Por: MARTA IRUROZQUI / Revista de Indias, 2009, vol. LXIX,
núm. 246 – 2009.
El 14 de enero de 1861 el general Manuel Antonio Sánchez,
Ruperto Fernández, ministro de Estado, y José María Achá, ministro de Guerra,
lideraron con éxito una sublevación ministerial contra el presidente José María
Linares (1858-60)10. En el Manifiesto de la Junta Gubernativa a la Nación
justificaron el golpe de Estado, calificado de «restaurador del orden legal» y
«revolución regeneradora», con argumentos relativos a que la dictadura nacida
de la revolución septembrista de 1858 no avanzaba en el desarrollo de sus
principios y entorpecía el proceso de democratización del país. Ello sucedía
porque «la soberanía y el derecho» se habían supeditado al abuso de la fuerza
al no haber realizado el gobierno una asamblea constituyente tras la revolución
y, por tanto, haber retardado la redacción de una nueva constitución y la
formación de un congreso11. Entre el 14 y el 29 de enero de 1861 la Junta
decretó la reorganización del personal de las subsecretarías de Estado y la
realización de un proceso electoral destinado a seleccionar a los miembros de
una asamblea constituyente. Además de encargarse de elaborar un texto
constitucional, estos asamblearios serían también los responsables de elegir al
presidente provisional de la república entre los tres triunviuros; lo que forzó
a éstos a conseguir el mayor número de adeptos.
Tal tarea se hizo bajo una
exhaustiva supervisión de los trabajos electorales de los rivales, permitiendo
la reñida competencia de los candidatos el desarrollo de actividades ligadas a
los principios de «libertad de opinión, reunión y asociación» como clubes u
otras asociaciones, tertulias públicas en locales comerciales, edición de
periódicos y sueltos, y festejos pú- blicos12. El objetivo no sólo era evitar
posibles abusos de poder, sino sobre todo generar un clima de legitimidad
electoral que no pusiese en compromiso la victoria frente a Linares, más cuando
el golpe de Estado no había implicado una movilización popular. El resultado de
la elección fue una asamblea multipartidista en la que había diputados «de toda
condición»13. La Asamblea se instaló el 1 de mayo de 1861 en la antigua capilla
del Loreto, ahora salón universitario y recinto legislativo, y estuvo presidida
por Adolfo Ballivián. Tras declararse constituyente delegó el poder político a
la Junta de Gobierno hasta que se tomase una decisión sobre el gobierno
provisorio. Ésta se produjo el 4 de mayo, siendo nombrado Achá presidente por
820 votos contra 16 y ratificado como tal el 6 de agosto de 1861 bajo el
compromiso de respetar la alternabilidad en el poder mediante la convocatoria
de elecciones libres14. Asimismo, de acuerdo con los propósitos de la concordia
referentes a olvido de los pasados agravios y legalidad en los procedimientos,
aceptó tanto la amnistía general de los bolivianos o extranjeros acusados de
delitos o causas políticas, como la cancelación de los procesos judiciales al
respecto, decretadas por la Asamblea. Ésta se clausuró el 15 de agosto.
Aunque la elección de Achá no fue cuestionada por los otros
dos miembros de la ex junta gubernativa, éstos, en especial Ruperto Fernández,
nuevo ministro de Estado y Justicia, se mostraron decepcionados y críticos ante
el hecho de que el presidente quisiese desarrollar una política de fusión
contraria a la hegemonía en el gobierno de los septembristas16. Su gesto
conciliador, además de juzgarse en exceso condescendiente con los belcistas y
responsable de poner en peligro la causa de septiembre, se interpretó también
encaminado a la formación de un partido personal propio17. Conforme a los
principios de la fusión de evitar los «banderios exclusivistas» o «el espíritu
de partido» que provocaban el exterminio del bando rival y de lograr el
«bienestar común por medio de la tolerancia en política y la moderación en el
gobierno», Achá intentó combatir el monopolio partidista del poder y, con ello,
pacificar el escenario político, mediante la inclusión en su gabinete de
gobierno de conocidos belcistas como Rafael Bustillos. Esa decisión resumía la
necesidad de crédito públi co que tenía un gobierno nacido de una revolución
que había puesto en peligro el «equilibrio social». Sólo podía «suplir el
desprestigio de origen independiente» y ser respetado si daba pruebas de la
importancia de sus servicios a la nación. Y ello, además de implicar la
utilización de la constitución como una garantía del ejercicio popular de la
soberanía y no como un arma, se materializaba en la voluntad de gestionar las
rivalidades partidarias en el ámbito exclusivamente político para atenuar uno
de los males que afectaban el buen gobierno del país: la militarización de la
política o el «militarismo pretoriano».
