Cuento del libro Sangre de Mestizos de Augusto Céspedes
Soy el suboficial
boliviano Miguel Navajo y me encuentro en el hospital de Tarairí, recluido
desde hace 50 días con avitaminosis beribérica, motivo insuficiente según los
médicos para ser evacuado hasta La Paz, mi ciudad natal y mi gran ideal. Tengo
ya dos años y medio de campaña y ni el balazo con que me hirieron en las
costillas el año pasado, ni esta excelente avitaminosis me procuran la
liberación.
Entretanto me aburro,
vagando entre los numerosos fantasmas en calzoncillos que son los enfermos de este
hospital, y como nada tengo para leer durante las cálidas horas de este
infierno, me leo a mí mismo, releo mi Diario. Pues bien, enhebrando páginas
distintas, he exprimido de ese Diario la historia de un pozo que está ahora en
poder de los paraguayos.
Para mí ese pozo es
siempre nuestro, acaso por lo mucho que nos hizo agonizar. En su contorno y en
su fondo se escenificó un drama terrible en dos actos: el primero en la
perforación y el segundo en la sima. Ved lo que dicen esas páginas:
Verano sin agua. En esta
zona de Chaco, al norte de Platanillos casi no llueve, y lo poco que llovió se
ha evaporado. Al norte, al sur, a la derecha o a la izquierda, por donde se
mire o se ande en la transparencia casi inmaterial del bosque de leños
plomizos, esqueletos sin sepultura condenados a permanecer de pie en la arena
exangue, no hay una gota de agua, lo que impide que vivan aquí los hombres de
guerra. Vivimos, raquíticos, miserables, prematuramente envejecidos los árboles,
con más ramas que hojas, y los hombres, con más sed que odio.
Tengo a mis órdenes unos
20 soldados, con los rostros entintados de pecas, en los pómulos costras como
discos de cuero y los ojos siempre ardientes. Muchos de ellos han concurrido a
las defensas de Aguarrica y del Siete (Kilómetro Siete, camino Saavedra‑Alihuata,
donde se libró la batalla del 10 de Noviembre), de donde sus heridas o
enfermedades los llevaron al hospital de Muñoz y luego al de Ballivián. Una vez
curados, los han traído por el lado de Platanillos, al II Cuerpo de Ejército.
Incorporados al regimiento de zapadores a donde fui también destinado,
permanecemos desde hace un semana aquí, en las proximidades del fortín Loa,
ocupados en abrir una picada. El monte es muy espinoso, laberíntico y pálido.
No hay agua.
17 de enero.
Al atardecer, entre
nubes de polvo que perforan los elásticos caminos aéreos que confluyen hasta la
pulpa del sol naranja, sobredorando el contorno del ramaje anémico, llega el
camión aguatero.
Un viejo camión, de
guardafangos abollados, sin cristales y con un farol vendado, que parece
librado de un terremoto, cargado de toneles negros, llega. Lo conduce un chofer
cuya cabeza rapada me recuerda a una tutuma. Siempre brillando de sudor, con el
pecho húmedo, descubierto por la camisa abierta hasta el vientre.
‑La cañada se va secando
‑anunció hoy‑. La ración de agua es menos ahora para el regimiento.
‑ A mí no más, agua los
soldados me van a volver ‑ha añadido el ecónomo que le acompaña.
Sucio como el chofer, si
éste se distingue por la camisa, en aquél son los pantalones aceitosos que le
dan personalidad. Por lo demás, es avaro y me regatea la ración de coca para
mis zapadores. Pero alguna vez me hace entrega de una cajetilla de cigarrillos.
El chofer me ha hecho
saber que en Platanillos se piensa llevar nuestra División más adelante.
Esto ha motivado
comentarios entre los soldados. Hay un potosino Chacón, chico, duro y obscuro
como un martillo, que ha lanzado la pregunta fatídica:
‑¿Y habrá agua?
‑Menos que aquí ‑le han
respondido.
‑¿Menos que aquí? ¿Vamos
a vivir del aire como las carahuatas?
