Fuente: La tragedia del Altiplano – De: Tristan Marof / 1935. // (Foto-postal
coloreada, Cholas paceñas, principios de siglo XX. / Arnó Hnos. Editores.)
Muchos lectores podrían creer que nos dejamos arrastrar por un cierto
sentimentalismo hacia el indio y que disculpamos sus evidentes defectos. Para
el blanco –europeo o criollo– el indio es inepto, sucio y una rémora para el
progreso. Reflexionando en una forma simplista y halagado por el éxito pasajero
de ciertos países americanos occidentalizados, llega hasta el extremo de
concebir la desaparición de los indios y su exterminación. (En la Argentina y
en el Uruguay se procedió así: los pampas, los querandíes y los bravos
charrúas, de los cuales los uruguayos, orgullosamente, proclámanse sus
descendientes, fueron exterminados). Pero en el Perú, Ecuador y Bolivia no
existían unas cuantas tribus, sino misiones de pobladores, a los que no se
podía eliminar. Por otra parte, los indios, desde el viejo tiempo colonial
hasta ahora, han sido los únicos que han arado y sembrado las tierras para el
goce del blanco, porque es problemático suponer que inmigrantes europeos y de
otros países vengan al altiplano andino —a cuatro mil y tantos metros de
altura—, se acomoden a sus costumbres y soporten las penosas condiciones que
llevan los indios. Hay que ver cómo en las minas de Huanuní, de Quinza Cruz o
del cerro de Potosí, el nativo boliviano es el único que puede resistir las
inclemencias, por un salario miserable. Si aceptamos la posibilidad de una
inmigración extranjera al altiplano, habría que considerar también la
desaparición de los señores feudales, que hoy día están disgustados del indio,
después de succionarle su sangre, utilizarlo y servirse ampliamente de él.
Quieren precisamente, eliminar el instrumento de su propia vida, la gallina de
los huevos de oro, por la cual subsisten y gobiernan.
El inmigrante extranjero no puede jamás someterse al señor feudal. Los pocos que
han llegado a Bolivia en calidad de colonos, muy pronto se han transformado en
patrones, se han sumado a los explotadores, han dejado de laborar, utilizando
en el trabajo de las tierras, como es natural, a los indios. En otros términos:
no sólo existen minas y materias primas en Bolivia ; existe también otro filón
tan inagotable como las minas: el indio. ¡Y esto lo saben bien los que
usufructúan su esfuerzo y su sangre!
El asunto para nosotros es distinto. Consideramos que el indio civilizado es
uno de los mejores obreros, el más paciente y laborioso, de cualidades
inagotables de observación, muy próximo al chino y al propio japonés. De una
tenacidad admirable, de una fortaleza y sobriedad ejemplares. Hay que
contemplarle en la mina, en el taller de mecánica, de electricidad o en el
propio ejército, soportando las más duras pruebas, sonriente y sufrido, sin que
sus nervios de acero se alteren lo más mínimo. Sus trabajos son minuciosos,
detallistas; sin embargo, simplificados. En la platería son verdaderos
orfebres. En la arquitectura ejecutan con suma habilidad el trabajo del
ingeniero. Su ojo artístico es admirable. Se aplican de tal modo, hasta igualar
el original y muchas veces superarlo. Todo esto nos demuestra una cosa: el
talento del indio. No hablemos de sus excepcionales cualidades musicales y del
rico folklore que ha salido del Perú y del Alto—Perú; de sus tejidos y de sus
aficiones para el cálculo, la astronomía, la cirugía y las ciencias positivas.
Instruído y educado el indio, ofrece las mayores posibilidades. Esto mismo ha
sido repetido por hombres de ciencia como Posnasky, por antropólogos como
Rouma, por sociólogos como Saavedra. Ineducado y analfabeto, permanece como una
bestia detrás de sus llamas.
Si el indio no ha rendido todo lo que debía dar, si permanece oscuro, huraño y
tímido; si el indio es una ―rémora para el progreso‖ —como afirman los
imbéciles periodistas bolivianos—, es debido a otras causas, entre ellas —la
principal— a la lamentable posición social que ocupa y a su miserable condición
económica. En los raros casos en que sobresale y se corrompe, orientando su
inteligencia erróneamente, habría que culpar al medio y no a él mismo.
¡Abandonemos el prejuicio liberal y absurdo de que el hombre, por entero, se
debe a sí mismo, a su voluntad y talento! . . .
Un indio libre, educado técnicamente, con sentimiento de dignidad y de clase,
es el que anhelamos nosotros. Pero para llegar a esto es preciso que la
sociedad feudal sea derribada por los mismos indios, aliados a todos los que
tienen cuentas que saldar con ella: artesanos de ciudad, estudiantes y
proletarios de las minas. Es preciso que los indios refuercen sus
organizaciones comunarias, coordinen vínculos, establezcan contactos entre los
del norte y los del sur; entre quichuas y aimarás; elijan sus representantes
ante los congresos obreros y sigan una sola línea de conducta.
No queremos volver al pasado indio. Lo apreciamos en su magnífica y
extraordinaria organización. Sabemos cuánto hizo por la moral y la justicia. Lo
admiramos sin reservas por esas leyes agrarias que garantizaban la vida del
último habitante de la colectividad, por su orden y sus reglamentos de trabajo.
Hoy día mismo, la famosa república, contando con mayores ventajas, adelantos y
posibilidades, no ha superado las leyes del Inka. Los habitantes indios se
mueren de miseria y son considerados peor que las bestias.
Queremos servirnos de ese pasado para superarlo y agrandarlo. Si los Inkas,
contando con menos técnica, adelantos y condiciones, pudieron realizar un
experimento inigualado en la historia de la civilización americana, como es el
de administrar un territorio de mil trescientas leguas, en el cual nadie se
moría de hambre, hoy, contando con la más desarrollada técnica, estamos seguros
de mayores triunfos. Sólo tenemos dos enemigos formidables que vencer: el
imperialismo extranjero, que se aprovecha de nuestro retardo y de las inmensas
materias primas, y la clase feudal, inepta y vacía, que se ha convertido en su
instrumento de opresión y aliado servil.
No es aventurado suponer que con este elemento indígena hasta hoy despreciado y
humillado, que posee un sentido de cooperación arraigado, una tendencia a la
célula y a la comunidad; que rechaza todo gesto y actitud individualistas; que
durante cuatro siglos, por encima de todas las leyes y decretos, ha mantenido
organizada su comunidad y sus costumbres de trabajo en común podemos formar
repúblicas socialistas que tengan enorme éxito. Ecuador, Perú como Bolivia y
Chile, tienen inmensas riquezas inexplotadas en su suelo y subsuelo: tanto
minerales como vegetales. El elemento humano reclama sus derechos al goce y a
la abundancia. No una minoría como ahora, sino la mayoría en su plenitud, dueña
de su vida y de su destino. Sólo faltan máquinas, muchas máquinas, y esto que brota
del corazón y de la necesidad: ¡audacia! Entonces crearemos un sentido de vida
nuevo que transforme, por completo la vieja sociedad y la decapite.
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