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LA HISTORIA DE UNA PAREJA JAPONESA EN BOLIVIA / JAPONESES EN BOLIVIA


JAPONESES EN BOLIVIA

POR MARCOS GRISI REYES ORTIZ / artículo tomado de: https://marcosgrisi.com/2019/12/29/la-familia-kimura-kiyonari/

HERNÁN KIMURA KIYONARI: UNA HISTORIA DE LA INMIGRACIÓN JAPONESA A BOLIVIA

El primero en llegar a Bolivia fue mi abuelo materno, Nagayoshi Kiyonari, en 1932. En La Paz nacieron sus cuatro hijos, entre ellos, mi madre, Fumiko. En 1956 llegó mi padre, Motoyoshi Kimura. Aquí cuento la historia de nuestra familia.

HISTORIA DE LA FAMILIA KIMURA KIYONARI EN BOLIVIA
Cuando mi abuelo materno, Nagayoshi Kiyonari, llegó a Bolivia desde la isla de Kyūshū, en 1931, ni él ni sus quince compañeros de viaje sabían algo de español. Algunos se quedaron en La Paz, otros siguieron viaje hasta la Amazonía.

Esos años fueron muy turbulentos a nivel mundial. En 1932 Bolivia empezaba una guerra contra Paraguay y, en su país natal, Japón, se iniciaba una carrera militarista con la invasión a Manchuria, que después continuaría hasta el término de la Segunda Guerra Mundial.

Mi abuelo, a raíz del viaje, tuvo la fortuna de no participar en estos dos eventos; si se hubiese quedado en Japón, seguramente lo habrían reclutado para el ejército. En Bolivia, por otro lado, no tenía ninguna obligación de participar en la Guerra del Chaco por ser extranjero.

Pero, ¿qué motivó a mi abuelo a dejar su país natal para viajar hasta el otro lado del mundo, a Sudamérica? La historia se remonta aproximadamente a 1910, año en el que retorna un aventurero japonés a un pequeño pueblo llamado Ōta, al norte de la isla de Kyūshū, donde vivía la familia de mi abuelo. Este señor, de apellido Kugimiya, había viajado a las tierras del oriente boliviano a trabajar como siringuero, recolectando caucho. Aprovechando los altos precios que prevalecían en los mercados de la goma en ese entonces, amasó una fortuna que le habría costado años reunir en el Japón. Al volver a su pueblo, pagó todas las deudas y contó su experiencia.

Esa historia enamoró a muchos de los jóvenes del pueblo, que vieron una oportunidad tanto de hacer dinero como de salir del ámbito donde vivían. Mi abuelo, sin embargo, tenía un problema: era el hijo mayor y, según las costumbres japonesas, recaía en él la responsabilidad de continuar el cuidado del negocio y de la familia. Aun así, no quiso seguir esa tradición y decidió salir de viaje con otras personas de la misma zona.

Salieron del puerto de Kōbe en 1931, cuando él tenía diecisiete años. El viaje en barco tardó alrededor de cuarenta y cinco días en llegar al puerto del Callao en el Perú, y de allí se trasladaron por tierra a La Paz. La idea era hacer dinero, trabajando en cualquier empleo digno que les permitiera subsistir primero y ahorrar después.

Ya en Bolivia, notó que se le hacía difícil a la gente local el pronunciar su nombre original y vio conveniente cambiarlo por otro de uso habitual. Los japoneses que llegarono antes habían hecho lo mismo. Fue así como pasó a llamarse Enrique Kiyonari.

Mi abuelo buscó a miembros de la comunidad japonesa en La Paz para que lo ayudaran a instalarse. Fue contratado en algunos comercios como vendedor e incluso aprendió a cortar el cabello, en su propia peluquería. También abrió su bazar de productos de todo tipo. Era una persona joven de veinte años, con mucha energía.

CÓMO SE CONOCIERON MIS ABUELOS MATERNOS

Cuatro años después de haber llegado mi abuelo a La Paz, en 1935 —ya establecido y con ingresos seguros—, hizo llegar una carta a sus padres en Japón pidiendo que le envíen una esposa. Esa era una práctica normal en esos días, que en japonés se llama Omiai (お見合い).

