Es la víspera de Navidad del año 1900 y la principal
población boliviana del territorio del Acre, Puerto Alonso, está siendo atacada
inmisericordemente desde las primeras horas de la mañana.
¡Mantengan sus posiciones! Ordena Salazar, mientras corre
agachado por la trinchera, verificando que cada soldado esté a cubierto y
disparando. ¡Disparen hacia la artillería enemiga! Exige Salazar. ¡Encuentren a
esos bastardos y mándenlos al infierno!
La reducida guarnición boliviana se prodiga en la defensa,
dirigida en las trincheras por sus oficiales, para contener la arremetida de
más de 400 separatistas acreanos, armados de carabinas Malinger y Winchester.
El Teniente Coronel Pedro Salazar comanda el segundo destacamento del
Regimiento Abaroa, que se encuentra apostado en la ribera del río Acre. Su
posición está siendo hostigada con saña por la artillería separatista desde el
tupido bosque que queda en la otra orilla del río.
Salazar no sabe cuánto más puedan resistir. Son muy pocos.
¡No dejen de disparar! Demanda Salazar a sus hombres.
La guarnición de Puerto Alonso tenía 270 efectivos al
principio de la campaña, pero en breve tiempo murieron 50 hombres. Las malditas
fiebres palúdicas estaban acabando con los soldados bolivianos más rápido de lo
que era posible traer refuerzos desde el interior de Bolivia. Por si fuera
poco, noventa soldados más fueron evacuados hacia la Barraca Humaitá, que fue
habilitada como Hospital Militar para albergar a los enfermos. (Alaiza)
En el momento del ataque, la mitad de los restantes
defensores estaban enfermos, a tal grado que la mayoría de los convalecientes
no era capaz de ponerse de pie. Las más recientes víctimas de enfermedad no se
habían podido evacuar debido a que Puerto Alonso sufría un bloqueo absoluto
impuesto por los separatistas, desde el 30 de noviembre. Era imposible la
llegada de refuerzos y abastecimientos desde el interior de Bolivia, ni tampoco
por la vía del Amazonas.
¡No les den tregua muchachos! Salazar anima a los pocos
hombres que le quedan; pero se le estruja el corazón de sólo pensar que esos
mismos soldados solamente han recibido un puñado de arroz y otro de harina de
yuca en mal estado, como toda ración para ese día. Salazar había visto cómo sus
hombres habían enfermado uno a uno sin que fuese posible curar a nadie. Pero la
enfermedad se manifestó aún más rápidamente desde que fue necesario implementar
el racionamiento forzoso debido al bloqueo. Salazar se lamenta porque la
guarnición boliviana languidece sin remedio.
De pronto, el oficial boliviano observa que desde la retaguardia
llega hacia las trincheras bolivianas un individuo que no puede mantener la
verticalidad y camina en zigzag. Por un momento, Salazar cree ver un juerguista
después de una parranda. Si sólo fuese verdad. Al acercarse el hombre, Salazar
distingue al Sargento Mayor Emilio Calderón. Salazar va corriendo hacia
Calderón para ordenarle que regrese a su cama de enfermo, sabe que su tambaleo
se debe al beri-beri (fiebre tropical) que le consume las entrañas. Pero al
acercarse y antes de que pueda reprocharle su imprudencia, el Sargento Mayor
Calderón le gana la palabra: Mi coronel, todavía puedo pelear, déjeme entrar a
la trinchera; por favor mi Coronel. Salazar intenta ordenarle que regrese, pero
ve la angustia y el coraje del oficial y no es capaz de negarle este deseo…
quizás el último de su vida. Salazar le busca un lugar en las trincheras, no es
difícil conseguirlo debido a los enormes claros que tiene la línea defensiva.
Cuando le hubo asignado su posición, Salazar le deja a Calderón su cantimplora
con agua; Salazar maldice la hora en que no puede darles nada más a sus
sacrificados soldados.
Salazar le dirige una mirada más y luego se mueve ágilmente
hacia el otro extremo de la trinchera, impartiendo órdenes y señalando hacia
dónde disparar. De pronto, se escucha el silbido mortal que trae la muerte
desde las alturas. ¡PROYECTIL! Grita Salazar, y casi simultáneamente los bien
instruidos soldados del Regimiento Abaroa se abalanzan hacia las paredes de la
trinchera en busca de protección. Luego, una explosión ensordecedora. La
pólvora consumida, mezclada con el polvo de la región del Acre, levantan una
nube de color bermellón que se eleva varios metros hacia el cielo.
