Por: José Antonio Loayza / Artículo publicado en Siglo y Cuarto Documentos Históricos, en abril de 2018.
Abril, 1947. Gerencia de la Patiño Mines & Enterprises Consolidated Inc. Catavi.
— ¡Murió el Rey! ¡Radiograma urgente para el Gerente De Witt C. Deringer!
Simón Iturri Patiño, tenía cuarenta años cuando empezó su fabulosa vida de gran millonario, y ochenta y siete años cuando murió sentado en un paupérrimo sillón de la suite del Hotel Plaza, en el ardiente verano argentino de aquel 20 de abril de 1947. Cuyo fin no entendía nadie ni nadie sabía que el viejo solitario ya no lucharía con la furia de antes ni rompería las tercas e indomables montañas ni desviaría el peso ni el curso gigantesco de los ríos que antes podía detener con sus dos manos, pero eso fue después que se inició como hortelano en la hacienda de los Montaño Virreira y Lanza Prada, y más tarde como modesto empleado en la casa de rescates Fricke, en cuya existencia encontró su escondida apetencia, la fuente de su caudal, y desde entonces afrontó la vida como un invencible empresario, y fundó al iniciar la centuria su primera empresa que era un pábulo de esperanza: La “Sociedad Patiño-Oporto” (1895), y la segunda: La “Empresa Minera La Salvadora, Simón I. Patiño, Uncía” (1902), y convencido que su suerte y su alucinante fortuna fascinaba a la luz del día a todos los poderes, fundó la tercera: La “Patiño Mines & Enterprises Consolidated Inc.,” (1924), y el mundo bursátil divulgó con un soplido de asombro al capitalismo planetario, que Patiño era él nuevo Rey del estaño y del Imperio mineral más grande del mundo tan codiciado por las industrias, las guerras, y los espejismos imposibles.
Deringer se levantó de su escritorio y leyó tres veces el radiograma que trepidaba entre sus manos, y recordó que tres años atrás, a comienzos de 1944, después de egresar de la Escuela de Minas de Golden, Colorado, fue nombrado por el mismo Patiño: Gerente de la Bolivian Tin and Tungsten Mines Corp. de Huanuni, “La Tinco”. No olvidó que una mañana viajó con la jactancia de un predestinado en compañía de don Eduardo Fajardo a agradecer la atención del magnate, ni desconoció que en el recorrido recordó haber oído decir en Kami y en Araca, donde estuvo como gerente antes de su nombramiento, que Patiño era un simple aficionado en el tema de minas, no lo confirmó, pero notó cierta pedantería en sus palabras cuando se encontró con él y le escuchó referirse a la montaña del Pozoconi en Huanuni: “Vaya al norte y encontrará mineral en Boca Grande”. Había, cierto es, una veta de baja ley, y por esas galerías desahuciadas de roca sin aguardo, donde el geólogo Mark Bandy perforó cientos de metros sin ninguna fortuna, ¡encontraron una gran veta, y otra, y luego otra que dio 2.500 a 20.000 toneladas de estaño, o sea 5 a 40 millones de dólares!, Deringer recordó sus palabras: “Vaya al norte y encontrará mineral…” Al despedirse, supo que Patiño no se asomó por el Pozoconi hace 20 años atrás, pero confirmó que poseía una memoria, una intuición y un sexto sentido característico del hombre raro. Advirtió que los actuales cortes al sur de la montaña nunca “saldrían al sol”, y mejor sería ir al norte, donde la veta de estaño esperaba salir al sol, y el presagio salió al sol. Pero eso fue antes, cuando de a poco empezó a edificarse el Imperio, ahora el soberano, el Rey, había muerto.
Un pitazo atiplado hizo correr a la gente hacia el andén de la Estación de Cochabamba adonde llegó el tren braceando sus émbolos grasos y luciendo una gran escarapela negra que dejó de flamear cuando chirriaron sus ruedas sobre los rieles de acero y lanzó su bufido de cansado. Una partida de hombres escogidos para conformar una guardia fúnebre bajó el ataúd según el orden dispuesto por la comisión imperial. Tras el cortejo y de negro, abriendo camino entre el fragor de los desconsuelos, iba la viuda del brazo de sus dos hijas Graciela y Luzmila junto a sus esposos, al lado iba su hijo Antenor y dos de sus nietos con una volubilidad de fríos y serenos y una imborrable tez altiplánica con mezcla de flema inglesa. La gente de modales decentes y con una sarcástica pasividad, hizo gala de su mesura para ocultar su indolencia espartana, y los subalternos que debían tributarle un gran homenaje se sintieron desamparados pese al privilegio de su ostentación, no por nada eran la sangre fuerte a quienes les dio altivez el poder del patrón, y no por nada eran la fealdad del retrato de la nueva prole empresarial que se aprestó a tomar la dirección del curso lúgubre de los intereses incógnitos para saltar de la charca de los relegados al trono estañado, ahora que el Rey había muerto.
