Ramón Rocha Monroy / Extracto de www.boldpress.com
A mis 13 años conocí Asunción. Si la memoria me es fiel, la
capital paraguaya era por entonces una aldea grande, y no la bella y moderna
ciudad que volví a ver hace poco. A unas cuadras de la plaza de armas se
extendía el suburbio y en él vi un caballo disecado y cubierto de moscas. Pero
no es eso lo que quiero contar. Mi madre y yo nos alojamos en una pensión
familiar y al mostrar nuestros pasaportes, el dueño se limitó a mirarnos en
silencio.
La sorpresa vino esa noche, porque nos invitó a cenar y se
esmeró en hacernos sentir como en casa. La hija mayor tocó el piano, la
segundita ofreció el postre, los muchachos de mi edad me convocaron a patear
una pjucucha y la mamá se enfrascó en dulce tertulia con mi madre. Ya era tarde
cuando el señor nos acompañó a la pieza y entonces nos dijo palabras que no he
olvidado: “Jamás me imaginé tener bolivianos en mi casa. Yo perdí cinco
hermanos en el Chaco”.
El segundo episodio es reciente. Visitaba la represa de
Itaipú, y en un breve descanso en casa de un amigo paraguayo ya entrado en
años, vi colgada en la pared una hermosa cruz de plata. Me asombró aún más que
fuera plata potosina. Se lo dije al amigo pila y me contó un episodio de la
guerra. En una ofensiva paraguaya, había saltado al interior de nuestra trinchera
y lo primero que vio fue un soldado boliviano herido. Viéndolo con el machete
en alto, el herido que apenas era un muchacho se quitó la cruz de plata y le
encomendó que la entregara a su madre. Ese era el origen de la joya.
Luego de un silencio que se podía cortar con un cuchillo, le
hice la pregunta obvia: “¿Y? ¿Lo mató?” El amigo paraguayo me dijo: “Claro que
sí.
Guardé la cruz y le di el machetazo en la cabeza”.
Un tío mío murió el 14 de junio, el último día de la guerra.
Desde el amanecer ambas fuerzas trataron de agotar el parque enfrentándose en
una feroz balacera. Poco antes del mediodía, una bala se le incrustó en la
frente. Mi padre recordaba mucho esa fecha. Decía que a las doce, bajo el sol
canicular, cayó sobre el Chaco un silencio extraño. Tres años que nadie había
vuelto a sentir ese silencio minucioso del mediodía, pues hasta las cigarras
habían callado. Mi viejo colgó una hamaca entre dos ramas y durmió la siesta
más tranquila de su vida. A veces cada prisionero era asignado a un soldado
boliviano, y éste respondía con la vida de que el cautivo no se fugara. De día
no era fácil escapar, pero por las noches, nuestros soldados se amarraban al
cuerpo de sus prisioneros para evitar la sorpresa. Total, que una mañana
despierta un pariente mío y el prisionero no estaba a su lado. Se había
escapado. Comenzó la lista por orden alfabético y cada soldado respondía:
“¡Firme con su prisionero!”. Avanzaba la lista y el prisionero no aparecía.
Entonces el pariente se dirigió a la intendencia, donde había una montaña de
habas. Se encaramó a la cima y allí lo encontró: dice que devoraba las habas
crudas. Lo agarró a golpes y alcanzó a llegar a la lista y gritar como todos:
“¡Firme con su prisionero!”
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