Por: Julio César Parada Callaú // Publicado en Fuentes,
Revista de la Biblioteca y Archivo Histórico de la Asamblea Legislativa
Plurinacional
Nota del Editor: A ocho décadas de la firma del Acta
Protocolizada entre los cancilleres de Bolivia y Paraguay (Buenos Aires, 1936),
que estableciera la mutua devolución de prisionerosde guerra de ambos países, y
del inicio de la Conferencia de Paz que diera paso al Tratado de Paz, Amistad y
Límites boliviano-paraguayo, ofrecemos el relato -escrito en 1985 e inédito
hasta hoy- del héroe ignaciano Julio César Parada Callaú, uno de los pocos
combatientes benianos sobrevivientes de los 200 que integraron el Regimiento
Padilla 2o de Ingenieros en la contienda con el Paraguay.
La repatriación se inició en abril de 1936. Bolivia repatrió
2.498 prisioneros paraguayos; fallecieron 52 durante el cautiverio y escaparon
16. El Paraguay repatrió 17.037 prisioneros bolivianos; 1.097 fallecieron en
prisión y fugaron 2.000.1 Uno de estos últimos fue el soldado beniano
Julio César Parada Callaú, cuya fuga constituye el momento cúlmine de una
epopeya vivida en el escenario de la contienda.
Lo que sigue son fragmentos de una biografía que está en
vías de ser concluida, proporcionados por los hermanos Alfredo y José Manuel
Parada Grandi, hijos del autor, y gracias al escritor Eduardo Ascarrunz, editor
literario de la citada obra.
Realizó esta narración con un doble propósito: 1) Rememorar
mi actuación en la guerra del Chaco -donde sacrifiqué mi juventud durante tres
largos años, 1932-1935-, junto a un puñado de combatientes benianos, y 2) Dejar
a mis descendientes una referencia de la forma cómo el soldado boliviano peleó
y defendió parte del Chaco, el petróleo y toda la riqueza del sudeste
boliviano. Para conocimiento preciso de mi persona, que es el tronco del árbol
genealógico de mi descendencia, a quienes va dirigida esta relación, es que me
permito hacerles conocer mi origen, mi incursión en la guerra del Chaco y cómo
así germinó la familia Parada-Grandi, cuando pasada la contienda del Chaco fui
trasladado de la zona de operaciones a la ciudad de La Paz, donde fui
desmovilizado e incorporado al Cuerpo Nacional de Carabineros, el año 1938. En
esa época conocí a mi esposa, Elena Grandi Paniagua, con la que me casé ese año
y tuvimos nuestros hijos en Oruro, Cochabamba y La Paz.
Mi nombre de pila es Julio César, apellido Parada por parte
de padre y Callaú por parte de madre. Nací el 6 de noviembre de 1911 en San
Ignacio de Moxos, capital de la provincia Moxos del departamento del Beni. Mi
padre se llamó Manuel Parada Egües, nacido en Santa Cruz de la Sierra, de
profesión abogado, que nunca ejerció. A mediana edad se desplazó al Beni donde
se estableció dedicándose a la crianza de ganado vacuno y a la agricultura.
Allí murió dejándome de 11 años de edad. Mi madre fue Francisca Callaú Barta,
nacida y criada en San Ignacio de Moxos. Fui criado como todos los muchachos de
ese tiempo, bajo la férrea disciplina impuesta por mi madre. Permanecí en mi
pueblo hasta mis 19 años, cuando me tocó cumplir con la ley del Servicio
Militar y abandonar el terruño por primera vez para constituirme en la ciudad
de Trinidad, capital del departamento del Beni, el día 1° de enero de
1931, para presentarme a la Comisión de Reclutamiento, destacada a esa ciudad
por el Regimiento Padilla 2 de Ingenieros, con base en Todos Santos, provincia
Chapare del departamento de Cochabamba, donde hacíamos el servicio militar
todos los jóvenes benianos. De allí nos trasladaron en lanchas de vapor
remontando los ríos Mamoré y Chapare hasta la citada base militar, que tenía la
misión del mantenimiento del camino de herradura hacia Cochabamba, que en esa
época era la única vía de vinculación de estos dos departamentos y con el norte
del país.
Una vez en Todos Santos, comenzamos con la instrucción de
orden cerrado, que es el que enseña a los conscriptos la forma de pararse, o
sea la posición básica, marchas, cambio de formación, giros y la instrucción
teórica respectiva. Concluida esta primera fase, dimos la revista
correspondiente y una vez reconocidos los méritos y aptitudes de los soldados
se nos dio el grado de dragoneante; a mí me tocó ser uno de los distinguidos.
A continuación vinieron los destinos para el nuevo
contingente, relevando a los soldados antiguos que debían ser licenciados. La
fracción más numerosa para los trabajos de zapadores, trabajaba en la
conservación del buen estado de transitabilidad del camino de herradura que
atraviesa el Macizo Andino que separa el Beni de Cochabamba. Esta fracción
tenía por base el
puesto militar de San Antonio, actualmente Villa Tunari.
Luego faeneamos en la construcción de casas y chacarismo y en otros servicios
encomendados al regimiento. A mí me tocó la ayudantía del maestro del taller de
mecánica, don Antonio Arriaza, hombre muy considerado conmigo, empeñado en que
yo aprenda mecánica y electricidad, para lo cual me encomendó la atención del
motor que proveía energía eléctrica a la población. Con él adquirí mucha
experiencia, que me iba a servir de mucho, posteriormente, en el tiempo que
permanecí como prisionero de guerra en Asunción.
Durante ese año trabajé en el cargo de ayudante del señor
Arriaza, hasta fines de marzo de 1932, que fuimos ya relevados por los
conscriptos de ese año y yo fui destinado a prestar servicio en la compañía de
zapadores con base en San Antonio, misión que se encontraba a cargo del
teniente Walter Bayá, quien me guardó mucha consideración como colaborador en
el mando de su unidad.
En ese destino permanecí hasta los primeros días del mes de
junio, cuando todo el contingente antiguo, o sea los conscriptos de 1931,
fuimos replegados a Todos Santos para ser conducidos a Trinidad y ser
licenciados. Pero resulta que en esa bella ciudad, a solicitud de las
autoridades nos quedamos para guardar el orden durante los festejos de su
aniversario de fundación, el día de la Santísima Trinidad. El comandante del Destacamento
que debía ser desmovilizado era el Cap. Luis Mejía, quien sólo esperaba que
pasaran las fiestas para hacer entrega de las libretas de licenciamiento. Fue
el 18 de junio que se recibió el telegrama de La Paz, mediante el cual la
superioridad del Ejército ordenaba la suspensión del licenciamiento y el retorno
del destacamento a Todos Santos, por haber estallado la guerra con el Paraguay
por el Chaco Boreal boliviano. Para el pueblo trinitario la noticia fue
aterradora; terminaron todos los festejos. El comandante, Cap.Mejía, ordenó el
acuartelamiento riguroso y los preparativos para partir al día siguiente. Yo me
encontraba de cabo de guardia del segundo cuarto cuando el sentimentalismo
beniano no se dejó esperar.A las 12 de la noche se hicieron escuchar las
serenatas de despedida a cargo de las bandas de música y
orquestas.Instituciones cívicas y deportivas con sus canciones sentidas y hasta
las populares orquestas, las "bombillas", nos hicieron sentir sus
tristes yaravíes, vidalas y caluyos hasta que aclaró el día. Al amanecer nos
condujeron a Puerto Ballivián donde ya nos aguardaba la lancha "Luis
Antonio", navío a vapor de gran tonelaje, provista de grandes calderos
como los de los ferrocarriles, para retornarnos a Todos Santos. El pueblo
trinitario se volcó para despedirnos. Todos lloraban dándose encargos y
promesas cariñosas de no olvidarse, especialmente los que tenían a sus madres y
otros seres queridos. Fue la última despedida de sus vidas para la mayoría que
no iba a volver más de las candentes arenas de aquePTnfierno verde"
que es el Chaco Boreal boliviano. A mí también se me salieron las lágrimas
porque no tenía la dicha de despedirme de mi madrecita y de mis hermanas, que
se encontraban en mi querido pueblo a 20 leguas (100 km) de distancia, y que el
destino quiso que no volviera a vivir en él.