Traducen los soldados la
inconsciencia de su angustia, provocada por el calor que aumenta, relacionando
ese hecho con el alivio que nos niega el liquido obsesionante. Destornillando
la tapa de un tonel se llena de agua dos latas de gasolina, una para cocinar y
otra para beberla y se va el camión. Siempre se derrama un poco de agua al
suelo, humedeciéndolo, y las bandadas de mariposas blancas acuden sedientas a
esa humedad.
A veces yo me decido a
derrochar un puñado de agua, echándomelo sobre la nuca, y unas abejitas, que no
sé con qué viven, vienen a enredarse entre mis cabellos.
21 de enero.
Llovió anoche. Durante
el día el calor nos cerró como un traje de goma caliente. La refracción del sol
en la arena nos perseguía con sus llamaradas blancas. Pero a las 6 llovió. Nos
desnudamos y nos bañamos, sintiendo en las plantas de los pies el lodo tibio
que se metía entre los dedos.
25 de enero.
Otra vez el calor. Otra
vez este flamear invisible, seco, que se pega a los cuerpos. Me parece que
debería abrirse una ventana en alguna parte para que entrase el aire. El cielo
es una enorme piedra debajo de la que está encerrado el sol.
Así vivimos, hacha y
pala al brazo. Los fusiles quedan semienterrados bajo el polvo de las carpas y
somos simplemente unos camineros que tajamos el monte en línea recta, abriendo
una ruta, no sabemos para qué, entre la maleza inextricable que también se
encoge de calor. Todo lo quema el sol. Un pajonal que ayer por la mañana estaba
amarillo, ha encanecido hoy y está seco, aplastado, porque el sol ha andado
encima de él.
Desde las 11 de la
mañana hasta las 3 de la tarde es imposible el trabajo en la fragua del monte.
Durante esas horas, después de buscar inútilmente una masa compacta de sombra,
me echo debajo de cualquiera de los árboles, al ilusorio amparo de
unas ramas que simulan una seca anatomía de nervios atormentados.
El suelo, sin la
cohesión de la humedad, asciende como la muerte blanca envolviendo los troncos
con su abrazo de polvo, empañando la red de sombra deshilachada por el ancho
torrente del sol. La refracción solar hace vibrar en ondas el aire sobre el
perfil del pajonal próximo, tieso y p álido como un cad áver.
Postrados, distensos,
permanecemos invadidos por el sopor de la fiebre cotidiana, sumidos en el tibio
desmayo que aserrucha el chirrido de las cigarras, interminable como el tiempo.
El calor, fantasma transparente volcado de bruces sobre el monte, ronca en el
clamor de las cigarras. Estos insectos pueblan todo el bosque donde extienden
su taller invisible y misterioso con millones de ruedecillas, martinetes y
sirenas cuyo funcionamiento aturde la atmósfera en leguas y leguas.
Nosotros, siempre al
centro de esa polifonía irritante, vivimos una escasa vida de palabras sin
pensamientos, horas tras horas, mirando en el cielo incoloro mecerse el vuelo
de los buitres, que dan a mis ojos la impresión de figuras de pájaros
decorativos sobre un empapelado infinito.
Lejanas, se escuchan, de
cuando en cuando, detonaciones aisladas.
1 de febrero.
El calor se ha adueñado
de nuestros cuerpos, identificándolos como de polvo, sin nexo de continuidad
articulada, blandos, calenturientos, conscientes para nosotros sólo por el
tormento que nos causan al transmitir desde la piel la presencia sudosa de su beso
de horno. Logramos recobrarnos al anochecer. Abandónase el día a la gran
llamarada con que se dilata el sol en un último lampo carmesí, y la noche viene
obstinada en dormir, pero la acosan las picaduras de múltiples gritos de
animales: silbidos, chirridos, graznidos, gama de voces exóticas para nosotros,
para nuestros oídos pamperos y montañeses.
Noche y día. Callamos en
el día, pero las palabras de mis soldados se despiertan en las noches. Hay
algunos muy antiguos, como Nicolás Pedraza, vallegrandino que está en el Chaco
desde 1930, que abrió el camino a Loa, Bolívar y Camacho. Es palúdico, amarillo
y seco como una caña hueca.
‑Los pilas haigan venido
por la picada de Camacho, dicen ‑manifestó el potosino Chacón.
‑Ahí sí que no hay agua ‑informó
Pedraza, con autoridad.
