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PECULIARIDADES DEL "LOCO" ARCE GÓMEZ, MANO DERECHA DEL DICTADURA GARCIAMESISTA


Por: Cecilia Lanza Lobo - Página Siete, 1 de abril de 2020.
A 15 pasos del lugar donde estamos, un hombre acuchilla a otro. Hay sangre. No hay bulla, no hay gritos, nada demasiado fuera de lo común. “Aquí se matan todo el tiempo”, dice Luis Arce Gómez, sentado sobre su cama en la celda número 209 del penal de máxima seguridad de Chonchocoro, a 30 kilómetros de La Paz. Al ex Ministro del Interior de la dictadura de Luis García Meza, a cargo de los paramilitares entrenados por el nazi Klaus Barbie, la muerte nunca le impresionó demasiado. Cuando tenía siete años y vivía por el quinto anillo en Santa Cruz de la Sierra –un lugar que en aquellos años era más parecido a un monte que a un barrio de viviendas familiares–, cierta vez asomó de entre las matas un tigrecillo y se comió a una niña. El pequeño Luis no vio el ataque pero sí a la niña muerta, destrozada. No gritó, no lloró, no se afligió en absoluto. Siguió en lo suyo. Nunca le tuvo miedo a la muerte, más bien vivió coqueteando con ella el resto de su vida. Lo llamaban El Loco.
*****
Una noche de 1969 alguien tocó la puerta de su habitación: —“¿Dice que juegas ajedrez?”, le preguntó. —“Sí”, respondió él sin mayor entusiasmo y siguió las órdenes de ese hombre delgado de fino bigotito negro que lo había buscado y que inmediatamente lo llevó a su casa. Era el general Alfredo Ovando, Presidente de la República, que cansado de perder las partidas de ajedrez con sus ministros, Marcelo Quiroga Santa Cruz, Alberto Bailey Gutiérrez  y León Kolle, esa noche les dijo “he traído a mi gallito”, y dejó que el mayor Luis Arce Gómez ocupara su lugar. El oficial ganó la partida y un porcentaje del dinero apostado esa y varias noches más. Así se selló la relación de estrecha confianza entre el Presidente y el militar,  Jefe de Seguridad de su Excelencia.
Eso cuenta él desde la cárcel de Chonchocoro, aún recatado. Porque esa es apenas la mitad de la historia, pues su relación con el Presidente de la República era más bien muy antigua. Por eso cuando Ovando lo buscó aquella noche en el Colegio Militar, sabía bien que llamaba a “su gallito”.
Él lo cuenta complacido. Cada que puede repite enfático pero con la voz ya sin volumen y alzando las cejas canas, que durante siete años fue campeón de ajedrez del Ejército. “¡Siete!”, se jacta. Siempre lo hizo porque siempre tuvo los humos por el cielo, incluso ahora que tiene 80 años, la piel con escaras, cinco dientes delanteros, la ropa sucia y una celda que más parece la guarida del Guasón a la que hay que entrar agachando el cuerpo. La cama ancha ocupa casi todo el espacio, el resto son recovecos sin desperdicio, como un depósito diminuto acomodado con la habilidad de un arreglacositas. Todo, en un espacio de 2x3 metros que él –o alguien– ha empapelado con varios recortes de periódico en los que aparece él en sus años de gloria, como Ministro de la dictadura.
“Yo era un tipo guapo ¿ve?. Mire: ese de ahí es mi padre. Ese de allá, mi hermano. Y éste, mi hijo. Todos los hombres de mi familia somos guapos. Las mujeres me perseguían. ¿Sabía usted?”, me mira. Luego vuelve a las fotos y dice: “Luis. Todos en mi familia somos Luis”. Y entonces, otra fotografía en la pared: Una mujer elegante de cabello claro y vestido a rayas sostiene en brazos a un niño que parece niña al que besa como besan las mamás. Ese niño que parece niña es él y ella es Aida Gómez, su mamá. Pero él no habla de ella sino de su abuela Gertrudis, alemana, ferviente admiradora del nazismo. “Mi abuela era la mujer ¡más! inteligente; más que mi mamá que no era mucho una mujer de la casa” comenta, y cuenta que la abuela tenía un pequeño huerto que cultivaba con disciplina. “Viajó por todo el país. Amaba Bolivia pero no a su gente. Los bolivianos no le gustaban. Decía que este país podría ser una gran potencia si viniesen los alemanes, los bolivianos no, porque gastan su plata en bebida y golpean a sus mujeres”, cuenta él que decía su abuela, de la que heredó cuando menos un par de cosas: su desprecio por los comunistas y su aprecio por la servidumbre. 
