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LA MASACRE DE SIGLO XX DE 1949 (PARTE 2)


Fuente: Historia del Movimiento Obrero Boliviano- Gillermo Lora

EL HEROISMO DE LOS OBREROS
La tesis de la bestialidad de los mineros, convertida en intransigencia a ultranza frente a las medidas de orden y justicia de un gobierno democrático sin atenuantes, no era sostenida únicamente por el oficialismo, sino que muchos periodistas e intelectuales tomaron para sí la tarea de difundirlas por todas las latitudes. Un solo ejemplo, el de Porfirio Díaz Machicao. Coloca a Hertzog, el demócrata, y Urriolagoitia, “presentando una gallarda figura de luchador”, frente a la avalancha totalitaria y sovietizante de las minas”. Los obreros son presentados como provocadores, como voluntades demoniacas que encuadran su acción dentro de un plan previamente concebido, mientras al gobierno se le atribuye el papel de víctima. “Al finalizar mayo de 1949, los mineros plantearon ya al país las actitudes de hecho, la intemperancia convertida en demanda, la demanda respaldada por la violencia, perfectamente soliviantados por el comunismo y el totalitarismo... Pronto llenó las páginas de todos los diarios del mundo esa horrorosa sucesión de episodios de las ciudadelas mineras. En México, tocóme visitar la casa honrada y digna de los Casanovas, hermanos de la viuda del ingeniero norteamericano O’Connor, sacrificado por el desborde de los mineros. A la sazón había llegado la infortunada criatura al seno de su hogar y allá estaba, poseída de un delirio que acaso no le haya pasado aún y cuyas huellas perdurarán en sus sistema nervioso de por vida, su vida se podría llamar a un sacudimiento estremecido de tragedia que le tocó resistir viendo morir asesinado al esposo y luego ella ser objeto de la violencia sádica de los desalmados... Roberto Bilbao, Embajador, no se animó a visitar aquel hogar para significar el sentido pésame de la Misión. Yo pedí para mí ese honor...”.
“La Patria” de Oruro del 29 de mayo llegó a Llallagua a mediodía con la noticia del destierro de los dirigentes de la Federación, lo que exacerbó aún más, si esto era posible, el ánimo de los trabajadores. Se habían organizado en grupos de choque, timoneados por dirigentes anónimos, que se dieron la tarea central de defender el local sindical y los campamentos de la arremetida de las fuerzas del ejército.
Los obreros habían logrado apoderarse del cuartel de carabineros de Siglo XX y se dirigían a tomar la intendencia de Llallagua, razón por la que fracciones del “Colorados” fue a reforzar ese puesto. De tarde en tarde sobrevolaban aviones bolivianos y también norteamericanos, la población tenía el temor de que se produjese un bombardeo. Por orden recibida de Catavi, los soldados tuvieron que retroceder hasta el cruce de los caminos de Llallagua-Uncía-Catavi. Seguramente ante la noticia de la muerte de los rehenes, se dispuso que la tropa marchase nuevamente sobre la población de Llallagua, pero esta vez los piquetes obreros opusieron tenaz resistencia, los que lanzaban dinamita con hondas. “Tuvimos que desplegarnos a lo largo de la ribera que separa ambas poblaciones y apagar los focos próximos a nuestras posiciones para evitar nuestra ubicación, pero los mineros de Llallagua que quedaron a nuestra retaguardia aprovecharon el obscurecimiento para sorprender y desarmar a los puestos aislados; peligro que conjuramos ordenando a la tropa que capturara o matara a los merodeadores. Los de Llallagua se silenciaron en definitiva” (López Murillo).
Para los soldados la noche del 29 fue tremenda, los trabajadores se deslizaban sigilosamente por las quebradas y sacando ventaja de las oquedades del terreno aparecían detrás de la tropa haciendo estallar bombas caseras. Los soldados estaban nerviosos, temerosos y desmoralizados: el enemigo parecía surgir de la misma tierra y lo que habían aprendido en el cuartel apenas si les servía frente a las novedades que planteaba la lucha callejera. Las ametralladoras hacían vibrar las planchas de zinc de los techos, pero los uniformados se veían obligados a cambiar constantemente de posición para no ser ubicados. Los grupos obreros demostraron su capacidad para neutralizar y hasta derrotar a las tropas regulares, gracias a su iniciativa sin límites, a su extrema movilidad y a su gran pericia en el manejo de las armas y de la dinamita. Con todo, se trataba únicamente de rechazar en ese momento el ataque del ejército y no de la voluntad de sostener una lucha larga y sistemática: les faltaba recursos materiales (municiones, armas) y, principalmente, dirección y el estar organizados para esa emergencia. “Cerca de la medianoche el fuego fue disminuyendo gradualmente en ambos frentes. ¿Qué pasaba? Los cabecillas sindicales escapaban por la boca mina de Siglo XX y salían a Socavón Patiño para diseminarse en los alrededores” (López Murillo). Lo anterior no es más que una generalización acerca de la conducta de los dirigentes; es cierto que éstos abandonaron Siglo XX, pero lo hicieron al ver perdida la situación, cuando consideraron inútil cualquier resistencia. Escogieron los caminos más diversos, uno de ellos, Céspedes, quedó escondido algunos días en Llallagua y después fue sacado en la maletera de un automóvil de su hermano, un sacerdote. El gobierno y la empresa no se cansaron de subrayar que los dirigentes pusieron de manifiesto su cobardía al abandonar a las masas. Sin embargo, a todo aquel que demostró tenacidad en su lucha junto a los obreros lo persiguieron sañudamentey lo convirtieron en blanco de su odio.
Es totalmente falsa la tesis que atribuye a los dirigentes medios la responsabilidad de los sucesos de mayo, ni siquiera se les puede sindicar de instigadores de los actos cometidos por las masas. Incluso cuando los rehenes estaban ya en el local sindical, agotaron todos los recursos para llegar a una solución pacífica del problema. Mientras los trabajadores ganaron las calles y estaban deseosos de asestar un rudo golpe a las fuerzas armadas, los dirigentes pugnaban por encontrar un entendimiento con las autoridades. Reconstruimos las tratativas que tuvieron lugar entre la dirección sindical y las autoridades, según los datos encontrados en el proceso judicial y los proporcionados por los propios sindicalistas.
Gaspar, por encargo de los otros dirigentes, buscó telefónicamente al Coronel Ramallo para proponerle una salida que evitase el inminente enfrentamiento entre el ejército y los obreros. Se habría producido el siguiente diálogo:
“-Aló, ¿oficina del Regimiento Ingavi (situada en Catavi)?
“-Sí, habla el Coronel Ramallo.
“-Aquí dirigente Gaspar. Los obreros están abandonando el trabajo al saber que los miembros de la FSTMB han sido apresados y conducidos en un camión de la empresa con dirección a Oruro. Para evitar un desborde de la masa encolerizada le pedimos, mi Coronel, la inmediata libertad de los presos.
“ -Gaspar, calme a la gente. A los dirigentes no les ocurrirá nada. Han sido llevados a Oruro para que presten una declaración ante las autoridades y luego podrán retornar.
“-Mi Coronel, quiero indicarle respetuosamente que si no se da libertad inmediata a nuestros dirigentes serán las autoridades las únicas responsables de todo lo que pueda suceder en este distrito”.
