El apresamiento de dirigentes sindicales y de parlamentarios
mineros fue presentado como resultado del descubrimiento de tan siniestro plan.
“Fueron detenidos sus principales organizadores y dirigentes, algunos de los
cuales ostentaban la condición de representantes nacionales” 3.
La verdad es que la masacre de Siglo XX fue cuidadosa y
largamente preparada por el gobierno y la Patiño. No fue casual la
concentración de fuerzas del ejército y de carabineros en las proximidades y en
el mismo escenario del más agudo conflicto obrero-patronal de ese período.
Challapata y Oruro han sido siempre considerados, por el alto mando militar,
como puestos estratégicos para el control de las minas, posteriormente ha sido
elevado a tal categoría Lagunillas, situado muy cerca de Uncía y sobre un
importante camino carretero. Fueron trasladados a la Empresa Minera Catavi los
regimientos Ingavi, Colorados, Andino y cientos de carabineros 4. Esta
imponente, aunque silenciosa, movilización de tropas no tenía únicamente la
finalidad de amedrentar a obreros que prácticamente habían ganado las calles y
demostraban estar decididos a luchar, sino que era el resultado de una
gravísima decisión, adoptada por las autoridades gubernamentales y patronales:
eliminar a cierto número de dirigentes y ahogar en sangre cualquier exceso que,
en respuesta a este hecho, pudiesen cometer los sindicalizados. El grueso de
los trabajadores no veía claramente cuál podía ser el desenlace de la tensa
situación, que de económica se transformaba, por su propio impulso, en
política. Contrariamente, el gobierno ya sabía lo que tenía que hacer. Que la
provocación hubiese partido de las autoridades no era nada sorprendente, pues
formaba parte de un plan preestablecido; los únicos desorientados fueron los
trabajadores y sus estratas más rezagadas, seguramente recién se convencieron
de que el gobierno era su declarado enemigo y los ejes castrenses instrumentos
de un descomunal aparato represivo.
LA PROVOCACIÓN
El informe de R. López tiene importancia porque en 1949 era
oficial en el Colorados y tuvo directa participación en el desarrollo de los
acontecimientos. Es él quien nos proporciona el siguiente dato: “Entre el 26 y
el 27 de mayo un cifrado de la Presidencia ordenaba al Coronel Roberto Ramallo
Comandante del Regimiento Ingavi- que capturara y remitiera a La Paz a los
dirigentes Mario Tórres, Guillermo Lora, César Toranzo, Nelson Capellino y Carlos
Guarachi”. El relato que sigue en “Los restaurados” no es del todo exacto y
seguramente se basa en datos obtenidos a través de terceras personas.
En dos escritos de Lora 5 se encuentra un relato preciso
sobre el desarrollo de los acontecimientos.
Aproximadamente a horas diez del día sábado 28 de mayo, los
dirigentes de la FSTMB fueron llamados a la oficina telegráfica de Catavi para
conferenciar con el Ministro de Trabajo, notificación que fue transmitida por
Beltrán, auxiliar de la oficina de telégrafos. No hay la menor duda de que
tanto este sujeto como su jefe, se movían de acuerda a las órdenes impartidas
por el coronel Ramallo, el mayor Rodríguez de carabineros y la misma gerencia
de la Patiño. Un poco más tarde, el telegrafista Loayza telefoneó a los
dirigentes de Siglo XX dándoles la noticia de que los miembros de la FSTMB
fueron conducidos a Oruro, a fin de que prestasen algunas declaraciones. Así se
quería calmar y desorientara los obreros. Una camioneta oficial fue puesta a
disposición de los personeros de la Federación y en ella se embarcaron Tórres,
Guarachi (Secretario General del sindicato de Catavi), Capellino, Toranzo y
Lora. Cuando el vehículo llegó al cruce de los caminos de Uncía y Catavi, a
unos dos mil metros de Llallagua, fue interceptado por unos cien carabineros
que previamente se habían posesionado en las rugosidades del terreno. Los
dirigentes opusieron tenaz resistencia por treinta minutos a los soldados que
tenían la misión de apresarlos; fueron reducidos a la impotencia a golpes y
embarcados en un camión, de propiedad de la Patiño, que había sido apostado con
anterioridad sobre el camino a Uncía. El plan había sido cuidadosamente
