Por: José Antonio Loayza Portocarrero
nota publicada en SIGLO Y CUARTO, Documentos Históricos el 1 de abril de 2018.
Allá por los años 80, viajé de Llallagua a Sucre, eran las 6:00. El bus
encendió sus motores en medio de un bullicio de gritos y bocinas, y por la
ventana empañada vi los últimos tejados y los cerros estañados cuando el bus
corría por la altipampa que en la colonia se conoció como la “Sierra de la
plata”, en la república “El palenque del estaño”, y en los tiempos de don
Jaime Mendoza, “El macizo boliviano”. El vehículo levantó un polvo recamado de
piedras al rodar por los caminos históricos de Chayanta, Pocoata, Macha, Ocurí,
Ravelo; un trayecto de reñideros y desangres que se inició con las primeras
sublevaciones entre las republiquetas y los ejércitos realistas, cuya ruta de
patriotas conocí gracias a la invitación cordial de un buen amigo, que meses
después, una tarde aciaga, acató el dictamen de su irreparable destino.
Cuando llegué a Sucre, acudí a un centro de turismo donde recibí un catálogo y
una breve explicación en tono de jaculatoria. Me dijeron que la ciudad fue
fundada hace 450 años, y fue la Sede del Obispado de Charcas en 1552, de la
Real Audiencia de Charcas en 1559, de la Universidad San Xavier en 1624, donde
después funcionó la Academia Carolina que hoy es conocida como la Casa de la
Libertad. Con esas referencias además de otras, reanudé mi tarea de turista,
con la cámara fotográfica colgada a medio pecho, la cara de extraviado, y el
plano en la mano. Recorrí templos, conventos, capillas, caserones, cruces, y
mujeres preciosas. Pero juré que no iba a dejar de visitar la casa de doña
Juana Azurduy, la tumba de Manuel Asencio Padilla, la del primer minero de
Llallagua don Juan Pastor Demetrio Amadeo Sainz, la casa de Casimiro Olañeta,
de Manuela Concepción Rojas, y la Casa de la Libertad. Vi al salir el sol las
cumbres memorables del Sicasica y el Churuquella, visité la Recoleta, el
Cementerio, el Museo Catedralicio, la Universidad, el templo de San Felipe de
Neri donde yacen los restos de Ramón García y Pizarro que avizoró el fin
español cuando dijo: “Con un Pizarro comenzó la dominación española con otro
Pizarro comienza su fin”, y la iglesia de San Lázaro, que fue la primera
catedral.
A mediodía fui a la calle España, donde vivió doña Juana Azurduy de Padilla, la
teniente coronela de la independencia, busqué la casa y recorrí la calle una y
otra vez, le pregunté a un vecino y me dijo que conocía a todos, pero a doña
Jua... ¡Juana qué?, Azurduy de Padilla, le repetí. ¿Azurduy, se trasladó
recién? Le agradecí la molestia y seguí buscando; encontré la placa casi oculta
y leí: “Aquí vivió doña Juana Azurduy de Padilla” ¡Esa era la casa!, la
aparición me desplazó a los tiempos de la independencia, creí que por esas
gradas bajaría y por esa puerta aparecería aquella heroína de dimensión
continental, y yo estaba ahí, esperando en el mismo sitió que esperó el
Libertador Bolívar cuando la visitó el 5 de noviembre de 1825; entonces ella
tenía 45 años, tres años más que Bolívar, imagino que llena de emoción le habló
de Manuel Ascencio, de Huallparrimachi, de los guerrilleros, de Güemes, de
Gorriti... Bolívar la admiraba, no escuchó de ella ni un sólo reproche para el
nuevo país que le debía tanto y la olvidó tan pronto, que recibió la promesa de
una pensión vitalicia de 60 pesos y después nada, y el 25 de mayo de 1862 murió
pobre, la llevaron al cementerio donde algún piadoso pagó un peso para que la
sepulten mientras las campanas de las iglesias tañían por los festejos del
primer grito de libertad... y la libertad era una injusta soledad.
