La vida de Roberto Suárez Gómez, conocido después, en todo
el mundo, como el “Rey de la cocaína”, es una mezcla, aunque en dosis
desiguales, de realidad y de ficción. Su historia fue reflejada, en parte, por
Oliver Stone en el guión de Scarface (Caracortada), del director Brian De
Palma. Se dice que el propio Stone se curaba de una adicción a la cocaína
mientras perfilaba la personalidad de Tony Montana, interpretado por Al Pacino.
Pero la dimensión de la aventura delictiva de Suárez contrasta con la de los
“argumentos” que impulsaban su incursión en el tenebroso mundo del
narcotráfico; no se contentó con poco y logró un control monopólico, vertical,
del ilegal mercado de la cocaína, aunque en todo momento sostenía que buscaba
que un recurso natural como la coca beneficiara al país, según asegura su
viuda, Ayda Levy, en el libro El rey de la cocaína. Mi vida con Roberto Suárez
Gómez y el nacimiento del primer narcoestado.
En efecto, el “Rey de la cocaína”, quien amasó una fortuna derivada de un
ingreso que en su momento no se podía calcular –a inicios de los 80, afirman
que llegaba a los 400 millones de dólares anuales-, pero que provenía de la
venta de una producción diaria mínima de dos toneladas diarias de pasta base o
sulfato de cocaína a sus socios del Cartel de Medellín, razona que, en el
reparto de los recursos naturales, Dios había sido generoso con Bolivia.
Explicaba, para sustentar sus actividades ilegales, que algunos países tenían
inmensas reservas petroleras y auríferas, pero que a los bolivianos les “había
tocado la coca en la repartición”. Y que si la coca crecía sólo en los Yungas,
en La Paz, y en el Chapare, en Cochabamba, era porque “habíamos sido bendecidos
por la gracia de Dios”.
A este “argumento” sumaba otro de carácter nacionalista: los bolivianos
hacíamos caso omiso a los milagros divinos y no sabíamos sacar provecho de las
pocas oportunidades que se nos presentaban y, para variar, eran los extranjeros
los que “siempre terminaban beneficiándose de nuestras materias primas, al
darles incluso valor agregado”.
¿No había sucedido eso, a lo largo de la historia del país, con la plata, la
quina, la goma y el estaño? Los ingleses, ¿no habían mandado a pique el
poderoso imperio de la goma edificado, con grandes esfuerzos, por su abuelo
Nicolás Suárez Callaú en la Amazonia boliviana, cuando sacaron de contrabando
las semillas del árbol del caucho para después atiborrar de plantines sus
colonias asiáticas?
Por ser minero y monoproductor, la caída del precio del estaño, en los 80,
había sumido al país en una profunda crisis, ante la cual la coca era el único
recurso estratégico renovable que le quedaba al gobierno “para sacarnos del
subdesarrollo y saciar el hambre del pueblo”, aseguraba Suárez. En esos años,
el gas no valía mucho.
Y menos para alguien que, como “El rey de la cocaína”, quería pagar una deuda
externa de unos 3.800 millones de dólares en 36 meses y a quien le parece raro
que se niegue “a priori la posibilidad de incursionar en el narcotráfico en
aras de nobles ideales, con la motivación del amor a la patria y a la
humanidad”.
A GRAN ESCALA
Con ese arsenal teórico, Suárez Gómez se convierte en el “don” de una actividad
que, según los datos del libro, había comenzado a penetrar la estructura del
poder dictatorial a mediados de los 70.
En la vida real, Suárez tiene la ventaja de contar con una flotilla de aviones
para transportar carne que inmediatamente pone al servicio de su nueva y
lucrativa actividad. Además, es un hacendado y terrateniente beniano,
descendiente del “Rey de la goma”, que dispone de tierras a las cuales se llega
sólo por vía aérea y donde comienzan a funcionar factorías de producción a
escala.
Con estas dos cartas en la mano, no le resulta difícil integrar el “negocio” y
transformarse en un mayorista que toma el control de la producción y la
comercialización de cocaína en el país, al extremo de que logra elevar y
mantener el precio del kilo de sulfato base en 9.000 dólares para los ávidos colombianos,
que ya entonces nutrían al insaciable mercado estadounidense, con lo cual “el
narcotráfico dejaba, por primera vez en la historia, millonarias ganancias a
los bolivianos”, explica Ayda Levy.
“Lo extraño de todo esto era que nadie le reprochaba ni criticaba. Al
contrario, la admiración, el cariño y el respeto que la gente sentía por él
crecían con desmesura y hasta nuestros familiares y amigos lo aplaudían”,
agrega.