Lo que ha debido suceder, me imagino, es que mis bisabuelos llevaron la carta al alcalde o a un consejo de mayores, y ellos preguntaron entre la población si había una joven que esté dispuesta a viajar a Bolivia para casarse con Nagayoshi Kiyonari.

Se presentó una señorita, Nobuko Inokuchi, de dieciséis años, con el ánimo de hacer todo el viaje hasta Sudamérica para el matrimonio. Ha debido pasar un año entre la recepción de la carta, la selección de la muchacha, la correspondencia de ida y vuelta con mi abuelo y las instrucciones (o dinero) de él para que ella pudiera hacer el viaje.

Al fin, Nobuko tomó el barco para ir a Sudamérica. Es posible que haya sido acompañada por alguien más, ya que el viaje era muy largo para una señorita sola. Atando cabos, puede ser que haya viajado en compañía del hermano menor de mi abuelo, Yoshio Ninomiya, quien fue adoptado y por eso llevaba un apellido diferente.  

En el puerto del Callao la esperó mi abuelo, para después llevarla hasta La Paz. Una vez en Bolivia, mi abuela —también con el deseo de integrarse de manera plena— pasó a llamarse Beatriz Inokuchi. Entre los dos había seis años de diferencia.

LA FAMILIA KIYONARI INOKUCHI

Una de las decisiones que tuvieron que tomar mis abuelos es la religión que iban a tener los niños. En el Japón la población es sintoísta o budista o las dos, y en Bolivia es católica. En el sintoísmo se cree que el emperador de Japón es descendiente de Amaterasu, la diosa del sol. Por otro lado, está el budismo que entra de la China, que es un estilo de vida que busca la iluminación. Las religiones sintoísta y budista no son antagónicas y conviven juntas muy bien.

Cuando mi abuelo llegó a Bolivia, decidió renunciar a la religión que tenía en su país y se convirtió al catolicismo. Mi abuela tomó la misma decisión, así que todos sus hijos fueron criados bajo la fe católica.

Otra decisión que tomaron mis abuelos, como muchos japoneses de la época, fue la de enseñar a sus hijos solamente el idioma español y no el japonés. Esto lo hicieron debido a que, primero, no pensaban regresar a Japón y, segundo, querían ayudar a que sus hijos puedan absorber y adoptar la identidad boliviana. Mi madre, al contrario de sus hermanos, aprendió a hablar japonés, esto porque vivió un par de años ahí.

Con su trabajo, mi abuelo obtuvo suficientes beneficios como para comprarse una finca en Río Abajo, específicamente en el sector Avircato, que se dedicaba a la producción de legumbres y hortalizas. La finca la administraba junto con su hermano menor, Yoshio.

Mi mamá me contó que durante la semana se quedaban en la ciudad y los fines de semana iban a la finca. El tranvía de la ciudad llegaba hasta la curva de Holguín, de ahí hacia abajo era considerado zona de campo. En Obrajes había bonitas casas rodeadas de cultivos. No había muchas movilidades y los caminos eran malos, tardaban casi un día en llegar. Pasaban por las propiedades de los Zalles y de los Patiño.

LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL

Durante la época de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), la colonia japonesa fue afectada por acciones ejecutadas por el gobierno de Gualberto Villarroel. En 1944, las autoridades tomaron la decisión de deportar a japoneses y alemanes a campos de prisioneros en Texas y Nuevo México, Estados Unidos. Me contaron que, en esa época, cuando la gente se enteraba de que estaba por aterrizar un avión de la Fuerza Aérea de los Estados Unidos para llevar prisioneros, les pasaban la voz, lo que les daba tiempo de esconderse para que no los agarraran.

El gobierno boliviano deportó un total de 29 japoneses más sus familiares, haciendo un total de 37 personas. Todos fueron llevados al campo de confinamiento de Santa Fe, en el estado de Nuevo México.

No todos los japoneses fueron deportados, muchos escaparon hacia Cochabamba, otros al Luribay, a Sapahaqui (camino a las aguas termales de Urmiri), o incluso a Trinidad. En el caso de mi abuelo, se fue a Palos Blancos en los Yungas, por Alto Beni, quedándose allí uno o dos años, en los que se dedicó a la agricultura. Después, tras enterarse del fin de las deportaciones, regresó a La Paz, para irse a la finca de Avircato.

