Víctor Montoya - Escritor boliviano radicado en Estocolmo /
Este artículo fue extraído de: http://www.elortiba.org.
- HISTORIAS DE BOLIVIA
La guerrilla de Ñancahuazú, en la que muere el Che Guevara,
no fue un acontecimiento espontáneo ni aislado en las selvas del sudeste
boliviano, sino una gesta que, desde un principio, contó con el beneplácito del
Partido Comunista de Bolivia
A mediados de 1965, cuando algunos militantes jóvenes, que
por entonces estudiaban en La Habana, solicitaron a Jorge Kolle Cueto
autorización para someterse a un intensivo entrenamiento guerrillero, éste, a
la sazón segundo secretario de su partido, no vaciló en darles su
consentimiento, al igual que Mario Monje, quien se comprometió con Fidel Castro
para iniciar en breve plazo la lucha armada en Bolivia.
Una vez que los jóvenes concluyeron su capacitación en el
campamento guerrillero, Mario Monje se apresuró a celebrar un “pacto de sangre
con ellos, consistente en pincharse la vena y dejar gotear la sangre al suelo,
jurando combatir por la liberación del país hasta vencer o morir”. Cuando se le
informó que el mismo Che Guevara comandaría la guerrilla, Monje exclamó: “Con
el Che combatiré donde quiera pudiera ser”. Empero, al informarse de que la lucha
asumiría proyecciones internacionales, guardó un sospechoso silencio.
A medida que los preparativos del foco guerrillero llegaban
a su fase final, un miedo acosador se apoderaba del corazón de los traidores.
Mario Monje, quien al principio parecía el más intrépido, comenzó a desechar
los proyectos que él mismo concibió en Cuba. El escritor Jesús Lara, ilustrando
este acto cobarde, dice: “Su tremendo desacierto estuvo en habérselas dado de
valiente ingresando al campamento guerrillero, haciendo aquel ostentoso pacto
de sangre y predicando la lucha armada, sin prever las consecuencias”. Luego
añade: “ Destacó a Coco Peredo a fines de octubre, con la misión de ir a
transmitir a Inti la orden de poner fin al entrenamiento de la gente en el
campamento (cubano). Empleaba el efugio que claramente mostraba su propósito de
esquivar su compromiso, dejando burlado a tantos jóvenes que habían depositado
en él su fe y su confianza”.
El 12 de noviembre de 1966, Inti Peredo llegó a Cochabamba.
Aprestó sus enmiendas y se marchó hacia El Pincal, junto al Río Ñancahuazú,
donde su hermano Coco, Rodolfo Saldaña y Jorge Vázquez Viaña adquirieron un
latifundio vasto, boscoso y accidentado. Simultáneamente al viaje del joven
guerrillero, Jorge Kolle Cueto hubo de comentar, como desconociendo el
estallido del foco guerrillero, que se gestaba a espaldas del Partido Comunista
una acción armada, dirigida por extranjeros y un núcleo de bolivianos, a pesar
de haber sido él quien informó en el Congreso del Partido Comunista de Uruguay
que, en Bolivia, se preparaba la lucha armada con proyección continental.
Cuando Mario Monje se internó en Ñancahuazú, acompañado de
Coco Peredo, a fines de diciembre de 1966, estaba muy nervioso y, dándoles la
mano a los guerrilleros, les saludó fríamente. Discutió la jefatura de la
guerrilla con el Che; entretanto el Inti, quien estaba ya seguro de que la
organización en la cual moldeó sus ideales no se incorporaría a la lucha, y
mucho menos Monje, apuntó en su diario de campaña: “Monje me pidió conversar
con los compañeros bolivianos. Inmediatamente consulté con el Che para
preguntarle si esto era posible. Che contestó afirmativamente. Se inició
entonces una reunión dramática, tensa a veces, persuasiva en otros pasajes”, Y,
a la pregunta de por qué era el desacuerdo, Monje contestó con firmeza: “El
mando militar es una cuestión de principios para nosotros, tan de principios
que el Che no me lo quiere entregar. Por eso nuestro desacuerdo es absoluto
(...) Las palabras de Monje nos indignaron –dice el Inti–, sobre todo, cuando
calificó al Che de ‘extranjero’, negándole estúpidamente su calidad de
revolucionario continental. Pero su vergüenza llegó al extremo cuando nos
propuso desertar”.
El Che, en un mensaje dirigido a Fidel Castro, evaluó este
encuentro como sigue: “Leche: la entrevista se realizó. Estanislao (Monje)
planteó tres puntos para aceptar (que el PCB apoye a la guerrilla y que ésta
esté dirigida por el Che). 1. Salir elegantemente de la dirección del partido.