Esa capacidad empresarial, que deriva en la constitución de la “Corporación” o
la “General Motors del narcotráfico”, es lo que busca un grupo de militares
golpistas, encabezado por Luis García Meza y Luis Arce Gómez –primo del “Rey”-,
con la mediación del nazi Klaus Barbie, entonces conocido como Klaus Altmann.
Pactan con Suárez, a quien le dicen que no debía espantarle la idea de
delinquir, porque el objetivo final era promover el desarrollo del país para
sacarlo de la extrema pobreza. Es decir, una meta incluida en el ideario del
“Rey”.
Con este acuerdo, la “General Motors del narcotráfico” obtiene un paraguas
político a cambio de financiar el golpe del 17 de julio de 1980 con cinco
millones de dólares. Para consolidar los envíos y las operaciones del “primer
narcoestado”, Barbie-Altmann aporta con los “Novios de la Muerte”, entre los
cuales figuran los tristemente célebres Stefano Delle Chiae y Joachim
Fiebelkorn, entre otros neofascistas. Es inevitable que el narcotráfico sea
como un imán para los cultores de la muerte.
En Scarface, el general Cocombre es Luis Arce Gómez, que sería conocido como el
“Ministro de la cocaína” y que hoy cumple, al igual que el ex dictador Luis
García Meza, una condena de 30 años sin derecho a indulto en Chonchocoro.
En junio de 1980, Suárez entabla una relación decisiva con los capos del futuro
Cartel de Medellín. En 1981 celebra su cumpleaños con una fiesta de postín en
Santa Cruz, a la cual llegan como invitados el “Pelícano” y el “Mexicano”, los
colombianos Pablo Escobar Gaviria y Gonzalo Rodríguez Gacha, respectivamente, a
quienes Suárez llama el Dúo Dinámico.
A Ayda Levy le llama la atención la catadura de los dos sujetos, ambos de
mirada torva. En medio de un ambiente surrealista, compartido por la élite y
los políticos, Roby, el hijo mayor de Suárez, instruye a los sirvientes que
encadenen a un árbol a dos tigres –uno de ellos criado con leche y chocolate-
que andaban sueltos por el jardín, para evitar sustos a los invitados; es
cuando Pablo Escobar explota de alegría: “¡Ave María, don Roberto! No me voy
sin que me regale un par de esos gaticos. Van a ser el adorno de Nápoles”.
A esas alturas, Escobar ya tenía un formidable prontuario como narcotraficante
con centenares de asesinatos en su haber y “Nápoles” era la hacienda-fortaleza
donde había logrado montar un zoológico con animales africanos de contrabando.
Unos cuantos hipopótamos deambulaban hasta hace poco en medio de las haciendas
colombianas, luego de que Escobar fuera abatido por las fuerzas del orden en
1993.
El “Pelícano” invita a la esposa de su principal proveedor de sulfato base de
cocaína a visitar su casa, en Medellín, pero ella acepta “por pura gentileza,
consciente de que jamás él ni ningún otro de su especie tendría tal honor”. Y
los critica con saña, porque “los colombianos fueron los primeros en irse después
de comer” (“indio comido, indio ido”, afirma), luego de conversar con el hombre
fuerte del narcoestado, el coronel Luis Arce Gómez, también conocido como
“Malavida” cuando, en los 60, era uno de los fotoperiodistas de diario
Presencia.
Pero los colombianos, por muy astrosos que fueran, ya jugaban un papel
determinante en la “Corporación” de Suárez, quien se daba modos para negar, en
su vida marital, que fuera el mandamás de la droga. Aquel año, asegura Ayda
Levy, se separó del “Rey de la cocaína”. Le pidió expresamente que no mezclara
el dinero sucio de sus nuevos negocios con los bienes gananciales de 23 años de
matrimonio, durante los cuales su marido se había destacado como activo
empresario ganadero.
COMO EN LA PELÍCULA
Dos años después, los socios terminan de ver la película Scarface de Brian De
Palma, en una casa de Suárez en la localidad colombiana de El Poblado, y se
matan de risa.
Festejan las ocurrencias del “Rey de la cocaína”, quien dice que a los gringos
les gusta tergiversar las cosas. Y tanto que Tony Montana es cubano –sale de La
Habana en el éxodo del puerto Mariel-, cuando, según Suárez, todo el mundo sabe
que es “paisa” o de Medellín y que se llama Pablo Escobar; Manny, el
lugarteniente de Montana, no es otro que Rodríguez Gacha; el general Cocombre
es García Meza (o, si se quiere, Arce Gómez) y el atildado Alejandro Sosa, un
narco con modales y ética del lord inglés es, por supuesto, Suárez.