En la tarde el aire se enturbió. Observé en la esquina de la plaza la casa de
Manuela Concepción Rojas e Iñiguez, la mujer que les dio hijos y separó a los
dos fundadores de la patria: Sucre y Olañeta, hoy la casa es de tres pisos
cuando antes era de dos. En la otra esquina pasando la Catedral, mire al inicio
de la calle Nicolás Ortiz, la Audiencia de Charcas, y sentí cierta
intimidación. Subí por la calle y llegué a la Grau, encontré la casa de
Casimiro Olañeta, donde vivía en constantes riñas con su esposa María
Santisteban Güemes, y su otra casa al final de la primera cuadra de la calle
Argentina. Luego fui a la casa de Jaime Zudáñez, que fue tomado preso mientras
su hermana gritaba “¡Paisanos defiendan a mi hermano, se lo llevan a la cárcel
por leal y buen vasallo!”. Ya cansado de andar, fui a la Casa de la Libertad,
imagine que por esa acera paseo Bolívar con Manuelita Sáenz, la amante
inmortal. Mientras esperaba que abran la puerta, miré los árboles, las baldosas
y el perímetro de la plaza, y pensé con envidia de cuanto sabían esos testigos
mudos que yo nunca sabré.
A las dos de la tarde, la puerta de la Casa de la Libertad chirrió. Un
visitante comentó: El padre de mi patria es Washington; otro forastero se
incluyó, el de mi patria fue “Tiradentes”; el de mi lado terció, nosotros
tenemos a José Artigas, ¿y tú? Y pensé: Si el padre de la tierra es Dios, y mi
padre es el que vela por mí, ¿cuál es el padre de mi patria? Abrumado por mi
orfandad, abrí mentalmente un libro y revisé sus páginas, había un nombre, más
bien dos, más bien tres, uno era Bolívar, el otro Sucre, pero en mi memoria
encontré un nombre, quizás el principal, al que los libertadores le decían
“tempestad”, era sin más el padre de mi patria. Sé que hubiera sido injusto
decir que era Bolívar o Sucre. ¿Pero quién fue Casimiro Olañeta?, a nuestro
pesar es el hombre que no figura como un buen argumento. Y me pregunté: ¿Que
pecado cometió para su olvido?
Se levantaron los picaportes, la llave giró, rechinaron los goznes coloniales,
nos empujamos disimuladamente con disculpas. De pronto apareció con su sonrisa don
Joaquín Gantier, el custodio de la Casa de la Libertad, un gran hombre, un
paladín de la historia que escribió sobre Olañeta. Encontré lo que no sabía y
encontré más, pregunté si Olañeta fue el fundador nato de nuestra patria, y
respondió a mi pregunta con algo parecido a una indagación mayéutica: “Si no
hubiera sido Olañeta entonces quién, Bolívar no deseaba nuestra independencia,
Sucre hacia lo que decía Bolívar, y se impuso la astucia y voluntad del tercero
excluido”.
Visité la Sala de la Independencia, imaginariamente, presencié el debate de los
próceres, de los doctores de la Academia Carolina, de los diputados de Charcas.
¡Nadie levantaba la mano por orden de nadie, cada uno tenía su propia
filosofía, su saber, su oratoria, su respeto a sí mismo! Vi alucinado el
pasado, percibí que algo precedía a nuestro origen, era pertinente reconocer
que no hubo nada casual ante aquella realidad. Entre los muros y esquinas
habían muchos espíritus que nos esperaban, eran los héroes olvidados, los
fundadores reales, todo eso averigüé después que don Joaquín, con una venia
cortés y amable, nos invitó solemnemente a visitar la casa, diciéndonos:
¡SEÑORES... AQUÍ NACIÓ BOLIVIA!
LA RECOLETA (imagen prestada por quien me alienta pese a su silencio)
Esta imagen de serenidad perfecta esta embebida de sangre. Es el Convento de la
Recoleta donde fue llevado preso el Presidente de la República Pedro Blanco
Soto y otros, para ser muerto a tiros en el interior de la última puerta de la
derecha por el capitán Basilio Herrera, rematado a espada por el teniente
coronel Prudencio Dehesa, y destrozado en el suelo por el coronel Manuel Vera.
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