2. Ser el jefe real del movimiento mientras éste tuviera magnitud boliviana. 3.
Realizar una gira por América para convencer a los partidos de que se debe
apoyar a los movimientos de liberación. Contesté que el 1 y el 3 los
solucionara como le pareciera, el 2 no lo podía aceptar”. Y, en su mensaje del
23 de enero de 1967, lo consideraba ya a Monje su enemigo, exactamente como al
general René Barrientos Ortuño, presidente boliviano de entonces.
Fidel Castro, a tiempo de revelar el diario del Che, atacó
al primer secretario del Partido Comunista de Bolivia, acusándolo, sin
vacilaciones, de saboteador y traidor. Palabras que, en ese contexto histórico,
no sólo se referían a Monje, sino a todos quienes no cumplieron con su
compromiso.
Sin embargo, el día en que la declaración de Castro
trascendió a la prensa, los traidores de la guerrilla, que lucen de comunistas,
pegaron el grito en el cielo y escribieron en su periódico: “El Partido
Comunista de Bolivia no acepta la tutela de nadie por revolucionario, genial o
experimentado que fuere”. Tiempo después, como era de suponer, Fidel Castro
recogió sus palabras en un artículo que, además de servir de introducción a “El
Diario del Che”, decía textualmente: “Mario Monje, esgrimiendo el título de
Secretario del Partido Comunista de Bolivia, pretendió discutir al Che la
jefatura política y militar del movimiento, sin tener ninguna experiencia
guerrillera ni haber librado jamás un solo combate. Pero Monje, no satisfecho
del resultado, se dedicó a sabotear el movimiento, interceptando en La Paz a
militantes comunistas bien entrenados que iban a unirse a la guerrilla”; hecho
que fue “criminalmente frustrado por dirigentes incapaces, charlatanes y
maniobreros”.
Jesús Lara, corroborando esta afirmación, escribió: “Un día
entre mayo y junio de 1967, se presentó Loyola Guzmán al comité regional de
Cochabamba con una nota de Jorge Kolle. Traía la misión de gestionar el
refuerzo en hombres a Ñancahuazú, Esa noche el comité regional, reunido en
pleno, acogió ahincadamente la petición y accedió a ella. Se dijo que habían
veinte jóvenes dispuesto a partir. Loyola regresó a La Paz, satisfecha de haber
cumplido con éxito su misión. Debía en seguida enviar de allí un instructor y
guía encargado de conducir al refuerzo a la montaña. Pero al día siguiente
mismo llegó de La Paz un funcionario con la contraorden terminante del propio
Kolle: el comité regional de Cochabamba no debía mandar un solo hombre a
Ñancahuazú. Los camaradas que desearan ir a incorporarse a la guerrilla debían
hacerlo por cuenta exclusiva, sin comprometer en lo más mínimo al partido. De
ese modo la decisión del comité regional quedó frustrada”.
Una vez que los traidores fueron revelados por los
acontecimientos históricos, no tuvieron otra alternativa que dar un giro a sus
concepciones, puesto que Ñancahuazú no era más en sus escritos ni en sus labios
la epopeya precursora de la revolución socialista, sino una aventura
infortunada. El Che dejó de ser patriota latinoamericano para trocarse en estratega
equivocado y los guerrilleros en pequeños burgueses desesperados.
1. Tania, la guerrillera inolvidable
Cuando Tamara Bunker (Tania) llegó a Bolivia en noviembre de
1964, con el nombre de Laura Gutiérrez, de nacionalidad argentina y profesión
etnóloga, en la frontera andina se le anticipó un viento que hablaba la lengua
aymara.
Tania vivió en La Paz dando la apariencia de ser una persona
pudiente y, valiéndose de su vasta cultura e inteligencia, empezó a hilar
amistad con personalidades afines a la cúpula del gobierno. Así, camuflada, se
mantuvo por mucho tiempo sin que nadie sospechara de ella, ni siquiera los
presidentes René Barrientos Ortuño y Alfredo Ovando Candia, junto a quienes
emerge su imagen en una fotografía captada durante una concentración campesina.
Al iniciar la fase de preparación y organización de la lucha
armada, Tania era ya un engranaje indispensable en el desarrollo del trabajo
urbano de la guerrilla, aunque “la idea general de su utilización por el Che
–recuerda Harry Villegas (Pombo)– no era de que participara directamente en la
ejecución de acciones, sino que, dadas las posibilidades de conexiones en las
altas esferas gubernamentales y dentro de los medios donde se podía obtener
algún tipo de información estratégica y de importancia táctica, dedicarla
abiertamente a este tipo de tarea y mantenerla como reserva, desde el punto de
vista operativo, que en un momento determinado fuera necesario utilizar a una
persona que no fuese sospechosa, contándose con alguien confiable para poder
realizar el ocultamiento de algunos compañeros e incluso la recepción de algún
mensajero que viniese con algo extremadamente importante”.
En diciembre de 1966, en vísperas de Año Nuevo, Tania y
Mario Monje llegaron al campamento guerrillero, donde los esperaba el Che. Su
llegada fue un verdadero júbilo para todos, no sólo porque la conocían desde
Cuba, sino también porque llevó consigo grabaciones de música latinoamericana.
