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EL SOLDADO BENIANO JULIO CÉSAR PARADA CALLAÚ RELATA SU FUGA DE UN CAMPO DE PRISIONEROS EN EL PARAGUAY

Por: Julio César Parada Callaú (*)

La fortaleza de nuestros 21 años, no obstante el estado físico agotado por la poca y mala alimentación, el trabajo forzado a rigor de látigo, durmiendo sin cama y sin techo, nuestro estado de ánimo no se adecuó a la sumisión y sometimiento del prisionero de guerra y, sobretodo, nuestro orgullo de bolivianos cambas no permitiría jamás la resignación.
Durante todo el tiempo que ya llevaba de prisionero me martillaba el cerebro la idea de liberarme por mis propios medios de la afrenta de haber caído prisionero -no obstante de que mi caída se produjo cuando me encontraba inconsciente por la insolación y la sed y que debía fugar aunque el refugio me hubiera costado la vida. En cada campamento donde era trasladado, hacía mi plan de fuga, pero no siempre se presentaba la ocasión propicia.
Pasaban ocho meses ya de cautiverio, soportando vejámenes y ultrajes de mis opresores, cuando fui destinado al campo de concentración de prisioneros del "Jardín Botánico" ubicado entre Asunción y el río Paraguay. En este campamento concebí un nuevo plan de fuga: seguro que cruzando el río Paraguay y caminando 20 leguas al sur, llegaría a la ciudad argentina de Formosa, donde supe que existía un cónsul boliviano, me propuse buscar un compañero de evasión, búsqueda que resultó vana.
Consulté a unos 250 camaradas prisioneros, pero me contestaron que era demasiado riesgoso, pues los que lo intentaron fueron muertos ahogados o a bala cruzando el río y los que conseguían cruzar morían a bala por los argentinos correntinos, congéneres y cómplices de los guaraníes.
Sólo me quedaba una alternativa: consultar al vaquero que pastoreaba las vacas lecheras del establecimiento, al que le expuse mi plan. El buen hombre aceptó sin ningún titubeo. Me dijo que sí porque él también buscada un compañero de fuga y que por fin había encontrado la ocasión de ejecutar un plan parecido al mío. Este muchacho se llamaba Gumersindo Ponce, natural de Izosog, departamento de Santa Cruz. Tenía mi misma edad y dominaba el guaraní a la perfección, por ser la lengua nativa de su pueblo.
Fue como si el destino lo hubiera preparado todo. Eran las 17.00 horas del 2 de agosto de 1934, cuando se desató una tormenta turbulenta, con lluvia intensa, descargas eléctricas y viento huracanado, que duró una hora más o menos. Prisioneros y centinelas quedamos empapados; más de doscientos presos y ocho custodios.
El lugar de suplicio era una especie de corralón sin techo cercado con astillas de tacuara (especie de cañahueca) trenzada, de unos 50 metros por lado. Estaba vigilado por ocho puestos centinelas, uno en cada esquina más los intermedios; unos armados con fusiles, otros con pistolas ametralladoras. Pasada la tormenta los prisioneros hicimos fogatas para secar los trapos que cubrían nuestros cuerpos. Y hacer hervir agua en latas vacías de conservas, para preparar mate amargo y tomarlo con bombilla y en poro.
Mientras eso ocurría, nos juntamos con mi compañero de fuga en un lugar separado donde nadie pudiera escucharnos. Acordamos una treta, comprometiendo inclusive a nuestros camaradas. Nuestro plan de ejecución inmediato consistía en ofrecer al grupo de la fogata una botella de caña paraguaya "para contrarrestar el frío y evitar un resfriado", pero con la condición de que llamen al centinela más próximo para invitarle un mate, puesto que él también estaba sopita y con frío, y que mientras se acerque al fogón, Gumersindo levantara algunas cañas del cerco para salir a comprar el licor y al regresar ingrese por la puerta principal como si estuviera volviendo de su trabajo. Nuestro plan salió a pedir de boca: los compañeros aceptaron la propuesta, el guardia paraguayo aceptó lainvitación, se aproximó a la fogata, se puso de cuclillas, colocó el fusil entre sus rodillas y empezó a chupar la bombilla.
