Plaza Murillo, ciudad de La Paz.
Fuente: La legación de Chile en Bolivia desde setiembre de
1867 hasta principios de 1870. De: Ramón Sotomayor Valdés. Impr. Chilena,
1872.
Era día de fiesta, y el presidente se dirigía al templo de
San Francisco, acompañado, como acostumbra, de los ministros, de varios
militares, edecanes, etc. Le acompañaban además un escuadrón de caballería y un
batallón de infantería.
Al llegar la comitiva a la plazuela de San Francisco, un
pobre joven que padecía accesos mentales y había estado algunas veces en el hospital
en calidad de loco (llamabase Cecilio Oliden), lanzo dos piedras, acertándole,
según voz oficial, con una de ellas en el brazo derecho. Un general Crespo que
iba en la comitiva, se abalanzó al loco, que estaba enteramente desarmado,
siendo además su físico desmedrado y débil.
El demente gritaba entre tanto: “viva Dios y viva yo.”
Entonces los sicarios mirando otra vez al rostro airado de Melgarejo y oyeron
de sus propios labios la voz de –fusílenlo. Todos los altos empleados del
Gobierno permanecieron mudos ente aquella orden atroz, que entregaba a un
infeliz demente a la ferocidad de
verdugos prontos siempre a la carnicería, y esto sobre las mismas
puertas del templo de Dios, donde un sacerdote esperaba a los sacrificadores
para celebrar el holocausto del altar.
A pesar de la abundancia de gente armada, no se encontraron
sino unas pocas capsulas de rifle, las mismas que fueron disparadas a quemarropa
sobre la víctima. Como no muriese inmediatamente y fuese necesario despacharla
pronto, los verdugos desenvainaron sus sables y menudearon hachazos sobre la
cabeza del loco. Hasta dejarlo despedazado y exánime al pie de la muralla del
templo. Concluido el espectáculo, el presidente y su largo cortejo penetraron
en la iglesia y oyeron la misa.
La brutalidad de este acto consterno a la población a pesar
de estar tan acostumbrada a los excesos y arbitrariedades de un mandón. La
locura de Oliden era notoria y cuando antes no le fuera, hubiera quedado al
descubierto con el hecho solo que dio origen a su trágico fin.
En efecto, ¿qué calificación merece un hombre que se limita
a tirar piedras desde no poca distancia, a un presidente como Melgarejo, cuando
le ve rodeado de una inmensa cáfila de empleados y de gente armada? Un hombre
de mediano juicio no habría provocado jamás de esta manera las iras de Melgarejo
y de sus satélites. Muy al contrario, habría asegurado mejor su venganza y
arriesgado quizás menos su propia vida, acercándose a Melgarejo con cualquier
achaque para asestarle una bala o darle una puñalada. ¿No procedió así
Melgarejo mismo que el general Belzu? No le mato traidoramente, salvando el la
vida y afianzándose en el poder, precisamente por haber acertado en su plan
homicida?
Lo que hay de participar es que se ha querido dar a la
pedrada de Oleden el carácter de una tentativa de asesinato. Tal ha sido sin
duda el parecer de Melgarejo y así lo ha discurrido Muñoz, para dar color de
justicia, si tal se puede, a la horrible
muerte de Oliden, y para escusar, sobre todo, la inaudita abyección y cobardía
de todos esos altos empleados civiles y militares, entre los cuales no se elevó
una sola protesta, una sola palabra de piedad a favor de aquella víctima.
¿Y después? Lo que siguió parece todavía más increíble. La
madre y una hermana de la víctima fueron reducidas a prisión, y así mismo un
señor Ascui, un joven Rodríguez y algunas otras personas. Se persigue entre
tanto con encarnizamiento a un joven Aguilar, que estaba próximo a Oliden en el
momento que este arrojo las piedras, y que huyo luego azorado por la escena
misma. Son buscados además unos señores Candioti, un joven Muñoz y no sabemos cuántos
más. ¿qué significan estas persecuciones? ¡Lógica singular! Se buscan los cómplices,
después de sacrificar al supuesto reo, sin tomarle una sola declaración. Pero
en los hombres del poder domina hoy un criterio sui generis para esto de
encontrar cómplices, siquiera se trate de la ocurrencia disparatada de un
demente.
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