En esta ocasión, el Che habló primero con Tania y después
con Monje. A Tania le dio la instrucción de viajar a Argentina para
entrevistarse con Mauricio y Jozami, y citarlos al campamento. A Monje, que
pretendía detentar el mando supremo de la lucha armada, le dijo: la dirección
de la guerrilla la tengo yo y en esto no admito ambigüedades, porque “tengo una
experiencia militar que tú no tienes”. A lo que Monje contestó: mientras la
guerrilla se desarrolle en Bolivia, “el mando absoluto lo debo tener yo (...)
Ahora si la lucha se efectuara en Argentina estoy dispuesto a ir contigo aunque
no más fuera para cargarte la mochila”.
Apenas Tania cumplió su misión sorteando los obstáculos,
retornó acompañada, entre otros, de Ciro Bustos (sobreviviente de la guerrilla
de Salta). Y desacatando las instrucciones del Che, quien la ordenó no regresar
a Camiri porque corría el riesgo de ser detectada, condujo en su jeep a Régis
Debray, Ciro Bustos y otros, a la Casa de Calamina en Ñancahuazú.
Éste fue su tercer y último viaje a la base guerrillera,
puesto que a partir de entonces se incorporaría a la lucha armada. Es decir, a
compartir con sus compañeros todo cuando aprendió en Cuba. El Che,
considerándola una combatiente más, le entregó un fusil M-1.
Su adaptación al medio geográfico fue asombrosamente rápida,
a pesar del terreno abrupto. “Había momentos en que hubo que colgarse por sogas
–dice Pombo–, en que hubo que gatear, prácticamente, arañando sobre las rocas,
y podemos decir con toda sinceridad que Tania lo hizo en muchísimos casos con
más efectividad que algunos compañeros, que, siendo hombres, tampoco estaban
adaptados a este tipo de condiciones de vida”.
No obstante, meses después, debido a su delicado estado de
salud, el Che la dejó en el grupo de la retaguardia, donde habían algunos
elementos considerados “resacas”, y donde el valor estoico de Tania sirvió de
ejemplo a varios de sus compañeros, junto a quienes, cuatro meses más tarde,
caería acribillada en la emboscada del Vado del Yeso.
A fines de agosto de 1967, la tropa guerrillera, comandada
por Vilo Acuña Núñez (Joaquín), salió al Río Grande y, orillándolo, llegó al
cabo de una jornada a la casa de Honorato Rojas, de quien, meses antes, dijo el
Che: “El campesino está dentro del tipo; incapaz de ayudarnos, pero incapaz de
prever los peligros que acarrea y por ello potencialmente peligroso”.
Cuando la retaguardia contactó a rojas, nadie pensó que la
delación de este cobarde los arrojaría bajo el fuego enemigo. En efecto, el día
en que fue apresado junto a otros campesinos, se comprometió a colaborar con
las tropas del regimiento Manchego 12 de Infantería.
Por la noche, los guerrilleros durmieron en la casa del
campesino y, al despuntar el alba, se retiraron previo al acuerdo de que al día
siguiente los guiaría, por un paso corto, hacia el Vado de Yeso.
Esa misma noche, una compañía de soldados, dirigida por el
capitán Mario Vargas, marchó en dirección al Masicuri Bajo. Al otro día, el
jefe del destacamento discutió los últimos detalles del plan con Rojas. “Usted
haga lo que los guerrilleros le han pedido –le dijo–. Pero hágalos cruzar el Vado
exactamente donde yo le diga y no más tarde de las tres”.
El 31 de agosto, a la hora convenida, los guerrilleros se
encontraron con el campesino, quien les guió un trecho y les indicó el Vado. De
súbito, la columna guerrillera hizo un alto y el teniente Israel Reyes
(Braulio), como presintiendo el holocausto anunciado, dijo: “Hay muchas pisadas
por este lugar”. El campesino, dubitativo, contesto: “Son mis hijos vigilando a
los chanchos”.
Los guerrilleros caminaron un trecho y, antes de que el sol
declinara a su ocaso, el campesino se despidió dándoles la mano. Luego se alejó
sin volver la mirada, mientras su camisa blanca servía como señal a los
soldados agazapados en las márgenes del río, prestos a presionar el dedo en el
gatillo.
El capitán Vargas, al detectar a los guerrilleros entre los
árboles que sombreaban el sendero, levantó los prismáticos a la altura de sus
ojos y divisó la imagen física de Tania; era una mujer blanca en medio de la
estepa verde, delgada por las privaciones de la lucha. Llevaba pantalones
moteados, botines de soldado, blusa desteñida, mochila y fusil al hombro.
La distancia entre las tropas se hizo cada vez más corta.
Braulio se internó en la emboscada y los soldados apuntaron sus armas contra
los guerrilleros.
Braulio fue el primero en sentir el roce tibio del agua.