“Coronel” por aquí, “coronel” por allá, varios hombres de la sección A de la prisión de Chonchocoro, donde Luis Arce Gómez vive recluido hace una década, lo atienden con diligencia y bajan levemente la cabeza a tiempo de saludarlo. He llegado tarde a la cita algunos días después de la primera vez que estuve allí, y “su cocinero” ya se fue, pero en su lugar está un hombre joven de ojos azules, cabello cano y voz de Dj, que sirve un esmerado espagueti con mantequilla, lo llama Luchito y lo trata como un nieto cariñoso y paciente a un abuelo caprichoso. “¿Todo bien?, ¿qué necesitas?, ¿este es tu plato?, ¿no es este?, ¿este es tu vaso?, ¿tiene una manchita no?”.  Es su compañero de celda y hoy atiende al Coronel que paga por todo: 5, 10, 20, 150 Bs. dependiendo del trabajo: tender la cama, limpiar la guarida, lavar la ropa, cocinar, hacer un mandado o simplemente para protegerlo. “Este es un lugar complicado”, explica bajando la voz quien fuera el mayor y más temido experto en seguridad y en labores de inteligencia de todos los gobiernos militares desde 1964, por angas o por mangas. 
“Yo no hago nada. ¿No le digo que soy un burgués…?. Yo soy un burgués”, se complace el Coronel. Como ahora esperaba visita, está visiblemente más aseado que la primera vez que lo vi y la mesa roja de plástico delante de su celda hace de comedor de la casa con piscina que tuvo desde niño y ahora no. Sus abuelos, de un lado y del otro, llegaron de Andorra contratados por la Railway. Su padre fue rescatador de oro y terminó como oficial en la guerra del Chaco. “Mi padre era un caballero, un hombre educado…, no como yo”, ríe el Coronel y cuenta que él quería estudiar medicina pero acabó en el Colegio Militar, enamorado de la hija del comandante que le había prometido matrimonio aunque nunca cumplió y se marchó, pero como él siempre fue un hombre práctico, el estudio castrense le pareció tan fácil que se quedó. Más tarde se casó con una mujer de familia adinerada de Santa Cruz. Su círculo social quedaba fuera del cuartel, entre caballos y clubes de amigos. Años después se divorció porque su mujer se había “enviciado” jugando rummy con las mujeres de los militares y si algo le molestaba, más que el hecho de que su mujer abandonara sus labores domésticas, era que se juntara con la chusma. 
Luis Arce Gómez desprecia a sus camaradas. Los militares nunca le cayeron bien, cuenta con mala cara y suele referirse a ellos así: “Faustino Rico Toro (coronel eternamente presidenciable), ¿lo ha conocido usted? Tenía cara de indio. Yo le decía: cómo puedes tú despreciar a los indios ¿acaso no te has visto al espejo?”. La esposa de éste era “fea”, lo mismo que la esposa de Luis García Meza, más que fea. “Los feos se juntan con los feos”, sentencia. Pero además cuenta que su esposa no podía ver a García Meza por nada del mundo –tampoco él–, porque “era un ordinario, malhablado…, un cholo”. Y a la mujer de otro general, bajita y morocha, más generala que su marido, le dice “imilla”. Luego aclara –casi como disculpándose– que no se refiere al color de piel sino a la actitud. Ese gesto, tan de su abuela Gertrudis, habría de repetirlo él varias veces en su vida.
Pero si el desprecio de Arce Gómez hacia sus camaradas era tal, el asunto era recíproco.
El Loco 
— “Luis Arce Gómez”, digo.
— “¡Pfff… !”, exclaman sus camaradas, como si de pronto se hubiese soltado un mal olor. 
Eso a él le importa poco. Reconoce que en el Ejército lo consideraban indisciplinado, rebelde, respondón –“un mal militar”–, y tampoco le tenían mayor aprecio. ¿Por qué? “Porque tenía plata, pues”, responde él con sorna. 
Luis Arce Gómez se ganó a pulso el apodo de Loco. Bajito, algo abultado, inquieto, desordenado hasta en sus cejas que se juntan en una sola, larga, garabateada por encima de sus ojos pequeños, movedizos, castaños, la nariz recta y las manos de niño regordete. “En esa foto estoy un poco gordo”, aclara mirando la fotografía más difundida de sus años como Ministro del terror porque, en general, él se gusta y para no olvidarlo tiene su imagen multiplicada en la pared, como adolescente que adora a sus ídolos del rock. 
Cierto día –recuerdan sus oficiales– un soldado se le apareció con el rostro compungido quejándose porque estando de guardia todos los días, no alcanzaba a recibir su ración y por tanto no almorzaba. El Loco le dijo que resolviera el asunto de una buena vez: “¡métale bala!” gritó, y esbozó luego una sonrisa retorcida. Fue una orden. El soldado, obediente, apuntó y dejó dos turriles llenos de rancho para la tropa hechos una coladera. 
