Por: Marco Antonio Flores N. // Fotos: 1) El orureño Adolfo Weisser. 2) Credencial de Bertha Barbery Moreno de Weiser. quien llegaria a ser su esposa.
El siguiente relato nos invita a cerrar los ojos y comprender la verdadera magnitud
de lo que fue la Guerra del Chaco (1932-1935), aquella contienda que se llevó
consigo las vidas de miles de jóvenes bolivianos y paraguayos.
Cada combatiente escribió con sangre su propia historia, muchas de ellas
desconocidas, pero otras deben ser rescatadas, para que el pueblo boliviano
comprenda y entienda la enorme epopeya que hombres de esta tierra escribieron y
de su monumental sacrificio por Bolivia.
Un joven periodista español, llamado M. Vila-Nova Santos, en misión profesional
visitó el Paraguay durante la guerra y escribió una serie de artículos
relatando la vida de los prisioneros bolivianos en los campos de concentración.
El relato de un combatiente boliviano, del cual sólo sabemos que se llamaba
Adolfo Weisser, y que presuntamente era orureño, nos lleva por un viaje
imaginario en el “infierno verde”.
RELATO
Quiero relatar la verdad. No pienso exagerar. Voy a decir escuetamente lo que
me sucedió a través del Chaco y del Paraguay en unas penurias y alternativas
que son exactas y verídicas. Si me preguntas, ¿por qué sufrí tanto con el fin
de evadirme de Villa Hayes?, yo a la vez les digo: ¿por qué no nos entierran
vivos?... Allí en Arce, Isla Poi, Puerto Casado y Villa Hayes, yo me enterraba
vivo viendo tanto suplicio, tanta crueldad salvaje.
LA ODISEA
Me llamo Adolfo Weisser, cuando empezó el conflicto me alisté en Oruro y fui al
Chaco con el Regimiento Avaroa. Al poco tiempo yo era ya un suboficial Adolfo
Weisser que empezaba a actuar en el Kilómetro 7.
El día 10 de noviembre, a las 8 de la mañana, me destinaron a comandar una
sección del 25 de infantería que debía ocupar una “isla” del monte, en poder de
los pilas.
Pues, la tomamos y a bayoneta calada y nos hicimos dueños de dos ametralladoras
y otros materiales del enemigo.
La cuestión era que debíamos proseguir el avance hacia las “Tres Islas”, las
que considerábamos ya en poder de los nuestros. Avanzamos, por tanto, pero al
poco rato y a 40 metros de ellas, recibimos una cerrada descarga de
ametralladoras y fusilería. Yo me creí que era una equivocación de los nuestros
y no respondí al fuego.
Pronto me di cuenta de mi error y ¡con qué preocupación¡ ordené la retirada de
los soldados y me quedé yo solo protegiéndola, ayudado de una de las
ametralladoras tomadas de los pilas.
Y allí estaba Adolfo Weisser, haciendo creer al enemigo que se las entendía con
un regimiento. Los míos debían ayudarme desde la retaguardia, pero se olvidaron
de mí. Estaba abandonado. Me quedé sin munición.
Estaba perdido…
Me tomaron prisionero, pero excuso narrar el odio que les produjo ver que la
ametralladora era de las suyas y que yo solo los había tenido a raya un largo
tiempo. Me pegaron con las culatas.
Los míos me creyeron desaparecido. Mi nombre figuraba ya en las listas de los
muertos.
MENTIRA
Yo nunca creí que los paraguayos fueran tan inhumanos. Me desnudaron, me
sacaron un anillo, una pulsera y 180.-Bs., en dinero, de lo que un oficial me
dio recibo.
Así hecho una calamidad, me tuvieron al pie de un árbol en espera de Estigarribia
(comandante del Ejército paraguayo) y durante el terrible interrogatorio a que
me sometió, pero mi venganza se hizo sentir: le dije que Bolivia tenía 25.000
hombres divididos en las cuatro líneas de frente. Y él se lo creyó y acaso por
eso, no realizó la contraofensiva.
Estigarribia me indicó que debía encabezar una sección para mostrarle
prácticamente el más exacto detalle de la línea de trincheras bolivianas en
todo el Kilómetro 7.
¡Cómo recuerdo aquellos momentos! Yo me negué a semejante traición a mi Patria
y entonces Estigarribia me largó unos violentos puñetazos. El caso es que fui
condenado a morir de hambre.
La proximidad de una muerte vulgar, sin heroísmo, me trastornaba. Iba a morir
como un miserable mendigo. Entonces recordé mi tierra boliviana, mis amigos, mi
juventud inquieta. El epílogo de todo estaba en una extinción por hambre a la
sombra de un árbol en la inhóspita lejanía del Chaco.
No me permitían ni mojar la boca en el inmundo charco de agua. Me llevaron a
Alihuatá y de allí a Arce, donde me encontré con 13 compañeros.
