Fiesta. Las hijas de Patiño y otras niñas durante el
carnaval de 1909 en Oruro. Foto: La Razón.
Fuente: Llallagua: historia de una montaña de Roberto Querejazu Calvo.
Patiño se instaló en la rústica habitación construida como
depósito de herramientas, dinamita, pólvora y víveres, ubicada dentro del
perímetro de su concesión, en una ondulación del terreno que unía las cumbres
Juan del Valle y Espíritu Santo, a corta distancia del socavón de su
mina.
De inmediato entró en una intensa actividad. En el interior del socavón
escrutando los misterios de las rocas a la luz de un mechero de luz mortecina.
Fuera, en la cancha, controlando la molienda, el lavado, el ensacado y el
despacho de su exigua producción con el arriero. Cabalgando días enteros hasta
Oruro a visitar a la esposa y los hijos o a recoger más dinero y avíos, o hasta
Uncía o Colquechaca en busca de víveres o para atender los problemas
judiciales. En las noches con la contabilidad y las cartas a los abogados de
Sucre y Potosí.
Durante el día su actividad estaba acicateada por una embriagadora sensación de
independencia. Tenía cerca de 40 años y por primera vez en su vida era dueño de
su tiempo, de su energía y de su voluntad.
Al atardecer los trabajadores volvían a sus ranchos y él quedaba solo en su
pequeña vivienda, protegido a medias contra las inclemencias del tiempo por el
techo de paja y las paredes de piedra. Algunas noches su gran soledad era
visitada por dudas y temores. Su imaginación jugaba con su espíritu,
incitándole a incertidumbres y desalientos, como el viento helado que se colaba
por las rendijas y sacudía la raquítica llama de la vela provocando una danza
de sombras.
¿Qué hacía él allí, sin experiencia, donde habían fracasado mineros expertos
como Blacut, Olivares y Oporto? ¿Qué hacía sin dinero y con sólo cuatro
hectáreas en la vecindad de hombres poderosos como Sainz y Minchin, que contaban
con capital y decenas de hectáreas? ¿Cómo había podido cometer el crimen de
abandonar a su esposa y sus hijos para perseguir un sueño que le costaba ya
todos sus ahorros y tantos sinsabores? Acaso el horadar la tierra en busca de
tesoros era un pecado. ¿Por qué eran tan pocos los mineros con suerte y la gran
mayoría sufría pobreza y miserias? La Pachamama era generosa con quien buscaba
alimentos en su superficie con el arado o el azadón. Pero penetrar en sus
entrañas con barreno y dinamita ¿acaso no era un incesto? ¿No sería por eso,
que la vida de casi todos los mineros, aun de los que encontraban riqueza, era
castigada con desgracias, como si estuviese maldecida?
Al amanecer el sol y el aire diáfano disipaban todas las sombras de su
espíritu. Se sentía un digno sucesor de los conquistadores españoles lanzándose
sin titubeos con una aventura portentosa. Un conquistador sin espada, coraza ni
cruz, sino armado de ambición, tenacidad y coraje. Un conquistador moderno que
quemó sus ahorros, como Cortés sus naves, para no retroceder. Un conquistador
en busca de El Dorado, no en un mundo de civilizaciones desconocidas o tribus
salvajes, sino en un mundo lleno de mezquindad, envidia y otras rivalidades
humanas. Presentía que su vida estaba ligada para siempre a esa montaña. El
socavón no era la inmensa boca negra de sus pesadillas nocturnas que lo tragaba
y vomitaba caprichosamente.
Era un túnel que lo atraía con fascinación irresistible, como llamándole para
mostrarle un gran secreto, para entregarle la clave de su destino.
No hay comentarios:
Publicar un comentario