meditado por los inmediatos directores de la masacre entre los que debe
colocarse en primer término al gerente Dellinger y al Cnl. Ramallo. Desde horas
antes del apresamiento de los dirigentes se había ordenado la paralización de
tránsito de vehículos entre Llallagua, Uncía y Catavi. El camión con cinco
presos, custodiados por treinta carabineros armados hasta los dientes y bajo la
escolta de dos camionetas llenas de oficiales se dirigió velozmente a Oruro,
donde fracasó el intento de fuga de los presos, que fueron depositados en el
local policial. A las 24 horas fueron trasladados, juntamente con los dirigentes
mineros que habían sido traídos de Huanuni, al alto de La Paz y luego al
Regimiento de Carabineros 21 de Julio de la ciudad (calle Colombia) donde
encontraron a otros políticos que habían sido aprehendidos. El 30 de mayo un
avión condujo a todo el grupo al puerto de Antofagasta (Chile). Mientras tanto
ya había sido consumada la masacre de los mineros y el movimiento huelguístico
se propagaba por todo el país. El retardo en el extrañamiento de los dirigentes
sindicales se debió a la poderosa reacción de las masas, que estuvieron a punto
de lograr la liberación de los prisioneros.
Se ha podido establecer más tarde que el 26 de mayo esperaba
un avión en la pista de Uncía para conducir a los “agitadores” que debían ser
apresados en Miraflores (cuartel ocasional del Regimiento Colorados). Los
sindicalistas, oportunamente informados de la intención de las autoridades, no
concurrieron al ágape al que fueron invitados por los jefes y oficiales del
ejército. Los delegados de la FSTMB denunciaron ante los trabajadores y la
opinión pública que en el horizonte se perfilaba el peligro inminente de ser
apresados, casi nadie tomó en serio la advertencia. Se buscaba evitar la
materialización de la provocación más cínica que habían proyectado los enemigos
de la clase obrera. No pocas veces la denuncia oportuna de un plan secreto
gubernamental o patronal evitó su ejecución. Lo que tenemos indicado demuestra
que el apresamiento de sindicalistas en Llallagua formaba parte de una redada
de dirigentes laborales y políticos en escala nacional, a fin de descabezar y
hacer retroceder a la oposición de izquierda, que se tornaba cada día más
amenazante, Medida tan decisiva sólo pudo ser tomada en una reunión de
gabinete. Existen antecedentes que confirman nuestra presunción. El Presidente
Hertzog, en carta dirigida a Edmundo Vásquez y que fue publicada tardíamente,
ha expresado que antes de mayo de 1949 y cuando fueron apresados los diputados
mineros, una reunión ministerial decidió su destierro. Posteriormente, la gran
minería determinó una serie de transformaciones políticas encaminadas a lograr
la destrucción del movimiento obrero, habiendo sido la más importante el
reemplazo de Hertzog por Urriolagoitia en la Presidencia de la República. La
verdadera esencia de esa maniobra importó el reemplazo de la táctica
simplemente divisionista de los sindicatos por otra de violencia encaminada a
ahogar en sangre el movimiento revolucionario.
La preocupación gubernamental de verse libre de la amenaza
obrera, utilizando incluso el asesinato, se explica porque la insurgencia
proletaria pugnaba tercamente por. incorporarse. Lo ocurrido en Siglo XX fue un
solo episodio del proceso que se desarrollaba en escala nacional. Parte de la
plana mayor de la Federación de Mineros (el sector revolucionario y también
algunos elementos vinculados al MNR) estaba interesada en imprimir un mayor
impulso al movimiento obrero como un todo. La mentalidad policíaca de
gobernantes y empresarios imaginaba, como en todos los tiempos que la
agudización de la lucha de clases y la explosividad de la situación política
eran el producto exclusivo de la actividad “subversiva y demagógica” de los
dirigentes y no consecuencia, en último término, de las contradicciones del
régimen social. “Hemos visto que todo había sido bien preparado y los actores
escogidos ya estaban en el escenario, listos para entrar en acción. Ahora sólo
faltaba el pretexto” (“Los trágicos sucesos de mayo de 1949”).