Ese fue el momento culminante de nuestra aventura. Aprovechando la oscuridad de la noche, nos tendimos detrás del centinela y acercándonos al cerco derribamos algunas cañahuecas para que puedan pasar nuestros cuerpos y salimos sin tropiezos perdiéndonos en el bosque rumbo al río Paraguay, a cuyas orillas llegamos a las 10 y media. Bordeando el caudal caminamos río arriba hasta alcanzar nuestro primer contacto en libertad: una fábrica de conservas de carne llamada "Zeballocué", pero evitamos acercarnos. Para que al cruzar el río no nos arrastre la corriente hacia la parte iluminada del puerto de Asunción y de Clorinda -población argentina fronteriza y confluencia del río Pilcomayo, donde nace el Chaco por el que estábamos peleando-, al subir recogimos dos troncos secos que Gumersindo tenía ubicados y que podían servir de flotadores en un caso dado. Luego nos quitamos los andrajos con que estábamos vestidos para que no nos estorben y con nuestros cinturones los amarramos en la parte posterior de nuestras cabezas.
A las 11 de la noche nos largamos al río y así cumplir la parte más peligrosa de nuestra aventura, cada uno agarrado de su tronco, lo que nos serviría de auxilio en el cruce a nado del Gran Río Paraguay, que tenía unos mil metros de ancho, de orilla a orilla. Fue penosa la travesía, pues no podíamos nadar con brío para no llamar la atención de los puestos de seguridad y vigilancia que se veían iluminados por fogatas en la ribera opuesta del río. No obstante de nadar aferrados a los troncos, la larga travesía nos tuvo al filo de zozobrar. Gracias a la providencia, que nos dio fuerza para continuar, llegamos a la ansiada orilla opuesta aclarando el día 3 de agosto.
Luego de pisar tierra, se cruzaron nuestras miradas e instintivamente nos dimos el primer abrazo, satisfechos de haber salido ilesos del tramo más peligroso de nuestra evasión. Pero no había tiempo que perder. Sin dejar huellas en la playa emprendimos la segunda etapa del escape, consistente en cruzar la punta del Chaco hasta llegar al río Pilcomayo, territorio que se encontraba intensamente patrullado por tropas paraguayas. Era otro trance riesgoso en nuestra fuga precipitada por lagunas y pantanos poblados de yacarés, sicurís, rayas y pirañas que, felizmente, no nos hicieron daño.
Saliendo el sol chocamos con el Pilcomayo. Sin más preámbulos nos arrojamos a sus aguas, atravesamos sus 40 metros de ancho y pisamos territorio argentino. Con lágrimas de emoción nos dimos el segundo abrazo con mi entrañable y valiente compañero. El día amaneció lloviendo con fuerte viento del sur y muy cerca de la población de Clorinda, lo cual constituía otro peligro. Mojados y tiritando de frío buscamos el bosque más cercano y enmarañado para ocultarnos. Felizmente encontramos un árbol gigantesco con raíces pronunciadas, en el que nos encajamos para contrarrestar el mal tiempo y esperar la noche para continuar el rumbo previsto. Al caer la noche partimos hacia el sur, orientándonos por la Cruz del Sur y rezando para que no nos sorprendan los lugareños, quienes capturaban a los prófugos y los entregaban a los paraguayos o los pasaban a mejor vida. Al alba del tercer día de caminata, llegamos a una estancia ganadera. Como ya nos apremiaba el hambre resolvimos arriesgar y aproximarnos en procura de comida. Nos encontramos con un señor, que resultó ser el dueño de la estancia, un hombre joven, alto, de buena presencia, quien luego de vernos casi desnudos pareció darse cuenta de que éramos prisioneros bolivianos en plan de fuga, por nuestra apariencia mal vestida y por el tono despectivo con que contestó nuestro saludo. Pero a veces las apariencias engañan. Le pedimos nos dé un poco de alimento. Nos miró algo desconfiado, indagó por nuestra procedencia y algunas cosas más y, para sorpresa nuestra, llamó a una sirvienta y le ordenó nos prepare algo de comer. Al poco rato, la buena mujer regresó con una fuente de tasajo asado (carne a medio secar) con una porción de farinha y yuca cosida. Mientras comíamos, este señor de apellido Rivera dijo ser oficial del ejército paraguayo, pero que por razones políticas lo desterraron de su país, razón por la que optó por quedarse a trabajar en la Argentina.
