Por: María Seoane. - mseoane@clarin.com / Este artículo
fue publicado en el diario El Clarín de Argentina el 30 de Octubre de 2005.
Tres policías argentinos viajaron a ese país para comprobar
que el guerrillero asesinado el 9 de octubre de 1967 era Guevara. Por primera
vez, cuentan la historia de cómo tomaron las huellas de las manos del Che,
amputadas por orden de la CIA. El misterio que aún envuelve a esas manos.
A las tres y media de la mañana del 12 de octubre de 1967,
el teléfono sonó en la casa del subinspector y perito dactiloscópico de la
Policía Federal Argentina (PFA), Nicolás Pellicari.
—Pellicari, tiene que estar en el comando de jefatura,
inmediatamente —escuchó de su jefe, el inspector Federico Vattuone.
Pellicari saltó de su cama como un soldado que es convocado
a una batalla desconocida: no sin angustia, no sin curiosidad.
A las cuatro de la mañana estaba reportándose en el
Departamento Central de Policía. Junto a él estaba el subinspector Juan Carlos
Delgado, ambos integrantes de la Policía Científica que dependía de la
Dirección de Investigaciones. Allí, se les sumó el perito escopométrico
inspector Esteban Rolzhauzer. Allí se enteraron de que el jefe de la PFA,
general Mario Fonseca, les ordenaba trasladarse a Bolivia para certificar que
el guerrillero asesinado por los Rangers —un cuerpo de elite— y la CIA en La
Higuera era Ernesto Guevara Lynch de la Serna, alias Che. Las instrucciones
eran precisas: debían viajar a Santa Cruz de la Sierra donde los estaría
esperando el cónsul argentino en La Paz, Miguel Angel Stoppello. Pellicari
tenía entonces 32 años, Delgado, 33 y Rolzhauzer, 37. Debían identificar al Che
no sólo por sus huellas dactilares; también por la letra que describía
—"con el trazo confuso de un médico" (diría más tarde Rolzhauzer)— su
lucha, su utopía y su derrota en la selva boliviana. Los policías tomaron
cuatro horas para preparar todos los elementos técnicos para su trabajo, y
buscaron la única ficha dactiloscópica que existía de Guevara en la Argentina,
en su legajo de identificación personal 3.524.272: eran impresiones tomadas el
29 de octubre de 1947, veinte años antes, con una coincidencia de fechas
por lo menos misteriosa en momentos en que también eran argentinos quienes
debían certificar su muerte. A las 8 de la mañana del 12 de octubre, en la base
aérea de El Palomar Pellicari, Delgado y Rolzhauzer subieron a un avión Guaraní
que los llevó a Santa Cruz de la Sierra.
¿Sabían acaso que la noche del 9 de octubre, el dictador boliviano
general René Barrientos le había pedido al dictador argentino, general Juan
Carlos Onganía, que los enviara para identificar al Che? ¿Sabían acaso que
deberían identificar unas manos sin el cuerpo del Che? No. Porque los hechos
que rodearon la decisión de hacer desaparecer el cadáver del Che y
amputarle las manos entonces fueron ocultados con la obsesión de un
secreto militar extremo por los protagonistas de su asesinato en la escuelita
de La Higuera, un lugar perdido en la selva boliviana cerca de la Quebrada del
Yuro, el 9 de octubre de 1967.
El Che había sido capturado por una patrulla militar de
rangers a cargo del general boliviano Joaquín Zenteno Anaya y el coronel Andrés
Selich, con la activa colaboración de los agentes cubananos Félix Rodríguez y
Julio Gabriel García, ambos de la CIA. Antes de morir, el Che había insultado a
su interrogador de la CIA, Rodríguez. Y le había ordenado a su verdugo, el
sargento boliviano Mario Terán:
—¡Póngase sereno, y apunte bien! ¡Usted va a matar a un
hombre!
