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LOS NOMBRES DE LOS ESCLAVOS NEGROS DURANTE LA COLONIA EN EL ACTUAL TERRITORIO BOLIVIANO



Fuente: Esclavos negros en Bolivia de Alberto Crespo R.

Era comente que los esclavos, si no tenían un apellido cualquiera, adjudicado al azar, o el de sus amos, llevaran como tal el nombre de la región africana de la cual eran originarios. Pero había casos en que a pesar de exhibir un patronímico derivado de un territorio africano, no era realmente el de la verdadera procedencia. Se tiene así en Charcas el caso, sin duda no excepcional, de una “negra mi esclava Cristina Angola marcada y señalada en el pecho derecho”, pero que no procedía de Angola, sino que era “venida de Guinea” (53). Pero correctamente o no desde ese punto de vista, no era raro el nombre de un Antón Biafara o Francisco Angola.
Como los esclavos eran bautizados antes de ser traídos a las Indias españolas, llevaban sin excepción nombres tomados del santoral cristiano. Lockhardt aclara que se añadía a ese nombre un apellido, sobre todo, cuando los esclavos formaban parte de grupos más extensos y no eran fácilmente identificables porque había más de un individuo con el mismo nombre de pila.
Entre los años 1735 y 1752 se anotaron en la iglesia catedral de La Paz 502 casamientos de españoles, mestizos y negros, que eran quienes figuraban en los registros de ese templo, mientras los indios tenían reservadas las parroquias de San Pedro y San Sebastián. De esa cifra, durante el mismo lapso, correspondió a los negros la cantidad de 55 casamientos, cifra que ratifica aproximadamente la proporción existente entre españoles y mestizos, por un lado, y negros por otro, que resulta de los registros de bautizos, o sea alrededor de un diez por ciento. Habría fundamento para afirmar que hacia aquel período (1735-1752), se habría producido una aproximación entre amos blancos y esclavos negros, no como resultado de un cambio en las leyes, sino como una evolución propia del tiempo. El negro estaba comenzando tal vez a dejar su condición de individuo extraño, venido de un continente desconocido y lejano, si no una especie de homínido, para ser considerado como un ser humano.
Ese acercamiento entre la clase poseedora de los amos y la de los sometidos, podría verse en la proporción de esclavos domésticos que llevaban el apellido de sus dueños. De esas 55 partidas de casamiento entre negros y miembros de castas desprendidas, 28 correspondían a esclavos que llevaban el apellido de sus amos. Sin duda que varios de ellos debían de ser hijos de los propietarios, tenidos en esclavas negras al alcance de la mano dentro de una común vida doméstica, pero también se puede pensar que un porcentaje dado, aunque fuera pequeño, de esas apropiaciones patronímicas, se producía como resultado de una mayor aproximación entre los grupos extremos de la sociedad colonial, españoles blancos y negros esclavos. Seguramente el porcentaje de esos casos registrados en las haciendas, tenía que ser bastante más reducido, puesto que ese tipo de vida daba menor cabida a la comunicación humana.
Porque la situación podría ser legítimamente aplicada a otras regiones de América, se menciona la idea (55) de que como los negros vendidos en las costas africanas a los traficantes, eran sobre todo jefes de tribus vencidos en luchas internas, el conjunto tenía una composición aristocrática. Según el mismo pensamiento, ese hecho explicaría el aporte dado por la población negra a la cultura americana y sobre todo a la brasileña. Gilberto Freiré ha demostrado en su obra clásica “Casa Grande e Senzala” el valor de ese aporte y contribución, superiores sin duda a los que dieron las poblaciones indígenas brasileñas. Es evidente que, dentro del campo de las aproximaciones en que nos hallamos situados en este punto, tal razonamiento no sería aplicable a regiones que ya antes de la llegada de los conquistadores europeos tenían culturas de un innegable adelanto como es el caso del Perú, que engloba a Charcas.
Garrió de la Bandera que cubrió detenidamente a fines del siglo XVIII el largo trayecto que separa a Buenos Aires de Lima, las capitales de los dos virreinatos, pudo asomarse también a las muy diversas formas de vida que llevaban los grupos negros en tan amplio ámbito, aunque ése no hubiera sido el cometido de la misión que cumplía. Como estaba dotado de un espíritu atento y curioso, llegó a incluir en sus anotaciones las diferencias que observó entre la música y los bailes de los indios y de los negros, y emitió juicios propios de la época, que serían contradichos más tarde por nuevos criterios de valor. Encontró que con sus instrumentos de viento (flautillas), de cuerda y percusión, su canto suave "aunque toca siempre a fúnebre", las danzas de los nativos eran “serias y acompasadas”. En cambio, “las diversiones de los negros bozales son las más bárbaras y groseras que se puedan imaginar”. Para Garrió de la Bandera, los sonidos altos de la música que producían con una descarnada quijada de asno y su “dentadura floja” rasgada con un hueso, asta o un pedazo de madera, eran “tan fastidiosos y desagradables que provocan tapar los oídos". En lugar del “agradable tamborillo” de los indios, los negros acompañaban su música con los sones que daba un tronco hueco cubierto en los dos extremos por un cuero o pellejo grueso que golpeaban con palillos sin orden ni ritmo. Para el viajero, las danzas eran grotescas y “deshonestas”. Había sí una semejanza entre las diversiones de los dos grupos, indígena y negro, y era que unas y otras “principian y finalizan en borracheras”.

Foto: Figura de esclavo negro en la Casa de Moneda de Potosí. (Créditos periódico El Potosí)
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