Cuando concluyó la guerra, los prisioneros que fueron enviados al campo de confinamiento en Nuevo México tuvieron la opción de escoger regresar a Bolivia o a Japón. Solamente 7 de los 29 prisioneros se decidieron por Bolivia.

LA CASA DE LA CALLE COLOMBIA

Alrededor del año 1948 mis abuelos compraron una casa en la calle Colombia, casi esquina Mariscal Santa Cruz, detrás de lo que ahora es la Cámara de Comercio. Para esa época mi mamá y sus hermanas Silvia Kimiko y Gloria Sachie asistían al colegio Santa Ana, mientras que su hermano Ángel Tadashi estudiaba en el colegio San Calixto.

Esta casa era antigua, posiblemente construida en el siglo XVIII. Tenía arquitectura colonial española, constituida por tres patios. En la parte de adelante mi abuelo abrió una pastelería —no tengo idea de cómo se metió a pastelero—, que posiblemente estaba atendida por mi abuela. En el segundo patio vivía mi abuelo y su familia, y el tercero era ocupado por otros japoneses que necesitaban vivienda. Como la casa era grande, podía ayudar así a sus conciudadanos.

En esos años había mucho enfrentamiento entre movimientistas (gente del Movimiento Nacionalista Revolucionario MNR) y militares, en una constante pelea política. Como mi abuelo tenía amigos en ambos bandos (y muchos ahijados militares, además), escondía a un grupo de la persecución del otro, sin importar quién estuviera en el gobierno y quién en la oposición.

UN TESORO OCULTO EN LA PARED

Algunos años después, mi abuelo entró en una serie de negocios en los que no le fue bien. La pastelería que tenían en la casa de la calle Colombia no salió adelante, mi abuelo se endeudó, tuvo que cerrar el negocio y vender la casa. Los compradores fueron dos pasteleros que eran sus empleados.

Sucede que, cuando estos dos pasteleros estaban remodelando la casa, hicieron derribar varias paredes para ampliar las habitaciones. Fui así como, al caer una pared en el cuarto donde dormía mi mamá, encontraron un tapado, es decir, un tesoro que tenía monedas de oro y joyas, que seguramente pertenecía a uno de los anteriores dueños de la casa. No se pudo verificar desde cuándo estaba ese tesoro oculto, tal vez venía incluso de la época de la colonia.

Mi mamá me contó alguna vez que a veces le parecía oír, estando en su cama, el ruido de monedas, pero no sabía qué era. Con el dinero que los dos pasteleros ganaron, se compraron el restaurante Lido de la calle Evaristo Valle, y con las ganancias han vivido bien por el resto de sus días. Siempre han estado muy agradecidos con la familia.

VENTA DE LA FINCA 

La finca que tenían en Valencia la mantuvieron hasta justo antes de la promulgación de la Ley de Reforma Agraria, en 1953. Mi abuelo tenía amigos que estaban en el gobierno, quienes le advirtieron que vendría una expropiación masiva de tierras para distribuirlas entre los campesinos. Así fue que pudo vender la propiedad seis meses antes de que esto ocurra. Con el dinero de esa venta, abrió un nuevo negocio en la zona de la Florida: una embotelladora de jugos, que fue inaugurada en 1953 y la tuvieron hasta 1956.

Mientras todo esto sucedía en Bolivia, en Japón se desarrollaban otros acontecimientos. Después de que la guerra terminó, en 1945, el país quedó devastado, con hambrunas. Mucha gente sufrió la pérdida de familiares, entre ellos la familia de mi papá. A continuación cuento su historia.

MI LÍNEA PATERNA

Mi papá, Motoyoshi Kimura, nació el 5 de enero de 1937 en Osaka, una de las ciudades más importantes de Japón. Fue el tercero de seis hermanos.

Su padre (mi abuelo) era ingeniero en construcción de maquinaria militar, con base en Osaka. En esa época se utilizaba todavía la madera para las máquinas de guerra, lo cual era una de sus especialidades.