En otra ocasión, siendo El Loco instructor en el Colegio Militar, llevó a los cadetes a las afueras de la ciudad para enseñarles infantería de montaña. El énfasis, más que en el desplazamiento o en las armas, estaba puesto en el terreno montañoso, accidentado. Cuando los jóvenes cadetes llegaron a la zona, encontraron recostada a una mujer desnuda cuyo cuerpo, exageradamente curveado, había servido como maqueta perfecta para emular un territorio colmado de accidentes naturales. Ninguno se perdió la lección. Luis Arce Gómez era loco y mujeriego. 
Era 1960 la vez que los cadetes vieron a esa mujer desnuda convertida entera en un exuberante monte de Venus. Y dicen que fue por esos años cuando Luis Arce Gómez, entonces Subteniente, fue dado de baja del Ejército acusado de haber abusado a la hija de algún superior. Él lo niega y asegura que es absurdo, quizás porque pone en práctica una certeza que suele repetir: “si una chica tiene 12 años… no es igual, pero si tiene 16, no es pues violación”, dice con aplomo, y los hombres que lo rodean en la cárcel donde estamos, asienten con la cabeza y con el alma. “Claaaro, claaaro…”, repiten, repiten.
Pero haber sido dado de baja del Ejército tampoco le hace mella. De hecho, casi presume haber estado encarcelado cinco veces en su vida. Esta es la quinta, y a sus 80 años podría no ser la última. El gobierno italiano reclama su extradición por el crimen de dos de sus ciudadanos. Tres veces estuvo en prisión militar por “problemas” con sus camaradas. A uno le pegó un tiro en el pecho. Las dos últimas son, acabada la dictadura, su estancia como reo número 41663–004 en la prisión Coleman Low FCI en Miami, donde pasó 13 años condenado por delitos de narcotráfico; y ésta, donde suma ya una década.
Conocido es su paso como fotógrafo en el periódico Presencia aunque él dice que lo único que hacía era llevar a ese diario las fotografías que su primo Freddy Alborta, el fotógrafo, le pedía entregar pues tenía su estudio en la planta baja del edificio. Los periodistas, en cambio, recuerdan a un tipo desprolijo al que llamaban El Malavida. –“¿Por qué?”, pregunta el compañero de celda que ha servido el almuerzo y que acepta sentarse a la mesa y compartir una Coca Cola. “Con tu permiso, hermano” dice, se sienta, y escucha atentamente. 
“Ahj, Malavida porque no me dejo pues, no me callo, soy un tipo…”, dice el Coronel, jactancioso, y cambia de tema. Picotea. Es disperso pero además usa la dispersión como estrategia, dependiendo del tema. Le gusta saberse un hombre inquieto. Tanto así que ostenta los enormes ganchos que agarran y mantienen unidas las capas que cubren su cama: sábanas y varias frazadas una encima de otra como lonjas de jamón. Siete ganchos. Eso fue así desde niño para que no se destapara por las noches, decía su abuela Gertrudis. Luis Arce Gómez duerme así, como faquir enganchado a la cama y un enorme cuchillo sobre su mesa de noche. 
Los cuchillos están prohibidos en la prisión pero él tiene uno que usa para cortar el pollo del almuerzo ahora mismo. 
A ratos cuesta –y a ratos no– imaginar a este anciano que masca el pollo con dificultad, como aquel hombre temido por todo un país, protagonista de su propia imagen sombría.
Cuesta porque detrás de él, pegada en la pared, está la imagen de esa madre que lo besa. ¿En qué momento los hijos doblan la esquina equivocada? ¿Habrá imaginado alguna vez su padre que ese niño, que un día lo sorprendió en el colegio porque hablaba perfectamente inglés sin que nadie le enseñara, sería más tarde el hombre temido que fue? 
Fueron sus vecinos canadienses, en aquel barrio lejano donde el tigrecillo se comió a la niña, quienes le enseñaron puras malas palabras, sonríe y repite con picardía y con perfecto acento norteamericano: “son of a bitch, bullshit…” 
Así aprendió inglés y esa fue la razón por la que el Ejército lo mandó a los Estados Unidos para que se formara como piloto. Era el único que hablaba inglés. Ser piloto fue su gran pasión que, como tantas veces en su vida, sucedió por casualidad como el hecho mismo de haber sido militar. Y esa es también la razón por la que él asegura que lo llamaban Loco. Porque montado en sus avionetas toreaba a la muerte. Hacía todo tipo de arriesgadas acrobacias aéreas rozando el suelo, así y asá. De hecho, ese fue su negocio paralelo durante años: estrellar sus propias avionetas y cobrar el seguro.
¡Métale bala!
Pero Arce Gómez no era El Loco sólo por temerario sino porque como alguna vez declaró el propio García Meza, ya viejo y también encarcelado: “con Lucho todo era muerte”.