Como ya se indicado, bajo el principio de unanimidad el
consenso entre partidos fue entendido como la homogeneización del pensamiento
político sostenido por los mismos. Su obtención no resultaba tan problemática
como la regulación de la sucesión en el poder en un contexto de partido
único19. Dado que éste era inviable bajo un régimen democrático representativo
en el que el conflicto entre facciones expresaba la diversidad de la voluntad
popular, la tradicional combinación revolución-elecciones o golpe de
Estado-elecciones encontró en la política de la fusión el medio de lograr un
acuerdo entre partidos que desterrara la obligatoriedad del componente de
violencia y asegurara el gobierno mediante la corrección de dos males: «las
resistencias del partido vencido y el principio de autoridad victorioso que
ninguna concesión quería hacer a los hombres del pasado». Esto es, ya que la
opinión del pueblo no podía uniformarse, las soluciones del partido único y del
«gobierno de partido» se sustituían por la de un partido nacional. Éste
provendría de una facción que una vez alcanzada la presidencia estaría obligada
a incorporar a la oposición en el ejercicio del poder para que el gobierno
pudiera ejercer de intérprete de la soberanía del pueblo. Ello tornaba al
patriota en «el amante de la paz y de las instituciones», siendo el golpismo un
recurso político a erradicar ya que al basarse en «la inobservancia de las
constituciones» apagaba «el genio revolucionario y democrático»20. Sin embargo,
como ilustra la experiencia de Achá, esto no fue tan fácil de conseguir. El
asentamiento de la política de fusión fue resultado del ejercicio popular de la
violencia desencadenada precisamente por la aplicación del principio de «muerte
al partido opositor» ejemplificada en la Matanza de Yáñez. Es decir,
paradójicamente la militarización de la política se corrigió mediante un
levantamiento armado de la población paceña que no secundó una revolución
militar, quedando la figura del ciudadano en armas en un ámbito exclusivamente
civil. Veamos ahora el desarrollo de ese episodio.
Como presidente provisional, Achá debía resolver dos asuntos
inmediatos, uno de orden interno y otro de orden externo. Mientras el primero
se refería a las sublevaciones facciosas, el segundo informaba del peligro de
una invasión peruana para una anexión parcial del territorio boliviano. Ambos
asuntos exigían una resolución común en la medida en que la acción invasora
extranjera había estado en ocasiones anteriores coordinada con los partidos
desalojados del poder. Al respecto, el caso de la conspiración del argentino
Dalmiro A. Cordero alertó de que podía haber belcistas involucrados en la
agregación del departamento de La Paz al Perú. Muchos septembristas creyeron
verlo confirmado en el hecho de que tras la amnistía miembros de la
administración de Belzu y de Córdova habían regresado al país y, en especial, a
La Paz. Al clima de rumores de conspiraciones y motines, se sumó que Achá era
visto con suspicacia por parte de sus correligionarios. Con el triple propósito
de desbaratar posibles exhibiciones de fuerza contra su gobierno, de asentar su
autoridad dentro de su partido y afianzar su presencia nacional, el mandatario
decidió dejar La Paz y recorrer el país.