La lancha partió llevándonos a un destino incierto, a muchos
para no retornar. Fueron días de navegación arribando los ríos Mamoré y Chapare
para llegar nuevamente al cuartel donde yo creí no iba volver más. En Todos
Santos alternamos con los conscriptos del año 1932. El comando procedió a la
organización del regimiento, distribución de armas, municiones y equipo de
campaña, y a hacer entrega a las autoridades locales de todas las pertenencia
de la tropa, bajo la supervisión y cuidado de don Antenor Arriaza y demás
maestros que por su edad avanzada ya no les tocaba entrar a la guerra.
El día Io de julio partimos hacia Cochabamba, a pie,
con equipo completo, cargando un peso de 50 libras a la espalda, además de
víveres para 15 días y menaje de cocina hasta llegar a destino a lomo de mulas.
Para los benianos fue pesado atravesar el Macizo Andino a pie y con tanto peso
encima, y fuimos víctimas del mal de altura (soroche) y ampolladuras en los
pies.
El camino en el que trabajamos durante un año en su
conservación transitable, no era tan bueno como se decía y el frío también hizo
su parte. A los días llegamos a Sacaba, capital de la provincia Chapare, donde
nos esperaba una columna de camiones que nos condujo a Cochabamba, previos los
sobresaltos de otra experiencia nueva: la velocidad de los vehículos que por
primera vez abordábamos.
Nos alojaron en el cuartel del Regimiento Aroma. En esta
ciudad fuimos objeto de agasajos de parte de los colegios de señoritas,
organizaciones cívicas femeninas y de las autoridades. Unas y otros nos miraban
como a seres raros, como si fuera la primera vez que veían gente beniana.
Permanecimos ocho días en la ciudad del valle, satisfechos de haber recibido
múltiples atenciones de parte de sus habitantes. Durante ese tiempo reorganizaron
el regimiento en base a los 200 benianos del Regimiento Padilla 2 de
Ingenieros, incorporando, además, a 300 reservistas de Cochabamba y a muchos
egresados de la Escuela de Clases, constituyéndose la unidad con un efectivo de
500 plazas, además le cambiaron el nombre al destacamento: de Regimiento
Padilla 2 de Ingenieros a Regimiento 35 de Artillería. De Cochabamba fuimos
transportados en tren hacia Oruro. Llegamos a las 10 de la noche, tiritando de
frío, pues no nos proveyeron de uniformes gruesos de jerga y menos de capotes.
Aquí se nos distribuyó nuestros socorros (cierta cantidad de dinero para cubrir
los gastos de alimentación), aunque por lo avanzado de la hora no había nada de
comer para comprar, pero algunos lugareños que se encontraban en la estación a
nuestra llegada, se reunieron y trajeron calderas con ponche caliente, que nos
sirvieron en nuestros jarros.
En Oruro permanecimos hasta las dos de la madrugada, para
luego partir hacia Potosí, en cuyo trayecto pasamos el resto de la noche y todo
el día siguiente para llegar a las 10 de la noche y ser conducidos al cuartel
del Regimiento Pérez, donde fuimos alojados porque se encontraba desocupado.
Fue otra noche de tiritar de frío sobre colchonetas sin paja y con dos frazadas
como único abrigo. Y como si esto fuera poco, se cometió el acto más criminal
contra nosotros. El personal que cuidaba ese cuartel, seguramente por ser gente
que no estaba en condiciones de entrar a la guerra con el grueso del
regimiento, se ensañó con nosotros. El comandante de esta unidad, presuntamente
oficial o suboficial, se constituyó esa noche en Comandante de Guardia y sus
colaboradores en números de guardia. El caso es que a las seis de la mañana, un
clarín toca el ¡despierte¡ en nuestros dormitorios y luego la reunión, y se nos
hace formar para después ordenar desvestirse a la primera compañía y ¡carrera
mar...! a sumergirnos en una piscina en el patio del regimiento, completamente
escarchada por el frío de la madrugada. Como esta compañía estaba compuesta de
benianos, no pudo resistir el frío del agua helada y los soldados,
congestionados, comenzaron a salir. A las 12 del día eran ya muchos los
agónicos, presas de pulmonía fulminante. La mayor parte de estos muchachos
murieron a las pocas horas.
En vista de esta situación, el Comandante del Regimiento y
las autoridades potosinas dispusieron evacuarnos lo más pronto posible a la
localidad de Camargo, donde el clima es templado, para lo cual hicieron uso del
único camión que existía en la guarnición militar; para trasladar a los 200
soldados que éramos benianos realizó varios viajes. Por el apuro nos dejaba a
unos cinco kilómetros antes de llegar a Camargo.
Los camargueños, anoticiados de que tropas que se dirigían
al Chaco se aproximaban caminando, se aprestaron a darnos alcance llevando
cántaros de vino conducidos por simpáticas mocitas, quienes después de
saludarnos graciosamente llenaban sus vasos y nos alcanzaban con un
"sírvase usted para su sed". Yo sin saber de qué se trataba tomé el
vaso y me lo volqué de un trago, haciendo lo mismo con el segundo, y como era
la primera vez que bebía el tan mentado "elixir de los dioses", no
conocía sus efectos y tambaleante terminé tirado en la cuneta. A muy avanzada
la noche, desperté en plena oscuridad sin saber qué dirección tomar.
Caminé un buen tramo y en eso oí unas voces que venían, precisamente, del lugar
de alojamiento que nos habían asignado, el Templo de Camargo.
Al día siguiente la gente del pueblo tomó contacto con
nosotros y fuimos bien acogidos. Cada familia se hizo cargo de determinado
grupo para la atención alimentaria, cosa que hicieron con mucho cariño. En
Camargo permanecimos 15 días, esperando que se incorporen los compañeros
hospitalizados, la mayoría benianos. El grueso del regimiento, tanto oficiales
como tropa, se había quedado en Potosí porque todos eran altiplánicos. Luego
llegó una columna de camiones que transportó a todo el regimiento hasta la
ciudad de Tarija, llegando a las 10 de la noche. Se venía otra experiencia
inolvidable. Nos alojaron en un teatro abandonado, donde pasamos la noche sin
poder dormir por la invasión de chinches que se dieron un banquete con nuestros
cuerpos. Al otro día, muy temprano, nos sirvieron el desayuno en la calle. Allí
fuimos visitados por mucha gente tarijeña. Chicas muy bellas se aproximaron a
nosotros para ofrecernos su colaboración como madrinas de guerra. Una de las
más bonitas se acercó decididamente hacia mí y entregándome su tarjeta me dijo
que quería servirme de Madrina de Guerra. Ante semejante belleza yo quedé deslumbrado.
Casi tartamudeando le tomé la mano que maternalmente me alcanzó, diciéndole que
ella sería "mi hada protectora en todos los actos de mi vida en los campos
de batalla", al tiempo que le daba mis datos personales y la dirección de
mi madre para el envío de correspondencia durante el tiempo que me tocara vivir
lidiando por la suerte de la patria en las arenas del Chaco. En ese momento se
escuchó la voz del comandante que ordenaba abordar los camiones para emprender
la marcha hacia Villamontes. No nos quedó más que despedirnos. Ella,
encargándome que me cuide mucho, posó sus labios en mi mejilla derecha y yo le
besé la mano que todavía estaba entre las mías. Ese fue el único beso que
recibí antes de entrar a la guerra, beso que por su ternura fue un aliciente en
los momentos más críticos, porque tenía la esperanza de regresar a esa tierra.
