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LOS INTELECTUALES BOLIVIANOS Y SU PERSPECTIVA SOBRE EL MESTIZO Y EL INDIO SEGÚN TRISTÁN MAROF



Gustavo Adolfo Navarro (Tristan Marof) en su obra La tragedia del Altiplano, 1935, hace una descripción bastante interesante del indio y mestizo boliviano, además examina la perspectiva con que intelectuales de la época veían a estos.
Es un placer nuevamente traerles este nuevo artículo de nuestra historia Boliviana.

Por: Gustavo Adolfo Navarro (Tristan Marof) - La tragedia del Altiplano. Buenos Aires: Editorial Claridad, 1935?

La mayoría de los escritores y pensadores bolivianos —exagerando el término— han descargado toda su furia sobre el infeliz mestizo y han reclamado para sí el origen del Olimpo, sin sospechar las ventajas del mestizamiento ni sus leyes. “Las castas más nobles y preciadas —dice don Juan Montalvo— entre los animales nobles provienen del cruzamiento de las razas; y se da que un agente superior fecunde a la hembra, el efecto de esta unión misteriosa es bueno sobre toda ponderación. Las yeguas de la Bética movidas de amor inexplicable, ponían de frente hacia la aurora, tan luego como levantaba el céfiro, y, abriendo las fauces voluptuosamente, aspiraban con ahínco las ráfagas de ese invisible galán: de ese placer fantástico nacían los caballos de los héroes. Si el egoísta semental sospechara esa poética infidelidad, todavía no se diera por ofendido: ya os dije que el viejo Aristón tuvo a gloria prohijar al hijo de Saturno”. Y en otra ocasión, el mismo autor escribe: “A despecho de las preeminencias de clase, los caracteres de los aborígenes de América son permanentes: de las razas que van atravesando resultan estos mestizos de elevado entendimiento y fuerte corazón que forman la aristocracia de la América del Sur”. Y luego, deleitándose en el sabor de la mestización, agrega: “las frutas más suaves y gustosas son las provenientes del injerto: durazno y manzana, membrillo y pera. Así el español y la india, el español y la negra. Las indias pusieron la mitad en esta gran familia americana, y de ellas y los Almagros, Sotos, Valdivias, Quesadas, Encisos, Ojedas, se ha formado esta hibridación admirable, tan superior por la sensibilidad como por la inteligencia”.
Para el señor Tamayo, cuyo pseudónimo Thajamara ocultaba un hacendado de sombrero de copa del altiplano y que en realidad una de sus ocupaciones favoritas, además de la de cobrar sus rentas, fué mezclar su sangre con las indias, en sus escritos describe al “cholo” en una forma asaz curiosa y arbitraria. Para él, “cholo”, es aquel que no cumple con sus deberes cívicos y se deja sobornar; el que vende su voto en día de farsa electoral; el que golpea a su mujer, falsea su palabra, se emborracha y hace escarnio de las leyes. En resumen, para el señor Tamayo el mestizo boliviano es un costal de vicios, sin sospechar que estos vicios tienen una entraña directa: la clase dirigente, como se ha explicado anteriormente. Tamayo, gran terrateniente, con ideas liberales de Stuart Mill y Herbert Spencer, estaba convencido de que la superestructura social dependía directamente del temperamento y de la voluntad, sin relacionarlos con la vida económica, la hartura y la miseria, que en último caso tomaban el pulso a la virtud, a la generosidad y al deber. El señor Tamayo no examinaba los medios de producción. Al tanto de lo que pasaba en el mundo, sobre todo en Inglaterra, pretendía exigir condiciones elevadísimas de moral y de civismo a seres famélicos que se debatían en el hambre. O en otra forma: abogaba en forma ingenua —poniendo siempre por delante el carácter— para que los cholos se dejaran tocar por la virtud y la honradez, y en tal forma, que los propietarios de minas y hacendados encontrasen en ellos buenos administradores y empleados para el desarrollo de sus intereses.
El mestizo no escuchó a nadie. Siguiendo la línea del menor esfuerzo se acomodó como pudo. Privado de fortuna, en la indigencia, pero con cierta conciencia de su posición humillante, no tuvo más remedio que alquilarse a sus amos, traicionándolos el día que no le eran más útiles. Realizaba, así, su venganza instintiva y defraudaba la esperanza de los ricos que lo consideraban seguro. De condición superior al indio y notando su fuerza política, exigió la adulación de los caudillos; dió, sin embargo, su sangre cuando éstos supieron halagarle sus pasiones y apetitos; y, si fué traicionado, a su vez, por ellos, se debió a su falta de organización y a que sus exigencias eran puramente individuales. Pero es preciso anotar este fenómeno: desde el comienzo de la república el elemento mestizo es partidario convencido de la democracia —en la cual ve con simplicidad una esperanza niveladora—, poniendo su pecho firme sobre esta esperanza.
El profundo odio que se siente por el mestizo y el desprecio por el indio, hay que buscarlos en razones económicas. El blanco, como clase dirigente, se ha reservado para sí todas las prebendas del poder, los negocios y las ventajas sociales. Es natural que vea en ellos sus naturales competidores.