‑Pero los pilas siempre
encuentran. Conocen el monte más que nadies ‑objetó José Irusta, un
paceño áspero, de pómulos afilados y ojillos oblicuos que estuvo en
los combates de Yujra y Cabo Castillo.
Entonces un cochabambino
a quien apodan el Cosñi, replicó:
‑Dicen no más, dicen no
más... ¿Y a ese pila que le encontramos en el Siete muerto de sed cuando la
cañada estaba ahicito, mi Sof?...
‑Cierto ‑he afirmado‑.
También a otro, delante del Campo lo hallamos envenenado por comer tunas del
monte.
‑De hambre no se muere.
De sed sí que se muere. Yo he visto en el pajonal del Siete a los nuestros
chupando el barro la tarde del 10 de noviembre.
Hechos y palabras se
amontonan sin huella. Pasan como una brisa sobre el pajonal sin siquiera
estremecerlo.
Yo tengo otras cosas que
anotar.
6 de febrero.
Ha llovido. Los árboles
parecen nuevos. Hemos tenido agua en las charcas, pero nos ha faltado pan y
azúcar porque el camión de provisiones se ha enfangado.
20 de febrero.
Nos trasladan 20 kilómetros más adelante. La picada
que trabajamos ya no será utilizada, pero abriremos otra.
18 de febrero.
El chofer descamisado ha traído la mala noticia:
‑La cañada se acabó.
Ahora traeremos agua desde "La China".
26 de febrero.
Ayer no hubo agua. Se
dificulta el transporte por la distancia que tiene que recorrer el camión.
Ayer, después de haber hacheado todo el día en el monte, esperamos en la picada
la llegada del camión y el último lampo del sol ‑esta vez rosáceo‑ pintó los
rostros terrosos de mis soldados sin que viniese por el polvo de la picada el
rumor acostumbrado.
Llegó el aguatero esta
mañana y alrededor del turril se formó un tumulto de manos, jarros y
cantimploras, que chocaban violentos y airados. Hubo una pelea que reclamó mi
intervención.
1 de marzo.
Ha llegado a este puesto
un teniente rubio y pequeñito, con barba crecida. Le he dado el parte sobre el
número de hombres a mis órdenes.
‑En la línea no hay tres
soldados. Debemos buscar pozos.
‑En "La China"
dicen que han abierto pozos.
‑Y han sacado agua.
‑Han sacado.
‑Es cuestión de suerte.
‑Por aquí también, cerca
de "Loa" ensayaron abrir unos pozos.
Entonces Pedraza que nos
oía ha informado que efectivamente, a unos cinco kilómetros de aquí, hay un
"buraco", abierto desde época inmemorial, de pocos metros de
profundidad y abandonado porque seguramente los que intentaron hallar agua
desistieron de la empresa. Pedraza juzga que se podría cavar "un poco
más".
2 de marzo.
Hemos explorado la zona
a que se refiere Pedraza. Realmente hay un hoyo, casi cubierto por los
matorrales, cerca de un gran palobobo.
El teniente rubio ha
manifestado que informará a la Comandancia, y esta tarde hemos recibido orden
de continuar la excavación del buraco, hasta encontrar agua. He destinado 8
zapadores para el trabajo. Pedraza, Irusta, Chacón, el Cosñi, y cuatro indios
más.
II
2 de marzo.
El buraco tiene unos 5
metros de diámetro y unos 5 de profundidad. Duro como el cemento es el suelo.
Hemos abierto una senda hasta el hoyo mismo y se ha formado el campamento en
las proximidades. Se trabajará todo el día, porque el calor ha descendido.
Los soldados, desnudos
de medio cuerpo arriba, relucen como peces. Víboras de sudor con cabecitas de
tierra les corren por los torsos. Arrojan el pico que se hunde en la arena
aflojada y después se descuelgan mediante una correa de cuero. La tierra extraída
es obscura, tierna. Su color optimista aparenta una fresca novedad en los
bordes del buraco.
10 de marzo.
12 metros. Parece que
encontramos agua. La tierra extraída es cada vez más húmeda. Se han colocado
tramos de madera en un sector del pozo y he mandado construir una escalera y un
caballete de palomataco para extraer la tierra mediante polea. Los soldados se
turnan continuamente y Pedraza asegura que en una semana más tendrá el gusto de
invitar al General X "a soparse las argentinas en aguita del buraco"
22 de marzo.