La jerarquía castrense consideraba que ya no había lugar para un entendimiento pacífico. Había llegado el momento de la represión sangrienta, que había sido tan cuidadosamente preparada. Mientras tanto, el Sindicato de Siglo XX seguía buscando el diálogo.
“-Aló, ¿Inspector del Trabajo?
“-Habla Aldunate.
“-Señor Inspector, habla con Gaspar. Usted y las demás autoridades han ordenado el apresamiento de los dirigentes de la Federación. Como respuesta los obreros están abandonando el trabajo y ...
“ -- Oiga Gaspar, ignoraba los hechos que me relata y estoy buscando comunicarme con el Coronel Ramallo para arreglar esta situación de inmediato.
“-Los dirigentes consideramos que Ud., como autoridad del Ministerio de Trabajo en este distrito, está obligado a constituirse en el local del sindicato y explicar a los obreros todo lo ocurrido. En caso contrario, será uno de los responsables de todo lo que pudiera ocurrir.
“-Más tarde pasaré por el local. Les pido tengan calma y paciencia. Hasta luego”.
El que los dirigentes medios hubiesen llegado al extremo de recurrir al Inspector Juan Aldunate en demanda de libertad de los miembros de la Federación y de su mediación para evitar la masacre, está demostrando, de manera inobjetable, que se había apoderado de ellos la desesperación. Ellos sabían por propia experiencia, que la autoridad del trabajo se limitaba a obedecer dócilmente las órdenes impartidas por el Ejecutivo desde La Paz y las decisiones tomadas por el amo de la zona militar de Catavi, Coronel Ramallo. Si apenas era un subalterno, carecía de la autoridad moral suficiente para rechazar el descomunal atropello contra el movimiento obrero y las leyes sociales. Si ante los trabajadores se mostraba dócil, supo, un poco más tarde, mostrarse feroz cuando llegó la oportunidad. “Estos sucesos fueron fiesta para el borracho consuetudinario del Inspector Regional del Trabajo, señor Aldunate, que salió de una chichería a insultar a la masa”.
“-Dénme una ametralladora para limpiar a estos taras! ¡Una ametralladora para cocinar a estos
“runas”! ¡Una ametralladora,..!” (López Murillo).
Este señor actuó, algunos días antes al siniestro 28 de mayo, como el principal personaje de una burda maniobra, aunque elocuente por sí misma. Agotó todos los recursos para convencer a los obreros acerca de la conveniencia de que obligasen a los personeros de la FSTMB viajar a La Paz a discutir el conflicto con el Ejecutivo. La maniobra se delató por sí misma y los trabajadores la rechazaron. “La autoridad” del trabajo había recibido instrucciones para que alejase a dichos dirigentes de los centros mineros, a fin de poder apresarlos más cómodamente y acaso -pensaban los gobernantes- sin correr el riesgo de ulteriores complicaciones.
El distrito de Siglo XX-Catavi había sido declarado zona de emergencia y militar y no reconocía más autoridad real que la del coronel Ramallo. Tanto el Subprefecto de la Provincia Bustillo como el Inspector Regional del Trabajo se habían entregado en cuerpo y alma a la empresa Patiño y la jerarquía castrense. Las cosas siempre habían ocurrido así. El superestado minero ordenaba y los generales y coroneles se limitaban a obedecer, logrando, casi siempre, ventajas personales de tal coyuntura. Sacando todas las enseñanzas del pasado., la Patiño sabía empujar a los oficiales y soldados a identificar la defensa de sus derechos y privilegios con la defensa de sus propios intereses personales. Los defensores “del orden público” tenían sus razones para colocar sus armas al servicio de la empresa. “La Patiño nos subvencionó mensualmente con 700 pesos por oficial soltero y 1.500 por casado. Además recibíamos semanalmente un paquete de cigarrillos Derby, entradas libres para todos sus cines y las pulperías nos atendían en las mismas condiciones que a los altos empleados de la empresa.
“La tropa recibía tres pesos diarios en víveres por soldado, dos entradas semanales para los cines y una cajetilla de cigarrillos. Con lo que ahorró nuestro Regimiento se construyó la vivienda para oficiales que actualmente tiene Potosí.
“A los oficiales del Ingavi” les regalaron una montura y un caballo argentino.
“Económicamente nuestros jefes eran tan importantes como podía serlo el señor Deringer, gerente de la empresa.
“Los carabineros que cubrían Siglo XX, Llallagua y Uncía recibían un sobresueldo y las principales autoridades civiles gozaban de camioneta, casa y comida gratis” (López Murillo).
Víctima del tiroteo que se acentuó entre las 14 y 30 y 15:00 horas cayó el primer obrero muerto, extremo confirmado por los testigos de cargo presentados en el proceso por la empresa y las autoridades.
En pleno corazón del campamento de Siglo XX, frente al cine “Luzmíla” (así se llamaba entonces) y a la altura del frontón de pelota vasca, al promediar las 15:00 horas, cayeron víctimas de las balas disparadas por efectivos del ejército el sobrino de D. Vargas (un niño de 13 años) y el obrero Raymundo Parrilla, cuyos cadáveres fueron trasladados al local del sindicato.
El Coronel Ramallo en persona victimó con una ráfaga de pistola ametralladora al minero Gonzáles (alias el “Rulo”) en la población de Llallagua, en la esquina formada por las calles Uncía y Cochabamba, entre las 14 y 40 y 15:00; este hecho nos ha sido relatado por testigos presenciales, entre ellos por Juan Arias. Varios trabajadores trasladaron al occiso, atravesando las calles principales de la población, hasta el sindicato. Cuando el cortejo ya había ingresado a Siglo XX, un avión se precipitó en picada, ametrallando las proximidades del edificio en que se encontraban los rehenes.
Los primeros muertos eran inofensivos viandantes, que estaban muy lejos de pretender atacara los soldados armados hasta los dientes. La jerarquía militar deseaba mostrar ejemplos que escarmentasen a los trabajadores, al extremo de sumirlos en el terror físico, esto antes de que se consolidase la organización de los trabajadores y no tuviesen tiempo de poner en práctica un elemental plan de defensa y ataque. Esta conducta está demostrando que el comando militar había estudiado y asimilado la experiencia de las masacres de 1932 y 1942. Las manifestaciones tumultuosas infunden temeridad a los obreros. El asesinato aislado aterroriza, obliga a los trabajadores a no abandonar sus viviendas y obstaculiza la acción coordinada.
Acaso el hecho más notable de las jornadas de mayo consistió en que los obreros armados de dinamitas y muy pocas armas de fuego se atrincheraron en los alrededores del local sindical para evitar que las fuerzas armadas llegasen hasta él. La defensa del sindicato se convierte en un símbolo en la larga y sangrienta lucha. Las páginas heroicas menudean, como aquella de la formación de piquetes femeninos de defensa. Por primera vez los mineros pasan de la manifestación y el tumulto al combate sistemático. Pese a que los teóricos no prestaron la menor atención a este hecho notable, se convirtió en la adquisición más importante del proletariado, que sale a primer plano en las luchas futuras. Este primer paso, además de titubeante, adoleció de una deficiente preparación técnica y de falta de dirección. Esforcémonos en señalar los errores más importantes:
1. No hubo comando centralizado. Los pequeños grupos y sus jefes, los únicos que actuaron, surgieron en el calor de la lucha y por selección natural.