Cuando dimos casi fin con la exquisita, abundante e inesperada comida, Rivera se aproximó a la puerta y llamó en voz alta a un peón paraguayo de nombre Mateo, a quien en voz baja le ordenó algo. Al poco rato, Mateo ensillaba una mula en el patio. Sospechamos lo peor. Mientras el patrón se dirigía hacia otro lado de la estancia y el peón ingresaba a una habitación en procura quien sabe de qué, instintivamente cogimos la comida sobrante y salimos corriendo a campo traviesa hasta ponernos fuera del alcance de quienes a esa altura se disponían a entregarnos al enemigo, después de ofrecernos "la última cena". Tras correr una media hora, decidimos hacerles una treta: desandamos unos 500 metros, borramos el rastro de nuestros pasos y aprovechamos un pajonal para despistar a nuestros perseguidores, que seguramente las tenían muy claras: estábamos muy cerca del río Paraná y, según sabía Gumersindo, muy cerca de Puerto Sara, base militar donde por esos días se encontraba el Cañonero Humaitá de la Armada Paraguaya. Nuestras sospechas iban a confirmarse minutos después, cuando el instinto nos empujó a tendernos escondidos en el pajonal. De pronto sentimos tropel de gentes que pasaron hacia el lado opuesto. Estiré la cabeza y, efectivamente, se trataba de una fracción uniformada y con armamento de la Armada pila. Al no encontrarnos, dispararon varias ráfagas de ametralladora a baja altura, para luego emprender el retorno a su base.
En nuestro escondite esperamos que se haga la noche para retomar la marcha. Después de caminar algunas horas nos encontramos con una laguna bastante extensa de orillas fangosas, al punto que no pudimos llegar al agua. Por la oscuridad, tampoco pudimos calcular su extensión para intentar cruzarla a nado u orillearla. Resolvimos pasar el resto de la noche en un enorme tronco viejo y ahuecado caído en plena pampa. Fue otra noche de tiritar a la intemperie. Al amanecer, cuando intentábamos cruzar la laguna a nado forzado, percibimos los gritos de una persona llamándonos desde la orilla del frente. Nos asustamos, pensando que esas voces eran de un miembro de la patrulla enemiga que nos había descubierto y sin posibilidad de escapar. Una vez más vino la providencia en nuestra ayuda: era un lugareño que amigablemente nos decía que no tengamos cuidado, que él venía a socorrernos. Se trataba de un joven que se acercaba remando en su canoa y nos pedía abordarla para cruzar a la otra orilla donde estaba su patrón aguardándonos. Minutos después nos recibió un gaucho muy elegante, de bombacha y botas finas, sombrero tejano y espuelas de plata. Nos abrazó con afecto, felicitándonos por haber burlado a la patrulla paraguaya. Mientras nos conducía a un campamento manifestó que con él estábamos garantizados, pues era un comerciante influyente en la zona. Nos ofreció trabajo, consistente en trasladar yerba mate desde el río Paraná hasta ese campamento. Una carpa grande en medio de la selva servía para almacenar toda clase de provisiones. Cordialmente nos dijo que quería celebrar nuestra llegada y sacó varias botellas de caña paraguaya y una ortofónica que nos deleitó con lindas zambas argentinas y polcas paraguayas. Insistió en "celebrar el acontecimiento" con todos los trabajadores. Dio un silbido y comenzaron a salir del bosque soldados paraguayos, sin armas, en número de diez. El anfitrión nos tranquilizó: eran desertores del ejército paraguayo a los que acogió y puso a su servicio. Luego se procedió a los brindis en nuestro honor y comenzó la jarana. Nos convidaron con carne asada y yuca frita, nos invitaron a bailar, pero cuando los vimos un tanto mareados, acordamos con Gumersindo retomar la marcha en cuanto se haga la noche. Y así lo hicimos. Caminamos tres días hasta alcanzar una caravana de vehículos sobre la carretera. A distancia obligada seguimos a los camiones hasta llegar a una riel que atravesaba el camino y sobre ella un madera con un letrero que anunciaba a los conductores el paso del tren. Nos detuvimos unos minutos a pensar dónde estábamos y qué sucedía en ese páramo deshabitado. Coincidimos que era probable que cerca de la tranca podía haber un puesto policial para pescar vehículos contrabandistas de yerba mate.