He bajado al pozo. Al
ingresar, un contacto casi sólido va ascendiendo por el cuerpo. Concluida la
cuerda del sol se palpa la sensación de un aire distinto, el aire de la tierra.
Al sumergirse en la sombra y tocar con los pies desnudos la tierra suave, me
baña una gran frescura. Estoy más o menos a los 18 metros de profundidad.
Levanto la cabeza y la perspectiva del tubo negro se eleva sobre mí hasta
concluir en la boca por donde chorrea el rebalse de luz de la superficie. Sobre
el piso del fondo hay barro y la pared se deshace fácilmente entre las manos.
He salido embarrado y han acudido sobre mí los mosquitos, hinchándome los pies.
30 de marzo.
Es extraño lo que pasa.
Hasta hace 10 días se extraía barro casi líquido del pozo y ahora nuevamente
tierra seca. He descendido nuevamente al pozo. El aliento de la tierra aprieta
los pulmones allá adentro. Palpando la pared se siente la humedad, pero al
llegar al fondo compruebo que hemos atravesado una capa de arcilla húmeda. Ordeno
que se detenga la perforación para ver si en algunos días se deposita el agua
por filtración.
12 de abril.
Después de una semana el
fondo del pozo seguía seco. Entonces se ha continuado la excavación y hoy he
bajado hasta los 24 metros. Todo es obscuro allá y sólo se presiente con el
tacto nictálope las formas del vientre subterráneo. Tierra, tierra, espesa
tierra que aprieta sus puños con la muda cohesión de la asfixia. La tierra
extraída ha dejado en el hueco el fantasma de su peso y al golpear el muro con
el pico me responde con un toctoc sin eco que m ás bien me golpea el pecho.
Sumido en la obscuridad
he resucitado una pretérita sensación de soledad que me poseía de niño,
anegándome de miedosa fantasía cuando atravesaba el túnel que perforaba un
cerro próximo a las lomas de Capinota donde vivía mi madre. Entraba
cautelosamente, asombrado ante la presencia casi sexual del secreto terrestre,
mirando a contraluz moverse sobre las grietas de la tierra los élitros de los
insectos cristalinos. Me atemorizaba llegar a la mitad del túnel en que la gama
de sombra era más densa pero cuando lo pasaba y me hallaba en rumbo acelerado
hacia la claridad abierta en el otro extremo, me invadía una gran alegría. Esa
alegría nunca llegaba a mis manos, cuya epidermis padecía siempre la
repugnancia de tocar las paredes del túnel.
Ahora, la claridad ya no
la veo al frente, sino arriba, elevada e imposible como una estrella. ¡Oh!...
La carne de mis manos se ha habituado a todo, es casi
solidaria con la materia terráquea y no conoce la repugnancia...
28 de abril.
Pienso que hemos
fracasado en la búsqueda del agua. Ayer llegamos a los 30 metros sin hallar
otra cosa que polvo. Debemos detener este trabajo inútil y con este objeto he
elevado una "representación" ante el comandante de batallón quien me
ha citado para mañana.
29 de abril.
‑Mi capitán ‑le he dicho
al comandante- hemos llegado a los 30 metros y es imposible que salga el agua.
‑Pero necesitamos agua
de todos modos- me ha respondido.
‑Que ensayen en otro
sitio ya también ps, mi Capitán.
‑No, no. Sigan no más
abriendo el mismo. Dos pozos de 30 metros no darán agua. Uno de 40 puede darla.
‑Sí, mi Capitán.
‑Además, tal vez ya
estén cerca.
‑Sí, mi Capit án.
‑Entonces, un esfuerzo m
ás. Nuestra gente se muere de sed.
No muere, pero agoniza
diariamente. Es un suplicio sin merma, sostenido cotidianamente con un jarro
por soldado. Mis soldados padecen, dentro del pozo, de mayor sed que afuera,
con el polvo y el trabajo, pero debe continuar la excavación.
Así les notifiqué y
expresaron su impotente protesta, que he procurado calmar ofreciéndoles a
nombre del comandante mayor ración de coca y agua.
