FCG, abreviación de Bolivian Railway. Hoy, en el lugar sólo
queda uno de los edificios, restos de los rieles entre los adoquines de la
calle. Foto: La Razón.
Por: Gemma Candela / La Razón, 24 de marzo de 2013.
Al salir del colegio, Martín no iba a jugar a los tilines
con los otros niños, sino a la Estación Central a ver los trenes. Allí
observaba cada tarde cómo Salvador Maidana trabajaba acondicionando los vagones
y se alejaba luego hacia la Molinera de Pura Pura, llevando los cargamentos de
trigo estadounidense procedentes del puerto de Antofagasta.
Para Salvador, auxiliar de conducción, y su compañero de
trabajo, Humberto Zambrana, se había hecho habitual ver prácticamente a diario
a aquel niño de nueve o diez años que miraba muy atento cómo los dos ferroviarios
movían la máquina, de la marca Nippon Sharyo, de un lado a otro de la estación.
“Había una mística. Para mí, los trenes eran juguetes grandes”, explica Martín
Eichentopf, el niño de aquel entonces, ya adulto.
Recuerda el ruido de las locomotoras como la banda sonora
del lugar, a la que se sumaba algún anuncio emitido por megafonía y los tres
avisos de campana que anunciaban la partida inminente de alguno de los
ferrocarriles. Esa música permanente se apagaba, hasta el día siguiente, con la
caída del sol. Todos los vagones y máquinas se detenían y se quedaban, quietos,
junto a los viejos ferrocarriles que había apartados de las vías en uso.
Entonces, el canto de los pájaros resonaba el lugar.
“En la estación había dos mundos: el del andén y el nuestro,
que estaba detrás”, dice Martín. Ese universo se abrió a sus ojos un día,
“probablemente sábado, cuando había menos control por parte de los jefes”,
piensa Salvador en voz alta. Humberto y él vieron al niño que ya conocían,
aunque nunca hubieran cruzado una palabra, acompañado por su madre. Los dos
ferroviarios se pusieron de acuerdo y abrieron la puerta de la máquina:
“¿Quieres subir?”. Martín no lo pensó dos veces y se metió dentro de aquel
juguete de gran tamaño, lleno de botones, palancas e indicadores con agujas.
Aquel día fue el comienzo de una duradera amistad. Poco a
poco, Salvador fue enseñando el trabajo a Martín. Los sábados, era él quien
llevaba los vagones cargados de grano hasta la Molinera, bajo la supervisión
del ferroviario.
“Para mí, la estación atesora la memoria de mi familia y de
mi ciudad. Tengo derecho a conservar eso”, sostiene Mónica Navia, promotora del
grupo en la red social Facebook “La estación de trenes, ¿al basurero?”, creado
en marzo del año pasado y que defiende la conservación del edificio, declarado
patrimonio histórico cultural de la ciudad en 1999. “Lo que me ha movilizado es
la historia de mi abuelo despidiéndose de mi abuela en la estación de
Challapata”. Aquella imagen data de principios de la década de los treinta. Él
nunca regresó de aquel viaje, cuenta Mónica.
Los olores del tren
Recuerda vagamente haber viajado de niña a Cochabamba en
ferrobús, ver a la gente correteando cargada con bultos que, a veces, colocaban
hasta encima del tren ligero, y el api que tomaba afuera, junto al edificio de
la estación, mientras aguardaba la hora de partir. Para su padre, Wálter Navia,
aquellos trayectos se han guardado en su memoria como registros olfativos. “El
tren olía a cebolla”. Hasta en primera clase: todo el mundo aprovechaba el
viaje a la Llajta para comprar frutas y hortalizas de los valles cochabambinos.
Todos esos aromas se mezclaban y, en los vagones donde viajaba la gente más
humilde, se unía con el de la chicha que algunos adquirían (y tomaban) por el
camino a Cochabamba.
Lo que Mónica rememora claramente es un trayecto en
ferrocarril de La Paz a Potosí, 26 años atrás, yendo en segunda clase. “Ahí
conocí el país”, afirma. Explica cómo la belleza desértica del altiplano
desaparecía, de repente, oculta por los brazos de niños que se acercaban a las
ventanas de los vagones pidiendo limosna.
La Estación Central de La Paz “era un sitio de confluencia”,
recuerda Wálter Navia. “No era solamente el hecho de ir a recoger o a despedir
a alguien: había que llegar cierto rato antes y siempre había gente conocida”.
Para él, como para muchos paceños, en su recuerdo están ligados la estación y
la partida de un familiar a la Guerra del Chaco; en su caso, el padre. “Se
había olvidado la bolsa de coca y fui con mi hermana a llevársela, pero la
estación estaba rodeada de soldados y no dejaban pasar, menos a dos niños de
diez y nueve años”.
