Por: JOSÉ A. DEHEZA. / Publicado en el Diario el 19 de Marzo
de 2013.
Calama, ese lugar en que el coraje de un puñado de valientes
ha levantado el más grande glorioso monumento, junto al histórico río,
escuchamos de labios de uno de sus actores, Juan de Dios Berna, la relación
hecha de recuerdos, de lo que fue la épica jornada del 23 de marzo de 1879. Es
esa vieja e ignorada reliquia, que ni la edad, han podido hacer mella en su
admirable estructura humana, no obstante de faltarle una pierna que le ha sido
amputada a consecuencia de una herida ocasionada por la pisada de un caballo
que cargó sobre él un “cazador chileno”.
–Tengo 67 años, – comienza el viejo– y soy en Calama el
único sobreviviente de la tragedia del 23 de marzo.
–Todos han muerto o han desaparecido. Soy yo el único que
existe de aquellos tiempos en que ofrecimos nuestra sangre y nuestra vida a la
Patria. La primera sangre boliviana que se derramó en la Guerra del Pacífico,
fue aquí, en Calama.
Yo he combatido a la edad de los 18 años, no cumplidos
siquiera, como recluta, era simple soldado y formé en el piquete escogido por
don Eduardo Avaroa, él era capitán y con ese grado entró a combatir a la cabeza
de los 25 rifleros entre los que estaban los valientes muchachos Marquina y el
Kari Kari, muy renombrados por su valor.
Por la escasez de rifles que entonces eran los Remington y
habían muy pocos en la comandancia, a mi me dieron un fusil de cargar con
cartuchos de pólvora y que los rompíamos con los dientes para preparar el tiro.
Otros camaradas tenían fusiles de la misma clase y muchos otros escopetas de
cargar con munición, como para cazar palomas.
–¡Por falta de armas hemos perdido la batalla, señor!. . .
Como calameño neto, yo tenía desespera-ción de pelear al
lado de don Eduardo Avaroa, porque era muy querido por nosotros y era también
calameño como yo.
El combate no ha sido precisamente en el Puente de Topáter
como dice la historia. Tuvo lugar él a los 50 metros más arriba de dicho
puente, en el lugar llamado “Polvorera” de la Compañía de explosivos, allí, en
aquél paraje de la orilla del río (nos señala con el brazo tendido a la altura
de la barba un lugar en que se notan antiguas edificaciones). Allí mismo había
un horno de hacer pan y ahí nos atrincheramos con Avaroa, esperando que el
enemigo intentara pasar el río, que entonces no era, como ahora, sin agua y
escampado. Era más bien hondo y con mucha agua y cubiertas sus orilla de
chillcas espesas que impedían vernos claramente con el enemigo.
El combate empezó a las ocho y media de la mañana del 23 de
marzo de 1879, y terminó a las doce y media del día; combatimos durante cuatro
horas.
Sabíamos que el enemigo había salido de la mina de Caracoles
día antes, y desde las 6 de la mañana del 23 ya podíamos distinguir a las
fuerzas chilenas en la lejanía. Era una masa enorme de hombres cuyas armas
relucían al sol; avanzaba en columna interminable. La historia dice que sólo
eran seiscientos y tantos soldados. No, señor, eran como mil o tal vez más.
Nosotros contemplábamos azorados esas inmensas columnas que se acercaban más y
más luciendo variados uniformes de colores rojo y azul. A retaguardia rodaban
pausadamente muchas carretas cargadas de víveres, municiones y algunas piezas
de artillería. Al mismo tiempo nos mi-rábamos entre nosotros pálidos de coraje
y nos contábamos de uno en uno y no alcanzábamos ni a 150 hombres, en todo
Calama.
Fuera, amigo, estamos fritos, nos decíamos; pero nuestro
entusiasmo era tan grande, que nada nos importaba. Lo único que queríamos era
esperar al enemigo y matarlo aún cuando hubiera sido a palos.
El comandante, el doctor Ladislao Cabrera, que era el jefe
de todas nuestras fuerzas nos arengaba. ¡Hijos! No teman nada. Hay que
contrarrestar a los enemigos aún cuando sean miles.
Avaroa, el más animoso de los oficiales, era el que nos
alentaba. “Nada hay que temer, nos decía, yo moriré con ustedes, si es
necesario moriremos todos y que los chilenos pasen sobre nuestros cadáveres.
A las siete de la mañana estaban muy cerca. Avaroa estaba de
pie y a nuestra cabeza, eligió con 25 rifleros el sitio aquél donde estaba el
horno de hacer pan y allí nos atrin-cheramos. En otro lugar se atrincheraban
también otros pelotones, uno de los cuales formado de 30 hombres más o menos,
esta-ba comandado por el teniente Pinedo, un muchacho muy valeroso.
Por fin llegó la hora del combate: eran las 8 y media y se
inició con una salva de fusi-lería del enemigo. De nuestras diminutas filas
salió un grito potente: ¡VIVA BOLIVIA! ¡ABA-JO EL INVASOR! ¡ADELANTE MUCHACHOS!
Como locos contestamos a los dos ataques chilenos. Mientras
cargábamos nuestros fusi-les, rompiendo los cartuchos con los dientes,
recibíamos del enemigo una tostadera de 50 tiros, lo menos, que salían de sus
armas modernas. Pero, cosa rara, con tanta descarga nutrida que recibíamos no
teníamos ni una baja. Probablemente en las filas enemigas tampoco hacían blanco
nuestros fusiles. Esto se debe, seguramente a que ambos combatientes tirábamos
al acaso por la densidad de las chillcas que cubrían ambas orillas del río
impidiendo vernos.