Volteó la cabeza y, machete en mano, ordenó cruzar el río. Tania avanzaba en la
retaguardia, antecedida por un guerrillero boliviano a quien el Che lo llamó
“resaca”. Cuando se hubieron sumergido en el agua –excepto José Castillo–, con
la mochilla pesada y sosteniendo el arma sobre la cabeza, el capitán Mario
Vargas impartió la orden de abrir fuego. Los tiros vibraron como alambres
tensos y, en medio de un torbellino de agua y cuerpos, los combatientes fueron
cayendo en ademanes de fuga. Quienes no murieron en la primera descarga, se
dejaron arrastrar por la corriente o se zambulleron. Braulio, haciendo ágiles
contorsiones, disparó contre un soldado que estaba en el flanco, mientras los
otros fallecían dando tiros en el aire. Tania intentó manipular su fusil con
destreza, pero una bala le atravesó el pulmón y la tendió sobre el remanso.
Entre las ropas chamuscadas, la sangre y los cadáveres,
quedaron dos prisioneros y otro que se escabulló en la maleza, hasta que una
patrulla de rastrillaje dio con él y lo acribilló en el acto.
Al cabo de la masacre, los soldados, que disparaban todavía
contra todo bulto que flotaba en el agua, no dieron con el cadáver de Tania. El
médico José Cabrera Flores (Negro), al verla herida, quiere salvarla y se deja
arrastrar por la corriente. El médico sale a la orilla arrastrando el cuerpo de
la guerrillera. Verifica que está muerta, abandona el cadáver y vaga por los
senderos, hasta que lo encuentran por el rastreo de los perros. El médico es
asesinado por el sanitario de la patrulla que lo capturó. Los soldados
prosiguen la búsqueda de Tania y, a los siete días, encuentran su cadáver en la
orilla. Se encontró también la mochila, con algo que tanto quiso a lo lago de
su vida: la música latinoamericana.
Concluida la misión, los soldados inician su marcha hacia
Vallegrande, con los cuerpos de los guerrilleros atados a largas ramas.
El capitán Mario Vargas es condecorado con galones y
promovido a mayor de ejército por su fulgurante carera militar y, al mismo
tiempo, es víctima de trastornos psíquicos y pesadillas angustiosas, en las que
ve a Tania incorporándose con el fusil en alto, dispuesta a vengar su muerte.
2. La nostalgia peleadora del Inti
Era ágil y de mediana estatura; tenía el rostro alargado,
las cejas pobladas y los ojos hundidos. Militó en el Partido Comunista y
participó en la fundación del Ejército de Liberación Nacional (ELN), junto a
otros jóvenes bolivianos que hicieron su campaña junto al Che.
Siendo aún adolescente, atraído por los misterios que
encierran las selvas del oriente boliviano, abandonó sus estudios secundarios y
se hizo autodidacta. Años más tarde, cuando ingresa en la guerrilla comandada
por el Che, algo le bullía en la mente como anunciándole la futura tragedia,
quizá el hecho de que Ñancahuazú no ofrecía las mismas condiciones estratégicas
que Camiri, donde el campesinado había superado ya su postración feudal para
transformarse en un sólido proletariado industrial.
El Inti, al cabo de ganar la distancia, llegó a la base
guerrillera. Su mirada alcanzó la figura del Che y su cara se iluminó de
asombro y felicidad. La impresión que le causó la personalidad de ese hombre de
rostro barbado se le perpetuó en la mente. “Era la noche del 27 de noviembre de
1966 –recuerda el Inti–. Me golpearon varias reacciones: turbación por el
respeto que le tenía (y mantendré siempre), emoción profunda, orgullo de
estrecharle la mano, y una satisfacción difícil de describir al saber con
absoluta seguridad que en ese momento me convertía en uno de los soldados del
ejército que dirigía el más famoso comandante guerrillero (...) Al poco rato,
Pombo me entregó una carabina M-2 (mi primera arma) y el equipo de combatiente.
Sin embargo, esa anoche comenzó mi vida de revolucionario verdadero”. Posición
en la cual se mantuvo a lo largo de la lucha, viendo morir a una brazada de sus
ojos al primer guerrillero, a un joven de físico muy débil, quien, al cabo de
hacer un brusco movimiento, cayó en las aguas turbulentas del Río Grande.
Inmediatamente, Rolando se zambulló tratando de salvarlo, pero era demasiado
tarde. Después, otro guerrillero boliviano (Carlos) desapareció en las aguas
turbias del río y el Che apuntó en su Diario: “Era considerado el mejor de los bolivianos
en la retaguardia, por su serenidad, seriedad y entusiasmo...”.
A pesar de estos incidentes, los guerrilleros prosiguieron
la marcha, hasta que una mañana de marzo, apenas escucharon fuertes chapoteos
en el río, se apostaron con sus armas para tender un cerco a los soldados. De
pronto se desató un tiroteo intermitente. Al cesar el fuego, los guerrilleros
tenían en su poder siete muertos, seis heridos, once prisioneros y algunos
oficiales que hablaron todo cuando sabían.
