Por: Alejandro María Corrado A. / Publicado en el periódico
El País de Tarija el 28 de febrero de 2016.
Entre los últimos brazos de la Cordillera Real, ramificación
oriental de Los Andes, a los 66°31 ’5” de longitud O., según el meridiano de
París, reposa el fértil y dilatado valle de Tarija. No llano, sino ondeado y
cortado bizarramente por muchas y elevadas colinas, más bien que valle, debiera
llamarse grupo de valles.
Bajo un sol tropical (21°30’ Lat. S.), regado en la mitad
del año por frecuentes y abundantes lluvias, ostentaba, antes que lo violara la
mano del hombre, todo el lujo de una vegetación opulenta. Sus arroyos corrían
frescos y puros por entre tupidos cañaverales coronados de sauces; una alfombra
de perpetua verdura cubría sus mesetas; frondosos y robustos árboles sombreaban
sus honduras y cañadas; y hasta en las laderas de las escarpadas sierras que lo
circunvalaban, criábanse helechos y raíces aromáticas. Más, después la codicia
del hombre y la voracidad del ganado fue poco a poco destruyendo la
magnificencia de la naturaleza; y ahora el árido suelo, feamente accidentado
por hondos barrancos, procura cubrir en parte su desnudez con espinosos
arbustos y matas melancólicas; y como testigos de su primitiva riqueza, apenas
presenta unos hermosos molles que se elevan entre enanos churquis y raquíticos
algarrobos. Y no porque haya perdido su antigua feracidad el terreno (que con
poquísimo cultivo produce abundantemente maíz exquisito, toda clase de
legumbres y hortalizas, chirimoyos, naranjos, limoneros, melocotoneros,
granados, viñas y otros frutales); sino por la condición de sus habitadores.
Una población más activa, más numerosa, más inteligente, más activa y menos
resignada a las incomodidades de una vida semiagreste podría convertir estos
escuálidos campos en deliciosas campiñas”.
“Breve guía histórica, artística y cultural del convento San
Francisco de Tarija”. En el IV Centenario de su fundación, Tarija 1606-2006.
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