La muerte había sido ordenada por Barrientos, quien había
consultado con su par estadounidense, el entonces presidente Lyndon B. Johnson,
si dejar vivo a ese enemigo tan temido, a ese médico argentino, revolucionario
por convicción, cubano por decisión, que había nacido en Rosario el 14 de junio
de 1924. Que sufría de un asma terminal pero de una decisión igualmente
terminal de combatir "al imperialismo donde quiera que esté"; que se
había enrollado en la batalla del Movimiento 26 de Julio liderada por su amigo,
Fidel Castro, para terminar con la dictadura de Fulgencio Batista en Cuba y
levantar las banderas de la Cuba socialista. Que había sido ministro de la
revolución, que había combatido en el Congo, que se había transformado en el
principal enemigo comunista de la Guerra Fría encarada por los EE.UU. y la
URSS. Que nunca había abandonado el deseo de volver a pelear por el socialismo
en la Argentina y que, en ese camino, con su asma a cuestas, decidirá
internarse en la selva boliviana para trazar focos de retaguardia al ingreso de
él con una vanguardia guerrillera en el norte argentino.
De esa convicción y de los movimientos del Che en Bolivia
estaba enterado el gobierno de Onganía. Lo sabía su canciller, Nicanor Costa
Méndez, lo sabía el embajador argentino en Washington, Alvaro Alsogaray. Lo
sabía el jefe de la SIDE, el entonces coronel Marcelo Levingston; el jefe del
Batallón 601, coronel Hugo Miatello y el entonces jefe de la Central Nacional
de Inteligencia, mayor Alberto Alfredo Valín, quien tenía contactos con el jefe
de la estación de la CIA en el Sur, John Tilton. Fue Tilton quien le había
solicitado a Valín, el 15 de noviembre de 1966, el mismo día que se supo que el
Che había entrado a Bolivia, que le enviara las huellas dactilares de Guevara.
¿Los peritos policiales argentinos vieron acaso el
prontuario de Seguridad Federal (guardado en la caja fuerte 336) y regenteado
por Valín —según informará años después Clarín en su edición del 24
de octubre de 2004— donde se dejaba constancia de las huellas tomadas por el
Ejército a Ernesto Guevara en su empadronamiento militar en Córdoba en 1944
bajo el número 6.460.503, servicio del que luego fue exento por el asma? No.
Valín no era ni sería cualquier militar. Espiaba entonces los movimientos de
los argentinos, integrados a los comandos de apoyo al Che en Tarija, Bolivia, y
en Salta. Su historia está ligada a la lucha anticomunista más fiera. Sería el
jefe del temible Batallón 601 entre 1974-1977, en la dictadura de Videla, y el
encargado de descabezar a las cúpulas de la guerrilla guevarista argentina del
ERP y la peronista Montoneros. Y fue él quien, en 1967, le informó a Miatello,
su jefe, y luego a Onganía, la comunicación de la CIA: el Che había sido muerto
en Bolivia y había que identificarlo.
Nada de esto sabían ni siquiera sospechaban los policías
dactiloscópicos argentinos Pellicari y Delgado cuando aterrizaron, en la tarde
del 12 de octubre de 1967, llevados por un avión de la Fuerza Aérea boliviana,
en La Higuera. No sabían —según contará años más tarde el general Arnaldo
Saucedo, jefe de la inteligencia militar boliviana—, que Barrientos y la
CIA (según consta en documentos desclasificados del Departamento de Estado de
los EE.UU. a cargo entonces de Walt Rostow) habían decidido hacer desaparecer
el cuerpo del Che. Que, según contará el cubano de la CIA Félix Rodríguez
(que los peritos policiales argentinos conocerán), Barrientos habría
propuesto cortarle la cabeza al Che y enviarla a Cuba para que Fidel
Castro aceptara la muerte de su colaborador y amigo más entrañable. Sabía
que alguna prueba debía enviar, que con las huellas digitales no sería
suficiente para que Fidel anunciara al mundo la muerte del Che. La CIA estuvo
de acuerdo en que fueran las manos amputadas y los diarios secuestrados la
prueba final.
La prueba se hacía indispensable para certificar la muerte
del Che. En esos días, además, el hermano del Che, Roberto Guevara, que había
intentado reconocer el cadáver de su hermano, no había podido hacerlo y, por lo
tanto, la familia no iba a certificar que el muerto en La Higuera era el Che.