2.Toda vez que los grupos se atrincheraron y se aferraron a la guerra de posiciones, inmediatamente se puso en evidencia su inferioridad con referencia a las fuerzas regulares. Se fortalecían con ayuda de la maniobra veloz y el ataque sorpresivo.
3. Como gran parte de los trabajadores adoptaron una posición meramente defensiva, no pudieron sacar toda la ventaja posible del “Chaqui Mayu”, la escarpada quebrada que separa Siglo XX de Llallagua.
4. No se hizo ningún esfuerzo serio para ganar hacia la causa obrera a los soldados y clases del ejército y carabineros tampoco hubieron trabajos encaminados a desmoralizar a las fuerzas armadas.
5. No se tomó en cuenta la posibilidad de desarmar sorpresivamente a los piquetes del ejército.
6. No se buscó una táctica adecuada que permitiese compensar en alguna forma la deficiencia del armamento de los trabajadores. Los acontecimientos demostraron que no les quedaba más recurso que adoptar la táctica de la guerrilla.
En Huanuni setuvo un criterio más justo acerca de cómo debía pelearse contra las tropas regulares. Pequeños grupos, sacando toda la ventaja posible de la tortuosa topografía, atacaron con éxito a las tropas del Ejército.
LA FARSA JUDICIAL
La represión pudo arrinconar a las masas, cierto que por muy breve tiempo; pero, comenzó el largo martirologio para los dirigentes sindicales y para todo elemento de avanzada. Las cárceles se cerraron detrás de ellos y prácticamente fueron sepultados en vida, esto para evitar que mantuviesen relación con el exterior y pudiesen seguir influenciando en el ánimo de los sindicalizados.
“Un mes después los mineros de Macha entregaban a Juan Chumacero por los veinte mil pesos que ofreció la Empresa por su captura”, dice López Murillo. Seguramente se trata de una errónea información, pues en Macha no hay mineros, se trata de una vasta zona agrícola. El valeroso luchador, el abnegado sindicalista y el incomparable agitador fue convertido por los militares en una especie de monigote; para reírse le hacían discursear y lo golpeaban inhumanamente. Después fue trasladado al Panóptico de La Paz. Los otros que descollaron en la lucha corrieron igual suerte, toda vez que tuvieron la desgracia de caer en manos de la policía. Entre los encarcelados se encontraban Gaspar, Campos, Rocha, Encinas, Lora, etc. Algunos lograron huir cuando eran llevados de mazmorras en mazmorras. Lora se presentó inesperadamente en el parlamento, para asumir la defensa de los mineros, justificar su conducta, rechazar el pedido de desafuero de los miembros del Bloque Parlamentario. Sus intenciones se vieron frustradas, porque la mayoría camaral evitó que tomase la palabra y se negó a pedir las necesarias garantías para su permanencia en el país. Salió exiliado al Uruguay y un poco más tarde, logró retornar clandestinamente, habiendo sido, en julio de 1950, casualmente capturado en Oruro por el mismo Mayor Rodríguez, que, en premio a sus hazañas en Siglo XX, ocupaba la Comandancia de la Brigada de dicho Departamento.
En septiembre de 1949 estaban ya concentrados en la sección Guanay del Panóptico aquellos que diariamente eran señalados por las autoridades y la gran prensa como vulgares delincuentes. Su encarcelamiento duró hasta 1952, que significó para ellos amnistía y liberación.
El Panóptico resume la miseria material del país y la podredumbre moral de la clase dominante; es, en cierto modo, una prolongación de los bajos fondos donde campea el hampa y de los tribunales de justicia, donde todo se cotiza y se tuerce la ley en favor del mejor postor. Los que tienen la desgracia de caer entre sus muros son empujados a un hacinamiento indescriptible, a compartir la tremenda miseria de los delincuentes, a degradarse moralmente y a vivir el submundo de los hombres sin ley, sin fe y sin familia. En ese entonces, codo a codo con los hombres estaba un puñado de mujeres mucho más miserables y desamparadas todavía.
Se trata de un vetusto edificio de fines del siglo pasado, construido para servir de prisión celular. Se viene materialmente desmoronando, sepultando entre sus escombros muchas vidas y esperanzas. Entre mugre, ratones y humedad, vegetan los encarcelados, hacinados en diminutas covachas. No arrastran cadenas de hierro pero están encadenados por la desesperante pesadez de los trámites judiciales, y no tienen más uniforme que los harapos.
El régimen carcelario más que severo es pintoresco. La disciplina ha sido sustituida por la ociosidad y el alcoholismo. Los ladrones siguen robando con toda garantía y en sociedad con la policía. Los delincuentes de alto copete llevan una vida de príncipes y utilizan los servicios de los mal pagados empleados. Algunas celdas se convierten en chinganas y el tráfico de bebidas espirituosas da pingües utilidades. Esposas y meretrices se codean en este pandemónium. Los reclusos comunes gozan de una excesiva libertad, esto acaso porque tienen que buscarse el sustento diario.
Otra cosa es tratándose de presos políticos (es la práctica y no la ley la que establece la diferencia entre éstos y los delincuentes comunes), pues son totalmente aislados del mundo exterior. Se somete a una vigilancia estrecha y no pueden tener contacto con el resto de la población carcelaria. Las más de las veces no pueden ni siquiera leer libros y mucho menos la prensa diaria.
El Guanay, un siniestro triángulo ubicado a un extremo del edificio carcelario, es el lugar preferido para encerrar a los políticos o a los delincuentes más peligrosos. Un sistema de doble puerta, la carencia de gradería que una al segundo piso con la planta baja permiten un perfecto aislamiento. Se trata de un triángulo, en cuyo vértice no se conoce el sol y por esto la vida en sus celdas resulta insoportable. La base del triángulo sirvió antes de lugar de fusilamiento y ahora impera en ella la soledad aterradora.
Después de la masacre, de la sañuda cacería de “agitadores”, vino la interminable tortura del proceso judicial, que fue arrastrada sádicamente durante años. Mientras en las sombras crecía el expediente (violentando las normas del Procedimiento Criminal), al extremo de convertirse en un volumen de 900 páginas, se colaba a través de los espesos muros de la prisión el odio enfermizo de la rosca, que cotidianamente vomitaba improperios contra los supuestos responsables de la carnicería de Siglo XX. En las páginas de la gran prensa, en las calles, no se levantaba ninguna voz en defensa de estos mártires de la lucha social, se tenía la impresión de que todos habían enmudecido de miedo. Los abogados se negaban a invocar la ley burguesa en favor de los sindicalistas por no sufrir las represalias que tan ostentosamente adoptaba el gobierno. En medio de esta tremenda y aterradora soledad, algunos luchadores convertidos en fantasmas arrastraban estoicamente su existencia, no estaban desesperados y esperaban, con una gran dosis de fatalismo, los peores golpes de la rosca. El enemigo de clase los tenía atrapados en sus garras y los sindicalistas estaban seguros que, abusando de su momentánea victoria, sabría descargar sobre ellos todo su odio. La chatura de los intelectuales no permitió el surgimiento de un Lord Byron, el aristócrata que fustigó los prejuicios de la Inglaterra imperial cuandotomó para sí la tarea de defender a los tejedores de Notingham, a los que se quería condenar severamente por haber destruido las maquinarias 6. En los líderes obreros bolivianos se incorporó el indígena, hecho a todas las adversidades y seguro que su paso por la tierra tiene que ser un duro sufrimiento.