Ya por el camino, con toda la incomodidad del viaje, que nos mantuvo parados y
apretujados como sardinas en la carrocería, saqué de mi bolsillo la tarjeta
como si fuera una reliquia y leí su nombre: Candelaria Trigo Oliva, con su
dirección completa y al reverso una frase: "Cuídate valiente".
Después de acariciarla largo rato entre mis manos, saqué mi libreta de
apuntes y coloqué la tarjeta entre dos detentes que me dieron dos señoras
conocidas en Puerto Ballivián, en mi partida de Trinidad.
Llegamos a Villamontes en tres días, debido al mal estado
del camino. Villamontes era una ciudadela militar donde se encontraba instalado
todo el Mando Superior del Ejército. De esta ciudadela nos condujeron cruzando
el río Pilcomayo en pequeñas embarcaciones a San Francisco, sede de los
cuarteles donde se alojaban las tropas en tránsito a la zona de operaciones.
Allí permanecimos otros 15 días bajo una instrucción intensiva de manejo de
armas y orden abierto de combate en la selva, y restableciéndonos del
agotamiento por el ajetreo del viaje. Esa pausa fue especialmente eficaz para
el contingente beniano, que no recibimos esa instrucción y que veníamos desde
más lejos atravesando el altiplano boliviano en condiciones desventajosas. De
Villamontes partimos a pie por caminos de hondos arenales hasta llegar a D'
Orbigny, puesto ganadero que servía de etapa para las tropas, que nos esperaban
con rancho y una cama mejor. Al día siguiente partimos rumbo a Guachalla y de
allí seguimos marcha hacia los puestos Ballivián, Linares y Magariño para
llegar finalmente al Fortín Muñoz, a comienzos de octubre de 1932.
En el Fortín Muñoz se encontraba el Comando de la 4a División
a cargo del Gral. Carlos Quintanilla, quien conociendo que el Regimiento
Padilla venía del Beni, en su arenga de rigor nos dijo: "A los paraguayos
los vamos a sacar a guasca del Chaco". Viniendo de un jefe de su
jerarquía, nos sentimos estimulados en vísperas de nuestra entrada en combate.
De este fortín ingresamos a la zona de operaciones, marchando por la noche para
no ser vistos y bombardeados por la aviación paraguaya que incursionaba en la
retaguardia de nuestras tropas, o ser sorprendidos por sus patrullas de
reconocimiento. Todavía nos faltaba pasar por los fortines Saavedra, Alihuatá y
Arce, donde nuestras fuerzas libraban encarnizadas batallas para contener al
enemigo. Cumplido el itinerario, sin librar aún ningún combate, del Fortín Arce
nos dirigimos a Yujra el 8 de octubre, atravesando un pajonal de unos 20
kilómetros, desprovisto de árboles. A las 11 de la noche se desató una tormenta
terrible. Desprotegidos y en plena oscuridad, a medida que avanzábamos se hacía
más perceptible el tableteo de ametralladoras y las cargas de mortero. Nuestra
compañía marchaba sin rumbo perdiendo el contacto con el resto, y en vez de
llegar a Yujrallegamos a Cabo Castillo donde el fuego cruzado ya era intenso. A
las seis de la mañana del 9 de octubre, sentimos muy próximo el estallido de una
granada y sólo atinamos a acercarnos al puesto del Comandante del Fortín, Cnl.
Arias, para darle cuenta de nuestra presencia y recibir instrucciones.
Infelizmente comprobamos que la bomba de artillería que escuchamos rato antes
había caído en el comando. Cuando llegamos al puesto sacaban al Cnl. Arias en
una frazada; tenía el cuerpo totalmente destrozado.
Como mi escuadra debía integrarse al regimiento, tomamos la
picada que conducía a Yujra. Llegamos a las 10 de la mañana. Nuestra unidad
había sido destinada a cubrir el ala derecha del frente donde nuestras tropas
combatían sin tregua. El bautismo de nuestro regimiento fue tremendamente
heroico, porque contribuyó a contener a los paraguayos que avanzaban
a paso de vencedores.
En pleno fragor de la lucha, el Comandante del Fortín, Cnl.
Peña, ordenó a mi escuadra acallar el fuego de hostigamiento proveniente de un
nido de ametralladora enemiga posicionado en un árbol, teniendo a tiro al
puesto de comando de nuestras tropas. Una vez posicionados en cercanías del
nido, trepé a un árbol y con los prismáticos que me proporcionó mi coronel
Peña, ubiqué el objetivo. Pedí me alcanzaran una ametralladora liviana y
haciendo la mejor puntería, a una distancia de 500 metros más o menos, le
apreté una ráfaga de medio cargador (15 cartuchos) y sólo vi precipitarse en
tierra a dos cuerpos, que seguramente eran del apuntador y su sirviente. A
nuestro retorno, después de dar parte de la misión cumplida, nos encomendaron
reforzar una fracción del regimiento Loa, que combatía tenazmente en el campo
llamado "Isla Cortada de Boquerón".
Los días siguientes fueron de los más sangrientos de la
guerra. Arreciaban la sed y el hambre, teníamos las ropas deshechas, carecíamos
de munición suficiente y pese a que obtuvimos algunas victorias, como la que
tras la emboscada que nos hicieron en el tramo Yujra-Cabo Castillo abatimos a
unos 300 paraguayos, cundía el desánimo y muchos jefes, oficiales y soldados
desertaban arrojando sus armas y municiones.
Ante esta situación, el Gral. Enrique Peñaranda, comandante
del regimiento que llevaba su nombre, como último recurso reunió a
unos cuantos músicos que deambulaban por el fortín, hizo tocar reunión y
ordenó formar a toda la tropa y a sus mandos. Entonaron el Himno Nacional en el
kiosco de la plazuela, seguida del Salve Oh Patria, mientras el
General Peñaranda, empuñaba la tricolor boliviana. Luego se dirigió a la
formación condenando acremente la deserción y dijo, más o menos: "Antes de
cometer el acto más vergonzoso, prefiero yo sacrificar mi vida defendiendo mi
patria, para lo cual pido a jefes, oficiales y tropa que quieran acompañarme,
den un paso al frente". Los que ya habíamos decidido el sacrificio, dimos
el paso al frente. De esta lista salieron los 730 voluntarios de Alihuatá y
defensores del Kilómetro 7 del Fortín Arce, el 22 de octubre de 1932, que
fueron los enfrentamientos más heroicos de la guerra.
LUCES Y SOMBRAS ANTES DEL FIN
Al amanecer del 26 de octubre de 1932 llegamos a Kilómetro
7, donde nos esperaba el Gral. Bernardino Bilbao Rioja, quien previa
comprobación de la lista de los 730 voluntarios del Fortín Alihuatá y
ofrecernos un jarro de sultana con pan, nos fue colocando en línea de
resistencia a orillas del bosque que daba al pajonal, con la consigna de no
dejar pasar a los paraguayos, así tengamos que caer acribillados en nuestra
mismas posiciones .Tuvimos tiempo de cavar trincheras precarias haciendo uso de
cuchillos bayoneta y platos de aluminio, a una profundidad mínima para poder
disimular los cuerpos. Ya nuestro equipo constaba sólo de una carpa, el morral
para munición, fusil, cuchillo bayoneta, plato y jarro.
Al alba del día 27, se escuchó el rugir de los camiones que
transportaban las tropas y el vuelo de los aviones enemigos en misión de
reconocimiento del terreno. En la noche del 28 chocaron con nosotros las
primeras patrullas de contacto. El 29, desde las cuatro de la mañana el enemigo
inició su primer ataque con toda la intensidad de sus tropas y armas, seguros
de que no resistiríamos. Pero todo fue diferente. El soldado boliviano se había
propuesto demostrarle al enemigo que en una lucha de igual a igual, no obstante
la superioridad numérica del adversario, era más valiente y superior en el
combate. A la media hora de ataque intensivo y a una distancia de 50 metros de
nuestras posiciones, ordenaron su primer asalto, que lo hicieron en estado de
ebriedad; lo supimos luego, cuando un herido de ellos nos dijo que antes del
asalto les habían dado de beber un jarro de caña.