9 de mayo.
Sigue el trabajo. El
pozo va adquiriendo entre nosotros una personalidad pavorosa, substancial y
devoradora, constituyéndose en el amo, en el desconocido señor de los
zapadores. Conforme pasa el tiempo, cada vez más les penetra la tierra mientras
más la penetran, incorporándose como por el peso de la gravedad al pasivo
elemento, denso e inacabable. Avanzan por aquel camino nocturno, por esa
caverna vertical, obedeciendo a una lóbrega atracción, a un mandato inexorable
que les condena a desligarse de la luz, invirtiendo el sentido de sus existencias
de seres humanos. Cada vez que los veo me dan la sensación de no estar formados
por células de polvo, con tierra en las orejas, en los párpados, en las cejas,
en las aletas de la nariz, con los cabellos blancos, con tierra en los ojos,
con el alma llena de tierra del Chaco.
24 de mayo.
Se ha avanzado algunos
metros más. El trabajo es lentísimo: un soldado cava adentro, otro desde afuera
maneja la polea, y la tierra sube en un balde improvisado en un turril de
gasolina. Los soldados se quejan de asfixia. Cuando
trabajan, la atmósfera les aprensa el cuerpo. Bajo sus plantas y alrededor suyo
y encima de sí la tierra crece como la noche. Adusta, sombría, tenebrosa,
impregnada de un silencio pesado, inmóvil y asfixiante, se apitona sobre el
trabajador una masa semejante al vapor de plomo, enterrándole de tinieblas como
a gusano escondido en una edad geológica, distante muchos siglos de la
superficie terrestre.
Bebe el liquido tibio y denso de la caramañola que se
consume muy pronto, porque la ración, a pesar de ser doble "para los del
pozo" se evapora en sus fauces, dentro de aquella sed negra. Busca con los
pies desnudos en el polvo muerto la vieja frescura de los surcos que él cavaba
también en la tierra regada de sus lejanos valles agrícolas, cuya memoria se le
presenta en la epidermis.
Luego golpea, golpea con
el pico, mientras la tierra se desploma, cubriéndole los pies sin que aparezca
jamás el agua. El agua, que todos ansiamos en una concentración mental de
enajenados que se vierte por ese agujero sordo y mudo.
5 de junio.
Estamos cerca de los 40
metros. Para estimular a mis soldados he entrado al pozo a trabajar yo también.
Me he sentido descendiendo en un sueño de caída infinita. Allá adentro estoy
separado para siempre del resto de los hombres, lejos de la guerra,
transportado por la soledad a un destino de aniquilación que me estrangula con
las manos impalpables de la nada. No se ve la luz, y la densidad atmosférica
presiona todos los planos del cuerpo. La columna de obscuridad cae verticalmente
sobre mí y me entierra, lejos de los oídos de los hombres.
He procurado trabajar,
dando furiosos golpes con el pico, en la esperanza de acelerar con la actividad
veloz el transcurso del tiempo. Pero el tiempo es fijo e invariable en ese recinto.
A1 no revelarse el cambio de las horas con la luz, el tiempo se estanca en el
subsuelo con la negra uniformidad de una cámara obscura. Esta es la muerte de
la luz, la raíz de ese árbol enorme que crece en las noches y apaga
el cielo enlutando la tierra.
16 de junio.
Suceden cosas raras. Esa
cámara obscura aprisionada en el fondo del pozo va revelando imágenes del agua
con el reactivo de los sueños. La obsesión del agua está creando un mundo
particular y fantástico que se ha originado a los 41 metros, manifestándose en
un curioso suceso en ese nivel.
El Cosñi Herbozo me lo
ha contado. Ayer se había quedado adormecido en el fondo de la cisterna, cuando
vio encender una serpiente de plata. La cogió y se deshizo en sus manos, pero
aparecieron otras que comenzaron a bullir en el fondo del pozo hasta formar un
manantial de borbollones blancos y sonoros que crecían, animando el cilindro
tenebroso como a una serpiente encantada que perdió su rigidez para adquirir la
flexibilidad de una columna de agua sobre la que el Cosñi se sintió elevado
hasta salir al haz alucinante de la tierra.