La gran minería y el gobierno colocaron en el banquillo del acusado a los dirigentes de Siglo XX-Catavi por el delito de haberse rebelado contra su prepotencia. Justicia de clase, al servicio de los explotadores, manejada para aplastar, escarmentar y escarnecer al movimiento obrero. Directamente controlado por los organismos norteamericanos, sirvió más que para dar satisfacción moral a su equipo de técnicos, para arrinconar a los luchadores obreros. Eso fue el proceso judicial iniciado en Uncía. ¡Como siempre, apareció en toda su miseria la insignificante figura de los jueces criollos frente a la despótica y poderosa voluntad de los yanquis, de la rosca y del gobierno!
El Ministerio Público requirió el procesamiento por el asesinato de dos ingenieros americanos y un capataz boliviano y no dijo una sola palabra con referencia a la masacre de 200 mineros bolivianos. Los dirigentes que sobrevivieron a la carnicería fueron encarcelados y cuatro de ellos sentenciados a la pena capital, sometidos por mucho tiempo a la descomunal tortura de saberse muertos. Lo que la empresa y el gobierno iniciaron con la punta de las bayonetas fue completado por los jueces y abogados. Los verdugos de la víspera se vieron convertidos en juzgadores. Los obreros fueron empujados a la tormenta dantesca de la cárcel y las triquiñuelas judiciales, mientras uno de los héroes de la masacre, el coronel Roberto Ramallo, era ascendido por el H. Senado Nacional. El proceso de 1949 fue en alguna forma, un ensayo de la táctica de lucha de la reacción: anular a los “agitadores” y amedrentar a las masas mediante la apertura de juicios criminales fraudulentos, recurso que en el futuro volverá a repetirse con inusitada frecuencia.
La empresa Patiño montó y dirigió la “mise en scéne”, encargando los papeles más indignos a Ministros de Estado, jueces y fiscales, abogados y testigos amañados. Goethe exclamó al morir “más luz”. La empresa Patiño, a quien sólo interesaban sus ganancias y no el coloso alemán, alquiló los servicios de magistrados y juristas para evitar, utilizando todos los medios, que la luz iluminase los sucesos de Siglo XX. El objeto no era otro que evitar que la verdad destruyese la leyenda antiobrerista creada por la gran prensa dependiente de la minería. Llegó a dictarse la sentencia respectiva dentro del juicio criminal, pero la opinión pública -forjada en gran medida por “La Razón” de Aramayo- siguió ignorando la verdad de lo ocurrido en el feudo de Patiño. La gran minería logró, mediante el proceso judicial de Uncía, que el hombre de la calle crea que los mineros cometieron crímenes horrendos y que en la cárcel purgaron esos delitos. A esa gente, que se ufanaba de su sentido común, nadie le preguntó acerca de la suerte corrida por los autores de la muerte de los doscientos mineros.
Deliberadamente ese trámite judicial fue rodeado de misterio y fue, prácticamente, manejado a espaldas de la opinión pública. La prensa apenas si registró de pasada pequeñas notículas sobre dicho acontecimiento. René Moreno pudo, con ayuda de los periódicos de la época, construir su formidable alegato sobre las “Matanzas de Yañez”. El historiador de las luchas sociales se ve reducido a la impotencia por la casi total carencia de informaciones sobre los sucesos de mayo de 1949.
Las emergencias del movimiento sindical están al margen de nuestro vetusto Código Penal (publicado en enero de 1831) y, sin embargo, el juez aplicó ese cuerpo de leyes a fenómenos típicos de una sociedad en la que el proletariado es una de las clases fundamentales.
El Código Penal de la primera mitad del siglo XIX no puede menos que ignorar el sindicalismo (en Europa en ese entonces era un delito), la lucha del proletariado contra la burguesía, los objetivos y métodos de actuación del partido de la clase obrera. Esta enorme laguna de la legislación primitiva, explicable en el siglo pasado, no ha sido posteriormente llenada. Recién en 1938 se incorporó a la Constitución Política el derecho de asociación. Sin embargo, no se reformó el Código Penal. Las consecuencias del sindicalismo y del derecho de huelga son juzgados como motines y tumultos, como rebelión y armamento ilegal, según se establece en el Libro Segundo del Código Penal 7.
Bajo el gobierno de Santa Cruz no podía hablarse de sindicatos y proletariado y mucho menos de partido obrero. La versión boliviana de la ley penal europea no podía ser extraña a las tendencias imperantes en ese continente sobre el derecho de coalición; o se limitaban a las corporaciones gremiales del medioevo, o bien se sometían al criterio que consideraba como delito la unión obrera. El derecho de asociación en el viejo continente no había adquirido aún carta de ciudadanía, en Bolivia el problema no preocupaba por inexistente. Durante el gobierno de Belzu se reorganizaron los gremios artesanales bajo la protección oficial. El Código Prusiano de 1845 colocaba al margen de la ley las coaliciones por temor de que “provoquen fácilmente tumultos y revueltas que amenacen la seguridad pública”. El delito de coalición estaba prescrito por los artículos 414 y 415 del Código Penal francés. Tampoco Inglaterra era una excepción, pues recién .en 1884 reconoció a sus obreros el derecho de organizarse sindicalmente, hasta 1800 fue considerado como una “conspiración tendiente a restringir la libertad de industria”.
¿Cómo es posible aplicar un Código de leyes a fenómenos que los ignora por completo? Se trata, cuando menos, de una aberración jurídica. La huelga, el sindicalismo y el movimiento político obrero están más allá de nuestro anticuado Código Penal. Es un axioma jurídico de validez universal que un hecho para ser punible debe estar catalogado como delito en la ‘legislación y establecida la pena que le corresponde. Es criterio predominante que los delitos emergentes de la huelga, por ejemplo, merecen una legislación especial, por constituir fenómenos no contemplados en los viejos códigos penales. En Bolivia, si la ley penal es arcaica para afrontar al movimiento obrero, la Ley General del Trabajo es por demás deficiente en este aspecto. Bisseumbaum en “Tribunales del Trabajo” establece la enorme diferencia que existe entre el conflicto colectivo del trabajo y el litigio individual Roberto Pérez Patón, un confeso adversario del movimiento obrero y del derecho de huelga, se ve obligado a propugnar el establecimiento de una nueva y especial legislación para reprimirlos. Comienza dejando establecido que “la legislación boliviana omite definir la huelga, ni en qué casos será ella considerada lícita o ilícita; tampoco establece que su declaratoria deberá hacerse precisamente por votación secreta” 8. Según este profesor universitario la huelga, sobre todo si es ilícita, ocasiona perturbaciones en el libre juego de las leyes económicas y por esto debe ser castigada como “delito económico”. La Federación Universitaria de Cochabamba de esa época señaló, acertadamente, que entre nosotros no está legislado el delito colectivo. Existen algunos pocos antecedentes en los cuales no se aplicó el Código Penal por considerar el delito típicamente político o bien se dio por terminado el trámite judicial mediante la amnistía política.