Los ataques se sucedieron en forma intermitente durante todo
el día. Muy cerca de nuestras líneas, los pilas, envanecidos por sus triunfos,
nos gritaban que pisando nuestros cadáveres irían a tomar desayuno al fortín
Saavedra, almorzar en Muñoz y hacer noche en Villamontes. Nosotros les
respondíamosque no pasarían un paso más. La frase "¡No pasarán!",
pronunciada antes de cada combate por el Cnl. Bernardino Bilbao Rioja, se
constituyó en un lema para los 730 voluntarios de la resistencia. La repetíamos
cada vez que el enemigo estaba a unos pasos de nosotros y era doblegado por
nuestras fuerzas. Entonces recogíamos sus morrales con municiones, que nos
servían para reponer las nuestras, que eran del mismo calibre e igual marca,
Vicker; además contenían latas de conserva Corned beef y galletas
duras, que nos caían bien porque no cargábamos ni un mote. Transcurridos unos
días y convencidos ellos que era imposible rebasarnos, reforzaron sus líneas
con contingente fresco para el 7 de noviembre de 1932.
A las cinco de la mañana de ese día el enemigo inició su
ataque, primero con fuego de artillería desde sus cañones demoledores calibre
105, morteros y cañones menores durante una hora más o menos. Luego que amaneció
volaron sobre nosotros sus aviones, ametrallando y arrojando bombas de gran
capacidad sobre nuestras líneas. Estas cargas eran reforzadas, simultáneamente,
con fuego de ametralladoras desde nidos situados en los árboles, mientras su
infantería se lanzaba al asalto sin llegar nunca a nuestras posiciones, pues
quedaban en el campo de batalla para no levantarse más. Estos asaltos se
repitieron varias veces en el día, sacrificio inútil de esa juventud paraguaya
que demostró un alto grado de heroísmo.
A las seis de la tarde, aproximadamente, ya vaciábamos las
balas de la última cacerina a la recámara de nuestros fusiles, cuando el
comandante de batallón, Cap. Santiago Pol, dio la orden de encastrar cuchillos
bayonetas para esperar y enfrentar al enemigo en lucha cuerpo a cuerpo. Pero
como Dios no abandona a los creyentes que pelean por una causa justa, el
enemigo comenzó a retroceder a sus anteriores posiciones y cesó el combate por
completo. El campo quedó sembrado de cadáveres paraguayos. Nosotros también
lamentamos numerosas bajas.
En los días siguientes tuvimos relativa tranquilidad. El
enemigo cesó sus ataques, facilitando que reajustáramos líneas. Nuestro
Regimiento fue reorganizado, incorporando algunas tropas que llegaron de
refuerzo. Nuestra IaCompañía pasó a ser la 2a, comandada por el Cap. Ricardo
Frías; y como comandantes de sección los tenientes Walter Bayá y Luis Diez de
Medina, y el Subtte. Modesto Morales. También llegaron como refuerzo el
Regimiento Avaroa y el 18 de Infantería, que fueron ubicados a nuestra derecha;
y el Murguía 50 de Infantería en el ala izquierda.
El 10 de noviembre nos repartieron 200 cartuchos de munición
y nos ofrecieron desayuno, ración seca consistente en un poco de mote, chuño
cocido, un pedazo de carne hervida y agua para las caramañolas. Nos ordenaron
preparar nuestros equipos, haciendo una rosca de nuestras frazadas para
colocarnos en bandolera. Recién nos comunican que debíamos contraatacar al
enemigo. La noticia nos cayó de sorpresa, por supuesto preocupante porque
sabíamos que a 50 metros cada uno de nosotros tenía al frente cañones enemigos
que esperaban ver de nosotros por lo menos un botón para borrarnos del mapa.
Pero aquí emerge nuevamente el coraje del soldado boliviano, que sabiendo la
poca probabilidad de salir ileso en un asalto, esperó sereno y altivo, con la
fe puesta en la victoria. A las cinco, el comandante de compañía da la orden de
calar cuchillo bayoneta. Nuestra artillería comenzó su fuego nutrido sobre las
posiciones paraguayas. Avanzamos al arrastre sobre las posiciones paraguayas
hasta que callaron sus cañones y nos largamos al asalto sobre un enemigo que no
alcanzaba a entender la situación. Yo encontré al pila de mi frente ubicado en
su tronera de tiro, quien no pudo maniobrar su arma porque le caí de sorpresa y
de un salto, incrustándole el cuchillo con todo el peso de mi cuerpo. La
mayoría de nuestros soldados procedió de la misma manera. Comprobado el éxito
del asalto, el Comandante de Compañía ordenó avanzar en persecución de los que
lograron escapar.
Cuando nos encontrábamos en pleno pajonal, sobre nosotros
aparecen dos aviones paraguayos disparando sus ametralladoras y largando bombas
a su entero placer sin que tomara parte la aviación boliviana, con base en el
fortín Muñoz. Se rumoreaba que había cierta discrepancia entre el Alto Comando
y el Cnl. Bernardino Bilbao Rioja, entonces comandante del destacamento que
resistía en el Kilómetro 7. El Gral. Quintanilla había dispuesto que la
retirada se efectúe hasta el fortín Muñoz, pero el Cnl. Bilbao Rioja, por
razones tácticas, porque el terreno se prestaba para una defensa favorable y
vengarnos de todo lo que nos hicieron los pilas, dispuso no abandonar Kilómetro
7 para enseñarles cómo pelea el boliviano, de soldado a soldado, frontalmente.
Nuestro avance hasta aproximarnos a la orilla del bosque del
frente, distante cinco kilómetros más o menos de nuestras posiciones,
encontraba poca resistencia, pero al aproximarnos a unos 500 metros sentimos
que la 2a línea paraguaya abría fuego con toda la potencia de sus
automáticas y su artillería pesada. Por más esfuerzo que hicimos no pudimos
aproximarnos al bosque. Nos estaban exterminando. Al final de la tarde,
intuitivamente cesamos el ataque y los pocos que quedábamos emprendimos la
retirada. Entre los caídos en el campo de batalla encontré a mi tirador de
ametralladora liviana, Antonio Casanova, que manejaba una pistola liviana marca
Matsen, paraguaya, tomada en los primeros combates. Antonio era amigo íntimo y
paisano mío, un excelente muchacho que estaba agonizando, destrozado por una
ráfaga de ametralladora que le vació los intestinos. Al verme, esbozó una
sonrisa y volcó los ojos, para no abrirlos más. Dolido como estaba, con la
vista nublada por las lágrimas, miré a mi alrededor y divisé un hoyo grande
dejado por el estallido de una granada de artillería calibre 105, que con mi
cuchillo y mi plato le di forma de sepultura. Lo arrastré como pude y lo cubrí
con la tierra aflojada por la explosión de la granada. Apenas levanté mi fusil
y empezaba a caminar, sentí una ráfaga y una voz que gritaba "¡párese
boli!". Como rayo me arrojé al suelo y de a gatas avancé un largo trecho.
Luego me detuve y me puse a un lado de mi huella porque sabía que me perseguía
un paraguayo. Luego que apareció éste, se cambió la suerte: el que quedó para
nunca más moverse fue él.
Cerrando la noche llegó al sector de nuestras posiciones,
donde encontré a algunos compañeros sobrevivientes, todos deshechos y
silenciosos, hambrientos y sedientos, reunidos en el puesto de Comando de
Compañía, esperando a nuestro comandante, que se presentó horas después,
disponiendo que cada uno ocupe sus posiciones para descansar un poco y reponer
fuerzas tras un día demoledor en la batalla.
A la mañana siguiente se presentó el Comandante de Batallón,
Cap. Santiago Pol, quien hizo un recuento de las bajas entre heridos y muertos.