No puede haber la menor duda de que el Ejecutivo, bajo la
presión de la gran minería, decidió proceder al apresamiento de los principales
dirigentes sindicales del país con la certeza de que así pondría punto final a
la agitación social reinante.
Sería atribuir una mentalidad muy estrecha a los
“estadistas” feudal-burgueses el suponer que no tuvieron en cuenta la
posibilidad de una violenta reacción obrera en defensa de sus dirigentes. Al
contrario, ellos buscaban esa reacción para justificar el asesinato en masa de
los trabajadores. La prédica diaria de los grandes rotativos en sentido de que
los dirigentes arrastraban a las masas a choques sangrientos con las fuerzas
del orden, estaba dirigida a preparar a la opinión pública para que recibiese
fríamente la masacre y señalase como autores directos a los caudillos
sindicales. La insolente conducta de la Empresa Patiño buscaba empujar a los
trabajadores contra las fuerzas armadas.
No todos los dirigentes comprendieron claramente el peligro,
muchos de ellos abrigaban la esperanza de conciliar intereses con el gobierno y
la patronal. El único camino para evitar una masacre más consistía en la
inmediata y enérgica movilización de todos los trabajadores del subsuelo y en
la unificación del proletariado en escala nacional. Los delegados de la FSTMB,
los dirigentes de los sindicatos de Siglo XX y Catavi, se reunieron juntamente
con Lechín para analizar la situación y adoptar la táctica adecuada; fue en
esta oportunidad que al Secretario Ejecutivo de la Federación se le encomendó
trasladarse a los otros distritos a fin de que pusiese en pie de huelga a las
masas obreras, para así descongestionar la tremenda tensión reinante y obligar
al gobierno a responder también a la arremetida en otros sectores. Los
acontecimientos posteriores probaron que estas medidas fueron adoptadas muy
tardíamente. Todos convenían que si no se lograba convertir oportunamente una
huelga en general y no se tiene la decisión de utilizar incluso métodos de
lucha que amenacen seriamente el régimen de la propiedad privada, la derrota
debe descontarse, pese al heroísmo y la combatividad incomparables del
proletariado. “Considerábamos un deber nuestro contribuira la total maduración
del movimiento obrero revolucionario, lo que sólo podía conseguirse evitando el
desgaste de energías de las filas sindicales en pronunciamientos prematuros y
sin ninguna perspectiva de victoria” (“Lo que ocurrió en Catavi”). En Siglo XX
tuvo lugar un típico golpe preventivo contra la amenaza revolucionaria que
crecía en el país.
El gobierno mediante Decreto Supremo, declaró obligatorio el
laudo arbitral. La empresa se resistió a cumplir esa disposición legal. La
dirección sindical, por las razones explicadas más arriba, se limitó a callar,
esperando que el conflicto se circunscribiese a la pugna Patiño-gobierno. La
maniobra no tuvo resultados favorables para la causa obrera, esto porque el
conflicto señalado no era más que aparente; el gobierno y la empresa estaban
igualmente interesados en la prolongación indefinida del conflicto hasta que
los obreros cansados rebasasen todo control y respondiesen a la provocación.
A los quince minutos del apresamiento de los dirigentes y de
su traslado a Oruro, la noticia comenzó a propagarse como reguero de pólvora
por Siglo XX, Llallagua y Catavi, por los campamentos y los lugares de trabajo.