Toda la familia vivía en Osaka. Con la guerra, se hizo cada vez más peligroso vivir en esa ciudad, ya que se convirtió en un objetivo militar por la gran cantidad de fábricas de armamento instaladas. Mi papá se acuerda de que, cuando tenía ocho años, los aviones enemigos bombardeaban la ciudad. Él sabía desde chiquito dónde correr, a qué cuevas entrar para no correr peligro.

Con el fin de huir de los bombardeos, toda la familia —excepto mi abuelo— se desplazó al pueblo de Ōita, en la isla de Kyūshū. (Para no confundirnos, los Kimura estuvieron en el pueblo de Ōita, mientras que los Kiyonari son del pueblo de Ōta, distantes unos 80 kilómetros uno de otro).

Cuando se trasladaron, los Kimura eran una familia numerosa, con cuatro niños menores de diez años y dos mayores. En esta ciudad había más posibilidades de sobrevivir que en Osaka, no solo por evitar los ataques aéreos, sino también porque lejos de las ciudades grandes se podía conseguir más alimento. Vivían en el centro de la ciudad de Ōita, que ha debido tener 60 000 personas en ese entonces.

Mi abuelo falleció en Osaka, posiblemente víctima de uno de los bombardeos que cayó sobre la ciudad. Para mi abuela ha debido ser una terrible noticia, porque se quedaba sola a cargo de todos los niños.

Las dos bombas nucleares que cayeron en agosto de 1945 llegaron a ciudades muy próximas a Ōita, ya que esta se ubica justo a la mitad entre Hiroshima y Nagasaki. Esta última ciudad queda en la misma isla de Kyūshū, a 250 kilómetros de distancia de Ōita.

CÓMO VINO MI PADRE A BOLIVIA

En 1955, a los dieciocho años de edad, mi papá se graduó de un colegio técnico comercial en Ōita. Mientras trabajaba de tiempo parcial en una granja lechera, tenía que decidir sobre su futuro. Una opción era ingresar a la policía japonesa, la otra era buscar un empleo más rentable en otro lugar.

Un día, mientras caminaba por la ciudad, se fijó en un cartel en el cual se convocaba a jóvenes para trabajar en el exterior. El gobierno japonés estaba muy interesado en enviar a parte de su población a otros países, con el fin de disminuir la carga alimentaria interna.

Presentó su aplicación, tuvo las entrevistas y, después de un par de semanas, se le notificó que había sido seleccionado para viajar en este programa. Mi papá no conocía mucho sobre Latinoamérica, así que anotó como primera preferencia a Brasil, el único país del que había escuchado hablar. Le indicaron, sin embargo, que su destino sería Bolivia, sin opción a cambiar.

A los veinte años, entonces, se embarcó junto con sus compañeros del programa. La mayoría de ellos se fueron al norte de Brasil para trabajar en la agricultura; cinco se quedaron en Chile y dos llegaron a Bolivia.

Mi papá llegó al puerto de Buenos Aires, donde fue recibido por un representante de la embajada del Japón, quien le ayudó a hacer el transbordo en tren para llegar a Bolivia. La travesía hasta El Alto duró casi dos días. Al llegar, se encontró con un poblado pequeño, frío y sin mucha actividad, no fue una buena primera impresión. Se sintió más tranquilo al bajar a la ciudad de La Paz, donde vio un entorno y una ciudad más cosmopolita. Era el año 1956, estaba de presidente Hernán Siles Suazo.

El Gobierno japonés, cuando hizo la planificación del programa, se organizó con residentes en los diferentes países para ver dónde podrían ser contratados los jóvenes voluntarios. En el caso de Bolivia, se coordinó con dos establecimientos: la Casa Aoki, un bazar que estaba en la esquina de la iglesia de San Francisco y la Casa Kioto, también un bazar, pero en la calle Loayza. Esta última pertenecía a un japonés que vino en la época del caucho en la década de 1920, con cuyo comercio hizo una pequeña fortuna que le permitió abrir el negocio.

El Sr. Kioto, dueño del local, se casó en primeras nupcias con una beniana, con quien tuvo tres hijos. Una de ellas, Tina Kioto, se casó con el Sr. Higashi Armando Ono, uno de sus empleados y posterior socio de la empresa.