A todos nos condujeron al monte. Íbamos a ser fusilados por orden del mandón
guaraní. Todo estaba preparado. Faltaban segundos para que un pedazo de plomo
nos dejara inertes en la tierra caliente. Cada uno de los 14 corazones había
encomendado a Dios o al diablo su futuro…
¿Y saben lo que pasó? Que no nos fusilaron, llegó un teniente con
instrucciones. Unos segundos antes de la consumación, con las instrucciones de
llevarnos a Isla Poi para dedicarnos a trabajos forzados.
Estábamos salvados de la muerte. Nuestras gargantas secas, nuestros cerebros
helados, nuestras certidumbres en la muerte irreparable, desaparecieron
entonces.
Los paraguayos nos habían perdonado la vida, pero iban a cobrar bien caro el
indulto a costa de nuestros maltrechos organismos.
En la Isla Poi tenía que trabajar como un esclavo en las fortificaciones. Nos
daban un rancho miserable, lo que ellos llaman “sapporo” y tres galletas duras,
a veces con musgo dentro.
Cuando todo el frente paraguayo fue amenazado por el avance boliviano sobre el
sector Corrales, nos llevaron a Puerto Casado, donde está la central del
fundo-estado del estanciero de vacunos. Allí nos tuvieron descargando rieles de
un vapor argentino como si fuéramos jornaleros del “quebrachero”.
¡Perra vida aquella! Eran tan negra, que yo deseaba la muerte repentina para
descansar de tanta calamidad y de tanto abuso.
Pero a bordo del barco que me llevaba de Puerto Casado a Villa Hayes, yo iba
tramando la fuga, una fuga de vida o muerte que me retornara a mi Patria o que
me dejara liquidado en cualquier sitio porque la vida así no tenía realidad de
tal.
Y llegué a la Villa Hayes. De inmediato analice el terreno buscado los lugares
y la mejor manera de emprender la huida. Sincere mi proyecto a tres compañeros
que debían de acompañarme.
LA FUGA
Aquel día llovió torrencialmente. Para desaguar la masa liquida en la Escuela
Militar de Villa Hayes tuvieron que abrir una compuerta de hierro que daba al
rió Paraguay. Tendría como longitud algo menos que 200 metros y de ancho cerca
de un metro. Más tres compañeros temían que, al introducirnos por ese tubo, su
diámetro fuera disminuyendo hasta impedirnos continuar.
Pero nos decidimos y llegamos al final. Estábamos ya casi salvados. Atrás
quedaba el dolor.
Caminamos toda la noche. Al amanecer llegamos a las orillas del rió Confuso.
Mis compañeros se aterrorizaron al ver en el agua cocodrilos y otros bichos
peligrosos. Pero era mejor seguir adelante para encontrar la libertad que
buscábamos.
Tomando una enérgica resolución atravesamos a nado el rió Confuso. Al compañero
Rivero lo mordió una palometa en una pierna. El agotamiento del esfuerzo no lo
sentíamos por la alegría de vernos libres y salvos. Adelante estaba Oruro de
donde yo partiera, y la madre que nos esperaba a pesar de creernos muertos.
PELIGROS
Era un día 24 de marzo del año pasado nuestra fuga se había realizado el 16.
Los paraguayos habían descubierto nuestra evasión porque los reflectores de las
cañoneras “Paraguay” y “Humaita” alumbrada los lugares donde nosotros nos
encontrábamos y además, algunas fracciones armadas vigilaban el monte.
Para evitar que nos vieran teníamos que encaramarnos a los árboles o hacer
hoyos en la tierra con nuestras ojotas y enterrarnos en ellos.
El día 25 contemplábamos la ciudad de Asunción desde la opuesta orilla del río
Paraguay. La veíamos brillando al sol con sus casitas blancas y sus palmeras
mientras el río parecía abrazarla en un recodo.
Sin embargo, allí no estaba nuestra vida ni la salvación de nuestra tragedia.
Allí estaba la muerte y las chozas de los paraguayos que nos buscarían para
castigarnos a penas feudales.
Nuestras piernas estaban ágiles: nuestros pies volaban sobre la tierra
calcinada y ardiente. Buscábamos la vida de nuestras almas que estaba en la
Bolivia de una juventud entre pan, madre y amigos que nos rodeaban en el pedazo
del áspero suelo que ahora añorábamos férvidamente.
OTRA VEZ PRESO
El día 27 de marzo atravesamos a nado el río Pilcomayo. En el lindero argentino
encontramos un huerto donde nos saciamos de naranjas y llenamos nuestros
morrales de previsión.
Ahora habíamos repuesto nuestro extenuado organismo. Ya estábamos salvados, con
la seguridad de ello, proseguimos la ruta.