Luego procedió a la organización del batallón, incorporando soldados
zapadores llegados de refuerzo en la noche. En nuestra Compañía, de 100 hombres
sólo quedaron 34. Entre los muertos yacía en el campo de batalla nuestro
Comandante de la Ia Sección, Tte. Luis Diez de Medina, a quien no pudimos
siquiera darle sepultura porque el lugar en que cayó se encontraba batido por
las ametralladoras enemigas.
Después de esta célebre batalla del 10 de noviembre de 1932,
el comando dispuso mejorar nuestras trincheras, reforzándolas con troncos
gruesos de quebracho, abundante en los bosques chaqueños. El enemigo continuó
tenazmente en su propósito de desalojarnos del Kilómetro 7 del Fortín Saavedra.
Los pilas hicieron muchos asaltos en los días subsiguientes, pero no hicieron
más que sacrificar a sus valerosos soldados: era una lucha de trinchera a
trinchera y el que se hacía sorprender era presa de una carnicería atroz.
Nosotros llevamos la mejor parte.
Pasó un tiempo hasta que el enemigo no amaneció. Fue el 17
de marzo de 1933, cuando esperábamos sus saludos acostumbrados de "¡Buen
día boli!", acompañados con ráfagas de ametralladora. No se escuchaba
nada, ni voces, ni ruidos. Algunos de los nuestros se largaron al frente para
averiguar qué pasaba. Pero no encontraron rastro del enemigo. Entonces seguimos
los pasos de la avanzada y nos dedicamos a examinar todo cuanto dejaron los
paraguayos, pues no habían podido ni siquiera recoger a sus muertos, cuyos
cuerpos se encontraban descompuestos frente a nuestras trincheras. La fetidez
era insoportable, pero luego nos fuimos acostumbrando, como a tantas
contingencias de esa guerra absurda.
Al día siguiente abandonamos nuestras trincheras para perseguir
a nuestros buenos vecinos, supuestamente en retirada, pero los encontramos muy
bien posicionados en el campo de Gondra, plantados en posiciones presuntamente
pre-construidas. Las unidades que combatimos en este sector componíamos la 4a División,
que no obstante la superioridad numérica del adversario en tropas, armas y
medios de subsistencia, supimos enseñarle al enemigo la superioridad en valor y
sacrificio del patriota boliviano.
La táctica de la superioridad seguramente era la de contener
al enemigo a como dé lugar, razón por la cual nos colocaron al frente, de
manera que llegamos a aproximarnos a muy corta distancia, a veces hasta a unos
50 metros, como en el caso de mi compañía, que escuchábamos hasta las charlas
en guaraní de los pilas, que también nos hacían escuchar sus polcas y
guaranias cantadas y acompañadas con guitarra.
En este sector la lucha se caracterizó por los golpes de
mano, asaltos de sorpresa y combates frontales cuerpo a cuerpo, tratando de
abrir una brecha de penetración. A veces lo hacíamos sólo para demostrar
valentía, como un 13 de julio, cuando se le había ocurrido a nuestro
comandante, Cap. Valenzuela, celebrar el cumpleaños del Comandante del
Regimiento con una demostración de valentía.
Diciembrede 1933.Losprimerosdíasya comenzamos a escuchar
fuertes combates a nuestro rededor, pero a muy larga distancia, hasta que a
mediados de mes empezaron fuertes ataques frontales. Con toda la reserva que
pretendieron imponer ante la tropa, no obstante llegamos a saber que el enemigo
nos tenía cercados por entero. Comenzó a faltar agua y escaseaban los
alimentos. Todo el esfuerzo para romper el cerco fue inútil: toda la 4aDivisión
se encontraba completamente encerrada. La sed empezó a hacer estragos en el
organismo y en el ánimo de todos. Faltaban municiones, cundía la desesperación.
El Comandante de División convocó a reunión de jefes y oficiales, de donde
salió la decisión de una rendición para evitar el sacrificio de tantos soldados
ya indefensos por el agotamiento físico, por el hambre y la sed.
Ante este panorama, el comandante de nuestra compañía
consultó a la tropa si estábamos en condiciones de buscar una salida por donde
salvarnos de caer prisioneros. Todos contestamos que sí. Acto seguido nos
desprendimos del grueso de la tropa, organizamos el servicio de seguridad para
la marcha y tomamos rumbo sudeste. A la media hora de marcha chocamos con el
enemigo en un combate feroz de media hora aproximadamente: sólo conseguimos
sacrificar a la mayor parte de nuestros camaradas. El Comandante de Compañía,
Tte. Carlos Valenzuela, dispuso retirarnos y buscar un lugar donde
posicionarnos y aguardar lo que tenía que suceder. Nos ubicamos en un pequeño
cañadón. Ya sólo éramos 18 soldados, más el Cap. Valezuela, los comandantes de
sección, Subttes. Julio Prado y Walter Peña y el Sof. Julio Rojas. Dormimos esa
noche en el cañadón, presas de una desesperación descontrolada, casi
enloquecidos por la sed. Al amanecer los paraguayos nos sitiaron, pero sin
atacarnos. Nos llamaban ofreciéndonos agua, manifestando, además, que todo
esfuerzo era inútil para nosotros porque había caído toda la 4a División
del ejército boliviano, alrededor de 8.000 prisioneros que estaban concentrados
en el fortín Rancho Ocho, próximo al lugar donde nos encontrábamos. Cuando
con unos cuantos compañeros nos acercamos al sitio de donde provenían las voces
intimándonos rendición, recibimos agua que nos alcanzaban en sus propios jarros
y de sus caramañolas. Parecía que estaban conmovidos de nuestra situación.
Luego nos condujeron a un lugar donde se encontraban los demás camaradas
prisioneros, ¡miles de prisioneros! Esto ocurrió el 11 de diciembre de 1933. La
2a División cayó el día anterior.
Una vez conducidos al fortín Rancho Ocho, nos distribuyeron
a medio jarro de yerba mate con dos galletas de la ración de sus soldados. De
allí nos condujeron al Fortín Boquerón, donde se encontraban los 8 mil que
cayeron el día anterior entre Gondra y Campo Vía, comandados por el Gral.
Banzer.
2 de Infantería, calificado como el más
valiente del ejército paraguayo. Nos dividieron en dos grandes grupos, formados
en hlas de a cuatro, con un paso de distancia de hla a fila, ocupando el centro
del camino carretero, vigilados por dos parejas de soldados cada diez metros de
distancia, armados con pistolas ametralladoras.
El estado de los prisioneros era de completo aniquilamiento,
lo que impedía avanzar a marcha regular; todos cabizbajos arrastrando los pies.
Al que ya no podía sostenerse en pie lo apartaban a un lado del camino y con un
tiro lo despachaban a la otra vida. Los disparos se escuchaban a cada momento.
El calvario duró dos días, a ración de medio jarro de agua por jornada, con una
noche durmiendo en el camino sin deshacer la formación.
Al tercer día de caer prisioneros llegamos a Puerto Casado,
en el peor estado de depresión psíquica, física, moral, espiritual y de
desnutrición, ya sin ánimo para nada. Yo perdí la noción del tiempo, no me
acordaba en qué día vivía ni sentía interés por nada ni por nadie.
En Puerto Casado retuvieron mil prisioneros, entre los que
estaba yo, y fui destinado al grupo de estibadores, que ya éramos alimentados
regularmente, pero el trabajo era agotador, día y noche sin descanso. Teníamos
que descargar barcos que llegaban de Asunción con pertrechos de guerra para las
tropas del frente de operaciones.