Las mujeres que buscaban mineral en los desmontes ubicados cerca del camino
vieron llevara los dirigentes y ellas se encargaron de decir que iban
totalmente ensangrentados y con las ropas destrozadas. En estos casos la
exageración es inevitable. La reacción instintiva y veloz de los mineros
consistió en el paro inmediato de labores. Esta decisión unánime y casi
mecánica no precisó de consultas ni discusiones anticipadas. Ni los dirigentes
locales ni los obreros de base esperaron consigna alguna para proceder en tal
forma. Sería inútil buscar al héroe de esta hazaña; era el resultado mecánico
de la tremenda tensión de los días precedentes, de la organización y educación
política de las bases realizadas a lo largo de muchos años. Lo esencial del
programa revolucionario se había apoderado de las masas y obraba como fuerza
material. Las autoridades del Ejecutivo, los jueces y los capataces de la
Patiño no vieron en estos acontecimientos más que caos y se mostraron
impotentes para individualizar a su autor. El escritor, el teórico, es el verdadero,
lejano e ignorado orientador de las masas; él facilita las líneas generales de
actuación al equipo de organizadores y agitadores y fija los objetivos de la
lucha revolucionaria. Qué cómodo resulta hablar de la “acción nefasta de los
agitadores”. Nadie se pregunta de dónde extrae el agitador sus ideas (poco
importa que sean buenas o malas) y por qué se orienta hacia tal o cual meta. El
agitador no es más que eso y está lejos de ser el creador de una ideología; es
el instrumento que transmite a las masas las ideas proporcionadas por el
teórico, por el escritor. Parecían haber escogido un buen camino los que todo
reducían a la “Tesis de Pulacayo”, pero lo hacían simplemente por comodidad y
porque este recurso les permitía colocar en capilla a los parlamentarios
obreros.
“Los obreros se apresuraron a abandonar el trabajo para
concentrarse en las bocaminas donde eran esperados por Juan Céspedes, Juan
Chumacero y Antonio Gaspar que relataban a su manera lo sucedido: “¡Les pegaron
cruelmente y se los llevan para fondearlos en el Titicaca!” (René López). A
pesar de que en el párrafo transcrito asoma el literato, su texto parece
ajustarse a las cosas tal como ocurrieron. Como en todos los momentos de mayor
tensión de los obreros, cuando acumulan todas sus energías para lanzarse a la
batalla, aparecieron dirigentes, líderes y organizadores hasta ese momento
totalmente ignorados, que se encontraban inmersos en el grueso de las masas.
Sólo en circunstancias excepcionales estos elementos consolidan su situación de
dirigentes, de héroes y se dedican a capitalizar en todo sentido sus hazañas,
las más de las veces vuelven a diluirse entre sus compañeros y en el anonimato;
cediendo a la presión de la opinión pública llegan a horrorizarse por lo que
han hecho y prefieren no hablar de este tema. Todos los relatos sobre los
luctuosos sucesos de Siglo XX se refieren exclusivamente a los dirigentes
medíos que ya eran conocidos y nada dicen de las decenas de nuevos cabecillas
que aparecieron en el calor de la lucha. En ese entonces fue el miedo a la
represión que obligó a callar sus nombres (muchos de los protagonistas
abandonaron el distrito, retornaron al campo o simplemente se apartaron de toda
actividad sindical y política) y luego el tiempo se encargó de borrarlos, acaso
para siempre, de la memoria de los que relatan la historia o la escriben.
Según el informe, tal vez redactado por empleados de la
Patino, pero en todo caso para uso de dicha empresa, toda la responsabilidad
del paro de labores y de la toma de rehenes debería recaer sobre Céspedes,
Chumacero y Gaspar. “Los dos notorios dirigentes (Céspedes y Chumacero)
recibieron la denuncia, en momentos que como siempre estaban en el local del
Sindicato, con “asuntos sindicales”... Al saber que los principales dirigentes
habían sido apresados, aún sin conocer el verdadero motivo, ni detenerse a
investigar el por qué, ambos dirigentes que ya tenían el catecismo bien
aprendido, resolvieron proceder de inmediato, movilizando a las masas para
exigir el retorno de sus líderes. Chumacero y Céspedes, juntamente con Gaspar,
Secretario permanente (elemento desplazado de la empresa), llamaron a otros
dirigentes para ordenarles que de inmediato sacaran a los obreros de sus
trabajos, principalmente del interior de la mina. Los trabajadores de la
sección Sink and Float de la superficie y que se encontraban más a la mano,
fueron los primeros en ser llevados hasta el Sindicato y organizados en grupos
de asalto”.