Achá encomendó al coronel Plácido Yáñez, Comandante General
de Armas, el mantenimiento del orden público en la ciudad de La Paz, pidiéndole
que prestara especial atención a los movimientos de los belcistas y a posibles
tramas anexionistas peruanas. En respuesta a esa indicación, a finales del mes
de septiembre comenzaron a ser arrestados ex miembros de los gobiernos
belcistas, altos cargos del ejército ya retirados, algunos abogados, oficiales
en servicio activo y soldados. Se les acusaba de tramar un motín belcista
apoyados por «el populacho» y algunos soldados de la columna municipal. Tal
sublevación debería tener lugar el 30 de septiembre con ocasión del ejercicio
de «armas y guerrilla» que debía hacer dicho cuerpo. Es decir, se trataba de
una sublevación desenmascarada «antes de estallar», lo que significaba que
ninguno de los detenidos había sido descubierto en flagrante delito. Informado
el gobierno en Potosí de lo sucedido, el 5 de octubre dispuso que todos los
detenidos, militares y paisanos, fuesen juzgados por un consejo ordinario de
guerra y decretó el estado de sitio en las provincias de Pacajes e Ingavi y en
el distrito de La Paz. En un contexto en el que los rumores de sedición iban en
aumento, las medidas cautelares tomadas por Yáñez recibieron respuestas contradictorias
por parte de la población. Por un lado, estaban quienes aplaudían y alentaban
el celo demostrado por el militar para evitar una nueva revolución24; por otro,
quienes no sólo consideraban extremas las medidas contra los belcistas, sino
contrarias a la ley25, siendo al principio mayoría los primeros. Frente a ello,
en su papel de «sostenedor del orden público», Yáñez persistió en su conducta
de encarcelar a todos los belcistas de La Paz, incluido el ex presidente Jorge
Córdova. Tras un intento fallido de demostrar que en su quinta de San Jorge
éste hacía reuniones conspiradoras y acopio de armas, fue apresado el 21 de
octubre debido a una nueva denuncia hecha por un sargento segundo y un soldado
de la columna municipal que le acusaban de haberles abordado en la pulpería del
barrio de Huturunco y pagado para que le ayudasen a liberar a los prisioneros. Se
le recluyó en el Loreto junto a los principales prisioneros políticos.
Los acontecimientos que dieron lugar a la Matanza del Loreto
tuvieron lugar la noche del 23 de octubre. En la versión defendida por Yáñez,
éste dijo que se había despertado al oír «un tiro en el cuartel del batallón
Segundo situado a pocas calles del palacio de gobierno». Su alarma quedó
confirmada por el bullicio procedente de la plaza y por el hecho de que cuando
él y su hijo Darío se asomaron a los balcones recibieron descargas de arma.
Tras llamar al coronel Luis Sánchez para que sostuviese el fuego con seis
rifleros y dos fusileros, Yáñez salió con la columna municipal —unos cien
hombres— a la plaza. Ésta fue dividida en dos secciones. De una se hizo cargo
el oficial Benavente con el cometido de atacar al grupo que les disparaba,
mientras la otra con Yáñez al mando, tras defender los otros lados de la plaza,
se dirigió al Loreto. Una vez allí preguntó al custodio del lugar, el capitán
Rivas, por las novedades acaecidas y éste le contestó que ninguna, salvo que
Córdova había intentado dos veces atropellar al oficial de guardia Núñez. En
respuesta Yáñez dio la orden de «pegarle cuatro tiros», acción que cumplió el
oficial Leandro Fernández. Después de indicar a Fernández y al oficial Cárdenas
que ejecutaran a los deteni dos en el cuartel del batallón Segundo, Yáñez hizo
salir a todos los presos del Loreto de cuatro en cuatro. A excepción del
general Calixto Ascarrunz, por el que intercedió Darío, todos fueron muertos. A
ellos les siguieron los presos encarcelados en el cuartel de policía y en la
cárcel, ocurriendo la matanza a mayor escala en el cuartel del batallón
Segundo. Allí el único superviviente fue Demetrio Urdininea, del que se supo
más tarde que era un espía de Yáñez.
