En la foto se puede ver cómo quedó devastado el salón
central del edificio. / Ricardo Aguilar Agramont / Publicado en el
periódico La Razón el 26 de febrero de 2012.
Tras anunciarse la construcción de la “Casa Grande del
Pueblo” —que será un anexo al Palacio Quemado— no queda sino ver la historia de
este espacio de poder de toda la región desde la Colonia y posteriormente del
país entero. Este edificio es el testigo del dentro y fuera inmediato del
destino político nacional. La presencia de esta vieja casona, su frontis, sus
rincones y sus alrededores son la imagen condensada de una ausencia: el pasado
histórico de Bolivia.
Dicho con un ejemplo, es imposible negar que, al menos una
vez, al pasar por su vereda, uno no haya imaginado un episodio sangriento o
convulso del país: tal vez el colgamiento de Gualberto Villarroel, posiblemente
la muerte de un anónimo sentenciado al garrote antes de la República, quizás
Octubre de 2003 o, por qué no, Mariano Melgarejo en una de las mentiras que
tejió algún mitólogo…
Lo que escribe el teórico Gaston Bachelard, en su libro La
poética del espacio, cuando habla de esta parte precisa de lo real, parece que
habría sido afirmada específicamente para un lugar de poder como el del Palacio
Quemado: (Los conceptos de) “dentro y fuera constituyen una dialéctica del
descuartizamiento” .
Si bien la cita está descontextualizada, funciona
perfectamente para ilustrar la escena —ideada por Mariano Baptista Gumucio en
su libro Biografía del Palacio Quemado (texto del que se sacaron los datos
históricos del presente artículo)— cuando se pone a Goyeneche detrás de una
cortina del entonces llamado Cabildo observando detenidamente el suplicio de
los condenados por la revolución de 1809, donde la ventana metaforiza ese
entrelugar del interior-exterior (de que habla Bachelard) del actual Palacio;
mientras, abajo, hay un “descuartizamiento” entendido figuradamente en el
sentido de la separación de lo palaciego y el pueblo, y casi literalmente si se
piensa en un inmueble que es testigo mudo de las torturas que sucedieron frente
a él.
Tras la fundación de La Paz, en la Colonia, la Casa
Pretorial, Cabildo o Sala Capitular se construyó sobre el terreno (que era
propiedad de Alonso de Mendoza) en que hoy está el Palacio de Gobierno.
El primer conflicto que presenció este edificio fue en los
días del cerco a La Paz comandado por Túpac Katari en 1781. En esa crisis, el
inmueble no sólo fue el espacio donde se decidía, sino también un hospital
improvisado por el brote de disentería y el crecimiento de heridos que
colapsaron el hospital San Juan de Dios. Frente a la casona, a lo largo de esos
días, hubo una horca presta a ser utilizada: en ella se sacrificaron 250
indígenas sospechosos de ser parte del levantamiento.
Volviendo al siglo XIX —y ahora posando la vista en el
interior del Cabildo— retorna la imagen del descuartizamiento. En 1814, los
patriotas se acercaban a La Paz guiados por el sargento Mariano Pinelo. Al
saber la noticia, el marqués de Valde Hoyos preparó la defensa planeando llevar
barriles de pólvora al Palacio y escondiéndose él en la Catedral: cuando los
revolucionarios entraran al edificio una mecha detonaría el material explosivo.
Sin embargo, los revolucionarios sacaron al Marqués de su
refugio y lo llevaron al lugar de la pólvora. Ahí pidió hablar con un cura de
apellido Muñecas, quien al saber del plan de boca del Marqués mandó regresar
los barriles al cuartel. No se sabe cómo, pero el final de la historia fue que
algunas de las cargas explotaron haciendo volar por los aires miembros y dorsos
de quienes realizaban los traslados. Finalmente, las tropas patriotas entraron
en la ciudad y mataron a pedradas a Valde Hoyos y colgaron sus restos de una
horca al frente del Cabildo.
Ya en el periodo republicano, fue el presidente José
Ballivián quien mandó a demoler el antiguo Cabildo y a construir el Palacio;
encomendó el trabajo al arquitecto José Núñez del Prado. Se terminó en 1853.
La Plaza Mayor (hoy Murillo) vivió relativa calma hasta que
el presidente José María Achá —que decidió gobernar desde Sucre— llamara al
coronel Plácido Yáñez (de paradójico primer nombre) por su temor a que se
hiciera un golpe en La Paz a favor de Manuel Isidoro Belzu.
En 1861, Yáñez apresó al yerno de este último, el
expresidente Jorge Córdova, y a sus seguidores, quienes fueron puestos en el
Loreto (hoy Palacio Legislativo). El 23 de octubre fue la fecha de la
carnicería de 21 personas, la que fue bautizada como la Matanza de Yáñez (según
el parte oficial escrito para Achá, se miente al decir que se había sofocado
una revuelta).
ASESINATOS. Si bien Melgarejo vivió poco tiempo en el
Palacio, éste bastó para crear una mitología. Según la relación de Mariano
Baptista, todo comenzó cuando derrocó a Achá en Cochabamba (1865). Belzu se
instaló en el Palacio tratando de asumir el mandato. Sin embargo, cuando
Melgarejo llegó a La Paz, se dirigió hacia la Casa de Gobierno, en cuyo segundo
piso estuvo por asesinar con un sable al “ídolo de los cholos”, cuando un
riflero se adelantó y abrió fuego abatiéndolo (hay historiadores que atribuyen
el asesinato a Melgarejo) y dejando al “Capitán del siglo” como presidente.
