Del libro: Siringa Memorias de un colonizador del Beni de: Juan B. Coímbra.
El descubrimiento de la hevea elástica o hevea brasiliensis, que sería mejor
llamar hevea boliviana, hecho por esforzados exploradores cruceños allá por las
regiones del río Beni y sus afluentes, solo fue realidad en el último tercio
del siglo pasado. Llegado el año 1860 la industria extractiva de este producto
ya se practicaba en las márgenes del río Madera por colonias de
brasileños y bolivianos allí establecidas, pues la preciosa resina se había
colocado pronto a la cabeza de los mejores artículos de exportación alcanzando
halagadoras cotizaciones en los mercados de América del Norte y de ultramar.
Este trabajo dio por consecuencia un progresivo comercio estimulando la
población de esas tierras cubiertas por inmensos bosques milenarios y nutridas
por la linfa de los grandes ríos amazónicos.
Los mirajes que surgieron de estas perspectivas revelaron la necesidad y la
importancia de todas aquellas acciones creadoras de fuentes de riqueza y
representativas de la soberanía nacional en los más remotos confines.
Los hombres habían localizado ya definitivamente lo que durante la conquista
fue la fascinación de la aventura castellana: la Tierra del Gran Moxo o del
Gran Paitití. Pero las riquezas de “oro y pedrería” no se veían en forma
precisamente mineral…
El hecho de haberse organizado los primeros centros de trabajo en los ríos
Beni, Madre de Dios, Orthon y sus respectivos afluentes, tuvo profunda
repercusión en todas las poblaciones del país, especialmente en Santa Cruz,
cuyos hijos habían coronado las hazañas más loables.
Cuantos cruceños retornaban del Norte, de las selvas –el Antisuyo para los
Incas–, todos eran portadores de la buena nueva, encareciendo la urgencia de
elemento humano, cuyo concurso era necesario para el éxito de la naciente
industria.
Estos hombres referían las maravillas que habían visto en aquellas regiones de
riqueza incalculable, aparejando sus relatos con la visión mitológica de
sufrimientos y trabajos que confrontaba el viaje a la siringa por largos
recorridos a través de caminos donde no se hallaba un alma cristiana; pampas
infinitas y bosques infestados de tribus salvajes enemigas de los civilizados y
prontas al asalto por traición; hablaban de
las panteras y los cocodrilos, animales feroces y potentes; hablaban de las
víboras y de toda suerte de alimañas venenosas que forman la fauna tropical,
aparte de enjambres de insectos transmisores de enfermedades repugnantes y
mortales. Se pintaba la imponencia de los ríos de bravía
corriente y oleajes formidables en cuyo ámbito desaparecían las frágiles embarcaciones;
o bien el misterio de los arroyos ocultos en donde acechaban enormes caimanes o
pululaba la sicurí, serpiente que se engullía los animales después de
triturarles los huesos por estrangulación. Se descubría el poder mortal de las
rayas que hieren con flecha ponzoñosa,
y de millares de otros bichos mortificantes, reales, aunque las más de las
veces creados por la fantasía, esa fantasía que señoreaba entre las pocas ideas
de la enorme masa ignorante de entonces. Hasta la falta de alimento era mentada
como un castigo. Pues todavía no se aceptaba como buenos ciertos comestibles
desconocidos, como los huevos de tortuga (tracayá), las plantas acuáticas,
algunas raíces o tubérculos, una de ellas la yuca, de donde provenía el
refrescante y nutritivo chivé.
Como está visto, con respecto al Antisuyo en nada había avanzado el criterio
que de él se tenía en los tiempos de Guamán Poma de Ayala. Y no es de
extrañarse. Medio siglo atrás, en las gentes cruceñas, sencillas y crédulas,
todos los recelos florecían y se daba pábulo a todos los fantasmas.
Especialmente al fantasma del “monte”, del fondo del cual, como rodeado de
siniestra aurora, venía surgiendo el mito pánico de la siringa.
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