Un dato curioso sobre cómo se entrelazan las historias de inmigrantes de diferentes orígenes, es que el Sr. Kioto se casó en segundas nupcias con Josefina Busch, de ascendencia alemana y hermana mayor de Germán Busch. Durante la época anterior a la Segunda Guerra Mundial, cuando Busch era presidente de la República, el Sr. Kioto viajó al Japón con el encargo de establecer algunos vínculos con el gobierno japonés, en su calidad de cuñado del mandatario. (Fuente: Dos disparos al amanecer, de Robert Brockmann). 

Mi papá se empleó en la casa Kioto. Para que aprenda español, los dueños acordaron pagarle los estudios en el colegio de contadores, de esa manera él tendría una profesión. Trabajó en esta empresa hasta el año 1963, cuando el señor Kioto, por razones de edad, decidió liquidar todas sus acciones y retirarse.

VIAJE DE MI MADRE A JAPÓN PARA DESCUBRIR SUS RAÍCES

Cuando mi mamá se graduó del Colegio Santa Ana en 1957, a la edad de dieciocho años, viajó a Japón a conocer a sus abuelos, que todavía estaban vivos. Se quedó allá cuatro o cinco años.

La siguiente foto familiar fue tomada a principios de los años 60. En ella se puede ver a la familia Kiyonari y a la familia Ninomia (del hermano menor de mi abuelo). Mi madre no está en la foto porque justo se encontraba visitando a sus abuelos.

En 1962 mi tío abuelo Yoshio Ninomia y toda su familia decidieron volver a Japón, después de casi treinta años de haber vivido en Bolivia. La principal razón del retorno fue que sus padres adoptivos estaban delicados de salud y había que cuidar las propiedades de la familia.

MATRIMONIO DE MIS PADRES

No sé si antes de viajar a Japón, en 1957, mi mamá llegó a conocer a mi papá, quien acababa de llegar a Bolivia. Los tiempos son casi simultáneos. El hecho es que volvió en 1962 y, poco después, en marzo de 1963, se casaron. En ese entonces ella tenía veinticuatro años y él veintiséis.

La ceremonia religiosa se llevó a cabo en la iglesia María Auxiliadora de La Paz.

Pronto vinieron los hijos de la pareja: mi hermana mayor Mie Kimura Kiyonari (actualmente, de Morgan) nació en 1964; yo, Hernán Osamu Kimura Kiyonari en 1966; y mi hermana menor Yukiko Kimura Kiyonari (actualmente, de Akiyama) en 1969.

TRABAJO EN TOYOTA BOLIVIANA

El mismo año en que mi padre se casó, ocurrieron cambios importantes en su vida laboral. En 1963 el señor Kioto decidió cerrar su bazar, y mi padre se quedó sin trabajo. Tomó contacto con los ejecutivos de Toyota Boliviana, los señores José Kawai y Santiago Komori, quienes habían fundado la representación de esta marca unos años antes.

Empezó a trabajar en Toyota en la parte financiera, y después fue promovido a gerente de ventas.

En 1974 se convirtió en gerente general, cargo que ocupó hasta 1980. Ese año llegó de Suiza el hijo mayor de Don José, Jaime Kawai, quien hasta entonces trabajaba en un banco. Regresó para cumplir con la tradición japonesa de asumir el mando de la empresa familiar. Ante esta situación mi papá dio un paso atrás y se retiró.

LOS NEGOCIOS DE MI ABUELO

Volviendo a mi abuelo materno, él era dueño de dos negocios adicionales que no le generaban mucho dinero. Por un lado, tenía la concesión de una mina de estaño ubicada en alguna parte de Oruro. La mina dejó de producir y, aunque metía plata para reactivarla, no pasaba nada.

Otro negocio se refería a un terreno en Alto Beni, cerca de Palos Blancos, que posiblemente compró durante la época de la Segunda Guerra Mundial. Cuando se planificó la nueva carretera hacia el Beni, los loteadores, viendo la ganancia, botaron y amenazaron a los dueños de tierras de la zona, que al final abandonaron sus propiedades. Todo eso se perdió.