De súbito, una voz enérgica nos sacó de nuestras cavilaciones: ¡Alto, quién vive", tronó el grito y cayeron sobre nosotros dos soldados de uniformes oscuros y bien armados. Nos detuvieron y condujeron a una caseta pequeña en medio del bosque. La oscuridad era total. Nos alumbraron con sus linternas y al ver los andrajos que llevábamos puestos, al tiro se dieron cuenta que éramos prisioneros bolivianos fugados del Paraguay. Nuevamente el interrogatorio, otra vez nuestra filiación, de dónde fugamos, cuál era nuestro destino, etcétera. Viendo que no teníamos nada que silenciar, se portaron más considerados con nosotros. Nos invitaron agua de sus caramañolas, abrieron una lata de corne dbeef (carne de caballo envasada) e hicieron unos sándwich con pan del día. Nos indicaron que estábamos en el puesto llamado Mojón de Fierro, retén de la Gendarmería Argentina. Respiramos aliviados. Estábamos a cinco leguas de la ciudad de Formosa. Para nuestra suerte, nos ofrecieron embarcarnos en la primera movilidad que pase, pero a condición que digamos que íbamos de vuelta, pues "éramos de Salta", quizás porque nuestra forma de hablar era parecida a la de los salteños.
En el retén permanecimos un buen rato charlando con los gendarmes que nos miraban con admiración, pues eran contados los que lograban fugar en condiciones tan adversas y sobre un territorio atestado de fuerzas paraguayas y de sus cómplices argentinos, aunque no todos eran de estos últimos. Los gendarmes pararon al primer vehículo que asomaba, un automóvil. Se detuvo en la tranca y luego de una revisión le encomendaron al chofer que nos lleve hasta Formosa. En el trayecto el conductor nos preguntó cuándo continuábamos hacia Salta y nosotros cometimos un error imperdonable: le dijimos que íbamos a hacerlo ni bien lleguemos a Formosa y en el próximo barco, ignorando que entre esas dos ciudades la única comunicación era por tierra. La cosa le disgustó al chofer. Sintiéndose objeto de una mentira, enfurecido nos dijo que él era paraguayo y emprendió a los golpes diciendo "bolivianos de mierda y mentirosos, además!". Gumersindo abrió la puerta del lado donde viajaba y como rayo saltamos al camino, para sorpresa del pila que en la oscuridad no se animó a perseguirnos.
Al otro día, después de otra noche mal dormida, volvimos al camino para continuar el viaje a pie. A las siete de la mañana del 8 de agosto, divisamos las primeras casas de las afueras de Formosa. Nos acercamos a la más próxima, tocamos la puerta y fuimos recibidos por el dueño, que resultó ser un paraguayo casado con argentina. Luego de escrutarnos con la mirada y del interrogatorio de rigor, no tuvo inconveniente en invitarnos a pasar a la casa, en cuyo interior su familia se aprestaba a desayunar. El buen hombre le dijo a su esposa que éramos unos salteños llegados a pie desde el Paraguay, con hambre y sin abrigo. Compartimos la mesa con nuestros ocasionales anfitriones y media docena de niños entre hombres y mujeres. El jefe del hogar nos dijo que su numerosa familia era la razón que le impedía ir al frente y defender a su patria.