A los pocos días de estar en Puerto Casado, tuve
conocimiento que a 50 kilómetros se encontraba la frontera con el Brasil, que
cruzando el río Paraguay y el río Apa -que es el límite entre ambos países,
encontraría mi libertad. Tuve muy pocos datos de este trayecto, pero ya se me
había metido a la cabeza la idea de fugar. Una noche de esas puse en práctica
mi plan, que hice conocer a algunos con los que nos habíamos comprometido. Salí
junto a un cruceño de apellido Justiniano, apodado "Tambora", para
esperar a los demás involucrados en un lugar conocido, pero resulta que éstos,
por el control de los centinelas, no podían salir rápido. De ese modo, el
último de los cinco en fuga salió rayando el amanecer, y luego que iniciamos la
marcha con el rumbo que me había trazado, aclaró el día y fuimos descubiertos
por los soldados de un retén existente a orillas del río Paraguay, quienes nos
hicieron unos disparos y nos acorralaron tomándonos presos nuevamente, para
trasladarnos al campamento de Puerto Casado, donde el encargado de los
prisioneros nos hizo azotar despiadadamente. A mí, por ser el conductor del
grupo, fuera de los azotes me subieron a un árbol donde me tuvieron tres días
con sus noches sin poder dormir para no caer. No contentos con eso me mandaron
a la Isla del Diablo, un islote que quedaba al centro del río Paraguay, donde
mandaban a los que cometían faltas graves y los privaban hasta de alimentación.
En esa isla vi los casos más extremos de crueldad por parte
de los paraguayos contra los prisioneros bolivianos. Fuera de tenernos a ración
de hambre, se presentaban una vez al día para distribuir a un jarro de yerba
mate con tres galletas duras como palos, ya en descomposición. Como les era
difícil conservar el orden en la distribución a 500 prisioneros hambrientos,
después de apalearlos como a animales, y castigarlos a látigo o con filosas
cuerdas de guitarra que causaban heridas, se cansaban y tiraban las galletas al
río, y nuestros soldados collas, que no sabían nadar se lanzaban al agua en
procura de agarrarlas, pero se hundían y no salían más.
Al mes de permanecer en la Isla del Diablo, un barco recogió
a 300 prisioneros para ser conducidos a Asunción, donde fuimos alojados en un
campamento llamado "Tacumbú". Allí nos hacían trabajar a plan de
látigo y una ración de yerba mate al día. A los pocos días fui conducido al
campo de concentración de prisioneros de guerra del Jardín Botánico, donde iba
a permanecer hasta el 2 de agosto de 1934, fecha en que fugué con mi compañero
Gumersindo Ponce.
MI FUGA DEL CAMPO DE CONCENTRACIÓN DE PRISIONEROS DE GUERRA
DEL "JARDÍN BOTÁNICO" EN ASUNCIÓN DEL PARAGUAY
La fortaleza de nuestros 21 años, no obstante el estado
físico agotado por la poca y mala alimentación, el trabajo forzado a rigor de
látigo, durmiendo sin cama y sin techo, nuestro estado de ánimo no se adecuó a
la sumisión y sometimiento del prisionero de guerra y, sobretodo, nuestro
orgullo de bolivianos cambas no permitiría jamás la resignación.
Durante todo el tiempo que ya llevaba de prisionero me
martillaba el cerebro la idea de liberarme por mis propios medios de la afrenta
de haber caído prisionero -no obstante de que mi caída se produjo cuando me
encontraba inconsciente por la insolación y la sed y que debía fugar aunque el
refugio me hubiera costado la vida. En cada campamento donde era trasladado,
hacía mi plan de fuga, pero no siempre se presentaba la ocasión propicia.
Pasaban ocho meses ya de cautiverio, soportando vejámenes y
ultrajes de mis opresores, cuando fui destinado al campo de concentración de
prisioneros del "Jardín Botánico" ubicado entre Asunción y el río
Paraguay. En este campamento concebí un nuevo plan de fuga: seguro que cruzando
el río Paraguay y caminando 20 leguas al sur, llegaría a la ciudad argentina de
Formosa, donde supe que existía un cónsul boliviano, me propuse buscar un
compañero de evasión, búsqueda que resultó vana.
Consulté a unos 250 camaradas prisioneros, pero me
contestaron que era demasiado riesgoso, pues los que lo intentaron fueron
muertos ahogados o a bala cruzando el río y los que conseguían cruzar morían a
bala por los argentinos correntinos, congéneres y cómplices de los guaraníes.
Sólo me quedaba una alternativa: consultar al vaquero que
pastoreaba las vacas lecheras del establecimiento, al que le expuse mi plan. El
buen hombre aceptó sin ningún titubeo. Me dijo que sí porque él también buscada
un compañero de fuga y que por fin había encontrado la ocasión de ejecutar un
plan parecido al mío. Este muchacho se llamaba Gumersindo Ponce, natural de
Izosog, departamento de Santa Cruz. Tenía mi misma edad y dominaba el guaraní a
la perfección, por ser la lengua nativa de su pueblo.
Fue como si el destino lo hubiera preparado todo. Eran las
17.00 horas del 2 de agosto de 1934, cuando se desató una tormenta turbulenta,
con lluvia intensa, descargas eléctricas y viento huracanado, que duró una hora
más o menos. Prisioneros y centinelas quedamos empapados; más de doscientos
presos y ocho custodios.
El lugar de suplicio era una especie de corralón sin techo
cercado con astillas de tacuara (especie de cañahueca) trenzada, de unos 50
metros por lado. Estaba vigilado por ocho puestos centinelas, uno en cada
esquina más los intermedios; unos armados con fusiles, otros con pistolas
ametralladoras. Pasada la tormenta los prisioneros hicimos fogatas para secar
los trapos que cubrían nuestros cuerpos. Y hacer hervir agua en latas vacías de
conservas, para preparar mate amargo y tomarlo con bombilla y en poro.
Mientras eso ocurría, nos juntamos con mi compañero de fuga
en un lugar separado donde nadie pudiera escucharnos. Acordamos una treta,
comprometiendo inclusive a nuestros camaradas. Nuestro plan de ejecución
inmediato consistía en ofrecer al grupo de la fogata una botella de caña
paraguaya "para contrarrestar el frío y evitar un resfriado", pero
con la condición de que llamen al centinela más próximo para invitarle un mate,
puesto que él también estaba sopita y con frío, y que mientras se acerque al
fogón, Gumersindo levantara algunas cañas del cerco para salir a comprar el
licor y al regresar ingrese por la puerta principal como si estuviera volviendo
de su trabajo. Nuestro plan salió a pedir de boca: los compañeros aceptaron la
propuesta, el guardia paraguayo aceptó lainvitación, se aproximó a la fogata,
se puso de cuclillas, colocó el fusil entre sus rodillas y empezó a chupar la
bombilla.
Ese fue el momento culminante de nuestra aventura.
Aprovechando la oscuridad de la noche, nos tendimos detrás del centinela y
acercándonos al cerco derribamos algunas cañahuecas para que puedan pasar
nuestros cuerpos y salimos sin tropiezos perdiéndonos en el bosque rumbo al río
Paraguay, a cuyas orillas llegamos a las 10 y media. Bordeando el caudal
caminamos río arriba hasta alcanzar nuestro primer contacto en libertad: una
fábrica de conservas de carne llamada "Zeballocué", pero evitamos
acercarnos. Para que al cruzar el río no nos arrastre la corriente hacia la
parte iluminada del puerto de Asunción y de Clorinda -población argentina
fronteriza y confluencia del río Pilcomayo, donde nace el Chaco por el que
estábamos peleando-, al subir recogimos dos troncos secos que Gumersindo tenía
ubicados y que podían servir de flotadores en un caso dado. Luego nos quitamos
los andrajos con que estábamos vestidos para que no nos estorben y con nuestros
cinturones los amarramos en la parte posterior de nuestras cabezas.
A las 11 de la noche nos largamos al río y así cumplir la
parte más peligrosa de nuestra aventura, cada uno agarrado de su tronco, lo que
nos serviría de auxilio en el cruce a nado del Gran Río Paraguay, que tenía
unos mil metros de ancho, de orilla a orilla. Fue penosa la travesía, pues no
podíamos nadar con brío para no llamar la atención de los puestos de seguridad
y vigilancia que se veían iluminados por fogatas en la ribera opuesta del río.
No obstante de nadar aferrados a los troncos, la larga travesía nos tuvo al
filo de zozobrar. Gracias a la providencia, que nos dio fuerza para continuar,
llegamos a la ansiada orilla opuesta aclarando el día 3 de agosto.