Citemos dos casos notables:
René Moreno en “Las Matanzas de Yañez” subraya que el Poder Ejecutivo puso especial cuidado en no castigar como a delincuentes comunes a quienes dieron muerte al asesino del Loreto, considerando este hecho como político amnistió a los autores mediante decreto. Después de la masacre de Catavi de 1942 se abrió proceso militar contra los presuntos autores, pero luego fueron beneficiados con la amnistía, que sólo puede aplicarse a los delitos considerados políticos. La Constitución Política del Estado al diferenciar claramente la amnistía del indulto (su dictación se enumera como dos atribuciones distintas del jefe del Ejecutivo) deja sobreentendido que el delito político y los catalogados en el Código Penal son dos figuras jurídicas diferentes, pero lamentablemente esa diferencia no ha llegado a concretizarse en la ley secundaria. Ningún tratadista pone en duda que la amnistía únicamente se aplica a los delitos políticos y colectivos y esto desde el origen mismo de la institución (Grecia y Roma), al respecto es ilustrativa la lectura de la monumental obra de José Carrasco 9.
Resulta curioso que el propio Juez de Partido en lo Penal de Uncía, Miguel Valdivia, reconozca, en su draconiana sentencia, que los luctuosos sucesos de Siglo XX forman parte de un delito típicamente colectivo y que no siendo posible individualizar a los culpables “debe buscarse a los autores intelectuales y morales”. Más adelante añade “que habiendo sido cometidos los delitos que sejuzgan por una muchedumbre de obreros no se puede establecer la responsabilidad penal, tanto porque no existe en nuestro Código primitivo disposición alguna contra la delincuencia colectiva, como porque los tratadistas de derecho penal admiten que no suele encontrarse a los verdaderos culpables para imponerles el condigno castigo. En consecuencia, siguiendo los dictados de nuestras leyes y la opinión de tales tratadistas, debe buscarse a los autores intelectuales y morales que han concurrido a la preparación y consumación de los hechos, o sea a los inductores o íncubos.
La anterior argumentación, cierto que llena de contradicciones, tiene el mérito de reconocer el delito colectivo y que éste no está legislado en el país. ¿entonces, cómo sancionar a sus autores? El juez incurre en una aberración jurídica, en una traición a sus propias ideas, cuando condena a la pena capital o cuatro obreros sin que existan pruebas suficientes para considerarlos autores materiales y mucho menos intelectuales de la muerte de los rehenes. Tres eran simples obreros de base, seguramente sindicalistas, pero que en ningún momento tuvieron participación decisiva en la marcha de la organización obrera. El cuarto de los condenados, Juan Chumacero, había logrado convertirse en dirigente sindical de segunda fila. Violentando la lógica más elemental se excluyó del proceso a los parlamentarios obreros y a los líderes de la Federación, que en mayo de 1949 se encontraban a la cabeza de las masas. El argumento empleado para decretar dicha exclusión hace presumir que el juez los consideraba inocentes.
El juez al haber aplicado el Código Penal vigente a un delito que en teoría es colectivo cerró la posibilidad de comprenderlos en su verdadera naturaleza e hizo indiscutiblemente, una mala aplicación de la ley. Fue Julio Méndez 10 el que caló hondo al estudiar la relación del proceso revolucionario con la ley penal. Se pregunta si hay mayor tiranía que la que aplica a un hecho la ley que no corresponde. Sienta la tesis de que las revoluciones -que las define como “ideas armadas”- expresan, de un modo particular, la facultad de asumir excepcionalmente Ios poderes extraordinariamente y constituirlos de nuevo, es decir, el derecho de la revolución y el de las asambleas constituyentes, inmediatamente reunidas después del triunfo”. El delito político emergente de la revolución y de la guerra civil debería ser sancionado conforme al derecho de gentes y no de las disposiciones del Código Penal, esto por la misma naturaleza de ese delito y porque el Poder Judicial pierde su independencia en el calor de la lucha revolucionaria, al convertirse en defensora de la estabilidad del ejecutivo.
Los delitos colectivos y políticos rebasan el marco de nuestra ley punitiva. La definición de autor, cómplice, fautor, encubridor, etc. dada por el código Penal resulta deficiente e inaplicable cuando se trata de catalogar a los acusados comprendidos en un proceso por delito colectivo. “La obediencia, la subordinación respecto del agente del delito implican cierto grado de culpabilidad; el que obedece se llama cómplice, autor, encubridor. Pero el que obedece al beligerante, le presta auxilios forzosos o voluntarios, y aún le ayuda, no es ni puede ser considerado de la misma manera que aquél. El delito impone libertad en los que se le subordinan; la beligerancia o la excluye cuando obra por la fuerza, o exime de toda responsabilidad extrema a las consecuencias de la guerra” (J. Méndez).
El artículo 11, apartado 2, del Código Penal define como auxiliadores y autores a “los que sin noticia ni concierto previo acerca de la culpa o delito, y sin ayudar ni cooperar para su ejecución acompañan en ella voluntariamente ya sabiendas al que lo comete y le ayuda después de cometido para ocultarse, etc.” Es imposible aplicar este criterio (elaborado para el delito cometido por personas aisladas) a un delito colectivo que tiene por escenario el sindicato, por ejemplo, al que concurren los obreros normal y cotidianamente a deliberar y buscando una orientación para su conducta al amparo de la ley. Autor según el Código Penal es aquel “que libre o voluntariamente comete la acción criminal o culpable...; los que hacen a otro cometerla contra su voluntad”. ¿Quién es el autor del delito colectivo?. Las masas se mueven de acuerdo a la lenta y dificultosa labor de propaganda que va forjando su conciencia. Ellas, en determinado momento de su evolución, buscan materializar sus objetivos de clase y los que se refieren a sus necesidades personales.
La sentencia con que concluye el proceso judicial debe contener, entre otros aspectos, los siguientes:
“1° La relación del hecho y de sus circunstancias...4° La calificación del hecho reconocido según las disposiciones legales que los definen” (Artículo 260 del Procedimiento Criminal). Aquí surge la deficiencia de la ley penal. No existen disposiciones legales que permitan la calificación de los delitos colectivos y menos establecer “la relación del hecho y de sus circunstancias”. El Juez Valdivia parece coincidir con esta apreciación cuando en su sentencia dice: “Que de las indagatorias del estado sumario, confesiones del plenario y pruebas de cargo y demás datos del expediente se halla claramente averiguado que los dirigentes G. Lora, especialmente, Mario Tórres, alguna vez, en discursos pronunciados en el exterior e interior de las minas de la empresa Patiño Mines han aconsejado en forma insistente, que los trabajadores maten a los altos empleados de la Compañía, que los echen a los buzones y los entierren con la capa del mineral explotado, etc., añadiendo a estas prédicas inductivas un repudio al gobierno constituido, dando mueras al Presidente de la República, con calificativos denigrantes al régimen constituido y otras expresiones para exaltar a los trabajadores hacia la subversión del orden. Que estas actitudes de condición general y abstracta en riguroso concepto jurídico y legal, no se puede estimar como delito de inducción, por la falta de concretización y por la falta de concurrencia como sujetos activos, ni en el principio de ejecución, ni en la consumación de los deplorables acontecimientos, pues no hay ninguna prueba que Lora, Tórres y otros hubieran aconsejado, recomendado, convencido u obligado que el día 28 de mayo aprehendieran a los extranjeros y nacionales que conocemos y los golpearan, torturaran, asesinaran. En cuyo mérito salen de los alcances de la ley y la tipicidad y antijuricidad de los actos referidos... “Resulta que no ha sido posible establecer quién incitó para la toma de rehenes, la conducta masiva hace que muchas veces se diluya el autor del delito en la multitud”.