El “Rey”, en esas fechas, ya había remitido su famosa carta al presidente de
EEUU, Ronald Reagan, a quien había prometido entregarse si liberaban a su hijo
Roby, aprehendido en Suiza y luego extraditado a Florida, y si la Casa Blanca
depositaba un cheque en el Banco Central de Bolivia por 3.800 millones de
dólares, el monto de la deuda externa del país. Roby salió por falta de pruebas
y el país aún paga la deuda externa.
Pero ya Suárez y sus socios jugaban a “dos puntas”.O a más de dos. Porque no
sólo traficaron cocaína para el narcoestado de García Meza y Arce Gómez, sino
también, como asegura Ayda Levy, para Oliver North de la CIA, que precisaba
financiar la operación Irán-Contras.
Además, habían pagado una tasa mensual de un millón de dólares al régimen
cubano, según el libro de Ayda Levy, para llegar con mayor facilidad a las
costas de Florida, hasta que esa relación entró en una insalvable crisis.
Sostenían, mediante North, una estrecha relación con el ex dictador panameño
Manuel Antonio Noriega, hoy preso en su país por narcotráfico, interesado en
que Suárez y Escobar financiaran la campaña del candidato a la presidencia de
Costa Rica, Luis Alberto Monge, en 1981. De ese cruce de intereses resultaba
que los narcos complotaban para mantener y defenestrar del poder,
simultáneamente, al sandinista Daniel Ortega de Nicaragua. Es decir, jugaban con
las camisetas de Dios y del diablo.
No son menos raras las vinculaciones de la alianza de narcos con Roberto Calvi,
el presidente del Banco Ambrosiano, o con la familia mafiosa Gambino, en el
exterior, y con el ministro de la UDP Rafael Otazo o con los ministros
adenistas Alfredo Arce Carpio y Mario Salinas, en el país, lo cual demostraba
que los tentáculos de la “Corporación” penetraban en el poder sin que importara
si se trataba de gobiernos de facto o democráticos.
EL EPÍLOGO
Una suma de factores obliga a Suárez, a mediados de 1985, a iniciar su retirada
del narcotráfico. Acaso, como expresa Ayda Levy, estaba cansado de llevar una
vida a salto de mata, pero también es cierto que surgen otros competidores,
pequeños, aunque más agresivos, que entablan también negociaciones con los
colombianos, pero que atomizan el “negocio”.
Finalmente, en julio de 1988, Suárez se entrega a cambio de una condena de 15
años en la cárcel de San Pedro de La Paz, pero logra que lo trasladen
inicialmente a Cochabamba, en 1992, y después a Trinidad, en enero 1994, donde
un mes después obtuvo su libertad. Murió el 20 de julio de 2000 en esa ciudad a
causa de un paro respiratorio. En 1993, le había tocado sufrir, en prisión, el
que la familia considera asesinato de Roby, en Santa Cruz.
El balance de Ayda Levy es lapidario, porque cree que Suárez no tenía necesidad
de convertirse en narcotraficante y “es un precio demasiado caro a pagar”. Tony
Montana adopta, para la mansión en que finalmente muere acribillado por los
sicarios enviados por Alejandro Sosa, el lema publicitario de la transnacional
Goodyear The world is yours (El mundo es tuyo). Algo que al parecer es efímero,
como en el caso del “Rey de la cocaína”.
Lo extraño de todo esto era que nadie le reprochaba nada. Al contrario, la
admiración que la gente sentía por él crecía con desmesura y hasta nuestros
familiares lo aplaudían.
LOS DOS LIBROS DEL “REY”
Ayda Levy cuenta que las grandes compañías cinematográficas y editoriales
rondaban a Roberto Suárez Gómez para comprar la historia de sus años como el
“Rey de la cocaína”.
Con el apoyo de sus asesores literarios, Suárez obtuvo una autobiografía de 350
páginas, Siempre Rey, que no menciona una palabra sobre el narcotráfico, y
Tesis coca-cocaína, en el cual describe, en 500 páginas, con lujo de detalles
sus relaciones con el poder, con los presidentes, los métodos de lavado de
dinero sucio en la banca internacional, las relaciones de las agencias
antidroga con el hampa y las redes que tejió para monopolizar la producción de
cocaína.
El primer texto decepcionó porque no contenía ni una palabra sobre
narcotráfico, en tanto que, según su viuda, se llevó el segundo libro a la
tumba, acaso porque la publicación removería heridas aún no restañadas.
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