El testimonio del entonces jefe de la inteligencia militar boliviana, el
general Arnaldo Saucedo, fue distinto: en la mañana del 9 de octubre de 1967,
el mayor de carabineros Roberto Quintanilla, cuyo jefe era el ministro del
Interior de Bolivia, Antonio Arguedas, le tomó la misma mañana del
asesinato del Che en Vallegrande las huellas digitales y realizó dos
mascarillas donde quedó estampado el rostro del guerrillero (ver La
vida y la muerte en...). Que luego, esa tarde, los médicos Moisés Abrahan
Baptista y José Martínez del Hospital Señor de Malta de
Vallegrande certificaron la muerte de Guevara por nueve balazos e hicieron
un protocolo de autopsia pero nunca se extendió una partida de defunción. Que
en la mañana del 11 de octubre, porque el cadáver apestaba, Barrientos
ordenó a Arguedas y a Quintanilla cortarle las manos, misión que cumplió el
médico Baptista con la precisión de un cirujano. Quintanilla, entonces,
guardó las mascarillas, y a las manos del Che las colocó en una lata con
formaldeído (formol). El cuerpo fue enterrado por el ranger Andrés Selich
junto con otros 3 cuerpos cerca de la pista de Vallegrande y el silencio sobre
el destino de esos cadáveres lo cubriría todo por décadas. Pero la orden
general sería decir al mundo que el cadáver había sido incinerado.
Tras las huellas finales
Así que, cuando Pellicari, Delgado y Rolzhauzer llegaron a
La Higuera, el 12 de octubre de 1967, el cadáver del Che había desaparecido.
Ellos contaron a Clarín que entonces los recibió el jefe del estado
mayor del ejército boliviano, general Juan José Torres, y les dio la versión
oficial:
—El Che fue incinerado.
Torres sería presidente de Bolivia en 1971, con una impronta
izquierdista que haría que el periodista Rodolfo Walsh lo llamara "el
general proletario". Fue asesinado por un grupo de tareas en 1976, en
Buenos Aires, como un favor de Videla al dictador de Bolivia, general Hugo
Banzer.
Pellicari y Delgado recuerdan que esa noche vuelven a Santa
Cruz de la Sierra y que en la mañana del 13 de octubre vuelan a La Paz. Que
inmediatamente "nos presentamos en la Embajada argentina. Allí nos recibió
el secretario Jorge Cremona. Estaba el cónsul Stoppello con nosotros, y se nos
pone en manos del capitán de navío, agregado naval en la delegación, Carlos
Mayer, encargado de los enlaces militares". Recién en la mañana del 14 de
octubre, Mayer lleva a los peritos al cuartel general de Miraflores en La Paz,
por orden del comandante Ovando Candia y del ministro Arguedas. Entran—
recuerda Delgado— a una "gran sala que era la del comando de operaciones.
Allí llegó Quintanilla, con un paquete envuelto en diarios. Era una lata de
pintura que cuando la abrimos el olor del formol nos volteó. Eran las manos del
Che, amputadas quirúrgicamente. Y nos dimos cuenta de visu, porque
habíamos visto sus marcas, que eran las manos del Che. Luego, estuvimos
trabajando durante ocho horas. Porque debíamos probar lo que sabíamos."
Mientras los peritos dactiloscópicos trabajaban en esa sala,
Rolzhauzer analizaba en otra la letra del Che en su diario boliviano.
"Tuvimos— recuerda Pellicari— que emparejar las papilas, los pulpejos o
yemas de los dedos parecían pasas de uva, y tuvimos que extraer el formol.
Además, tropezamos con la dificultad de que el Che, que había vivido y trepado
en la montaña y en la selva, tenía las crestas papilares casi destruidas, es
decir, la yema de los dedos no tenía ni depresiones ni surcos. Entonces
decidimos usar un método indirecto: el Dorrego, que era un ayudante de la
policía científica y había inventado en un caso llamado "Fontecovas"—
el de una mujer muerta, de la que se descubrió sólo una pierna, porque los
estudiantes de Medicina la habían tirado luego de analizar su cuerpo en la
Morgue— y consistía en pegar a los dedos una película de polietileno entintada
y luego pegarla en las fichas, y luego fotografiarlas. Así lo hicimos, con este
método indirecto pero indubitable." (Ver La vida y la
muerte...)