El 10 de abril, los guerrilleros libraron dos combates en un
día. Uno después de desdibujarse los primeros matices del alba y, otro, antes
de palidecer los últimos rayos del ocaso; dos enfrentamientos en los cuales
desarmaron al ejército, y ocasión en la que fue hecho prisionero el mayor Rubén
Sánchez, quien, según relata el Inti, se comportó con “altura y dignidad”.
Cumplió con admirable decisión el compromiso que contrajo con la guerrilla y
salvó la vida de Régis Debray.
El 8 de mayo, a la altura del Río Ñancahuazú, los guerrilleros
tendieron una nueva emboscada a una tropa dirigida por un subteniente, que se
aproximó hacia los fusiles camuflados en la maleza. Cuando un soldado detectó a
los guerrilleros, el subteniente disparó atolondrado contra toda sombra que se
movía en derredor. Los guerrilleros, parapetados en la cruzada, contestaron con
fuego graneado, derribándolo en el acto.
El subteniente se incorporó a ciegas, a tientas, dio un giro
y echó a correr en dirección al río, con una bala alojada en el cuerpo.
Seguidamente, otro tiro lo desplomó con un ruido sordo. Al revisar sus
bolsillos, encontraron una carta en la que su esposa le pedía una cabellera de
guerrillero “para adornar el living de la casa”.
Entretanto los mercenarios del gobierno seguían las huellas
de los combatientes, el Che y su diezmado grupo de vanguardia llegó el 6 de
octubre a la quebrada del Churo, donde pasaron la noche bajo un peñol que tenía
la forma de un techo. En la tarde del día 7, una campesina cruzó por sus
miradas vigilantes, arreando una manada de cabras. Tres guerrilleros la
persiguieron hasta su casa y, al caer la noche, constataron que la anciana
vivía con una hija paralítica y otra enana. Así que continuaron la macha
quebrada adentro, cruzando sitios sumamente pedregosos, que la avanzada miopía
del chino la hacia cada vez más lenta y fatigosa.
La mañana del 8 de octubre, el viento soplaba helado,
provocando escalofríos y entumeciendo las manos. “Los que teníamos chamarras
nos la colocamos”, dice el Inti.
Los guerrilleros, al detectar la presencia de Boinas Verdes,
organizaron de inmediato la toma de posiciones en un pequeño cañón lateral. El
Che puso a Urbano y Pombo en la parte superior de la quebrada; a Benigno,
Aniceto y Willy, en el extremo inferior; y mandó a Pachunga al flanco izquierdo
como observador. Luego dio las instrucciones de que no se comenzara el combate
sino hasta que él diera la orden.
A eso de las 8 de la mañana se escuchó el primer disparo de
la compañía y, dos horas después, el combate se inició en la parte superior de
la quebrada. Urbano y Pombo resistieron manteniendo a raya al ejército,
mientras los demás se retiraban quebrada abajo. “Todo parecía indicar que el
Che detectó el avance del ejército –dice Pombo–.Tomó como medida revelar a
Urbano y a mí, que estábamos en la parte superior, por el Ñato y Aniceto.
Cuando ellos llegaron adonde estábamos, nos plantearon que dice que el Che que
retornemos. En ese momento, el ejército dice que en la quebrada hay dos, y
comienzan a tirar. Allí se inició el tiroteo. Como comienza por nuestras
posiciones, y el Che nos había dado la indicación de que mantuviéramos esta
posición, costara lo que costara, para garantizar la retirada de los demás,
mandamos a Aniceto a que le pregunte al Che de que si ya comenzó el combate nos
retiramos o si cumplimos la orden inicial. Aniceto va, pero cuando llega donde
estaba el puesto de mando, donde estaba el Che, éste ya se había retirado.
Retorna donde estábamos nosotros, le dan un tiro en la cabeza y lo matan”.
Entonces, los soldados gritan desde sus posiciones: “¡Cayó uno, cayó uno!...”.
Los guerrilleros comienzan el despliegue y, mientras el
tiroteo va menguando, el Che se queda a cubrir la retirada de los enfermos,
hasta que es herido en la pantorrilla derecha. Un proyectil perfora el cañón de
su fusil. No encuentra otro medio para seguir resistiendo y comienza a trepar
una ladera ayudado por Willy. El chino, despojado de sus lentes por unas ramas,
se queda a tantear el lugar donde habían caído; trance en el que cae a merced
de los soldados, al igual que el Che y Willy.
En tanto esto ocurría en un lado de la quebrada, en el otro,
Urbano y Pombo hacían proezas para salir de un recóndito a una cañada, pero les
cortan el paso con ráfagas de ametralladoras. Pombo da un brinco, sale
corriendo y llega hacia donde está el Ñato. En la guarida sólo queda Urbano. Le
disparan. No le dan por el ángulo de tiro y deciden sacarlo con granadas. En
eso, un manto de polvo producido por una explosión le permite salir con vida.