Por las informaciones proporcionadas al autor de los
dirigentes medios que entonces se encontraban en Siglo XX y para las
deposiciones de los testigos en el proceso que se instauró con posterioridad,
se establece que los obreros del interior abandonaron el trabajo minutos antes
de las doce y trece horas (28 de mayo); el grueso de los trabajadores estaban
concentrados en el local sindical (Plaza del Minero). Los dirigentes medios
empeñados como estaban en que las bases no rompiesen su control, instalaron una
asamblea de cuatrocientas o quinientas personas, la misma que aprobó la huelga
general, exigiendo la libertad de los miembros de la Federación. En realidad,
se legalizó un hecho ya consumado. Los dirigentes habían dejado de ser tales y
se limitaban a seguir los movimientos impetuosos de las masas o bien se
alejaban del escenario de los sorprendentes acontecimientos. Hasta ese día los
obreros obedecían las órdenes y escuchaban la palabra orientadora de los
principales dirigentes de la Federación de Mineros, veteranos de muchas
batallas que tenían una enorme e indiscutida autoridad sobre los trabajadores;
ahora estaba ausente el caudillo capaz de canalizar la energía de los
trabajadores hacia la lucha previamente planificada. Algunos miembros del directorio
sindical, en la búsqueda de una salida al caos que los envuelve, llegan a la
conclusión de que había que complementar la huelga con la ocupación de la mina.
Acaso este fue el último esfuerzo por acomodar la orientación fijada por la
FSTMB a la vorágine de los acontecimientos. Algunos días antes, los portavoces
de la Federación habían señalado esa perspectiva. Si tomamos en cuenta la
huelga general que sacudió a todo el país, tenemos que reconocer que la
ocupación de las minas habría canalizado al movimiento obrero hacia una etapa
superior de la lucha clasista. La consigna justa se agitaba en algunos
cerebros, pero faltaba la recia voluntad que la llevara al terreno de las
realizaciones. La dirección que se vio obligada a afrontar los acontecimientos
demostró incapacidad e incipiencia frente a la tremenda grandiosidad de la
tormenta social.
TOMA DE REHENES
El apresamiento de los dirigentes llevó a las masas al
paroxismo de la agitación, automáticamente se vieron arrinconados los que hasta
la víspera oficiaron de dirigentes y una poderosa fuerza creadora surgió,
rompiendo los tradicionales diques de contención, de lo más profundo de la
inconciencia de la multitud. Sin que nadie supiese cómo ni de dónde fue lanzada
la consigna de tomar como rehenes a altos empleados de la empresa hasta tanto
se pusiese en libertad a los dirigentes apresados. La voz de combate se
incorporó vigorosa e incontenible y con un fuerte sabor plebeyo. En su
elementalidad, el trabajador de base identifica la explotación con la persona
de los altos empleados extranjeros; éstos, pues, fueron preferentemente
capturados como rehenes. “Apoyándose como autómatas en el poder del número y
dando la impresión de una gran colmenar en agitación, los mineros abandonaron
las minas... para capturar en diferentes lugares a John O’Connor, Wilber Cook,
A. Ellet, Flyd Ericson, Joop Besepte, Albert Kreffting, Albert Hausser, David
Vargas y Ramón Rico, a los que se incorporaron voluntariamente las, señoras de
O’Connor y de Kreffting” (López Murillo). La operación fue tan rápida e
inesperada que las tropas del ejército no tuvieron tiempo para salir a
resguardar el orden y defender la seguridad de la alta jerarquía de al empresa.
En “Los restaurados” se sostiene que los apresamientos tuvieron lugar “a menos
de trescientos metros del cuartel de carabineros de Siglo XX”, los que se
apostaron en los techos para defenderse, “pero al enterarse de la caída del
polvorín en manos de los obreros, el Mayor Rafael Rodríguez dio el sálvese
quien pueda, escapando con sus oficiales hacia Catavi”, donde habría
manifestado que su situación se tornó insostenible.
El mismo libro atribuye la siguiente arenga a “La Voz del
Minero”: “Ojo por ojo, diente por diente. No tememos a la rosca ni a sus
lacayos incondicionales porque están en nuestro poder el Jefe de Ingenieros, el
Superintendente de Mina, el Capataz General, el Jefe de Electricistas y dos
Jefes de Campamento que pagarán con sus vidas el regreso de nuestros
cabecillas”. Salta a la vista que el texto fue condimentado con posterioridad,
aunque su espíritu puede ser considerado como fiel reproducción de la decisión
de los obreros. Fue utilizada la radio sindical para hacer llegar la voz de
alerta a otros distritos mineros y solicitar su apoyo militante. Las arengas
que transcribe el documento patiñista nos parecen mucho más fidedignas:
“Hermanos... . Estamos otra vez al borde de la masacre, han apresado a nuestros
dirigentes máximos Lechín, Lora, Toranzo y otros.