Mientras trabajaban, un oficial de inteligencia de la armada
argentina, adjunto de Mayor, cuyo nombre no recuerdan, tomó casi a
escondidas de los militares bolivianos las fotos que aquí se reproducen.
"Los bolivianos no querían que tomáramos fotos.
Pero nosotros sabíamos que se debía probar no sólo que eran
las huellas, sino que nosotros estábamos identificándolas". A las 16
horas del sábado 14 de octubre de 1967 los peritos argentinos certifican
indudablemente que las huellas de esas manos sin cuerpo y la letra del diario
de Bolivia pertenecen a Ernesto Guevara, alias Che. Se deja constancia de
todo lo actuado por ellos en un acta que ratificaron Mayer, Stoppello,
Pellicari, Delgado y Cremona, por la parte argentina y Quintanilla y el
teniente de navío Oscar Pamo Rodríguez, ayudante de Ovando Candia, por la parte
boliviana. Hicieron tres copias: una para el gobierno boliviano, otra quedó en
la embajada argentina en Bolivia y otra trajeron a Buenos Aires. (Ver Una
prueba...)
Luego de firmar el acta, Quintanilla sorprendió a los
policías argentinos.
— ¿Ustedes se llevarán las manos?— les dijo casi dando por
hecho que sí las reclamarían.
— No, nuestra misión termina aquí— contestó Pellicari.
En la noche del 14, los peritos policiales debieron pernoctar
en Tucumán por la tormenta que azotaba Buenos Aires y que derivó en una de las
principales inundaciones del siglo. El 15 a las 18 horas, finalmente, se
reportaron en al Departamento Central de Policía a su jefe. Pero no volvieron a
su casa. El jefe de Policía Fonseca les dio la orden de ir a Casa de Gobierno a
ver al Presidente. "Le informamos todo, le mostramos las fotos, el acta,
el trabajo realizado, las huellas, todo...Y nos felicitó.", dijo
Pellicari.
Onganía los hizo salir por una puerta trasera de la Casa
Rosada para esquivar a los periodistas. Lo último que le escucharon decir fue:
— Guarden silencio. Que se ocupe el gobierno boliviano de
informar. Yo no lo haré.
Hasta la tarde del miércoles 26 de octubre de 2005, en que
llegaron a la redacción de Clarín con la orden de contar la historia,
le hicieron caso. Aunque muchas veces sintieron la necesidad de contarla, de
decir al mundo que ese hombre muerto en La Higuera "era un valiente, que
luchó por sus ideas". De decir: "esta fue la tarea profesional más
importante de nuestra vida". Aun lo fue para Pellicari, a quien le
tocó identificar el cadáver de Pedro E. Aramburu, el general y ex
presidente de la revolución que derrocó a Perón en 1955, asesinado en Timote
por los Montoneros en 1970. Pellicari se integró en 1987, como comisario
general, a la plana mayor del "mejor jefe de Policía que tuvo la
institución, Juan Pirker". Y con Delgado, fueron profesores de
Papiloscopía durante años.
La mayoría de los protagonistas del asesinato del Che están
muertos. Sus manos amputadas tuvieron un destino misterioso.Las habría
llevado el ministro del Interior boliviano Arguedas— ex comunista, ex
nacionalista, sospechado de agente de la CIA o de agente de Fidel— a Cuba, como
llevó el diario del Che. Las habría llevado el agente cubano de la CIA,
Rodríguez, a EE.UU.. Se habrían enterrado con sus restos — encontrados en
Vallegrande por un equipo de científicos argentino-cubanos en 1997— en Santa
Clara, Cuba, donde fueron y son honrados. Alguien deberá contar hasta el final,
y con precisión oficial, está historia, sea Estados Unidos o sea Cuba.
En tanto, tal vez alguien recuerde el poema del gran Pablo
Neruda: "le cortaron las manos y aún golpea con ellas."
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