Los guerrilleros avanzan hacia una loma, que era el punto de
encuentro. A su paso encuentran la mochila del Che y, al registrarla,
comprueban que se había llevado todas las cosas de valor. Cuando llegan al pie
de la loma, escuchan silbidos y voces: “Cojudo, cojudo, no avancen, que los
soldados están en la loma de enfrente”. Eran Benigno, Dario y el Inti, quienes,
desde sus posiciones, dejaron fuera de combate a varios soldados.
“Anochecía cuando bajamos a juntarnos con Pombo, Urbano y
Ñato, y a buscar nuestras mochilas –dice el inti–. Ya estábamos en nuestro
medio. Preguntamos a Pombo:
–¿Y Fernando (Che)?
–Nosotros creíamos que estaba con ustedes, nos
respondieron”.
Al caer la noche, envueltos por el rumor de la naturaleza,
los seis fugitivos rompieron el cerco. A partir de entonces avanzaron sólo en
la oscuridad, convencidos de que la noche era la compañera del guerrillero.
Caminaron por zonas inexploradas, aprendiendo otra vez a sobrevivir en
condiciones difíciles. Días y noches sin comer ni dormir, soportando el peso de
la mochila, ascendiendo por colinas para luego descender rodando como ovillos,
arrastrándose entre los hierbajos del monte, viendo sobrevolar helicópteros
encima de los árboles, escurriéndose de sus perseguidores por quebradas de
riscos filudos y empinados, cruzando arroyos y caminos abruptos.
Romper el cerco tendido por el enemigo, les costó la vida
del Ñato, quien, a poco de evadirse en una loma, fue alcanzado por una bala que
lo tendió boca abajo. Los otros seguían corriendo más allá de sus
perseguidores, oyendo voces a lo lejos. Pero después, sólo el eco de sus
propios pasos.
El Inti y Urbano fueron los primeros en salir del laberinto
de la montaña al asfalto de la ciudad.
Dos años más tarde, cuando el Inti fue detectado por los
esbirros del gobierno en una casa de seguridad, el Ministerio del Interior
recibió órdenes terminantes del Servicio de Inteligencia Militar para abolir de
raíces al Ejército de Liberación Nacional (ELN), dirigido desde la
clandestinidad por Guido Peredo Leigue (Inti).
En la madrugada del 9 de septiembre de 1969, un grupo de
fuerzas combinadas rodeó la casa de seguridad donde se refugiaba el prófugo.
Acto seguido, los asaltantes abrieron fuego desde todos los ángulos. En el
interior de la habitación, el Inti intentó defenderse con un revólver que se le
encasquilló. Entonces quiso lanzar una granada, pero el vértigo de una bala
hizo impactó en su brazo. El explosivo chocó contra el umbral de la puerta y
estalló en el cuarto. Una vez arrinconado entre los vidrios que volaron por
doquier, el Inti cayó gravemente herido en manos de sus verdugos, quienes, sin
dejar transcurrir mucho tiempo, lo trasladaron a las dependencias del
Ministerio del Interior, donde le partieron el cráneo a culatazos.
3. La muerte heroica del Che
El mismo año en que se decretó la Reforma Agraria en
Bolivia, pasó por La Paz un joven de nacionalidad argentina, cuyo nombre era
Ernesto Guevara de La Serna; aguerrido de carácter y médico de profesión.
Este personaje de aguda inteligencia y vocación libertaria,
pronto se vio envuelto por los gritos revolucionarios de un pueblo que acababa
de derribar a la oligarquía nacional, empuñando las mismas armas que inventó la
burguesía. Éste fue, acaso, la primera escuela donde el Che aprendió a respirar
la pólvora de la revolución, puesto que, catorce años más adelante, ofrendaría
su sangre por la libertad en este mismo territorio
El “Che de América”, quien en sus sueños veía los Andes como
la Sierra Maestra de la liberación continental, volvió a Bolivia en noviembre
de 1966, vía Madrid y Sâo Paulo, con el seudónimo de Adolfo Mena Gonzáles, de
nacionalidad uruguaya y como “enviado especial de la Organización de los
Estados Americanos (OEA)”. El Che, junto a otros guerrilleros, partió hacia
Cochabamba; de allí tomaron la carretera de Santa Cruz, en procura de alcanzar
el desvío a Camiri, donde llegó la civilización apenas fue descubierto el
petróleo, y donde corrió sangre apenas fue descubierta la guerrilla.
