Por: Oscar Bonifacio Siñani Nina. Profesor Normalista de
Ciencias Sociales. Egresado de la Carrera de Historia (UMSA). / Publicado en El
Diario el 28 de Enero de 2014.
Tras los sucesos acaecidos el 10 de noviembre de 1810, la
clase criolla de Potosí no se había resignado en su objetivo de independencia
de España y consecuente gobierno autónomo. Así, a fines de 1821, se organizó un
verdadero trabajo conspirativo para la deposición de las autoridades civiles y
militares coloniales; trabajo en el que Casimiro Hoyos adquirió un rol
protagónico.
En ese marco, había que esperar el momento propicio para
efectuar el golpe; y ese día fue el primero de 1822. La algarabía por las
fiestas del Año Nuevo debía ser aprovechada para consumar la insurrección. Y
así fue. El 1 de enero, Hoyos y otros criollos salieron a las calles,
depusieron a las autoridades realistas -apresando a algunas- y anunciaron la
independencia del Alto Perú.
El siguiente paso era consolidar la insurrección llevándola
a un plano mayor: una revolución de la que debía emerger un nuevo orden. En ese
entendido, la siguiente medida que asumieron fue la confiscación de los
recursos económicos, declarándolos de la patria y ya no del rey; ello, con la
finalidad de solventar y afianzar la nueva administración.
Pero naturalmente, las fuerzas militares realistas no
permitirían que aquello se consolide. Entonces enviaron las guarniciones de
Tupiza, Oruro y Chuquisaca, encabezadas por los comandantes Pedro Antonio
Olañeta, Rafael Maroto y Antonio María Álvarez, para que se concentren en la
ciudad de Potosí y restablezcan el orden. Con tal desequilibro en armas, era
previsible el desenlace.
Así, se apresó a los insurrectos para seguirles
inmediatamente los juicios respectivos que dictaminen su obvia ejecución. “Los
sumarios que se substanciaron marcharon aceleradamente y el 20 de enero se
dictaron las drásticas sentencias. En ejecución de ellas, al amanecer del 21 de
enero un grupo de cinco criollos vecinos de Potosí, cinco oficiales; presididos
todos por los coroneles Salgado, Manuel Mariano Camargo y Casimiro Hoyos, que
habían sido los jefes visibles de la insurrección, fueron conducidos a la Plaza
de Armas, donde estaban formadas las tropas realistas en cuadro, y allí después
de “pregonar” los “atroces delitos” de rebelión y “lesa majestad” de los trece
condenados, fueron fusilados. El macabro espectáculo concluyó a las diez de la
mañana.
Pero estas ejecuciones tuvieron su segunda parte, al día
siguiente 22 de enero en que, con el mismo aparato y ceremonia, fueron
fusilados en la misma Plaza de Armas once clases entre sargentos y cabos que
habían participado con entusiasmo en la rebelión. La sentencia castigó, además,
a más de un centenar de personas con el destierro, expulsándolas de Potosí,
mientras otras quedaron condenadas a trabajos forzados en los socavones de las
minas del Cerro, con los pies engrillados, y bajo estricta vigilancia militar”.
(Valencia, 1981: 118).
Así concluyó este nuevo intento independentista. Si bien es
cierto que también se sumaron de alguna forma la clase mestiza y hasta
indígena, la iniciativa fue de hecho, mayoritariamente de la clase criolla. En
este sentido, quizás no haya mucho que conjeturar en el supuesto imaginario del
triunfo criollo, ya que ese nuevo orden prometía solo una nueva administración.
Aun así, dichos acontecimientos históricos están enmarcados dentro de nuestro
largo proceso de independencia.
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