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EL ESTAÑO DE SIMON I. PATIÑO EL INDIO ENANO

Por Juan Marguch Especial / Este artículo fue publicado en La Voz de Argentina el 21 de diciembre de 2001. / Foto: Simón I. Patiño.

Si los padres de Simón Patiño no se hubiesen convertido al cristianismo semanas antes de su nacimiento, América del Sur se habría padecido mengua de una existencia que es leyenda. Nacido en Cochabamba, Bolivia, en 1860 circa, Simón Patiño era un cholo de corta estatura y contrahecho. En las comunidades aborígenes del Altiplano era tradicional matar a las criaturas que presentaban malformaciones, pues implicaban una sobrecarga para hogares eternamente acosados por la miseria; el cristianismo impuso respeto por la vida de esos infortunados, y eso salvó la vida de quien llegará a ser uno de los hombres más poderosos del mundo.
Por cierto, nadie se preocupó ni ocupó en darle instrucción. Analfabeto, consiguió trabajo como peón de un almacén en su ciudad natal; demostró talento y, sobre todo, una capacidad de trabajo verdaderamente inagotable. Cuando se asentó en el empleo lo casaron con una joven oriunda de Oruro. Cierto día, en ausencia de su patrón, concedió a un buscador de oro un fiado de mercaderías por 195 pesos. Cuando su empleador se enteró de lo hecho por su dependiente, aulló de ira y le dio un plazo de una semana para que cobrase la deuda. Simón y su esposa marcharon al Altiplano en busca del deudor, que era insolvente de padre y madre. Sólo poseía la concesión para buscar oro, que nada valía. Nada para nadie, salvo para la esposa de Patiño, que aconsejó a su marido que la aceptase. 

Aulló nuevamente el patrón al enterarse de ese arreglo y despidió al empleado sin pagarle un centavo. Le dijo que se quedara con la famosa concesión. El matrimonio Patiño recurrió a sus pequeños ahorros y compraron mulas, alimentos y herramientas y contrataron a algunos indios para que trabajasen como mineros y regresaron a los faldeos de los Andes en busca de oro. No lo encontraron.
Pero excavando y excavando dieron con un mineral que creyeron plata. No era plata. Era estaño, un estaño de baja ley, pero cuya venta les proporcionó los primeros ingresos, que utilizaron para cancelar deudas, comprar más mulas, herramientas y alimentos, tomar nuevos contingentes de indios y adquirir más concesiones de tierras que eran vendidas a precio a ese “indio enano y loco” que no entendía nada de nada. Pero cambió su suerte, porque dio con una veta de estaño de excelente tenor: más del 60 por ciento. Cuando se difundió la noticia del hallazgo, acudieron en manadas los aventureros, que fueron recibidos por los Patiño y sus indios con granizadas de balas. El “enano indio” demostraba que no era loco, y enseñó a todos que no se podía jugar con él.
Siguió comprando tierras, algunas de ellas en lugares prácticamente inaccesibles, a más de cuatro mil metros de altura, donde había que llevar el agua y la comida a lomo de mula. Se estaba transformando en el principal productor de estaño de Bolivia y Bolivia en el primer productor de estaño del mundo y el estaño en un insumo básico de industrias en poderosa expansión, como la automotriz y la de conserva de alimentos. Ya era Don Simón, y a él no acudían los aventureros sino agentes de la banca y la finanza de Londres y Nueva York. Quien fuera un cholo analfabeto demostró ser un cóndor de sagacidad genial para negociar con los buitres de la “city” y Wall Street. Al incrementarse el empleo del mineral para usos fabriles aumentó correlativamente su precio, que de 60 libras esterlinas pasó a 100 la tonelada. 
Don Simón Patiño había dejado de ser el “indio enano”, pues su estatura parecía crecer tanto como su fortuna. Todas sus ganancias se reinvertían en la compra de tierras; sus mineros aborígenes se contaban por decenas de millares, y ellos contaban desesperadamente las escasas monedas que recibían de él por un trabajo realizado en condiciones infrahumanas.
A sus 60 años de edad, la riqueza personal de Don Simón Patiño cruzaba con olímpica soltura la barrera de los 500 millones de dólares; ya era uno de los hombres más ricos del mundo y el más rico de América del Sur y dueño virtual de Bolivia. Quinientos millones de vigorosos dólares de 1920, cuando en su país prácticamente no existían los impuestos a las ganancias (y él se ocuparía de esto perdurara por muchos años más). El otrora analfabeto de Cochabamba dominaba ante litteram el alfabeto de la economía globalizada: compró fundiciones en Liverpool para procesar en Europa el estaño boliviano; compró las mejores minas de estaño de Malasia e Indonesia, aniquilando prácticamente la competencia; compró fundiciones en Nueva York, para procesar en los Estados Unidos el estaño boliviano que necesitaba la pujante industria automovilística estadounidense; compró bancos en la “city”, en París y en Wall Street para financiar su incontenible expansión; invirtió en empresas navieras que transportaban su estaño a todos los mercados del mundo...
Don Simón Patiño había ganado por demolición la batalla por su futuro. Ahora debía ganar la batalla por su pasado. Contrató a historiadores y genealogistas que, faltaba más, descubrieron que era descendiente de emperadores aborígenes de milenaria historia. Faltaba algo más: pasado el medio siglo de vida, contrató a los mejores profesores, se inscribió en la Universidad de La Paz y obtuvo el título de ingeniero. Ahora sí, Bolivia le quedaba chica. Se radicó en Europa, y desde entonces ni él ni sus descendientes vivirán en Sudamérica; serán, a todos los fines, europeos. Pero nunca perderá de vista a Bolivia. Financiará las revoluciones de Germán Busch y Gualberto Villarroel (1939 y 1943) y la contrarrevolución que en 1946 terminó con Villarroel colgado de una columna de alumbrado frente al Palacio Quemado, en La Paz. Financió también la guerra contra Paraguay, por el petróleo del Chaco, que cobró 100 mil vidas. Cuando murió en 1947, en Buenos Aires, era dueño de las mayores reservas de estaño del mundo.

En 1952, el gobierno del Movimiento Nacional Revolucionario (MNR), presidido por Víctor Paz Estenssoro, nacionalizó todas las propiedades mineras de los Patiño. Antenor, hijo de Simón, se unió a las grandes corporaciones metalúrgicas y mineras de los Estados Unidos y Gran Bretaña, provocó una caída del precio del estaño en los mercados internacionales, llevó a la economía de Bolivia al umbral de la bancarrota, que en 1956 terminó con Paz Estenssoro y su sueño de la revolución minera. Los hijos del cóndor demostraron haber aprendido de su padre el arte de forjar alianzas con los buitres. 
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