La noche del 7 de noviembre, el Che se internó en una zona
diferente a la Sierra Maestra, en una región cuyas condiciones naturales eran
desfavorables para desarrollar la lucha, puesto que Ñancahuazú, a diferencia de
la Sierra Maestra, presentaba cadenas montañosas áridas y riscosas; terrenos
desprovistos de árboles frutales y escasos en fauna; ríos caudalosos y senderos
que se podían vencer sólo machete en mano; climas sofocantes en verano y fríos
y lluviosos en invierno. Es decir, la supervivencia en esta zona del sudeste
boliviano se tornaba en una verdadera odisea. Además, la Sierra Maestra, donde
antes combatió el Che junto a Fidel Castro, era una región económicamente
activa, que permitió al Movimiento 26 de Julio formar una red de colaboradores
entre los líderes del lugar. En Ñancahuazú, en cambio, aparte de existir
regiones que no figuraban en los mapas oficiales, los pobladores actuarían como
auténticos soplones.
Con todo, el Che, quien detestaba el desorden, se dio la
tarea de organizar una base de retaguardia, que sirviera como campo de
adiestramiento militar, depósito de armas, medicamentos, víveres y, sobre todo,
como la “primera escuela de cuadros”, con aulas al aire libre, donde los
guerrilleros más capacitados impartieran lecciones de gramática, aritmética,
historia, economía política e idiomas.
El Che, a poco de explicar que los cubanos no estaban en la
montaña para hacer la revolución en lugar del pueblo boliviano, sino para
ayudar a desencadenar la insurrección popular, emprendió la tarea de explorar
nuevas bases de operaciones, perdiendo combatientes en las aguas del Río Grande
y en algunas escaramuzas. Mientras esto acontecía en Ñancahuazú, desvinculado
de la actividad urbana, los distritos mineros eran cercados por el ejército la
noche del 23 de junio de 1967. En Siglo XX, Llallagua y Catavi, ni bien se
apagaron las fogatas de San Juan, las ametralladoras acallaron el plañir de la
sirena del sindicato y acribillaron a los trabajadores, arguyendo que sus
dirigentes decidieron apoyar económica y militarmente a la guerrilla.
Régis Debray, refiriéndose a esta masacre impune, escribió:
“En el valle y en las minas, el grito revolucionario era ahogado, a un mismo
tiempo, por las mismas armas y los mismos enemigos (...) Ni los guerrilleros ni
los mineros podían alcanzar sus objetivos respectivamente separados los unos de
los otros (...) Hay algo patético en este encuentro fallido, y es que se
mutilaba a cada una de las partes por la ausencia la una de la otra: la
guerrilla era como un hierro de lanza sin lanza, una punta acerada pero sin
mango, que no ofrecía asidero para que un usuario colectivo socialmente apto,
la cogiera e hiciera de ella el arma arrojadiza ofensiva que debía ser. Y la
vanguardia de la clase obrera era como un asta de madera sin hierro en el
extremo, como un arma sin filo ni punta, desprovista de eficacia militar, aun
para defenderse contra la agresión enemiga. La reunión de estos dos elementos
disyuntivos hubiera traído aparejada la constitución de una respuesta armada de
clase, de un verdadero instrumento de victoria”.
A medida que las horas se hacían días y los días meses, el
asma implacable del Che le sofocaba la respiración. No obstante, la tropa
guerrillera proseguía la marcha en procura de encontrar al grupo de Joaquín,
que se perdió entre los matorrales a falta de medios de comunicación, y con la
perspectiva de estimular la lucha revolucionaria en las ciudades y contar, de
una vez por todas, con el apoyo del campesinado.
El Che y una veintena de guerrilleros remontaban en
dirección al norte, tras la búsqueda de zonas más propicias para la
resistencia, sin tener ya reservas alimenticias y golpeados por la noticia de
la pérdida de las cuevas, donde depositaron sus documentos y medicamentos. Es
decir, la victoria se tornaba cada vez más difusa, a pesar de que se mantenían
con la moral inquebrantable.
En el resumen del mes de septiembre, el Che apuntó en su
diario: “Las características son las mismas del mes pasado, salvo que ahora sí
el ejército estaba mostrando más efectividad en sus acciones y la masa campesina
no ayuda en nada y se convierten en delatores”. A esto se añaden las
declaraciones del Camba y León, quienes, aprovechando una de las escaramuzas,
desertaron dejando la mochila y el fusil, y, por supuesto, la muerte
irreparable de Miguel, Coco y Julio, quienes fueron abatidos en una emboscada
desprovista de defensa natural. “La emboscada de La Higuera –dice el Inti–
marcó una etapa angustiosa y difícil para nosotros. Habíamos perdido tres
hombres y prácticamente no teníamos vanguardia”.
Sin embargo, la columna guerrillera, reducida a un grupo de
diecisiete figuras silenciosas, avanzó venciendo los peligros y escondiéndose
en la oscuridad, hasta llegar al cañadón del Churo, donde los cerros áridos y
los arbustos no ofrecían ninguna protección que los permitiera eludir al
enemigo.