Fue un viernes que nos llenó el alma de contento y el estómago de rica comida casera. Pasado el mediodía, concretamos lo que le habíamos prometido en la mañana, o sea, ayudarle en sus tareas de agricultura. Nos condujo a su "capuera" (chacra), donde le ayudamos a desyerbar un mandiocal (sembrío de yuca); él quedó contento porque sabíamos manejar bien la azada. Nos propuso que nos quedáramos a trabajar con él, que nos iba a pagar bien, además de asistirnos con techo y comida y hasta darnos un dinerito para comprarnos ropa. Trabajamos ese día y el sábado más. Para el domingo nos compró una ternada, que la estrenamos dando un paseo por la ciudad. No estábamos en "Salta la linda", pero estábamos en otra bella y acogedora localidad argentina, libres y en buena compañía. A la sombra de una palmera, nos sentamos en un banquito de parque, pasmados y agradecidos por cómo nos protegió la Divina Providencia y lo bien que se portó el azar en nuestra travesía. Luego de servirnos una cerveza en el bar de la plaza, a sabiendas de que en Formosa había un consulado boliviano, nos propusimos ubicarlo. Preguntando al paisanaje, dimos con el Consulado de Bolivia en Formosa, ubicado en el céntrico Palais Hotel y allí dirigimos nuestros pasos. Camino del hotel se encontraba un hombre más o menos moreno, más alto que bajo, paseándose con un periódico en la mano. Nos acercamos a saludarle y preguntarle si conocía al cónsul boliviano. "Soy yo, caballeros, a sus órdenes", nos dijo. Después de mirarnos de pies a cabeza, procedió a interrogarnos. Le dijimos que éramos prófugos bolivianos, evadidos de un campo de concentración de Asunción del Paraguay. Una mueca de asombro grabó su rostro, movió la cabeza, incrédulo, nos abrazó en silencio, emocionado, y con un gesto nos invitó a pasar al comedor del hotel. Estaba demás pedirle nos ayudara. Después de almorzar y brindar con un buen vino, nos condujo al consulado, que ocupaba el quinto piso del hotel. No obstante la confianza mutua, el cónsul nos miraba pensativo y volvía a interrogarnos. No era para menos: la guerra no había terminado y el espionaje estaba en su silencioso apogeo, y tenía en Formosa y Salta a dos de sus centros estratégicos, para ambos bandos. Al escuchar nuestro relato, recuperó la fe en nosotros y ratificó su voluntad de ayudarnos en el ansiado retorno a la patria. Nos alojó en una habitación dependiente del consulado. Entrada la noche, nos llevó a su casa y, orgulloso, nos presentó a su familia. Pero nuestro buen ánimo iba a contramano de nuestro estado de salud. Él reparó en ello desde un primer momento. Nos puso un médico y una enfermera para curar las heridas ocasionadas en una travesía por la inhóspita selva fronteriza entre el Paraguay y la Argentina, sin alimento ni agua en su mayor parte.
En Formosa permanecimos cinco días, pasados los cuales el cónsul boliviano, Dr. Arturo Seburo, que así se llamaba el solidario diplomático, dispuso nuestro traslado a la frontera para ser entregados a las autoridades de Villazón, a donde fuimos conducidos por dos empleados del consulado.
Al pisar tierra nuestra en Villazón, mi valiente compañero de aventura, el inolvidable Gumersindo Ponce, se para en el primer tramo boliviano del puente fronterizo y me dirige una mirada con lágrimas en los ojos y, entre sollozos, nos confundimos en un prolongado abrazo, significando el triunfo definitivo de nuestra hazaña de liberación, para continuar defendiendo con más bravura la integridad de nuestra querida patria. Ese día el Centro de Esposas de Oficiales del Ejército y damas de la población, nos ofrecieron un simpático agasajo y nos colmaron de regalos. Al día siguiente partimos en ferrocarril rumbo a la ciudad de La Paz. Al llegar a Uyuni, donde permanecimos unas horas, anoticiadas de nuestra llegada, el Comité de Damas uyunenses nos ofreció una cena con platos exquisitos de la región y nos entregó muchos obsequios.
El 18 de agosto llegamos a La Paz y fuimos alojados en el Casino de Oficiales de la 2da División, ubicada en el cuartel de San Pedro. Un Tribunal encargado de la investigación de los casos de evasión de prisioneros bolivianos desde los centros de concentración paraguayos, dirigido por una señora Tejada, se encargó de sumariarnos.
En los primeros días de septiembre de ese mismo año, nos concedieron licencia para constituirnos a nuestros pueblos de origen y presentarnos en enero de 1935 en nuestros respectivos destinos militares. Como pudimos viajamos juntos con mi entrañable compañero Gumersindo Ponce Caballero hasta Santa Cruz, donde él se quedó. Un cruceño diestro en las faenas ganaderas y un beniano sobreviviente y testigo de muchos combates, nos abrazamos por última vez con las primeras luces de un octubre primaveral; cada uno con una historia por contar. Yo continué, casi siempre a pie, hacia mi Beni natal. A comienzos de noviembre posaba mis pies en mi querido pueblo de San Ignacio de Moxos.

(*)Este articulo son fragmentos de una biografía que está en vías de ser concluida, proporcionados por los hermanos Alfredo y José Manuel Parada Grandi, hijos del autor. Aporte del escritor Eduardo Ascarrunz, editor literario de la citada obra.
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Para más: Historias de Bolivia.

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