Tal vez el crimen más colorido en el Palacio fue la muerte
del mandatario Agustín Morales a manos de su sobrino, el edecán Federico La
Faye, en 1872. En los festejos del segundo año del derrocamiento de Melgarejo,
se bebía alcohol en las calles y en la Casa de Gobierno, Morales se hallaba
energúmeno faltando al respeto a sus ministros y a quien se le cruzara.
Furioso, lo que siguió a una renuncia masiva en el ministerio. La Faye le pedía
que se calmara, lo que le valió varios ultrajes.
Finalmente, el sobrino indignado disparó siete tiros sobre
la humanidad del Presidente. La causa del crimen era, aparentemente, los malos
tratos recibidos por todos los presentes; sin embargo, había un móvil pasional
en el asunto: La Faye salía con Juana Asturizaga, a quien Morales también
pretendía.
El tipo de arma que usó La Faye se conoció en adelante como
“Matamorales”, según Baptista.
El expresidente Carlos Mesa dice que el mueble de mármol en
el que cayó Morales rompiéndolo aún está en el Palacio de Gobierno, aunque
reparado “se notan sus rajaduras”.
Mucho después, en 1899, la guerra civil daría como resultado
el cambio definitivo de la sede de gobierno a la ciudad de La Paz.
Desde ese momento hasta nuestros días, el escenario de las
insidias de poder sería el Palacio Quemado.
Queda la historia (con visos de pundonor) ocurrida en 1938.
El inventor del “indigenismo desde afuera”, Alcides Arguedas, se hallaba en su
casa cuando fue llamado por el presidente Germán Busch. Aquél fue a ver a la
autoridad creyendo (¿por qué no?) que era solicitado para recibir un homenaje
más a su ardua labor intelectual (“Este presidente [...] me llama para pedirme
ser su amigo”, escribe Arguedas en Etapas de la vida de un escritor).
Cuando llegó al Palacio pasó al despacho de Busch, quien
reprochó un texto del intelectual y le propinó dos golpes (con el puño cerrado,
según el autor de Raza de bronce; con la palma abierta, de acuerdo con otros).
Arguedas se retiró ensangrentado.
Tal vez el suplicio más recordado por la historia oral y
escrita sea el colgamiento de Villarroel. Después de más de una semana de
protestas de los maestros, el 20 de julio de 1946, los mandos militares
pidieron a Villarroel que abandone el Palacio Quemado por su seguridad; el
Presidente se negó rotundamente. La casona quedó paulatinamente sin oficiales, quienes
se retiraban diciendo preparar la defensa contra la turba manifestante; en
realidad muchos de ellos ya se enfilaban con quienes se disponían a asaltar el
último reducto del mandatario. En el momento en que Villarroel renunciaba,
entraban las primeras ráfagas de proyectiles. Cuando se iniciaba la evacuación,
el Presidente dijo que no abandonaría su puesto.
Un tanque rompió la puerta del Palacio y permitió que
ingrese la muchedumbre. Quienes defendían al mandatario fueron heridos y
muertos en el acto. En el segundo piso, el Presidente se metió en una alacena y
su edecán en otra. La masa iracunda encontró ahí su cadáver atravesado de
varios disparos, lo sacó y, como si la furia no bastara con dar muerte a la
persona, castigaron los despojos colgando ambos cadáveres de los faroles de la
plaza Murillo. “El primero de ellos que da hacia la puerta del Palacio fue el
que sostenía a Villarroel”, asegura Mesa.
En este caso de la historia también se puede ver la
dialéctica del espacio propuesta por Bachelard: el movimiento del
“descuartizamiento” va de lo interior doble (el ocultamiento del Presidente en
una alacena dentro del Palacio) a un alarde morboso de lo público-exterior (los
vejámenes al cadáver en la plaza).
El golpe de García Mesa también violentó a la vieja casona,
que fue tomada por paramilitares armados que llegaron en ambulancias y llevaron
a la presidenta Lidia Gueiler a la casa presidencial en calidad de detenida.
Desde el salón se oía el acento argentino de los asesores del derrocamiento.
Cuántas órdenes de fusilamiento durante el periodo del
verdugo movimientista San Román, o en las dictaduras posteriores, o cuántas
órdenes de represión finalizadas en matanzas durante la época democrática partirían
desde este edificio mudo es algo que nunca se sabrá. Sólo restan los muros del
Palacio Quemado callando aquello que ha quedado como entre piedra y piedra de
sus muros, en los intersticios de la ciencia histórica.
EL ORIGEN DEL NOMBRE DEL PALACIO QUEMADO
Es interesante que el nombre del Palacio de Gobierno sea un
adjetivo que refleja no un accidente exterior del mismo —pues nadie que pase
por la plaza Murillo podría hablar de una correspondencia entre la palabra que
lo describe (quemado) y su apariencia visible actual— sino más bien una
característica más profunda que puede ser referida como la parte de un interior
histórico. Una vez más estamos ante la imagen del “dentro y fuera” del que se
hablaba cuando se mencionaba a Gastón Bachelard.
En realidad, el adjetivo fue atribuido al edificio durante
el segundo mandato de Tomás Frías, en 1875. Ni el melgarejista Agustín Morales
ni el general Quintín Quevedo ni Casimiro Corral se encontraban contentos con
el Presidente, pues los tres querían la silla para sí mismos. Estando La Paz
desguarnecida por encontrarse el general Hilarión Daza y los Colorados de
Bolivia yendo a sofocar un alzamiento en Cobija y estando Frías peleando contra
otra revuelta en Cochabamba, los conspiradores atacaron e incendiaron el Palacio
con sábanas en llamas que lanzaban a su techo desde el edificio de la Policía.
Pronto el fuego dio fin con el Palacio y se añadió así a su nominación el
adjetivo de “quemado”.
Quienes defendían el inmueble (¡siete personas!) salieron
dispuestos a morir por las balas de sus adversarios antes que por la voracidad
del fuego.
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