“Los soldados están ahora en línea de tiradores frente a
nosotros. Pedimos ayuda a todos los compañeros porque nuevamente el gobierno y
la empresa están matando a nuestros hermanos obreros, a sus mujeres y a sus
hijos.
“Tenemos apresados treinta y tres gringos como rehenes y los
tendremos hasta que regresen nuestros dirigentes, en caso contrario pagarán con
sus vidas este nuevo abuso del gobierno...
A horas 16:30 “La Voz del Minero” calló definitivamente. Una
grave avería asestó un rudo golpea los sindicalistas, pues las transmisiones
radiales podían haber acelerado la movilización de las otras minas y acaso
contribuido a libertar a los dirigentes presos. Albert Hausser, electricista de
profesión conminado a reparar la radioemisora y cuando se lo descubrió
destruyendo el aparato fue -según sostiene López Murillo- asesinado a
barretazos, por un obrero. Este último extremo apenas sí es una suposición.
Según los patiñistas “un dinamitazo lanzado por Céspedes apagó la radio”.
La noticia de la toma de rehenes norteamericanos y la muerte
de algunos de ellos en Siglo XX hizo estremecer los teletipos y ocupó las
primeras páginas de la prensa de todos los rincones. Todos los medios
propagandísticos, todos los gobiernos y hasta muchos que presumían de
socialistas vomitaron blasfemias contra los “salvajes” (la palabra fue repetida
y subrayada sin descanso) mineros bolivianos. Las organizaciones dependientes
del imperialismo norteamericano llevaron la voz cantante de ese coro
reaccionario. La opinión pública es fabricada por la clase dominante y aquella
influencia, a veces de manera decisiva, en las actitudes que asumen las
direcciones sindicales. Las cosas fueron presentadas como si la repulsa y
condenación de la toma de rehenes y el asesinato de parte de ellos fuese algo
obligado a nombre de la civilización y que no podía ser ya materia de
discusión, pues a casi todos se le antojaba que lo que hicieron los mineros era
algo monstruoso e indefendible. Y, sin embargo, siempre se ha permitido a los
gobiernos rosqueros justificar las periódicas masacres del pueblo (obreros y
campesinos). Hay mentalidad colonialista incluso cuando se juzga el valor de
las personas. A todos y también a ciertos izquierdistas, les parece la cosa más
natural el asesinato de líderes obreros o las masacres colectivas, apenas si
preguntan por el número de víctimas, pero se sienten horrorizados cuando en
esta cruenta guerra de la lucha de clases cae algún elemento representativo de
la clase dominante, entonces se les antoja un crimen, inconcebible e
imperdonable. Cuando el occiso es un norteamericano se les antoja sencillamente
un crimen de lesa humanidad. Los más osados de los “marxistas” se limitaron a
callar cuando la gran prensa denunció la inconducta obrera en Siglo XX,
agacharon la cabeza hasta que pase la tormenta o sólo atinaron a lavarse las
manos, a no comprometerse con lo que hicieron los sindicalistas. De toda la
documentación revisada se desprende que únicamente los trotskystas tuvieron el
suficiente valor para salir públicamente en defensa de los mineros y acumularon
antecedentes para justificar la toma de rehenes e inclusive el hipotético
extremo de que hubiesen sido asesinados por los trabajadores.
El gobierno y los empresarios, empleando los términos más
duros y hasta soeces, indicaron que la toma de rehenes fue expresamente
aconsejada por los dirigentes de la Federación de Mineros; los inclinados a la
sutileza expresaron que a ese resultado lamentable conducía la aplicación de la
Tesis de Pulacayo. Nos encontramos frente al asesinato de doscientos o
trescientos obreros (el gobierno reconoció que murieron 144 y fueron heridos
23) y el deceso de dos técnicos extranjeros y un empleado boliviano de la
empresa Patiño. Si se observan los acontecimientos en la perspectiva histórica
se llega al convencimiento de que se incurrió en el despropósito de olvidar a
cientos de masacrados porque murieron en el local sindical tres rehenes. Los
oportunistas e izquierdistas de toda laya demostraron no tener la capacidad
suficiente para emanciparse de las reglas “morales” (en este caso es
correctísimo decir “su” moral) propagadas por la prensa reaccionaria: el
holocausto de los trabajadores es presentado como algo inevitable para la
conservación del orden público y la grandeza de la Patria.