Allá, oh sorpresa! vio
todo el campo transformado por la invasión del agua. Cada árbol se
convertía en un surtidor. El pajonal desaparecía y era en cambio una verde
laguna donde los soldados se bañaban a la sombra de los sauces. No le causó
asombro que desde la orilla opuesta ametrallasen los enemigos y que nuestros
soldados se zambullesen a sacar las balas entre gritos y carcajadas. El
solamente deseaba beber. Bebía en los surtidores, bebía en la laguna,
sumergiéndose en incontables planos líquidos que chocaban contra su cuerpo,
mientras la lluvia de los surtidores le mojaba la cabeza. Bebió, bebió, pero su
sed no se calmaba con esa agua, liviana y abundantemente como un sueño.
Anoche el Cosñi tenía
fiebre. He dispuesto que lo trasladen al puesto de sanidad del Regimiento.
24 de junio.
El Comandante de la
División ha hecho detener su auto al pasar por aquí. Me ha hablado,
resistiéndose a creer que hayamos alcanzado cerca de los 45 metros, sacando la
tierra balde por balde con una correa.
‑Hay que gritar, mi
Coronel, para que el soldado salga cuando ha pasado su turno ‑le he dicho.
Más tarde, con algunos
paquetes de coca y cigarrillos, el Coronel ha enviado un clarín.
Estamos, pues, atados al
pozo. Seguimos adelante. Más bien, retrocedemos al fondo del planeta, a una época
geológica donde anida la sombra. Es una persecución del agua a través de la
masa impasible. Más solitarios cada vez, más sombríos, obscuros como sus
pensamientos y su destino, cavan mis hombres, cavan, cavan atmósfera, tierra y
vida con lento y átono cavar de gnomos.
4 de julio.
¿Es que en realidad hay
agua?... ¡Desde el sueño del Cosñi todos la encuentran! Pedraza ha contado que
se ahogaba en una erupción súbita del agua que creció más alta que su cabeza.
Irusta dice que ha chocado su pica contra unos témpanos de hielo y Chacón,
ayer, salió hablando de una gruta que se iluminaba con el frágil reflejo de las
ondas de un lago subterráneo.
¿Tanto dolor, tanta
búsqueda, tanto deseo, tanta alma sedienta acumulados en el profundo hueco
originan esta floración de manantiales?...
16 de julio.
Los hombres se enferman.
Se niegan a bajar al pozo. Tengo que obligarlos. Me han pedido incorporarse al
Regimiento de primera línea. He descendido una vez más y he vuelto, aturdido y
lleno de miedo. Estamos cerca de los 50 metros. La atmósfera cada vez más
prieta cierra el cuerpo en un malestar angustioso que se adapta a todos sus
planos, casi quebrando el hilo imperceptible como un recuerdo que ata el ser
empequeñecido con la superficie terrestre, en la honda obscuridad descolgada
con peso de plomo. La tétrica pesantez de ninguna torre de piedra se asemeja a
la sombría gravitación de aquel cilindro de aire
cálido y descompuesto que se viene lentamente hacia abajo. Los hombres son
cimientos. El abrazo del subsuelo ahoga a los soldados que no pueden permanecer
más de una hora en el abismo. Es una pesadilla. Esta tierra del Chaco tiene
algo de raro, de maldito.
25 de julio.
Se tocaba el clarín ‑obsequiado
por la División en la boca de la cisterna para llamar al trabajador cada hora.
Cuchillada de luz debió ser la clarinada allá en el fondo. Pero esta tarde, a
pesar del clarín, no subió nadie.
‑¿Quién est á adentro? ‑pregunté.
Estaba Pedraza.
Le llamaron a gritos y
clarinadas:
‑íTararííí!!...íPedrazaaaa!!!
‑Se habrá dormido...
‑O muerto ‑añadí yo, y
ordené que bajasen a verlo.
Bajó un soldado y
después de largo rato, en medio del círculo que hacíamos alrededor de la boca
del pozo, amarrado de la correa, elevado por el cabrestante y empujado por el
soldado, ascendió el cuerpo de Pedraza, semiasfixiado.
29 de julio.
Hoy se ha desmayado
Chacón y ha salido, izado en una lúgubre ascensión de ahorcado.