También abrió una ferretería en la calle Evaristo Valle, negocio que duró cinco o seis años.

MIYUKI LTDA.

En 1980 mi papá se retiró de Toyota Bolivia y fundó Miyuki Ltda., la librería donde trabajo actualmente. Miyuki es un nombre femenino en Japón, pero en realidad fue tomado porque, cuando inauguraron la empresa, unieron el nombre de mi hermana mayor, Mie, y el de mi hermana menor, Yuki.

Miyuki era primero un tipo bazar: traíamos alimentos, insumos, utensilios y otros elementos japoneses. El negocio no era tan bueno. La diferencia la marcó la representación de los bolígrafos japoneses Pilot. Nos dieron buenos precios, la calidad era muy buena y logramos introducirnos fuerte en el mercado, con un producto de consumo más extendido.

EL TIEMPO PASA

En cuanto a mi vida, me gradué del colegio Saint Andrews en La Paz el año 1984 y me fui a estudiar en 1985 a la universidad Saint Michaels en Vermont, Estados Unidos. Después de ello, mi familia me envió a Tokio para que aprenda japonés. Me alojé en la casa de la hermana menor de mi mamá y fui a la Tokyo Kokusai Daigaku (Tokyo International University), para estudiar ese idioma durante un año.

Al graduarme, conseguí trabajo en Naigai Shoken Gaisha, una compañía que comerciaba títulos de valores en la bolsa de Tokio. Justo por esa época reventó la burbuja económica y tuve que cambiarme a una empresa de comercialización de productos de goma, llamada Kato Sansho Co. Ltda. Esta firma tenía más de 120 años de existencia y comercializaba productos para la fabricación de artículos de goma.

En 1998 tuve que volver a Bolivia para seguir con el negocio familiar, en vista de que mis dos hermanas se habían casado y vivían en otros países: la mayor, Mie, reside en San Francisco y la menor, Yuki, en Tokio.

Mi mamá murió el año 2013. Mi  papá tiene actualmente ochenta y dos años, sigue subiendo a su oficina durante la semana y permanece muy activo en la Sociedad Japonesa de La Paz. Es también consejero y director de la Escuela Suplementaria del idioma Japonés, y trata de promover la cultura japonesa en Bolivia.

Mi abuela Nobuko murió en 1986 a los sesenta y seis años de edad. Me acuerdo que ella cocinaba rico, le salía muy bien el chicharrón de cerdo, era famoso. Mi abuelo Nagayoshi murió veinte años después, en 2007, a la edad de noventa y tres años.

LA COMUNIDAD JAPONESA EN BOLIVIA

Desde que mi abuelo llegó a Bolivia en 1931, siempre se interesó en actividades de ayuda relacionadas con la comunidad japonesa. Primero se involucró de forma individual y, luego, como directivo de la Sociedad Japonesa de La Paz.

La Sociedad Japonesa apoyó mucho a los primeros inmigrantes que llegaban a establecerse en la ciudad. Gracias a la institución se podía conseguir financiamiento, casa, comida e incluso trabajo. También fue un lugar de entretenimiento y socialización; allí se jugaban partidas de Maeh Jong (un juego estratégico de mesa muy popular en Japón).

La Sociedad fue iniciada en 1922 por 27 japoneses inmigrantes. Creció hasta que, en 1930, había 150 miembros. Los estatutos eran muy estrictos, solo se aceptaban japoneses de primera generación, y todas las reuniones y comunicados se hacían en japonés, nada en español. Era casi de carácter obligatorio pertenecer a esta institución.

Durante la Segunda Guerra Mundial la Sociedad tuvo que disolverse para reconstruirse nuevamente en los años cincuenta. En la época de los setenta, muchos de los amigos de mi mamá, que pertenecían a la segunda o tercera generación, no podían ser socios de la Sociedad Japonesa porque no eran japoneses de nacimiento. Los estatutos no lo permitían.

Toda esa generación de descendientes fundó su propia asociación en forma paralela a la Sociedad Japonesa original. Esta convivencia duró diez años hasta que, tiempo después, viendo que no era sostenible ni lógico tener dos grupos culturalmente afines, se unieron. Eso conllevó, naturalmente, a un cambio de estatutos y de forma de organización.