–¿Y el Puente?– preguntamos.
El Puente lo destruimos de antemano, justamente para
dificultar el paso del enemigo. Así que en todo el campo de combate no había
ningún puente, ni cosa parecida.
Los chilenos hacían uso de todas sus armas modernas y
comenzaron a disparar sus cañones emplazados frente al pueblo para
bombardearlo. En las orillas se abrieron grandes brechas y por ellos pudimos
ver a los invasores. En nues-tras filas no hubo ni un instan-te de decaimiento;
el grueso del ejército chileno, sin perder tiempo, tendía el puente por donde
debía pasar su ejército y caer sobre nosotros.
Es en ese supremo instante en que nos enlo-quecíamos de
coraje, se desprendió el capitán Avaroa de nosotros y avanzando diez o veinte
pasos, se encaró revolver en mano con el enemigo queriendo detener el avance.
Daba vivas a Bolivia hasta que cayó herido. Intimado a rendirse, Avaroa que era
todo un hombre, sonrió con ironía y fijando una mirada de fuego en el enemigo,
se incorporó y chorreando san-gre contestó:
¿RENDIRME?. . . ¡QUE SE RINDA SU ABUELA, CARAJO. . .!!!
El enemigo procedió a concluir con la vida del héroe, al
mismo tiempo que arreciaban las descargas contra el reducido núcleo de
nues-tras tambaleantes fuerzas mal armadas. Allí cayeron junto al capitán, los
valientes soldados Marquina, el Kari Kari, un cobijeño y otro cuyo nombre no
recuerdo. El teniente Pinedo cayó también en ese instante “caballo y todo”. En
re-sumidas cuentas los que murieron junto al héroe del Topáter, eran de nuestra
parte sola-mente cinco y de parte de los chilenos catorce.
A las cinco de la tarde fueron enterrados en el “cementerio
del Topáter”, los cinco cadáve-res bolivianos y los catorce de los chilenos. La
ceremonia fue imponente. Llorábamos y todo el pueblo de Calama asistió al
sepelio. El esta-do mayor chileno hizo cavar las sepulturas para nuestros
soldados, en fila, se los enterró con sus propios vestidos de combate. En un
lugar especial y como un honor se le enterró al héroe de la jornada, en un
modesto cajón he-cho a la minuta de pedazos de cajones y forra-do con
“choleta”, de color negro con franjas blancas.
–¿Otros recuerdos?
El venerable soldado del Topáter, visiblemen-te emocionado
por los intensos recuerdos que nos relata, acepta nuestra insinuación.
–¡Oh!, si hubiéramos tenido siquiera 300 hombres armados
como los chilenos, no pa-san, señor, jamás, ni aún cuando hubieran sido dos
mil.
Hubo un instante sin embargo, en que el fuego certero de los
rifleros de Avaroa, puso en jaque a la caballería enemiga cuando se propa-gaba
el incendio. Sus cabalgaduras se enca-britaron cayendo muchos soldados
chilenos, inclusive caballos para no levantarse más. Simultáneamente con el
tronar de sus piezas de artillería el enemigo se habría paso en nú-mero
superior a cuatrocientos y procedió a tender un puente sobre el río, mientras
que el resto del nos enviaba una lluvia de balas.
Después del combate, cincuenta cazadores chilenos se
ocuparon de recorrer la orilla en que peleamos, buscando prisioneros para
internarnos al sud de Chile.
Yo estuve oculto entre unas chillcas en com-pañía de cuatro
camaradas con el propósito de retirarnos hacia el interior o ir a incorporarnos
al grueso del ejército boliviano. Mis camaradas fueron; el corneta Cartagena,
los soldados Aurelio Borjas, Benigno Reales y N. Sarmiento, este último,
argentino voluntario. En tales circunstancias fuimos capturados por los
cazadores chilenos para ser llevados después del entierro de los caídos, en
carretas primeramente, hasta el mineral de caracoles, y luego a Antofagasta
donde nos embarcaron en el Blanco Encalada en compañía de 49 prisioneros, rumbo
al sud de Chile.
Como hicimos resistencia los cazadores chilenos se
enfurecieron y atropellándonos con sus caballos nos sometieron. Es en ese
instante que sufrí la fuerte pisada de un caballo que me fracturó el tobillo
del pie izquierdo, de cuyas resultas se me produjo una fístula que me duró
algunos años hasta que me amputaron la pierna.
El jefe chileno que dirigía las acciones en el Topáter era
el coronel Celestino Ramírez, quien vino de Caracoles, ocupaba destacada
posición durante el combate y parecía muy valiente.
Quedó en Calama al mando del ejército chileno el coronel
Sotomayor, y hay que hacer-le justicia, ningún abuso personal se cometió contra
el pueblo indefenso.
Pocos días después, el coronel Sotomayor al mando de dos
regimientos y un escuadrón de cazadores, se movilizó con la determinación de
tomar los minerales de Huanchaca, codiciada por ellos. Pero Dios no lo
permitió, pues al llegar a la posta “Tapaquilcha” y en el paso de “Los
Callejones”, situado a 50 kilómetros más o menos de Ascotán, fueron victimados
por los indios del lugar, cinco o seis soldados chilenos. En vista de esto y de
haberles parecido difícil la hazaña regresaron a Calama. De esto nada dice la
historia.
------------------------------
- HISTORIAS DE BOLIVIA (FACEBOOK)
Excelente historia, es una lastima que se sepa tan poco de este personaje.
ResponderEliminar