Luego de pisar tierra, se cruzaron nuestras miradas e
instintivamente nos dimos el primer abrazo, satisfechos de haber salido ilesos
del tramo más peligroso de nuestra evasión. Pero no había tiempo que perder.
Sin dejar huellas en la playa emprendimos la segunda etapa del escape,
consistente en cruzar la punta del Chaco hasta llegar al río Pilcomayo,
territorio que se encontraba intensamente patrullado por tropas paraguayas. Era
otro trance riesgoso en nuestra fuga precipitada por lagunas y pantanos
poblados de yacarés, sicurís, rayas y pirañas que, felizmente, no nos hicieron
daño.
Saliendo el sol chocamos con el Pilcomayo. Sin más preámbulos
nos arrojamos a sus aguas, atravesamos sus 40 metros de ancho y pisamos
territorio argentino. Con lágrimas de emoción nos dimos el segundo abrazo con
mi entrañable y valiente compañero. El día amaneció lloviendo con fuerte viento
del sur y muy cerca de la población de Clorinda, lo cual constituía otro
peligro. Mojados y tiritando de frío buscamos el bosque más cercano y
enmarañado para ocultarnos. Felizmente encontramos un árbol gigantesco con
raíces pronunciadas, en el que nos encajamos para contrarrestar el mal tiempo y
esperar la noche para continuar el rumbo previsto. Al caer la noche partimos
hacia el sur, orientándonos por la Cruz del Sur y rezando para que no nos
sorprendan los lugareños, quienes capturaban a los prófugos y los entregaban a
los paraguayos o los pasaban a mejor vida. Al alba del tercer día de caminata,
llegamos a una estancia ganadera. Como ya nos apremiaba el hambre resolvimos
arriesgar y aproximarnos en procura de comida. Nos encontramos con un señor,
que resultó ser el dueño de la estancia, un hombre joven, alto, de buena
presencia, quien luego de vernos casi desnudos pareció darse cuenta de que
éramos prisioneros bolivianos en plan de fuga, por nuestra apariencia mal
vestida y por el tono despectivo con que contestó nuestro saludo. Pero a veces
las apariencias engañan. Le pedimos nos dé un poco de alimento. Nos miró algo
desconfiado, indagó por nuestra procedencia y algunas cosas más y, para
sorpresa nuestra, llamó a una sirvienta y le ordenó nos prepare algo de comer.
Al poco rato, la buena mujer regresó con una fuente de tasajo asado (carne a
medio secar) con una porción de farinha y yuca cosida. Mientras
comíamos, este señor de apellido Rivera dijo ser oficial del ejército
paraguayo, pero que por razones políticas lo desterraron de su país, razón por
la que optó por quedarse a trabajar en la Argentina.
Cuando dimos casi fin con la exquisita, abundante e
inesperada comida, Rivera se aproximó a la puerta y llamó en voz alta a un peón
paraguayo de nombre Mateo, a quien en voz baja le ordenó algo. Al poco rato,
Mateo ensillaba una mula en el patio. Sospechamos lo peor. Mientras el patrón
se dirigía hacia otro lado de la estancia y el peón ingresaba a una habitación
en procura quien sabe de qué, instintivamente cogimos la comida sobrante y
salimos corriendo a campo traviesa hasta ponernos fuera del alcance de quienes
a esa altura se disponían a entregarnos al enemigo, después de ofrecernos
"la última cena". Tras correr una media hora, decidimos hacerles una
treta: desandamos unos 500 metros, borramos el rastro de nuestros pasos y
aprovechamos un pajonal para despistar a nuestros perseguidores, que
seguramente las tenían muy claras: estábamos muy cerca del río Paraná y, según
sabía Gumersindo, muy cerca de Puerto Sara, base militar donde por esos días se
encontraba el Cañonero Humaitá de la Armada Paraguaya. Nuestras sospechas iban
a confirmarse minutos después, cuando el instinto nos empujó a tendernos
escondidos en el pajonal. De pronto sentimos tropel de gentes que pasaron hacia
el lado opuesto. Estiré la cabeza y, efectivamente, se trataba de una fracción
uniformada y con armamento de la Armada pila. Al no encontrarnos, dispararon
varias ráfagas de ametralladora a baja altura, para luego emprender el retorno
a su base.
En nuestro escondite esperamos que se haga la noche para
retomar la marcha. Después de caminar algunas horas nos encontramos con una
laguna bastante extensa de orillas fangosas, al punto que no pudimos llegar al
agua. Por la oscuridad, tampoco pudimos calcular su extensión para intentar
cruzarla a nado u orillearla. Resolvimos pasar el resto de la noche en un
enorme tronco viejo y ahuecado caído en plena pampa. Fue otra noche de tiritar
a la intemperie. Al amanecer, cuando intentábamos cruzar la laguna a nado forzado,
percibimos los gritos de una persona llamándonos desde la orilla del frente.
Nos asustamos, pensando que esas voces eran de un miembro de la patrulla
enemiga que nos había descubierto y sin posibilidad de escapar. Una vez más
vino la providencia en nuestra ayuda: era un lugareño que amigablemente nos
decía que no tengamos cuidado, que él venía a socorrernos. Se trataba de un
joven que se acercaba remando en su canoa y nos pedía abordarla para cruzar a
la otra orilla donde estaba su patrón aguardándonos. Minutos después nos
recibió un gaucho muy elegante, de bombacha y botas finas, sombrero tejano y
espuelas de plata. Nos abrazó con afecto, felicitándonos por haber burlado a la
patrulla paraguaya. Mientras nos conducía a un campamento manifestó que con él
estábamos garantizados, pues era un comerciante influyente en la zona. Nos
ofreció trabajo, consistente en trasladar yerba mate desde el río Paraná hasta
ese campamento. Una carpa grande en medio de la selva servía para almacenar
toda clase de provisiones. Cordialmente nos dijo que quería celebrar nuestra
llegada y sacó varias botellas de caña paraguaya y una ortofónica que nos
deleitó con lindas zambas argentinas y polcas paraguayas. Insistió en
"celebrar el acontecimiento" con todos los trabajadores. Dio un
silbido y comenzaron a salir del bosque soldados paraguayos, sin armas, en
número de diez. El anfitrión nos tranquilizó: eran desertores del ejército
paraguayo a los que acogió y puso a su servicio. Luego se procedió a los
brindis en nuestro honor y comenzó la jarana. Nos convidaron con carne asada y
yuca frita, nos invitaron a bailar, pero cuando los vimos un tanto mareados,
acordamos con Gumersindo retomar la marcha en cuanto se haga la noche. Y así lo
hicimos. Caminamos tres días hasta alcanzar una caravana de vehículos sobre la
carretera. A distancia obligada seguimos a los camiones hasta llegar a una riel
que atravesaba el camino y sobre ella un madera con un letrero que anunciaba a
los conductores el paso del tren. Nos detuvimos unos minutos a pensar dónde
estábamos y qué sucedía en ese páramo deshabitado. Coincidimos que era probable
que cerca de la tranca podía haber un puesto policial para pescar vehículos
contrabandistas de yerba mate.
De súbito, una voz enérgica nos sacó de nuestras
cavilaciones: ¡Alto, quién vive", tronó el grito y cayeron sobre nosotros
dos soldados de uniformes oscuros y bien armados. Nos detuvieron y condujeron a
una caseta pequeña en medio del bosque. La oscuridad era total. Nos alumbraron
con sus linternas y al ver los andrajos que llevábamos puestos, al tiro se
dieron cuenta que éramos prisioneros bolivianos fugados del Paraguay.
Nuevamente el interrogatorio, otra vez nuestra filiación, de dónde fugamos,
cuál era nuestro destino, etcétera. Viendo que no teníamos nada que silenciar,
se portaron más considerados con nosotros. Nos invitaron agua de sus
caramañolas, abrieron una lata de corne dbeef (carne de caballo
envasada) e hicieron unos sándwich con pan del día. Nos indicaron que estábamos
en el puesto llamado Mojón de Fierro, retén de la Gendarmería Argentina.