COMPROMISO DE MI FAMILIA CON LA INSTITUCIÓN

Mi abuelo desde su entrada a Bolivia fue socio, y desde 1944 empezó a ser parte del directorio por muchos años. En 1958 fue nombrado presidente de la Sociedad. Después, a la edad de setenta años, se lo nombró consejero hasta su fallecimiento.

Mi padre también fue miembro destacado de la Sociedad, llegando a cumplir el cargo de presidente en los años 1979-80, 1989-91 y 1999-2000 (siete gestiones); de director por muchos años y, desde 2007, de consejero, función que sigue cumpliendo.

Sociedad Japonesa
En esta foto de la Sociedad Japonesa de La Paz, mi papá es el primero a la izquierda y mi abuelo es el segundo a la derecha.
Mi abuelo y mi papá han sido condecorados por el gobierno japonés por los servicios que prestaron a la comunidad en Bolivia. En 1989, cuando yo vivía en Japón, mi abuelo recibió la condecoración Orden del Sol Naciente. Años después, en 2007, mi padre fue condecorado con la Orden del Sol Naciente, Rayos de Oro y Plata.

En el año 2018 —siguiendo sin querer lo que ya es una tradición familiar—, fui también elegido presidente de la Sociedad. Se necesitaba a alguien que tome el control de la institución y la reorganice para enfrentar los nuevos retos, especialmente porque en 2022 se cumplen los cien años de su fundación.

RETOS DE LA SOCIEDAD JAPONESA

Uno de los retos más importantes que tengo se refiere a remediar la bajada del número de socios. Hace veinte años éramos 300 socios, actualmente solo somos 120. Hoy, mucha gente joven no quiere ser parte de la Sociedad, y se hace necesario buscar la forma de incentivarlos a que se incorporen. Estamos aceptando a bolivianos en calidad de socios benefactores.

Otro punto relevante de mi gestión es el manejo del Jardín Japonés, en la ciudad de La Paz. Cada ciudad importante del mundo cuenta con un jardín japonés, y no podía quedar fuera nuestra ciudad.

El año 1973, para la conmemoración de los cincuenta años de la fundación de la Sociedad Japonesa, en un área de 2300 m², se construyó el Jardín Japonés, gracias a la colaboración de socios y empresas de Bolivia y del Japón. Llegaron técnicos especializados que hicieron un trabajo de diseño de inspiración japonesa.

El 22 de septiembre del 1975, por la conmemoración del Sesquicentenario de la Independencia de Bolivia, esta obra se donó a la Honorable Alcaldía como un regalo para la ciudad de La Paz. Lamentablemente, la actual administración del parque no permite el libre ingreso de la población; estamos negociando para lograr que sea un espacio abierto a los paceños y a todo visitante, tal como fue en su idea original.

EL MANEJO DEL IDIOMA JAPONÉS

En cuanto a mi manejo del idioma japonés, no tengo acento para hablar, pero sí utilizo, a veces, palabras raras que no son del día a día. Lo que pasa es que aprendí a hablar el japonés de negocios, y mi vocabulario es un poco formal, con palabras no rebuscadas pero diferentes. Las personas que me escuchan me entienden bien, tal vez se dan cuenta de que hay algo raro en la forma como me expreso, pero no necesariamente identifican qué es.

El japonés como idioma escrito es algo complejo. En los últimos años, con la ayuda de la computadora, ya no tengo que memorizar los caracteres: tipeo la palabra, sale la lista de caracteres, escojo el caracter correcto (porque hay algunos que se pronuncian igual pero significan algo diferente) y voy a la siguiente palabra. Con la práctica se hace cada vez más rápido.

PARA TERMINAR

Termino este relato con una corta historia de la inmigración japonesa a Bolivia.

Hace 120 años, el 3 de abril de 1889 arribaron al Perú, a bordo del barco Sakura Maru los primeros 790 inmigrantes japoneses con el objetivo de trabajar en los campos de zafra de Perú. El estímulo para viajar hasta Sudamérica era una remuneración mayor que la que podían obtener en Japón.