Como quiera que el juzgador se esfuerza por aplicar la ley penal a las emergencias de la actividad sindical, se tiende a ilegalizar al mismo sindicato, pese a lo que al respecto diga la Constitución Política. No se trata únicamente de los jueces, que no olvidemos, son una tuerca del aparato estatal, también algunos “sindicalistas” se levantaron airados contra la violencia, cuando ésta era utilizada por las organizaciones obreras. La supuesta Confederación Boliviana del Trabajo inspirada por los yanquis y por el centrista Gokowsky (alias Velasco o Reytan), adoptó en su conferencia nacional un documento de repudio a los sucesos de Siglo XX y que se acomoda perfectamente a la mentalidad patrono-gubernamental. La CBT golpeó despiadadamente a los perseguidos dirigentes de la FSTMB, a quienes los declaró únicos responsables de todo lo ocurrido. Gokowsky escribió artículos en igual sentido en la prensa internacional y los “socialistas” de Bernardo lbañez de Chile tampoco dejaron de lanzar diatribas contra los revolucionarios bolivianos.
Entre los miembros del “Sindicato Independiente”, sucursal de la CBT, y los empleados de confianza de la empresa, el fiscal y el abogado de la parte civil, Tobías Almaraz, seleccionaron a los testigos de cargo, que se limitaron a recitar todo lo que les enseñaron en la gerencia de Catavi. Previamente la empresa y el gobierno habían confeccionado la lista de los sindicalistas que debían ser castigados, los testigos se limitaron a dar respaldo legal a dicha decisión. Tres de los once testigos (Fausto Saavedra, Carlos Andrade y Darío Palenque) desempeñaban el trabajo de `serenos”, es decir, formaban parte de la policía privada de la empresa y, consiguientemente, se encontraban en pugna sin tregua con el elemento trabajador que a su turno los hostilizaba sistemáticamente. Además de cuidar con celos los bienes materiales del patrón estaban entregados en alma y cuerpo a la soplonería. La mayoría de estos elementos se han mantenido siempre al margen de la vida sindical y no es preciso subrayar la ruptura con su clase.
La cuidadosa selección de testigos dio el siguiente resultado: Abel Cairo P. de la sección Salvadora, renunció a su calidad de delegado ante el Sindicato Minero de siglo XX y abiertamente colaboró con el “Sindicato Independiente”. Eugenio de los Santos, primer jefe de la Sección Almacenes de Siglo XX. Darío Palenque se desempeñaba como Inspector de Campamentos, vale decir, que tenía un rango elevado dentro de la policía privada, y era miembro del “Sindicato Independiente”. Wilfredo Panozo, también “independiente”, era jefe de punta en la Sección Azul, lo que quiere decir que se encargaba del trabajo de toda la sección durante una jornada. Miguel Orihuela, calculador de la Oficina de Empleos de Siglo XX, Alberto Arancibia, mecánico de la maestranza de Siglo XX y sobrino del occiso D. Vargas. Ramón Rico, contador de la Oficina de Contabilidad de Siglo XX. Carlos Andrade, sereno mayor; Fausto Saavedra, sereno; Juan Morón, jefe de punta de la sección Beza. Todos los anteriores fueron presentados como testigos de cargo por el Ministerio Público y la parte civil se limitó a apoyarse en sus deposiciones. No debe olvidarse que todos ellos fueron recontratados después de la liquidación general de 1947, es decir, ya entonces la empresa los consideraba dignos de su confianza. Uniformemente manifestaron haber sufrido malos tratos y perjuicios materiales por parte de los obreros en las jornadas de mayo. No sólo se trataba de adictos de la causa de la Patiño (la mala causa según los trabajadores), sino de elementos que
a cambio de su obsecuencia gozaban de algunas canonjías. Lo dicho explica que la empresa y los fiscales empujaron a los testigos de cargo hacia el perjurio. En el proceso no consta la particular condición de estos empleados con referencia a su patrón, habiéndose así violado el artículo 65 del Procedimiento Criminal. Demás está decir que la empresa dio a estos testigos todas las facilidades y garantías y hasta mejoró sus condiciones materiales de vida después del proceso.
Los acusados se vieron colocados frente al tremendo obstáculo de no poder conseguir testigos, esto debido a la hostilidad de la Patiño hacia todo elemento que se sentía animado a marchar hasta los tribunales y particularmente por la persecución que contra ellos ejercitaban las autoridades. Muchos de los testigos de descargo fueron despedidos de sus trabajos y hasta apresados. Antonío Andia (testigo de Gaspar), artesano de Llallagua, fue expulsado de esta población por el Jefe de Policía. Igual suerte corrió el chofer Daniel Ortuño, testigo de Chumacero. Luis Cossío (ex-obrero y testigo de Fortunato Pérez), Celestina v. de Leytón (testigo de Cecilio Campos), Santos Andia (ex-obrero y testigo de Gaspar) tuvieron que permanecer ocultos mucho tiempo para burlar la persecución policial. La empresa Patiño repartió entre los testigos instrucciones escritas. Una de estas “declaraciones escritas” fue entregada al juez por Eugenio de los Santos. Sólo así puede explicarse la uniforme coincidencia de las deposiciones en falsedades que interesaban vivamente a la entidad patronal:
a) No ingerencia de la Patiño en el apresamiento de los dirigentes.
b) Provocación de los obreros y actitud pasiva de las fuerzas armadas del ejército y de la policía. La existencia de una circular conteniendo el tenor de las declaraciones que fueron repetidas era suficiente para invalidar las deposiciones de los testigos presentados por el Ministerio Público. “El Juez hará que los testigos se retiren al lugar que se les señalare mientras cada uno preste su deposición, tomando las precauciones que sean precisas para impedir que los testigos lleguen a conferenciar entre sí, acerca del delito y del acusado, antes de haber prestado su deposición” (Artículo 234 del Procedimiento Criminal).
Los dirigentes sindicales opusieron tacha a los testigos de cargo, invocando los siguientes argumentos:
1) Que se trataba de elementos damnificados por el movimiento de mayo.
2) Que existía enemistad capital entre acusados y testigos, según establece el artículo 192 del Código Penal.
3) Que eran dependientes y beneficiados de la empresa Patiño. El juez se limitó a rechazar la objeción.
A pesar de que la empresa Patiño era el actor número uno y estaba vivamente interesada en que se castigue ejemplarmente a los dirigentes sindicales, no aparece en el proceso la huella de su participación.
Esta poderosa entidad patronal actuó mediante el juez y el abogado Almaraz y, como de costumbre, puso especial cuidado en no dejar el menor rastro de sus maquinaciones.