Respiramos aliviados. Estábamos a cinco leguas de la ciudad de Formosa. Para
nuestra suerte, nos ofrecieron embarcarnos en la primera movilidad que pase,
pero a condición que digamos que íbamos de vuelta, pues "éramos de
Salta", quizás porque nuestra forma de hablar era parecida a la de los
salteños.
En el retén permanecimos un buen rato charlando con los
gendarmes que nos miraban con admiración, pues eran contados los que lograban
fugar en condiciones tan adversas y sobre un territorio atestado de fuerzas
paraguayas y de sus cómplices argentinos, aunque no todos eran de estos
últimos. Los gendarmes pararon al primer vehículo que asomaba, un automóvil. Se
detuvo en la tranca y luego de una revisión le encomendaron al chofer que
nos lleve hasta Formosa. En el trayecto el conductor nos preguntó cuándo
continuábamos hacia Salta y nosotros cometimos un error imperdonable: le
dijimos que íbamos a hacerlo ni bien lleguemos a Formosa y en el próximo barco,
ignorando que entre esas dos ciudades la única comunicación era por tierra. La
cosa le disgustó al chofer. Sintiéndose objeto de una mentira, enfurecido nos
dijo que él era paraguayo y emprendió a los golpes diciendo "bolivianos de
mierda y mentirosos, además!". Gumersindo abrió la puerta del lado donde
viajaba y como rayo saltamos al camino, para sorpresa del pila que en la
oscuridad no se animó a perseguirnos.
Al otro día, después de otra noche mal dormida, volvimos al
camino para continuar el viaje a pie. A las siete de la mañana del 8 de agosto,
divisamos las primeras casas de las afueras de Formosa. Nos acercamos a la más
próxima, tocamos la puerta y fuimos recibidos por el dueño, que resultó ser un
paraguayo casado con argentina. Luego de escrutarnos con la mirada y del interrogatorio
de rigor, no tuvo inconveniente en invitarnos a pasar a la casa, en cuyo
interior su familia se aprestaba a desayunar. El buen hombre le dijo a su
esposa que éramos unos salteños llegados a pie desde el Paraguay, con hambre y
sin abrigo. Compartimos la mesa con nuestros ocasionales anfitriones y media
docena de niños entre hombres y mujeres. El jefe del hogar nos dijo que su
numerosa familia era la razón que le impedía ir al frente y defender a su
patria.
Fue un viernes que nos llenó el alma de contento y el
estómago de rica comida casera. Pasado el mediodía, concretamos lo que le
habíamos prometido en la mañana, o sea, ayudarle en sus tareas de agricultura.
Nos condujo a su "capuera" (chacra), donde le ayudamos a desyerbar un
mandiocal (sembrío de yuca); él quedó contento porque sabíamos manejar bien la
azada. Nos propuso que nos quedáramos a trabajar con él, que nos iba a pagar
bien, además de asistirnos con techo y comida y hasta darnos un dinerito para
comprarnos ropa. Trabajamos ese día y el sábado más. Para el domingo nos compró
una ternada, que la estrenamos dando un paseo por la ciudad. No estábamos en
"Salta la linda", pero estábamos en otra bella y acogedora localidad
argentina, libres y en buena compañía. A la sombra de una palmera, nos sentamos
en un banquito de parque, pasmados y agradecidos por cómo nos protegió la
Divina Providencia y lo bien que se portó el azar en nuestra travesía. Luego de
servirnos una cerveza en el bar de la plaza, a sabiendas de que en Formosa
había un consulado boliviano, nos propusimos ubicarlo. Preguntando al
paisanaje, dimos con el Consulado de Bolivia en Formosa, ubicado en el céntrico
Palais Hotel y allí dirigimos nuestros pasos. Camino del hotel se encontraba un
hombre más o menos moreno, más alto que bajo, paseándose con un periódico en la
mano. Nos acercamos a saludarle y preguntarle si conocía al cónsul boliviano.
"Soy yo, caballeros, a sus órdenes", nos dijo. Después de mirarnos de
pies a cabeza, procedió a interrogarnos. Le dijimos que éramos prófugos bolivianos,
evadidos de un campo de concentración de Asunción del Paraguay. Una mueca de
asombro grabó su rostro, movió la cabeza, incrédulo, nos abrazó en silencio,
emocionado, y con un gesto nos invitó a pasar al comedor del hotel. Estaba
demás pedirle nos ayudara. Después de almorzar y brindar con un buen vino, nos
condujo al consulado, que ocupaba el quinto piso del hotel. No obstante la
confianza mutua, el cónsul nos miraba pensativo y volvía a interrogarnos. No
era para menos: la guerra no había terminado y el espionaje estaba en su
silencioso apogeo, y tenía en Formosa y Salta a dos de sus centros
estratégicos, para ambos bandos. Al escuchar nuestro relato, recuperó la fe en
nosotros y ratificó su voluntad de ayudarnos en el ansiado retorno a la patria.
Nos alojó en una habitación dependiente del consulado. Entrada la noche, nos
llevó a su casa y, orgulloso, nos presentó a su familia. Pero nuestro buen
ánimo iba a contramano de nuestro estado de salud. Él reparó en ello desde un
primer momento. Nos puso un médico y una enfermera para curar las heridas
ocasionadas en una travesía por la inhóspita selva fronteriza entre el Paraguay
y la Argentina, sin alimento ni agua en su mayor parte.
En Formosa permanecimos cinco días, pasados los cuales el
cónsul boliviano, Dr. Arturo Seburo, que así se llamaba el solidario
diplomático, dispuso nuestro traslado a la frontera para ser entregados a
las autoridades de Villazón, a donde fuimos conducidos por dos empleados del
consulado.
Al pisar tierra nuestra en Villazón, mi valiente compañero
de aventura, el inolvidable Gumersindo Ponce, se para en el primer tramo
boliviano del puente fronterizo y me dirige una mirada con lágrimas en los ojos
y, entre sollozos, nos confundimos en un prolongado abrazo, significando el triunfo
definitivo de nuestra hazaña de liberación, para continuar defendiendo con más
bravura la integridad de nuestra querida patria. Ese día el Centro de Esposas
de Oficiales del Ejército y damas de la población, nos ofrecieron un simpático
agasajo y nos colmaron de regalos. Al día siguiente partimos en ferrocarril
rumbo a la ciudad de La Paz. Al llegar a Uyuni, donde permanecimos unas horas,
anoticiadas de nuestra llegada, el Comité de Damas uyunenses nos ofreció una
cena con platos exquisitos de la región y nos entregó muchos obsequios.
El 18 de agosto llegamos a La Paz y fuimos alojados en el
Casino de Oficiales de la 2da División, ubicada en el cuartel de San
Pedro. Un Tribunal encargado de la investigación de los casos de evasión de
prisioneros bolivianos desde los centros de concentración paraguayos, dirigido
por una señora Tejada, se encargó de sumariarnos.
En los primeros días de septiembre de ese mismo año, nos
concedieron licencia para constituirnos a nuestros pueblos de origen y
presentarnos en enero de 1935 en nuestros respectivos destinos militares. Como
pudimos viajamos juntos con mi entrañable compañero Gumersindo Ponce Caballero
hasta Santa Cruz, donde él se quedó. Un cruceño diestro en las faenas ganaderas
y un beniano sobreviviente y testigo de muchos combates, nos abrazamos por
última vez con las primeras luces de un octubre primaveral; cada uno con una
historia por contar. Yo continué, casi siempre a pie, hacia mi Beni natal. A
comienzos de noviembre posaba mis pies en mi querido pueblo de San Ignacio de
Moxos.
Nota
1. QUEREJAZU CALVO, Roberto. Masamaclay. Cochabamba-La
Paz: Editorial Los Amigos del Libro, 1981, p. 494.
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