¿Cómo reaccionó el gobierno cuando conoció lo sucedido? Achá
recibió la noticia en la ciudad de Sucre a través del ministro Fernández, quien
interpretó muy favorable para los septembristas la casi desaparición de los
principales miembros del partido de Belzu. La actitud victoriosa de muchos de
ellos no sólo obligó al ministro Bustillos a renunciar a su cargo, sino que
también debilitaba políticamente a Achá ya que mostraba fracasada la política
de fusión a causa de la irredente actitud conspiradora de los belcistas. Bajo
el entendimiento de que con lo ocurrido se había abortado una revolución y
salvado el orden público, las cartas que el presidente envió en un inicio a
Yáñez no lo reprobaron, sino que parecían aceptar que las autoridades
escarmentasen a los belcistas por el miedo a una conspiración29. Si bien ello
fue más tarde utilizado para imputar a Achá la responsabilidad de los hechos,
es necesario precisar que las primeras informaciones oficiales remitidas
justificaban lo sucedido, sin que personajes críticos con Yáñez como el jefe
político Rudesindo Carvajal expresase aún el horror que le producían sus actos.
También hay que tener en cuenta que en esos momentos Achá se encontraba en una
situación delicada debido al comportamiento hostil de Fernández y al favor que
recibía de los linaristas. Y aunque el ministro no contaba con el apoyo de sus
correligionarios de gabinete, cuyos miembros consideraban que hacía un uso
privado de los recursos gubernamentales, Achá había desatendido sus peticiones
de creación de un nuevo equipo de gobierno que lo excluyera porque temía que
con ello precipitase un nuevo golpe de Estado. De hecho, como demostración de
su poder, Fernández había colocado al ejército bajo las órdenes de jefes que le
eran adictos, los coroneles Nicanor Flores y Nicanor Balza. En contrapartida,
Achá sólo tenía la lealtad de la columna de rifleros que montaban la guardia de
palacio. En esa situación de indefensión, la recriminación pública de la
actuación de Yáñez, que era su valedor en La Paz, podría forzarle a aliarse con
Fernández.
Si bien los primeros días tras la ejecución de los presos
belcistas, las autoridades y la población estuvieron aturdidos, poco a poco el
pueblo de La Paz hizo responsable a Yáñez de lo sucedido, no quedando claro si
era él y sus colaboradores los únicos responsables o estaban involucrados
miembros del gobierno, e incluso el presidente. De hecho, la prensa de la
época, recogida en la obra de Gabriel René-Moreno, debatió por largo tiempo y
con tintes partidistas distintas hipótesis acerca de la Matanza del Loreto:
¿fue una empresa madurada y preconcebida sólo por Yáñez?, ¿se trató de un
trabajo alentado por septembristas extremos como Ruperto Fernández que
sirviéndose de su celo antibelcista se había aliado con él o le había utilizado
para eliminar de manera definitiva al partido opositor? o ¿resultó de
circunstancias e incidentes fatalmente combinados? Por ello se consideró
necesario dilucidar si había habido una verdadera provocación por parte de las
víctimas. En un clima de exacerbación partidista armada en el que cualquier
gesto sospechoso se juzgaba como sedición, no se dudaba de que los belcistas
pudieran dedicarse a conspirar y a aprovechar cualquier oportunidad para
desestabilizar al gobierno30. Otra cuestión era que existiera un complot
organizado. Muchos de los encarcelados estaban siendo juzgados por su tentativa
de seducción de la columna municipal, pero como su acción subversiva se había
descubierto antes de materializarse no quedaba clara la veracidad de la misma, habiéndose
llegado a infiltrar para probarla a «espías entre los presos para sonsacarles
información»31. Y si ese suceso era dudoso, mucho más lo era que los belcistas
hubieran organizado un movimiento de fuga el día 23. A juzgar por los
contradictorios testimonios posteriores, parece cierto que sí hubo un tiroteo.
Su origen, alcance e intención no estaban claros, siendo confusas las
referencias a un intento de movilización de artesanos para dar vivas a Belzu y
Córdoba, a disparos de fúsil y al destacamento de tres compañías del cuartel de
la Recoba de Sucre en las calles adyacentes a la plaza32. Ahora bien, sí el
ataque fue fingido, ¿quiénes fueron los responsables?, ¿lo organizó Yáñez para
justificar una posterior represión belcista? o ¿Yáñez fue víctima de una trampa
urdida por los hombres de Fernández y otros septembristas para inflamar su
encono contra el belcismo y dar salida a su natural ferocidad?