Los marxistas estaban obligados a plantear en otra forma
este problema: “Señores izquierdistas”: ¿Por qué no preguntarse qué finalidades
perseguían las drásticas medidas empleadas tanto por el gobierno como por los
obreros? Las autoridades mediante la violencia buscaban descabezar y destruir
el movimiento obrero, buscaban llevar hasta el último extremo su política
reaccionaria al servicio de la gran minería. Esta conducta sólo puede
justificarse como medio que conduce al triunfo de la reacción, y sólo puede ser
defendida o callada por los reaccionarios sus sirvientes. Los obreros, empleando
también la violencia, defendían sus propias organizaciones y se encaminaban a
conquistar mejores condiciones de vida, es decir, buscaban objetivos
progresistas y justos desde el punto de vista de los intereses revolucionarios.
La reacción obrera violenta -y acaso inesperada para la derecha- frente a la
provocación patrona-gubernamental, con todas sus consecuencias, encuentra plena
justificación desde el punto de vista no sólo marxista sino incluso democrático
progresista” (“Lo que ocurrió en Catavi”).
Las consecuencias, cruentas y lamentables por cierto, son
parte integrante de una guerra en la que los contendientes buscan triunfar por
todos los medios. En la lucha de clases la violencia es inevitable, ya provenga
de la clase dominante o del proletariado. En esta oportunidad, únicamente los
militantes poristas desarrollaron la tesis de que no se trata de lamentar la
consecuencias de la violencia inevitable, sino de coadyuvar en todo lo
necesario (sobre todo enseñando a los explotados a utilizar la violencia del
mejor modo posible contra los enemigos de clase) al triunfo de los
trabajadores. Es la única forma de evitar mayores torturas, excesos,
derramamiento de sangre. En forma desafiante manifestaron su aplauso a la
violencia utilizada por los obreros para lograr su emancipación y dijeron
combatir la violencia que la feudal-burguesía empleaba para esclavizar. “Esta
es nuestra moral y notenemos por qué no proclamarla”. Acaso por esto fueron
tachados de anarquistas desorbitados. En ese entonces, cuando el marxismo en
general aparecía teñido de un marcado evolucionismo democrático, tal reacción
resultó inevitable. Desde el punto de vista de la revolución y conforme a lo
sostenido por los trotskystas, el crimen bárbaro, el crimen de lesa humanidad,
era la masacre de obreros, “porque fue ejecutado por los sirvientes del
capitalismo internacional para que la barbarie y la explotación se encaramen
sobre el país”. Contrariamente, la muerte de los rehenes fue presentada como
una medida impuesta a los trabajadores, que desesperadamente lucharon por la
persistencia de los sindicatos y, por tanto, por su liberación y del pueblo
todo. “No es posible identificarla violencia empleada por la reacción con la
violencia que utilizan los explotados en su lucha y mucho menos, lavar de toda
culpa a la feudal-burguesía criminal”.
Los dirigentes de la FSTMB estuvieron muy lejos de dar la
consigna de toma de rehenes porque, en cierta manera, se aferraban a los
métodos tradicionales de lucha; no iban más allá de la Tesis de Pulacayo, que
no se refiere para nada a esta forma de lucha, ni siquiera tratándola como
experiencia internacional. Fue la necesidad la que obligó a los obreros a tomar
rehenes. Se puede asegurar que los mineros de base no tuvieron en cuenta
antecedentes sobre esta táctica de lucha; fue más bien, producto de la
capacidad creadora de la clase en un momento excepcional. Después de 1949 la
toma de rehenes se convirtió en un lugar común en la lucha diaria del pueblo
contra el gobierno y el ejército. A pesar del silencio de políticos y teóricos,
las masas han asimilado la experiencia de Siglo XX y la táctica de la toma de
rehenes se ha incorporado definitivamente al arsenal de quienes luchan por su
liberación. Nuevamente se demostró que, cuando se trata de los métodos de
lucha, el aporte de los teóricos es casi nulo, apenas sí contribuyen a asimilar
la experiencia vivida por las masas. “No seremos nosotros los que reneguemos de
las enseñanzas de los humildes y grandiosos obreros del estaño, es nuestra
obligación aprenderlo que nos enseñan y llevar esa experiencia a la conciencia
de todos los que se encuentran esclavizados por la feudal-burguesía”.