El proceso que comentamos se inició el 31 de mayo de 1949, a requerimiento del Fiscal del Distrito de Oruro, habiéndose dictado en la misma fecha, autocabeza de proceso contra un numeroso grupo de trabajadores. La ampliación contra Tórres, Capellino, Lora, Lechín y otros lleva fecha 9 de junio. En esa etapa de profunda agitación social y de huelga general, todo el trámite judicial (excepcionalmente veloz en sus inicios) estuvo inspirado por el Ministerio de Gobierno, empeñado como estaba en desviar la atención del pueblo y de los trabajadores de la lucha en las calles y en las fábricas hacia la pantomima jurídica. Originariamente el Ejecutivo utilizó el proceso como trampa frente a las masas belicosas que pedían el retorno de los dirigentes desterrados. El Juez de Instrucción Valverde dicta decreto de acusación el 17 de octubre de 1949, tanto contra los sindicalistas de Siglo XX como contra los principales personeros de la Federación de Mineros. Este “magistrado” actúa y vive como un simple dependiente de la Patiño: viaja reiteradamente a Oruro en vehículos de la empresa y sujetos de la policía de dicha empresa hacen las veces de sus guardaespaldas.
La etapa del plenario se inició el 30 de marzo de 1950. Actúan como Juez de Partido el abogado Luis Villa Gómez y como Fiscal Alfredo Solís Careaga. Pese a sus deseos, resultó impotente para emanciparse de la influencia de la todopoderosa Patiño. Desde el instante que dio muestras de pretender ajustarse a la ley estaba decretada su caída. La segunda audiencia resultó la prueba de fuego para este Juez. El testigo Corsino Gutiérrez L. (empleado de la empresa e integrante del “Sindicato Independiente”) incurrió en flagrantes y numerosas contradicciones y a pedido de la defensa el Juez decreta el enjuiciamiento del perjuro. Como era de suponer, el enjuiciamiento no se llevó a cabo y, más bien, determinó la sustitución del magistrado, que el dos de abril se atrevió a conceder libertad provisional (posteriormente cancelada) a varios encausados. Se supo de fuentes fidedignas que a raíz de estos hechos Villa Gómez fue acremente increpado por el gerente Dillinger. La Patiño precisaba un juez más dócil y es por esto que el 3 de abril el Fiscal Solís recusa y pide inhibitoria del juez de la causa, con el argumento de que había entrado en conversaciones con los acusados. No hay por qué extrañarse que el fiscal no hubiese también recusado a los jueces que mantenían relación permanente con la empresa, recibían de ella instrucciones y dinero. El representante del Ministerio Público se limitaba a exteriorizar los deseos de la gerencia patronal. Pese a que la recusación no fue formalizada, el juez Villa Gómez fue reemplazado por Miguel Valdivia, siempre conforme a las directivas del gobierno y de la empresa.
Aparentemente Valdivia era el llamado para ser un juez idóneo en el proceso de Siglo XX. Abogado de origen humilde, es el prototipo del carrerista de la clase media. En oportunidad anterior, hace muchos años, ya pasó por Uncía, atraído por la leyenda del fácil enriquecimiento; en ese entonces era un rabioso antipatiñista y hasta se decía partidario del socialismo. No se trata ciertamente de un neófito en cuestiones obreras, puestiene la experiencia adquirida en la judicatura del trabajo.
Los dirigentes sindicales, vilipendiados y ultrajados, no han podido ejercer, en el estricto sentido de la palabra, el derecho de defensa. A los que se encontraban recluidos en el Panóptico Nacional se los trasladaba uno por uno y con el mayor sigilo, al juzgado de Uncía, más para llenar las apariencias que para cumplir con la ley. A pesar de todas las precauciones, la llegada, diremos subrepticia, de cualquiera de los acusados al distrito minero agitaba a los trabajadores y les obligaba a movilizarse. Los verdugos en ningún momento abandonaron la creencia de que los obreros podían atreverse a libertar a sus dirigentes apresados. El sentenciado a la pena capital Chumacero asistió únicamente a los últimos debates. Lora, que se encontraba en poder de las autoridades policiales desde julio de 1950, no consiguió asistir a los debates, a pesar de su petición concreta en ese sentido. Así se confirmó la denuncia pública de que el secuestro de dicho dirigente obedecía a la firme determinación de las autoridades de evitar la movilización de los obreros, el fortalecimiento de la defensa de los procesados y el que pudieran ponerse en claro muchos aspectos hasta entonces desconocidos de la masacre de mayo. La verdad podía haber obstaculizado el cumplimiento del plan del Ejecutivo y de la Patiño.
Los numerosos abogados que desde La Paz y Oruro se trasladaron con la finalidad de asumir la defensa de los mineros fueron invariablemente obligados por la policía a abandonar Uncía. Dos jóvenes profesionales de esta última ciudad no tuvieron el valor civil de soportar sobre sus hombros la enorme responsabilidad de defender a los obreros acosados por la reacción, no pudieron dedicar toda la atención necesaria al proceso por la falta de ayuda material por parte de la Federación de Mineros. Su actuación se vio entrabada por la permanente presión de las autoridades policiales y también de la Patiño.
El proceso de Uncía fue, pues, una de las mayores vergüenzas de la oprobiosa historia judicial del país. Los juzgadores se entregaron incondicionalmente al capricho de las autoridades del Ejecutivo y a la gerencia de la Patiño. Se aplicó penas drásticas a los que figuraban en las listas negras. Entre los miembros de la FSTMB sólo Lora se encontraba en manos de las autoridades, los otros permanecían todavía en Chile. Para evitar cualquier riesgo de un nuevo levantamiento obrero, aquel dirigente fue mantenido lejos de las masas y no se le permitió pisar Uncía. Es claro que no podía ser sentenciado sin ser escuchado previamente, este extremo habría viciado de nulidad todo lo actuado. Valdivia salvó la dificultad de una manera pueril. En el debate de 15 de enero de 1951 establece, violentando los hechos y la misma ley: “Habiendo pedido reiteradamente el traslado de Lora... y en resguardo de la independencia de poderes, el Judicial no puede contrariar las resoluciones tomadas por el Ejecutivo por asuntos políticos. Además, debe tenerse presente que el encausado Lora no se halla detenido por mandamiento que hubiera expedido esta autoridad”. Lora, Lechín y otros miembros de la Federación fueron incluidos en el decreto de acusación. El juez Valdivia tuvo la ocurrencia de excluirlos de la sentencia. Esto violenta todas las normas procedimentales, pues según estas sólo cabía aplicarles una pena o bien absolverlos.
No se puede pasar por alto que el sumario contra el diputado Lora y otros fue sustanciado cuando todavía la Cámara de Diputados no había dado la licencia respectiva.
La sentencia condena a la pena capital a cuatro dirigentes sindicales medios de Siglo XX, elementos que con anterioridad habían sido clasificados como los peores enemigos de la Patiño. Otros sindicalistas recibieron penas de muchos años de prisión.
Las líneas que siguen podrían ser consideradas como el retorno a la costumbre egipcia de juzgar a los muertos. “Se leía en público la biografía de los difuntos y todos tenían derecho a criticarla. Son los vivos quienes pronuncian el juicio” 11.
El simple esbozo del retrato de los cuatro condenados a muerte constituye una lápida contra el juez Valdivia como hombre de derecho y contra el Ejecutivo como expresión de un Estado democrático.