¡Qué terrible dolor trae un tropiezo! A veinte pasos de nosotros estaban
fuerzas paraguayas armadas. ¿Qué hacer? Huir enseguida hacia cualquier rumbo.
Así lo hicieron mis compañeros. Yo los perdí de vista cuando emprendí el trote.
Me alejaba desde aquel momento de los tres amigos que habían compartido las
duras penas de la osada huida.
Huí hacía donde no precisé, entonces me pararon tres pilas y me capturaron. Lo
que llevaba en mis bolsos desapareció en los de ellos. Eran cuatreros de
Plácido Jara, que asesinaba salvajemente a los hombres como si fueran
corderos.
Los tres soldados paraguayos que me habían detenido me hicieron retroceder
hasta las orillas del río Pilcomayo a bordo de una lancha.
¿Saben lo que me hicieron luego?, pues me amarraron a un palo y ahí
permanecieron viendo como las hormigas me picaban constantemente. Se reían de
mi dolor, se burlaban de mis protestas. Todo inútil. Creyeron que ahí me
moriría lentamente, y se fueron, se fueron satisfechos de haber realizado una
gran acción digna de un gran ascenso en las huestes bandoleras de Plácido Jara.
LIBRE
Logré desatar las amarras del palo que era mi suplicio horrible. Me libré salvo
y emprendí de nuevo la marcha.
Pase al nado el río Pilcomayo. Estaba rendido, agotado y así permanecí medio
escondido en unos matorrales de la orilla.
¡Qué difícil es realizar una empresa cuando en ella ponemos
lo más preciado de nuestra propia vida!. Tuve mala suerte, amigos, y tuve mala
suerte porque unos pobladores Paraguayos me descubrieron en mi lecho de
matorrales. Quisieron retornarme a Asunción para regresar al sitio donde
estaban los prisioneros. Y se hubiera realizado esto sino llegarán dos soldados
armados argentinos que me salvaron y me condujeron a puesto de marinería donde
me dieron toda clase de atenciones.
¿Qué dirán ustedes, de todas estas incidencias de un soldado de Bolivia que
tuvo la osadía de huir de aquel matadero humano que es Villa Hayes?
Todavía no termina aquí la odisea del puesto marinero Argentino, me aconsejaron
una fuga a Clorinda donde estuve curándome hasta el 8 de abril, de allí
embarque rumbo a Formosa en el vapor “Hamstat”.
Por todos los puertos Paraguayos por donde el barco pasaba se me regalaban
manifestaciones hostiles y pruebas de verse tranquilos si pudieran bajarme y
cortarme la cabeza entre ellos.
Sí me cortarían la cabeza, porque a los paraguayos les gustaba mucho cortar la
cabeza.
Plácido Jara había logrado embarcarse en el “Hamstat”. Tenía interés de hablar
conmigo. A las seis de la tarde, Jara y yo estábamos juntos conversando a
solicitud de él, me preguntó por un prisionero boliviano llamado Antonio
Zacovich, de quien decía ser pariente. Mi posición fue hermética, hostil y más
todavía cuando su grupo empezó a referirse en malos términos al ejército
boliviano.
El famoso machetero pretendió agredirme, pero los soldados argentinos que me
custodiaban se lo impidieron. Yo iba seguro ya. Estaba a salvo.
RETORNO A BOLIVIA
Una vez en Formosa tuve que permanecer cuatro días en calidad de alojado en la
policía. Logré entrevistar al Cónsul de Bolivia. Conseguí medios de
movilización y así pude continuar viaje hasta Yacuiba de donde retorné a Villa
Montes. Renuncié a los cuarenta días de Licencia y partí enseguida a Nanawa a
incorporarme a mi regimiento.
He relatado pedazos de mi vida. He dicho la verdad porque todo fue vivido, yo
mismo me extraño de verme vivo al final de tanta vecindad con la muerte.
Tengo recuerdos tristes para los compañeros que se quedaron en la Villa Hayes y
para los tres amigos que cayeron en poder de los paraguayos cuando ya nos
creíamos libres de ellos.
Supe y contemplé escenas horribles cometidas por los paraguayos contra
nosotros. A un soldado Apaza, del Regimiento 15 de Infantería, lo degolló un
soldado paraguayo con la misma naturalidad y sangre fría que encendería un
cigarrillo.
A otro soldado Vaca, del Regimiento Loa, lo degolló un sargento Benítez, el 30
de noviembre del año 32. Otro soldado Dionisio Huanca, del 15 de Infantería,
fue asesinado cerca de Pozo Azul por el cabo Ayala de los macheteros y todo por
la razón de que se había cansado y no podía caminar.
Marcelino Burgos, del Regimiento Campos, fue ahogado en el río por las
intenciones de soldado mandón que le obligó a bañarse en un remolino muy
peligroso y así muchos, muchísimos más.
¡Qué grato es ver el Illimani, cuando se ha estado tan lejos de el…!
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