Los izquierdistas bolivianos que, en los hechos, repudiaron
a los mineros por haber tomado rehenes y permitir que algunos de éstos dejasen
de existir en el local sindical, olvidaron, no sabemos si deliberadamente o no,
una rica tradición marxista al respecto. Casi en todas las guerras civiles, en
los agudos movimientos huelguísticos, etc., se presentó el caso de la toma de
rehenes por las partes en conflicto. Los marxistas invariablemente salieron en
defensa y hasta aplaudieron, la táctica de la captura de rehenes por parte de
los explotados. Esta actitud no era más que la consecuencia de su solidaridad
con el uso de la violencia por el pueblo contra la reacción en general. Será
suficiente que citemos dos ejemplos.
Marx, cuando los comunistas de París ejecutaron a 64
rehenes, no tuvo el menor reparo en salir en defensa de los valientes
luchadores de 1871: “la burguesía usó el sistema de rehenes en su lucha contra
los pueblos de las colonias y contra su propio pueblo... Para defender a sus
combatientes prisioneros, la Comuna no tenía más recurso que la toma de rehenes,
acostumbrada entre los prusianos. La vida de los rehenes se perdió y volvió a
perderse por el hecho de que los versalleses continuaban fusilando a sus
prisioneros. ¿Habría sido posible salvar a los rehenes después de la horrible
carnicería con que marcaron su entrada a París los pretorianos de Mac Nahon?
¿El último contrapeso al salvajismo implacable de los gobiernos burgueses -la
toma de rehenes- habría de reducirse a una burla?
Trotsky, por su parte y refiriéndose a la guerra de secesión
norteamericana, dice: “¡Que eunucos despreciables no vengan a sostener que el
esclavista que por medio de la violencia o la astucia encadena a un esclavo es
igual, ante la moral, al esclavo que por la astucia o la violencia rompe sus
cadenas!”.
El informe patiñista afirma que Cecílio Campos, Primitivo
Martínez, Manuel Rocha y Lucas Oxa Choque fueron los que victimaron a los
rehenes. En el mismo documento se lee que un obrero llamado Gonzáles fue quien
dinamitó el local sindical, habiendo “sido alcanzado por su propia dinamita”. A
pesar de su tono categórico, estas afirmaciones parecen ser el resultado de una
simple especulación o, si se cree en la honestidad e ingenuidad de sus
redactores, de informaciones tendenciosas. René López (repetimos que se trata
de uno de los actores de los sucesos de mayo) proporciona el siguiente
testimonio sobre la destrucción del edificio del sindicato. “En el sector
central el Mayor EduardoToro García ordenaba al Subteniente Augusto Sanjinés
que abriera fuego con su mortero sobre el sindicato donde estaban encerrados
los rehenes. El oficial hizo varios disparos y uno de ellos abrió un boquete en
la pieza donde estaba instalada “La Voz del Minero”. El fuego fue suspendido
cuando un soldado del Mayor Rafael Rodríguez pasó a comunicarles que los
cabecillas habían escapado, abandonando el sindicato” (29 de mayo).
Lo transcrito viene a demostrar que los jefes castrenses
ordenaron pulverizar a morterazos el sindicato, sabiendo que en él se
encontraban tanto los rehenes como los principales dirigentes sindicales de la
región; los morteros dejaron de vomitar proyectiles sólo en el momento en que
se supo que estos últimos habían huido. No se trataba, ciertamente, de destruir
un local que en ese momento adquiría para los trabajadores un valor simbólico,
sino de asesinar a los sindicalistas, aún a cambio de acabar también con los
rehenes. Los trabajadores han sostenido invariablemente que los extranjeros
apresados en el sindicato fueron muertos por las tropas del ejército. Esta
versión es la más verosímil.
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