Juan Chumacero Poveda (30 años de edad, casado y dos hijos en la época en que fue sentenciado) había nacido en Colquechaca y era de origen campesino. Se hizo albañil para escapar de los socavones, pero en los centros mineros es minero o se deja de ser explotado. Su fanática adhesión al sindicalismo se apoyaba más en el instinto que en doctrina. Por sus brillantes condiciones innatas de agitador y su incansable actividad llegó hasta la dirección sindical, al producirse los trágicos sucesos de mayo era Secretario de Hacienda. Ese gran entusiasmo no tuvo oportunidad de moldearse en la severa escuela de la capacitación doctrinal. No podía ser considerado un dirigente de primera fila. Era ciertamente un elemento apasionado más que exaltado y era capaz de llevar una consigna hasta las capas más atrasadas. Orador nato manejaba perfectamente el quechua y sabía imprimirle un tono convincente y emotivo. El movimiento revolucionario de 1952 significó para él, como para muchos otros dirigentes el final de su militancia en el seno de los trabajadores. Posteriormente se trasladó a la zona chuquisaqueña como “dirigente campesino”, donde fue trágicamente asesinado.
Lucas Oxa Choque (entonces de 40 años y casado), campesino de Huari. No pasó de ser obrero no calificado del interior mina. Sindicalizado, pero no demostró mayor entusiasmo por la actividad obrera antes de mayo, fue este sacudón social que le permitió demostrar sus aristas de caudillo. El 28 y 29 de mayo de 1949 se distinguió por su entusiasmo y arrolladora actividad. Fugó de la cárcel después de haber estado preso más de un año. Bajo nivel cultural. Después de 1952 fue recontratado por la Empresa Minera Catavi. Viejo ya lo hemos visto ocupado en tareas de poca monta. Este héroe anónimo, ignorado casi por todos, vive orgulloso de su pasado.
Manuel Rocha Ajata (25 años, casado), nacido en los yermos de Carangas, fue arrancado de la vida campesina por la esperanza de ver mejoradas sus condiciones de vida. Obrero no calificado no participó en la vida sindical. En la policía lo torturaron brutalmente para hacerle firmar declaraciones falsas y que, más tarde, seguro de estar totalmente perdido, las confirmó. En uno de esos documentos exprofesamente redactados por las autoridades y la empresa se leía: “Juan Chumacero, revólver en mano, desde la ventana me obligó que hiciera disparos de dinamita”. La policía había prometido libertad a quienes comprometiesen los dirigentes, promesa que no fue cumplida en el caso de Rocha. Este obrero por su poca o ninguna cultura no alcanzó a tener idea exacta de los verdaderos alcances del proceso de Uncía, se consideraba la víctima de un aparato monstruosamente grande y manejado por fuerzas extrañas. Su desesperación le empujó por el camino de la fuga. No tuvo ninguna participación en los sucesos de mayo y ha desaparecido sin dejar la menor huella. Primitivo Martínez es el cuarto sentenciado a muerte; pero en la Patiño trabajaban cuatro personas que respondían al mismo nombre. ¿A cuál de ellos se refiere la sentencia? Al juez Valdivia esta exigencia le pareció una sutileza de poca monta.
En el proceso no existen pruebas de que ninguno de los anteriores dio muerte a los rehenes. Parece que el juez los considero autores intelectuales de los presuntos asesinatos. ¿Puede concebirse mayor monstruosidad jurídica?
Fueron enjuiciadas 51 personas. Cuatro dirigentes fueron catalogados “como dirigentes de la Federación Sindical de Trabajadores Mineros de Bolivia”, equivocadamente se incluyó entre ellos a César Toranzo y debe advertirse que el proceso criminal no alcanzó a Juan Lechín. Figura en la lista una mujer, Virginia Camacho. Treinta y tres fueron declarados rebeldes y contumaces y dos prófugos. La sentencia fue dictada el 25 de enero de 1951 y luego elevada en consulta a la Corte superior del distrito de Potosí 12. Cuatro obreros (Juan Céspedes Lavayen; Walter Mercado; que durante la guerra civil de 1949 murió en Potosí; Rodolfo Céspedes y Angel Baptista) fueron condenados a diez años de prisión. A seis años y ocho meses de cárcel se sentenció a Antonio Gaspar, Enrique Encinas, Cecilio Campos, Alberto Ferrufino Zamuriano, Pastor Ballesteros, Juan Rojas, Félix Rojas y Nicanor Alcalá. Fueron absueltos: José Revollo, Juan Arias, Lorenzo Enríquez, Primitivo Martínez, José Villarroel, Eliodoro Rivas, Lino Ledezma, Guillermo Miranda, Severo Oblitas, Aniceto Cartajena, Eusebio Rocha, Roberto Mendoza, Fortunato Pérez, Isaac Ramos, Secundino Corrales, Policarpio Grandón, Celestino Anzaldo, Aniceto Rocha, Cruz Ustárez, N. Salazar, Julio Severo, Ignacio Camacho, Mariano Aguilar, Miguel Padilla. Víctor Terceros, Leandro Mérida y Virginia Camacho.
La larga sentencia de más de 4.000 palabras y que fue publicada por la prensa motivó en las filas obreras un amplio movimiento de solidaridad. Los sectores avanzados de la opinión pública consideraron dicha sentencia como algo monstruoso y arbitrario.
Debe subrayarse que los dirigentes sindicales presos siguieron manteniendo, antes y después de la dictación de la sentencia, un alto espíritu combativo. Existen numerosos mensajes y cartas que salieron del Panóptico con destino a los centros mineros. Glosamos uno de esos documentos. El 28 de marzo de 1951 fue suscrita por Antonio Gaspar y Cecilio Campos una “carta abierta a los trabajadores mineros”, que comienza agradeciendo por el movimiento de solidaridad de los obreros. Añaden seguidamente “estamos encarcelados por haber luchado dentro de una línea revolucionaria y haber defendido intransigentemente los principios programáticos de la FSTMB. El mayor homenaje que puede rendirse a los hermanos de lucha masacrados en Siglo XX es proseguir peleando contra la explotación capitalista, sin claudicaciones ni traiciones, dentro de la ruta clasista que ellos han abierto con sus vidas”. Esos dirigentes, pese a su encarcelamiento, seguían interviniendo en la vida sindical y por eso se esforzaban en hacer llegar hasta las masas su palabra orientadora: “La rosca y el imperialismo, que esclavizan al pueblo boliviano, buscan consolidar su “victoria” sangrienta destruyendo el pensamiento revolucionario de los trabajadores mineros ... Los esfuerzos, hasta hoy infructuosos, de destruir o modificar la “Tesis de Pulacayo” están inspirados y dirigidos por los sectores de la reacción. La lucha de clases que ayer se desarrolló en las calles ha pasado hoy al plano de la pugna programática. Defender la Tesis equivale a mantenerse fiel a la revolución y a los trabajadores; combatirla quiere decir haber pactado con la rosca contra los oprimidos... Los trabajadores deben movilizarse para que en el próximo congreso de la FSTMB la “Tesis de Pulacayo” salga fortificada. Las bases deben exigir a sus dirigentes que ajusten su conducta a ese programa y no traicionen”.
El mismo pedido de Lora para ser trasladado al plenario tiene el tono de acusación contra la justicia burguesa y contra las autoridades al servicio de la Patiño, “¿cuál es la razón de este cúmulo de barbaridades? Mi secuestro en el Panóptico busca evitar toda posibilidad de defensa de los obreros procesados. Los debates públicos tienen el inconveniente de poder demostrar, una vez más, que la gran minería y el Ejecutivo prepararon pacientemente la masacre de 1949” (De la carta al ministro de Gobierno, La Paz, 18 de diciembre de 1950).
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