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LA MUERTE DEL FUNDADOR (Resumen de un relato novelado)


Por: José Antonio Loayza Portocarrero. Este artículo fue publicado originalmente en Siglo y Cuarto, Documentos Históricos, en mayo de 2018.

Don Joaquín Gantier escribió el libro “Casimiro Olañeta”, a él le debo lo que sé. Le pregunté si Olañeta fue el fundador nato de nuestra patria, y me respondió sin el odio que nos endilgó Arguedas en su libro “Pueblo enfermo”: “Si no hubiera sido Olañeta, entonces quién, Bolívar no deseaba nuestra independencia, Sucre hacia lo que decía Bolívar, y se impuso la astucia y la voluntad del tercero excluido”. Quise saber más, algo encontré en los “Papeles inéditos de Gabriel René Moreno”, otro tanto en el dialogo y en el libro de mi buen amigo José Luis Roca, “Ni con Lima, ni con Buenos Aires”, y más de ello, nada. Aun así escribí “Casimiro Olañeta y la fundación de Bolivia”. En cuyas páginas finales, algo más extenso que este resumen; relato así:
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Yo, Telésforo Jano, hijo de don Casimiro Olañeta y Güemes, fundador de esta tierra: tengo el oficio de dar en nombre del Dios guardián de las puertas misteriosas, la versión de su vida, así como las razones licenciosas o indignas que hoy dilaceran su soledad. Juro que su destino fue un sendero desfavorable Pero ya es tiempo que mencione los hechos sin justificar su ingrata historia: Nací el 4 de enero de 1831, fui bautizado en la parroquia de San Miguel. Era el otoño, habían pasado dos años y siete meses desde que mi madre tuvo en 1828 a Pedro Cesar, hijo del Mariscal Sucre, mi hermano materno. A causa de ello mi padre rompió con Sucre, y trató de imponer sus razones, y mi madre Manuela de la Concepción Rojas e Iñiguez, reclamó.

— ¿Fue la cautela por tu patria?, ¡o celos por mí! — y mi padre respondió:

— ¡Fue por ti! ¿Por qué se mofaron de mí? Yo vivo por mi fe. Puedes pensar y tacharme de ser el hombre más prosaico si quieres, pero yo fui el poder, el opulento, el tempestuoso, el temerario, y hasta el juez más útil que aclaró los líos que la patria embrolló. Yo tuve la púa del engaño clavado en mi espíritu, y cuando creció se convirtió en la puya acerada e infalible que le dio vigor a mi cuerpo y espíritu que fueron los soles cardinales que me convirtieron en el genio creador de la independencia; por tanto, nadie puede atribuirme traiciones o villanías sin confesar su envidia.

Pero ahora mi padre se moría. Me llevó tres meses conocer los sesenta y cinco años de su vida y los treinta y cinco años de vida de mi patria, y casi lloré. Pero hubo una tarde que regué mis mejillas con lágrimas de dolor, y su esposa y a la vez su prima doña María Santisteban Güemes, me vio; era un día antes del día de la independencia. El médico desanimado por no haber vencido el mal, nos comunicó que mi padre viviría unos días más, no dijo cuántos, sin duda no quiso decirlo o no sabía. Dentro la casa todo era un desconcierto, las ventanas estaban cerradas y los muebles y las cosas guardadas cubiertas por sabanas de lienzo blanco, y hasta el reloj de piso tenía la péndola quieta. Me refiero a que ya se avistaba el tiempo y la noticia de la muerte y la suerte funesta de mi padre. —Jano, apuesto que no sabes que dijo Bolívar cuando supo que la república llevaría su nombre− Luego sonrió con ese modo irónico muy propio de él. Si me hubiera dicho que estaba delicado, o ignoraba que agonizaba, o me hubiese abrazado para eludir mi respuesta, Dios sabe que hubiera creído en el milagro, como creía en la virtud medicinal herbaria, o en la risueña ingeniosidad de los moribundos para guardar unos reales en el bolsillo y no morir sin antes dejar una limosna para encomendarse a Dios. Pero apreté mi garganta porque mi voz se quebraba.

Al día siguiente lo encontré sentado pero no levantado. Lo terminé de vestir y lo lavé sumergiendo dócilmente sus manos en una palangana de agua y le friccioné el rostro y el cabello con un paño suave, frotándole casi sin tocarlo por el temor de maltratar su piel. Se fijó en mis ojos, y dijo que estaban muy acuosos a falta de sed. Debías llorar —me dijo−, tus pupilas lo necesitan y tu alma tiene aroma de pena. Luego se alzó hasta quedar erguido y me dio un beso en la frente y una caricia de buen día. Su casa estaba a una cuadra y media más arriba de lo que antes fue la presumida Audiencia de Charcas, caminamos por las losas tendidas que unas se rajaron, otras se movían y las demás estaban hundidas. Noté que el sol enriquecía su resistencia y lo tomé de sus manos que eran delicadas como las de un niño de huesos ligeros, y unidos como dos conquistadores nos abrimos paso con el bastón que mi padre usaba de muletilla. La gente le saludaba conmovido de respeto, no porque mi padre supiera el nombre del abuelo de sus abuelos, sino porque su saludo para muchos se equiparaba a una bendición. Así llegamos a la Plaza Mayor, donde ondeaban las banderas, los escudos, los estandartes y los penachos de plumas sobre los resplandecientes morriones del ejército, porque hoy: ¡Hoy era el día dedicado a un hecho único, era el día de la independencia, el día que mi padre fundó ésta tierra hace treinta y cinco años atrás!