Las condiciones de trabajo que encontraron en Perú no fueron las esperadas, muchos de ellos querían regresar a Japón pero estaban endeudados. Había una alternativa: viajar a Bolivia con la promesa de mejores condiciones tanto económicas como laborales. Es así que 93 de los 790 inmigrantes decidieron viajar a este país.

El 31 de agosto zarparon del Callao rumbo sur hasta al puerto de Mollendo, para después tomar el tren hasta Puno, en el lado peruano del Lago Titicaca. De ahí navegaron en un barco a vapor hasta Puerto Acosta, en territorio boliviano. Posteriormente se trasladaron a pie hasta Sorata, desde donde se dirigieron al norte del departamento de La Paz, cerca de Mapiri, a una localidad llamada San Antonio.

Este grupo de 93 personas llegaron a su destino el 23 de septiembre de 1889. Esta fecha es importante, ya que se conmemora la primera inmigración de japoneses a Bolivia. En San Antonio trabajaron como recolectores de caucho en una hacienda manejada por la Casa Gunther, empresa de un alemán que exportaba goma.

Entre los años 1899 y 1909 llegaron 6 295 japoneses para trabajar en Perú. Muchos de ellos decidieron cruzar la frontera y venirse a Bolivia, especialmente a Cobija, Rurrenabaque y Trinidad. Como destino preferido, Riberalta, donde el auge de la goma hizo que ganen mucho dinero, dedicándose principalmente a la obtención del caucho.

En la década del 1910, el precio internacional de la goma cayó porque los ingleses llevaron plantas de gomero al sudeste asiático, donde empezaron a producir forestalmente y en mayor cantidad. Los costos de producción bajaron y el precio también, haciendo que la extracción originada en la Amazonía sudamericana no pudiese competir en esas condiciones.

Al no poder ser competitivo mundialmente, la industria de la recolección del caucho se desplomó. Muchos japoneses regresaron a Perú o se dispersaron a diferentes destinos en Bolivia, como ser Cochabamba, Oruro (por el floreciente negocio del estaño) y La Paz.

El 2 de julio de 1922 se fundó la Sociedad Japonesa de La Paz —institución sin fines de lucro—, con el propósito de difundir la cultura, idioma y costumbres japonesas y, también, para generar un espacio donde los socios se relacionen unos con otros.

En la década de 1930 estalló la Guerra del Chaco en Bolivia y Paraguay. La Sociedad Japonesa reunió vituallas y alimentos para colaborar con los soldados bolivianos que estaban en el campo de batalla.

En los años siguientes la cantidad de japoneses que se dedicaban al comercio en la ciudad de La Paz creció, especialmente en el área de la calle Comercio, Plaza Murillo y de la avenida Mariscal Santa Cruz. Fueron más de cuarenta negocios concentrados en ocho cuadras a la redonda. Estos comercios cerraron cuando empezó la Segunda Guerra Mundial.

El año 1944, 29 japoneses más sus esposas fueron confinados a campos de concentración de Nuevo México, Estados Unidos. Algunos de ellos volvieron después a Bolivia.

En 1954, durante el Gobierno de Víctor Paz Estenssoro, Bolivia firmó uno de los primeros tratados con Japón, que permitía la inmigración de japoneses para que se instalen en el oriente boliviano. Se les dotó de tierras agrícolas en el departamento de Santa Cruz. Las colonias de San Juan y Okinawa fueron el resultado de estos tratados.

El año 1974, festejando los 50 años de la fundación de la Sociedad Japonesa de La Paz, se construyó el Parque Japonés, como agradecimiento por recibirnos en Bolivia.

Durante los años 1980-2000, las colonias de San Juan y Okinawa lograron, a puro esfuerzo, ser ejemplos de superación en el país, progresando bajo condiciones muy difíciles en el departamento de Santa Cruz.

Se estima que, actualmente, hay más de 13 000 japoneses o sus descendientes viviendo en Bolivia, todos ellos forjando una identidad propia que surge de la integración de lo mejor de ambas culturas.

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Nota del editor: Esta historia se basa en entrevistas y posteriores revisiones con Hernán realizadas entre octubre y diciembre de 2019. La redacción y edición son de Marcos Grisi Reyes Ortiz.

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