El 8 de octubre, el aire era glacial y diáfano. Los Rangers
rodearon sigilosamente el Churo y el Che, por última vez, se enfrentó cara a
cara con sus adversarios. Hecho prisionero, con una herida en la pierna y sin
arma, fue conducido a empellones hacia la rústica escuelita de La Higuera.
La captura del guerrillero fue comunicada de inmediato al
presidente de la república, quien, malhumorado por la publicidad que generó el
proceso de Régis Debray, pidió que los generales de las tres fuerzas decidieran
el futuro del guerrillero. Según se supo después, la votación de los generales
fue unánime a favor de la ejecución.
Al día siguiente, a primera hora, un helicóptero atestado de
militares de alta graduación aterrizó en La Higuera. Andrés Selich fue el
primero en interrogarle al Che. El militar le aventó un golpe en la cara y el
Che le escupió a los ojos. Se sabe también que el general Alfredo Ovando
Candia, a tiempo de dar órdenes a su subalterno, dijo: “Liquide a los prisioneros
en la forma que sea, pero liquídelos”. Seguidamente, los mismos autores de la
masacre en las minas, subieron al helicóptero y se ausentaron hacia la sede de
gobierno.
Pasado el mediodía, los asesinos cumplieron las órdenes. Un
cabo y un teniente entraron en el aula, donde estaban el Chino y Willy. Se
plantaron cerca de la puerta y apuntaron sus M-1 respectivamente. “¡De cara a
la pared!”, ordenó el teniente. “Si usted me va a matar, quiero verlo”, replicó
Willy. A los contados segundos, una descarga de fuego desplomó a los
guerrilleros.
El coronel Zenteno Anaya, protagonista principal del Churo,
transmitió las órdenes de ejecutar lo determinado por los asesores de la CIA y
poner punto final a uno de los episodios más trascendentales del foco guerrillero
en América Latina.
En 1977, “Paris Match” publicó el testimonio del suboficial
Mario Terán, quien, borracho, ultimó al Che: “Dudé 40 minutos antes de ejecutar
la orden –confesó–. Me fui a ver al coronel Pérez con la esperanza de que la
hubiera anulado. Pero el coronel se puso furioso. Así es que fui. Ése fue el
peor momento de mi vida. Cuando llegué, el Che estaba sentado en un banco. Al
verme dijo: Usted ha venido a matarme. Yo me sentí cohibido y bajé la cabeza
sin responder. Entonces me preguntó: ¿Qué han dicho los otros? Le respondí que
no habían dicho nada y él contestó: ¡Eran unos valientes! Yo no me atreví a
disparar. En ese momento vi al Che grande, muy grande, enorme. Sus ojos
brillaban intensamente. Sentía que se echaba encima y cuando me miró fijamente,
me dio un mareo. Pensé que con un movimiento rápido el Che podría quitarme el
arma. ¡Póngase sereno –me dijo– y apunte bien! ¡Va a matar a un hombre!
Entonces di un paso atrás, hacia el umbral de la puerta, cerré los ojos y
disparé la primera ráfaga. El Che, con las piernas destrozadas, cayó al suelo,
se contorsionó y empezó a regar muchísima sangre. Yo recobré el ánimo y disparé
la segunda ráfaga, que lo alcanzó en un brazo, en el hombro y en el corazón. Ya
estaba muerto”.
Pasado las 13:00 hrs. todo había concluido para la CIA y sus
secuaces nativos.
Los documentos del Che pasaron de su mochila a un cajón de
zapatos, que depositaron en la caja fuerte del Alto Mando Militar Boliviano,
clasificado como “secreto militar”, su fusil fue a dar a manos del coronel
Zenteno Anaya, su reloj Rolex a la muñeca del coronel Andrés Selich y la pipa
al bolsillo del sargento Bernardino Huanca, mientras la gesta del Che pasó a
ocupar un sitio privilegiado en la historia universal.
Bibliografía
1. Daher, Ricardo: La gesta boliviana, Liberación, Malmoe,
octubre de 1987.
2. Debray, Régis: La guerrilla del Che, Ed. Siglo XXI,
Argentina, 1975.
3. Debray, Régis: La crítica a las armas, Ed. Siglo XXI,
México, 1975
4. Daher, Ricardo: La gesta boliviana, Liberación, Malmoe,
octubre de 1987.
5. Guevara. Ernesto-Che: Obras 1957-1967. I. La acción
armada; Ed. Francois Maspéro, París, 1970.
6. Lara, Jesús: Guerrillero Inti, Ed. Los Amigos del Libro,
cochabamaba, 1971.
7. Peredo-Leigue, Guido-Inti: Mi campaña junto al Che, Ed.
Siglo XXI, México, 1979.
8. Rojas, Martha. Rodríguez, Mirta: Tania, la guerrillera
inolvidable, Ed. Instituto Cubano del Libro, La Habana, 1974.
9. Vacaflor, Humberto: Los diarios inéditos del Che, Cambio
16, Madrid, junio de 1984.
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