Pese a su atractivo, no es el objeto de este artículo
resolver los enigmas planteados por la prensa y René-Moreno, sino reflexionar
sobre la acción popular que desencadenó la ejecución de los belcistas. Si los
días posteriores a lo ocurrido, los vecinos no estaban de acuerdo acerca de si
hubo provocación o conato sedicioso, pasadas tres semanas se inclinaban a que
la autoridad había simulado el ataque. De hecho, a medida que el comportamiento
de Yáñez se hacía más intolerable para los paceños, el periódico que apoyaba
sus medidas de orden, El Boliviano, en respuesta a la propaganda belcista de El
Pueblo, publicó una serie de artículos que justificaban los actos represivos
por la conversión de la población en un colectivo que ejercía violencia en las
calles seducido por «los banderíos». Sobre ella se escribía que tras perpetrar
barbaridades y «crímenes atroces» volvía «a su casa» y con alborozo decía «a su
familia: los tiranos que habían proyectado empobrecernos haciendo más enorme
las carga de las contribuciones han sucumbido». Tales eran el comportamiento y
la naturaleza de «los soldados y los cholos cabecillas de la plebe» que
murieron la noche del 23 de octubre, un pueblo ignorante e inmoral, degradado
por el faccionalismo y, por tanto, deshabituado al trabajo, que se sublevaba
«sediento de sangre y ansioso de rapiña» por culpa de las seducción política.
Los belcistas con sus continuos planes de conspiración estaban evitando que la
plebe, en vez de ser útil a la sociedad en calidad de «artesanos, fabricantes o
agricultores», saliera de «la esfera donde la naturaleza la ha[bía] colocado» y
sólo generase caos. En esas condiciones la política de fusión de Achá era una
quimera tanto porque el pueblo se había transformado en populacho merced a ser
conducido «al terreno de las cuestiones políticas», como porque los belcistas
traicionaban los esfuerzos de conciliación del presidente aprovechándose de «un
pueblo inmaduro y una tropa desmoralizada»34. Sin embargo este discurso de
deslegitimación de la sociedad en términos de clase y a favor de la
desmovilización política de la misma en virtud de su irracionalidad no acalló
el descontento. Al contrario, cierta o no la responsabilidad de Yáñez en la
organización del ataque, se creyó en ella y eso alentó la cólera popular. No se
olvide que además de belcistas notables, había muerto mucha gente de tropa
perteneciente a los sectores populares de La Paz. Si a eso se sumaba que
todavía continuaban muchos encarcelados por cuya vida se temía ante la actitud
homicida de Yáñez y la aparente pasividad de otras autoridades de la ciudad y
del gobierno, no era de extrañar una movilización popular «salvadora y
justiciera».
Del lado belcista, ésta pudo estar azuzada por los folletos
y la prensa publicados en Lima, Tacna e Iquique que mediante interpelaciones a
cuerpos o personas determinados (obispo, artesanos, magistrados, o autoridades
municipales) les conminaban a un esfuerzo moral y combinado tendente a buscar
un desagravio contra Yáñez. A esa acción propagandística en la que también se
vieron involucrados periódicos paceños, se unían las gestiones hechas por las
familias de Eyzaguirre, Mendizábal, Guachilla, Saravia y Sardón que se
organizaron para ver a los presos después de la matanza y para asistir a las
viudas y huérfanos de los caídos. Tales medidas estarían en consonancia con la
activación de los lazos de clientela y compadrazgo mantenidos por los belcistas
con la población. Del lado gubernamental hay que señalar que cada vez eran
más las denuncias sobre la inconstitucionalidad de los actos de Yáñez, las
declaraciones acerca de que el gobierno podía perder su apoyo multipartidario,
corriendo el riesgo de no ser reconocido como «legítimo, popular y
constitucional» si permitía que la voluntad general quedara mancillada por la
acción de Yáñez, y las peticiones de que éste fuera juzgado por el bien del
septembrismo y del gobierno. Es decir, poco a poco el miedo ante las posibles
represalias de Yáñez pudo haber dado lugar a la planificación de un acto de
liberación de los presos que se tornó más tarde en venganza homicida, siendo el
motín de Balza una ocasión perfecta para alentar y justificar el ejercicio de
la violencia «en nombre de la conservación del orden y del régimen
constitucional». Veámoslo en el siguiente apartado.
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