Los días siguientes yo tenía una soberbia ilusión, lo que llamamos el prodigio de la esperanza, o lo que llamamos la presunción del milagro. Quizás mi padre era inmortal. Sé que con mis años debo dejar de ser un iluso esperanzado, pues, ¿acaso aquellos que crearon una vida nueva no están predestinados a quedarse en este mundo para cuidar su obra? Afuera, todo formaba parte de una obra municipal, ignorando que muy cerca agonizaba el fundador, mientras los ingratos bailaban y festejaban, y algunos hasta apostrofaban a la patria por el color de su epidermis, por la pobreza de sus posesiones; porque era menester protestar hasta escanciar el vino de la botella y refutar lo que mi padre hizo, desposeído de preeminencia y poseído de impaciencia para librarnos de España y gozar de la independencia pese a la tenaz oposición y a la involuntad política de la Argentina y el Perú.

Esa noche mi padre yacía postrado en su lecho, afuera se oía el agua que manaba de la fuente de piedra. Junto al muro se veía la cabeza labrada y enmarañada de un león que rugía intimando a los curiosos… Mi padre me tomó de la mano y comenzó a contarme de su juventud en Charcas, de su matrimonio con su prima y sus amoríos con mi madre, de sus luchas con los patriotas y realistas, de sus maniobras con uno y otro presidente, de la declaración de la independencia, de su engaño a los Libertadores, de la Confederación de Santa Cruz, de la huida por las tejas del tenorio Ballivián, de las lágrimas atribuladas e inconsolables de Belzu, de la moralización extemporánea de Linares, y de la carta que le escribió: “Al recibir esta carta ya no tendréis a quien contestar. Adiós para siempre.”

Durante los siguientes días ya no pude hablar con mi padre, él no hablaba, soñaba que reparaba alguna injusticia; o elaboraba algún proyecto de ley para promulgarlo; o entregaba documentos firmados para evitar que otros se le adelanten; o redactaba la renuncia de algún presidente o un nuevo discurso de posesión; o negociaba con políticos de trinchera o con ministros del exterior. Pero ahora estaba sobre su cama con la manta sudada por la fiebre, las visitas eran escasas, los que asistían era notorio que lo hacían por curiosidad para visitarle y salir de prisa con el chisme deseado.

Pero un día al verlo, su jadear cesó, sus ojos se posaron en los míos, estuvimos buen rato viéndonos, le acaricié el cabello, le pedí que duerma, oí su voz como el aliento que se expira. Se contrajeron sus labios, estaba aferrado al relicario y su amor era frío. Le froté las manos, le pedí que sea fuerte, su evidente sudor se redujo, su sangre anhelante se aquietó, le prometí que se levantaría, le recordé que era un vencedor y debía vivir quiéralo o no. El me seguía mirando con sus pupilas apagadas y su aorta sin latidos, su cuerpo se alongó, sus manos y su frente se entumecieron. Yo sabía que el patriota, el amo imperioso, el tribuno indomable, abriría de par en par sus ojos y su boca reiría y me diría que su dolor menguó y se libró del mal tirano que otrora le flageló. Miré sus mejillas y empecé a frotarlo desgreñando sus cabellos... Alguien, Dios mío, mientras le frotaba las manos se acercó y me dijo: Ya no puede hacer nada más por el doctor Olañeta, hace rato que murió... Aquel domingo mi padre, mi amigo, mi fundador, el que le quitó el chasquido al látigo español, el que construyó la Constitución y la ley, el que no claudicó hasta lograr la independencia de nuestra patria, falleció.

“En el año del Señor de 1860, día 12 de agosto, murió en comunión de nuestra Santa Madre Iglesia, con Sacramentos, el Señor Ministro Don Casimiro Olañeta de 65 años, casado con la Sra. Dña. María Santisteban; sus funerales se hicieron en la Catedral con oficios cantados y solemnes, con licencia del Sr. Párroco Don Julián de la Borda, y fue enterrado al día siguiente en el Panteón General a la entrada de la capilla, y para constancia lo firmé yo, el teniente del cura.— José Lague”.

Yo, Telesforo Jano, contemplé el homenaje y el funeral de mi padre, y el llanto me desconcertó cuando sentí: … ¡era el silencio!...la corneta y la tonada entristecida sonó: … ¡era el silencio!

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