“El amor, las emociones de las personas que se aman, se
quedan guardadas como un recuerdo” en este edificio, afirma Mónica.
Cuando Wálter rondaba los 11 años, llegó una cantante
argentina de tango y él, casualmente, se hallaba en el andén.Todavía retiene en
su cabeza la imagen de los argentinos, “bien vestidos y engominados” (pitucos,
los llamaban) que venían con ella.
Del compartimento a la sopa
Con 15 años, fue él quien se embarcó rumbo a Argentina,
donde continuaría sus estudios. “Era de esas partidas en las que las mamás
lloran”.
Aquel tren que iba al extranjero tenía compartimentos
privados, cuenta. En cambio, el ferrocarril que iba de La Paz a Cochabamba
partía por la tarde, llegaba en la noche a Oruro y los pasajeros tenían que
dormir en algún hotel de la ciudad para, a las siete de la mañana, continuar el
viaje.
Lo que tenían casi todos los ferrocarriles era vagón
comedor. “Recuerdo la sopa de pollo, repollo y porotos blancos que siempre
hacían. Y era fresca porque desde el andén, por la ventana, veíamos cómo
partían el cuello a los pollos”, explica Wálter casi sintiendo de nuevo el
sabor del plato.
El transporte férreo era muy usado, ya que “no era caro”,
asegura Wálter. Hasta la frontera con Argentina, en los años 80, el pasaje
costaba alrededor de 60 dólares, calcula Salvador. A Oruro, el boleto valía Bs
30. Incluso cuando los buses se habían convertido en el medio más popular,
había quien seguía prefiriendo el tren. Como Martín. “Se veía un paisaje
hermoso”.
El caballo de hierro serpenteaba por parajes recónditos. Y
así sigue siendo hoy, en los pocos tramos que quedan activos en la red
occidental del tren. Tres semanas atrás, Mónica hizo el trayecto Viacha-Guaqui.
“Es como si entraras a otro mundo que no ves desde la carretera”.
Ese universo arrancaba en la Estación Central de La Paz, que
cerró sus puertas en 1995 a consecuencia de la capitalización de la Empresa
Nacional de Ferrocarriles del Estado (ENFE), iniciada en 1985, durante el
último gobierno de Víctor Paz Estenssoro. Los despidos de los trabajadores
llegaban por cartas, que las entregaba un hombre al que los ferroviarios
apodaron “el mensajero de la muerte”, cuenta Salvador.
Durante un mes, cada tarde a las 18.00, hora a la que
normalmente se cerraba la estación, un grupo de empleados recibía la
notificación y la indicación de que no debía volver al día siguiente. “Ni
siquiera tenían derecho a entrar a recoger sus cosas”. El propio Salvador dejó
su chamarra, su radio y su calentador de agua dentro del edificio construido
por el arquitecto Julio Mariaca Pando en 1930.
Lo que sí conserva, con mucho orgullo, es su gorra azul
marino con visera, parte del uniforme del mismo color, que se completaba con
camisa blanca y corbata roja. Era la vestimenta para manejar los trenes de
pasajeros.
Para Salvador, la única opción para el futuro del espacio es
que se recupere el tren. “Desde que me han sacado del ferrocarril, no he vuelto
más. Me da pena que, en el reloj, nunca avance la hora”.
Un estadio, un centro cultural, parada del teleférico... son
algunos de los destinos propuestos para la estación, si no retoma su antigua
función. Desde el grupo de Facebook, convertido en “Estación de las Culturas”,
la movida es intensa.
Patrimonio histórico cultural
En 1930, el arquitecto boliviano Julio Mariaca Pando levantó
la Estación Central de trenes de La Paz en un predio de seis hectáreas, en la
que hoy es la avenida Manco Kápac. El edificio, de dos alturas y dos cuerpos,
se correspondía con el estilo arquitectónico imperante durante el primer tercio
del siglo XX, el neoclásico. La fachada se recubrió con piedra granito
comanche, los marcos de puertas y ventanas se hicieron en madera y sobre las
cristaleras se colocaron rejas de hierro. Con ese material se hizo la
estructura del andén, que se cubrió con calamina. La torre del reloj divide
simétricamente los dos cuerpos del edificio. En el nivel situado a pie de calle
estaban las boleterías y las ventanillas de información sobre los trayectos. La
segunda planta se dividía en dos alturas: en una, estaban el comedor y las
oficinas; en la otra, la administración de la estación. Las alas laterales eran
usadas como depósitos y albergaban el servicio de correos. El edificio, “uno de
los más importantes como estación férrea en nuestro país”, según el libro Cien
años de arquitectura paceña, fue declarado patrimonio histórico cultural de la
ciudad en 1999, mediante la Ordenanza Municipal 076/99. HAM-HCM 074/99.
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