4 de septiembre.
¿Acabará esto algún
día?... Ya no se cava para encontrar agua, sino por cumplir un designio fatal,
un propósito inescrutable. Los días de mis soldados se insumen en la vorágine
de la concavidad luctuosa que les lleva ciegos, por delante de su esotérico
crecimiento sordo, atornillándoles a la tierra.
Aquí arriba el pozo ha
tomado la fisonomía de algo inevitable, eterno y poderoso como la guerra. La
tierra extraída se ha endurecido en grandes morros sobre los que acuden
lagartos y cardenales. A1 aparecer el zapador en el brocal, transminado de
sudor y de tierra, con los párpados y los cabellos blancos, llega desde un
remoto país plutoniano, semeja un monstruo prehistórico, surgido de un aluvión.
Alguna vez, por decirle algo, le interrogo:
‑Siempre nada, mi Sof.
Siempre nada, igual que
la guerra... Esta nada no se acabará jamás!
1 de octubre.
Hay orden de suspender
la excavación. En siete meses de trabajo no se ha encontrado agua.
Entretanto el puesto ha
cambiado mucho. Se han levantado pahuichis y un puesto de Comando de batallón.
Ahora abriremos un camino hacia el Este, pero nuestro campamento seguirá
ubicado aquí.
El pozo queda también
aquí, abandonado, con su boca muda y terrible y su profundidad sin consuelo.
Ese agujero siniestro es en medio de nosotros siempre un intruso, un enemigo
estupendo y respetable, invulnerable a nuestro odio como una cicatriz. No sirve
para nada.
III
7 de diciembre (Hospital Platanillos).
¡Sirvió para algo, el pozo maldito!...
Mis impresiones son
frescas porque el ataque se produjo el día 4 y el 5 me trajeron aquí con un
acceso de paludismo.
Seguramente algún
prisionero capturado en la línea, donde la existencia del pozo era legendaria,
informó a los pilas que detrás de las posiciones bolivianas había un pozo.
Acosados por la sed, los guaraníes decidieron un asalto.
A las 6 de la mañana se
rasgó el monte, mordido por las ametralladoras. Nos dimos cuenta de que las
trincheras avanzadas habían sido tomadas, solamente cuando percibimos a 200
metros de nosotros el tiroteo de los pilas. Dos granadas de stoke cayeron
detrás de nuestras carpas.
Armé con los sucios
fusiles a mis zapadores y los desplegué en línea de tiradores. En ese momento
llegó a la carrera un oficial nuestro con una sección de soldados y una
ametralladora y los posesionó en línea a la izquierda del pozo, mientras
nosotros nos extendíamos a la derecha. Algunos se protegían en los montones de
tierra extraída. Con un sonido igual al de los machetazos las balas cortaban
las ramas. Dos ráfagas de ametralladoras abrieron grietas de hachazos en el
palobobo. Creció el tiroteo de los pilas y se oía en medio de las detonaciones
su alarido salvaje, concentrándose la furia del ataque sobre el pozo. Pero
nosotros no cedíamos un metro, defendiéndolo ¡COMO SI REALMENTE TUVIESE AGUA!
Los cañonazos partieron
la tierra, las ráfagas de metralla hendieron cráneos y pechos, pero no
abandonamos el pozo, en cinco horas de combate.
A las 12 se hizo un
silencio vibrante. Los pilas se habían ido. Entonces recogimos los muertos. Los
pilas habían dejado cinco y entre los ocho nuestros estaban el Cosñi, Pedraza,
Irusta y Chacón, con los pechos desnudos, mostrando los dientes siempre
cubiertos de tierra.
El calor, fantasma
transparente echado de bruces sobre el monte, calcinaba troncos y meninges y
hacía crepitar el suelo. Para evitar el trabajo de abrir sepulturas pensé en el
pozo.
Arrastrados los trece
cadáveres hasta el borde fueron pausadamente empujados al hueco, donde vencidos
por la gravedad daban un lento volteo y desaparecían, engullidos por la sombra.
‑¿Ya no hay más?...
Entonces echamos tierra,
mucha tierra adentro.
Pero, aun así, ese pozo
seco es siempre el más hondo de todo el Chaco.
FIN
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