Salazar está confundido por la explosión, pero se levanta
para apreciar el daño a las defensas; comienza a correr por la trinchera,
mientras les ordena a sus hombres volver a tomar posición. Salazar se dirige
hacia el lugar donde parece que ha explotado el proyectil. Mientras se acerca
se le hace un nudo en la garganta; un grupo de soldados levanta los escombros
que quedaron luego de la explosión; debajo están tres cuerpos maltratados; uno
de ellos, el que está encima, se encuentra con los brazos abiertos en actitud
de cubrir a los dos que están debajo. Poco a poco, los soldados que se
encuentran en la parte inferior van mostrando señales de vida, pero el que está
arriba continúa inmóvil. Los soldados se apresuran a prestar ayuda ante la
atenta mirada de Salazar, que observa cómo le dan la vuelta al cuerpo que no
reacciona; Salazar ve su rostro y cierra los ojos. Es Calderón quien yace sin
vida.
Salazar no puede con la pena ni con el remordimiento. Fue él
quien le permitió a Calderón ocupar la trinchera. Salazar estalla en un grito
desgarrador: ¡Basta! Loco de ira salta fuera de la trinchera; él va a hacer que
aquellos que les sitian, aquellos que les han estado matando de hambre y ahora
les ahogan en plomo, paguen por lo que han hecho. ¡Disparen! Ordena Salazar.
Nadie duda. ¡llegó la hora de la venganza!
Este grupo de almas suicidas se para delante de la
trinchera, mirando hacia el río Acre con Salazar a la cabeza, disparando hacia
la espesura del bosque; hacia el lugar donde se distinguen los fogonazos de la
artillería que les hostiga. Disparan a pecho descubierto hacia el origen de los
disparos. Salazar está sediento de sangre y quiere acabar esta situación que
devora a sus soldados inexorablemente. La faena se completa, y los sirvientes
de un cañón de tiro rápido y una ametralladora son fulminados por la furia de
las armas bolivianas que se descargan en los vientres y las espaldas de
aquellos enemigos que, hacía sólo algunos minutos, parecían invencibles.
(Alaiza)
En el puesto de mando boliviano, el Jefe de Estado Mayor
boliviano, Teniente Coronel Pastor Baldivieso, ve con estupor cómo una pequeña
banda de desquiciados sale de sus trincheras, para enfrentarse con la
artillería enemiga. Están liderados por el Teniente Coronel Pedro Salazar. No
obstante, Baldivieso advierte que la artillería enemiga concentra su fuego
sobre aquellos bolivianos que se le enfrentan. Se ha producido una oportunidad.
Baldivieso inmediatamente envía a la Guardia Fluvial por el Noroeste para tomar
el ala izquierda enemiga. Los bolivianos ganan el monte con agilidad y arrollan
a los separatistas que defienden el sector. Como producto del contraataque
boliviano, el resto de los separatistas, viendo su línea rota y sus dos piezas
de artillería tomadas, entra en pánico y se desbanda bajo la persecución de los
soldados bolivianos. La victoria es para las armas bolivianas. (Díaz Arguedas)
Mientras tanto, en el nido de artillería enemigo tomado,
Salazar siente que ha saciado su sed de sangre. Poco a poco, Salazar vuelve a
sus cabales y trata de racionalizar lo que ha sucedido. Salazar observa a los
enemigos caídos, llevan el uniforme de las fuerzas de seguridad de Manaos,
capital del Estado brasileño del Amazonas. Las piezas de artillería arrebatadas
al enemigo ostentan también el escudo de la policía de Manaos.
Cae la tarde en Puerto Alonso, Salazar trata de controlar
los demonios que actúan en su interior. El remordimiento y la pena son
inconmensurables y no encuentra sosiego ni en la victoria ni en las palabras de
su Jefe, que le ha llamado “héroe intrépido de la jornada”. Le pesan en la
conciencia su sed de venganza y sus decisiones. Nadie sabrá jamás cómo se
siente él en este momento; esa es la soledad del mando.
Salazar levanta la mirada y encuentra la bandera de Bolivia,
victoriosa, en lo alto del mástil.
La tricolor no deja de flamear a orillas del río Acre.
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Fotografía de Pedro Salazar, gentileza de Fernando Salazar-Paredes, descendiente del
héroe.
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