El día 2 de mayo, el séquito fúnebre ingresó a la Catedral por la puerta enorme con el ataúd del Rey por delante, haciendo prevalecer su derecho solidó y valedero de que sería hoy y siempre el primero incluso en las más tristes circunstancias. Tras del ataúd, entró el representante del gobierno con el traje negro que estrenó hace cuarenta noches en la posesión presidencial junto a la plana mayor del PURS, fue cuando besaron la cruz y juraron que serían los mejores servidores públicos de la patria. Atrás hicieron tropa los ministros, las autoridades y sus empleados con la cara triste como se instruyó en la reunión de emergencia. Al final entró el pueblo con el luto gastado mirando a la zaga si según sus pálpitos aquella aparatosa solemnidad era el entierro más célebre a quien la fortuna le fue bondadosa a veces por no y a veces por haberle dado muchas cosas, como no cocerlo en la paila de los desheredados, o haberle dado la gracia de que el diablo le lea las Escrituras al revés.
En la Catedral, la armonía erigida de piedra canteada se perturbó, todo parecía una morada de lazos y violetas armadas por pulcros expertos. Debajo del arco de medio punto bajaban cuatro largos velos negros, y al centro, entre cientos de flores y casi inclinado estaba un hermoso ataúd como musitaban los dolientes, cuyo encanto hizo que los presentes duden si sus emociones eran un pecado o era probable que había una oculta amenaza contra la fe y la lógica divina, y llegaron a la conclusión que la gloria debía tener supremacía sobre la doctrina si el muerto era un excelso personaje nacional.
En la liturgia, hubo en todas las expresiones una obediencia cristiana, menos en el momento de dar el óbolo que los benévolos se negaron a proveer arguyendo que no era dable dar limosna para el muerto más rico del mundo, ni tampoco dar paso a los atrevidos que se abrían paso a codazos para no perder la ocasión de salir por la puerta delgada destrozándose las costillas con tal de vencer los límites de seguridad y tomar parte del cortejo que salió hacía la hacienda de Pairumani, en cuyo camino se elevó una nube de polvo silenciosa y sucia que fue venteada por los cientos de pañuelos blancos que se convirtieron en moqueros cuando los dolientes llegaron con la mirada encantada hasta el portón blasonado de la hacienda, donde tronaron las salvas al aire mientras tañían las campanas de bronce que tenían los nombres de Albina, Graciela, Elena y Luzmila. La gente, con la piel fría y la boca flácida, contempló las glicinas, los tulipanes, los lirios, los tusilagos, y la casona con las paredes forradas de sedas claras y telas de Génova. La cristalería verde y dorada como el brillo de los jardines florecidos. Nadie podía creer ni librarse de aquella hechura de colores que descolorían y menguaban sus rostros morenos, y entonces fingían un júbilo ausente, y simulaban alegrías para no profanar la reciente hostia, y así, sintiéndose miserables al lado del esposo inútil al que lo veían como parte de la recua, llegaron con los ojos entrecruzados de fascinación hasta la elegante sombra de los cipreses del mausoleo privado, donde oyeron los primeros gemidos ceremoniosos y la reacción del pueblo cuando bajaron el féretro a la cripta. Alguien pidió un último Padrenuestro, otro propuso un discurso de circunstancias para el venerado. El primero gritó: ¡Era católico...! Y un anciano respondió con una recia voz aguda y malsonante:
— ¡Al diablo los católicos! ¡Él era minero, y yo sé cómo se reza a los mineros!…
Uno se acercó temeroso al ver su sarcástica actitud, y no se le ocurrió nada más que preguntar si lo conocía.
— Y no he llorado siquiera —respondió−, tal vez me pregunten por qué no lloré, y responderé que lo ignoro, o diré mil mentiras y todas verosímiles como las de ustedes que lloran por llorar. Pero yo sé cómo hizo fortuna con nuestro infortunio, lo conocía de toda la vida y más aún en el sentido que él pensaba de los obreros, y hoy asisto a su entierro, como no iba a hacerlo si viví para verlo morir.
… Por cierto, el nombre de ese hombre, no revelaré.
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