Para el señor Enrique Finot, antiguo preceptor –y hoy día hombre de negocios de la Standard Oil y diplomático del presidente Salamanca en Wáshington—, toda la vida y la política boliviana se hallan encanalladas por los cholos. El mal que sufre Bolivia es un “mal cholo”; debe librarse de él, y, seguramente —no lo dice—, exterminarse a los cholos. Siguiendo la costumbre del historiador Arguedas, escribió también su libro y descargó sus furias sagradas sobre los mestizos, culpándolos de cosas que son inocentes. En efecto, sería obtuso culpar al brazo de la elaboración del pensamiento. El brazo ejecuta. El mestizo no es clase dirigente, es apenas el brazo. Quienes dirigen la política boliviana actual pertenecen a la clase directora. Es demasiado pueril hacer sociología apoyándose en las ramas y en los matices, sin penetrar profundamente en la raíz de los problemas. Este diplomático bien pagado y cuya vida fácil ha consistido en saltar de un bando político a otro, practicando la “viveza”, nueva ciencia pedagógica descubierta en América por todos los que medran a la sombra de los caudillos, no dice una línea más sobre lo que ya dijo Arguedas en su panfleto virulento y absurdo. Ausente de inquietud, y aún de imaginación y seriedad, su libro no tiene otro interés que los adjetivos detonantes e injustificados. Tampoco los que han pretendido refutar a Finot han tenido el talento de hacerle advertir el error en que cae a menudo, al considerar a los mestizos como una clase separada y no como un reflejo del medio, muy especialmente de la clase dirigente a la que defiende Finot. Es decir, de la clase que hasta hoy día no ha creado ni ha hecho nada de valor; que ha sacrificado a Bolivia y la ha ido vendiendo poco a poco, hasta culminar con una desastrosa guerra.
Pedro Kramer, ensayista boliviano, olvidado a pesar de sus grandes cualidades —porque todo se olvida en Bolivia, y como no hay cultura no hay recuerdo—, se atrevió a escribir que la sociología boliviana estaba encomendada al sastre, el cual por medio de sus tijeras establecía las clases sociales, cortando las telas de sus trajes En efecto, solamente en Bolivia, el país más feudal de América del Sur, las tres clases sociales que pueblan su territorio visten trajes diferentes. El indio teje sus vestidos policromados y sus ponchos, conservando todavía la moda y los estilos de los viejos quichuas. Así, en cada zona, según la costumbre, los trajes y los colores difieren, reconociéndose por ellos a los lugareños. El indio de valle usa colores más apagados que el de la puna; sus dibujos son más sencillos. El indio que vive en los suburbios usa un traje a medias occidental y a medias indio, pero sin desprenderse del poncho policromado. El cholo, en épocas no muy lejanas, vestía chaqueta andaluza, pantalones amplios y una faja de muchos pliegues a la cintura. Algunos ejemplares rezagados se ven en las ciudades del interior. Pero hoy día el mestizo, sobre todo el hombre, ha adoptado la moda europea, copiando al blanco sus gustos y sus trajes. No así la chola boliviana más conservadora y tradicional, continúa llevando amplios pollerines andaluces que abanican debajo de su rodilla, predominando los colores fuertes; usa botinas con la caña apretada a la pantorrilla, el matiné de encajes y el mantón de manila echado con donosura sobre sus espaldas. Estos trajes, como en los tiempos antiguos, establecen alcurnia y rango. Y es curioso detalle observar que, tanto indios como cholos, se mantienen apegados a sus modas centenarias. Para el indio es un grave signo cambiar su sencillo traje por el de ciudad, ¡Inmediatamente sus compañeros lo alejan y le lloran! ¡Junto a los blancos aprenderá sus vicios, calcará sus métodos y, sobre todo, comenzará a despreciar su raza! Y el instinto de la comunidad comprende muy bien que los peores tiranos y explotadores, como es natural, brotan de la misma entraña, El indio defiende sus costumbres y hábitos para mantener su unidad, sirviéndose aún de la superstición y de los más antiguos ritos.
Finalmente, el blanco se viste a la europea, copiando las modas de Francia a Inglaterra, imitando sus costumbres, sus errores, su literatura y sus preocupaciones. Como en el resto de América, en Bolivia se conoce mejor la geografía europea que la geografía del propio país. Para el blanco existe Europa como la suprema deidad a quien se debe acatar y obedecer. Su ideal es París, sus mujeres rubias y sus “cabarets”. Por eso pone tanto empeño en copiarlo y adaptarse a sus modas. Francia, para premiar esta obsecuencia, nos ha obsequiado con una frase piadosa: “singerie”. No somos originales: somos simplemente singes, es decir, monos.
Para el mestizo y el indio, que viven en sus montañas sin conocimientos de otros pueblos, sin contacto con el extranjero ni con el libro, solamente existen Bolivia o Perú. Europa un sueño, y el continente una concepción vasta, al alcance de los más perspicaces. Y como Bolivia se halla separada de los pueblos vecinos por sus larguísimos caminos, sus montañas fantásticas y sus costumbres, desde el traje tradicional hasta el alimento y la bebida, no se debe extrañar ni ver como un fenómeno el apego del mestizo y del indio a su terruño, el cariño a sus cosas, la devoción por sus defectos y sus ídolos. (El caudillo está incrustado en estas mentalidades).

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