Aún dado de baja del Ejército, en 1964 se inmiscuyó en el golpe que llevó al general René Barrientos a la Presidencia, motivo por el cual fue reincorporado y reconocido con el grado de capitán. El general Alfredo Ovando, amigo de su papá, era entonces el Comandante en Jefe de las Fuerzas Armadas. Tras el deceso de Barrientos (1969) en el helicóptero que cayó envuelto en llamas y sospechas, El Loco fue nombrado jefe de Seguridad del general Alfredo Ovando que asumió la Presidencia luego de desplazar por la fuerza al vicepresidente Luis Adolfo Siles. Cuando Barrientos murió se rumoreaba ya acerca del distanciamiento entre ambos “amigos”, Barrientos y Ovando, que poco antes habían ocupado la inusitada copresidencia del país y por acuerdo mutuo decidieron alternar, pero Barrientos no cumplió su promesa. Con esa lagaña en el ojo sucedió el supuesto accidente que enterró a Barrientos. 
Seguramente fue aquellos días, cuando instalado ya en la Presidencia, Ovando buscó al campeón de ajedrez como a su “gallito”. Y unas veces como gallito de Ovando y tantas otras como gallito de sí mismo, Luis Arce Gómez fue señalado como actor de los episodios criminales más oscuros de la historia política de esos años cuando en Bolivia gobernaban los militares.
Precisamente en el gobierno de Ovando se recuerdan los asesinatos del director del diario Hoy, Alfredo Alexander y su esposa Martha, que recibieron como regalo una bomba que estalló en su dormitorio. ¡Boooom! 
Arce Gómez era experto en explosivos. 
Por eso es imposible no mirar con otros ojos la cocinilla que hoy tiene el Coronel afuera de su celda. Una instalación ingeniosa de alambres y resistencias cableadas que zigaguean en medio de un par de ladrillos calados que hacen de hornilla. No, no es raro. Todos los reos tienen lo mismo y ésta de aquí no la hizo él porque allí él no mueve un dedo. Todos atienden al Coronel.
Todos menos su familia cuyas habilidades al parecer ésta menospreciaba. No sólo su padre se enteró que su hijo aprendió inglés solito, sino que su hermano mayor, de quien el Coronel guarda ahora una enorme fotografía en la pared y lo menciona con frecuencia –diría yo que hasta con cariño y con tristeza, pues falleció hace poco tiempo–, se refería a él como “resfriado mental”. El mismo Coronel repite de sí mismo que siempre fue “malo, cero para las matemáticas”, aunque explica con destreza asuntos físico matemáticos de aviación. Pero en su familia, el “cerebro” era su hermano Armando, respetado ingeniero cruceño formado en Londres, que solía referirse a su hermano militar con las más variadas palabrotas lanzadas del modo más vulgar, rabiosamente vulgar: entre él y su hermano había cierto “antagonismo y competencia”. Por lo visto su hermano Armando tampoco sabía que Luisito jugaba ajedrez tan bien como su padre y que su padre le había hecho leer “todos los clásicos”, señala el Coronel, que para solaz del compañero de celda que nos acompaña en la mesa, comienza a relatar la primera parte de Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas. 
Todos para uno y uno para todos
Luis Arce Gómez había conocido al nazi Klaus Barbie en sus años en Europa, Ya en Bolivia, juntos trabajaron estrechamente en la formación de grupos paramilitares. El Loco se sentía muy cómodo al lado de Barbie, alemán como su abuela, a quien durante el gobierno de Luis García Meza, cuando El Loco asumió como ministro del Interior, nombró Teniente Coronel ad honorem del Ejército boliviano. 
Lo que hizo Arce Gómez en 1980 fue echar a andar la maquinaria. En el caso de los paramilitares extranjeros –alemanes, italianos, argentinos– tuvo la colaboración de Barbie. Para el resto, se bastaba a sí mismo. El Loco, que en el cuartel resolvía las cosas con un ¡métale bala!, inaugurada la dictadura creó el Servicio Especial de Seguridad SES donde acomodó a su horda. Lo acepta ahora, orgulloso, sonriente. “Yo hice esa revolución”, dice. Y revolución llama al golpe de Estado de 1980.
¡Booom! ¡Booom! ¡booom! 
A principios de febrero de 1980, en la calle Luis Zalles Nº 284, frente a la Estación Central, en La Paz, una explosión sacudió las oficinas del semanario Aquí que dirigía el sacerdote jesuita Luis Espinal Camps, vehemente crítico de las dictaduras y defensor tenaz de los derechos humanos a quien los golpistas tenían en la mira. Al amanecer del sábado 22 de marzo, un hombre encontró un pedazo de carne magullada a los pies de un basural en una carretera. Era el cuerpo de Luis Espinal Camps. 
Aunque lo niegue, a estas alturas el Coronel está algo fatigado. Quizás por eso decide escuchar aunque sea unos segundos. Entonces le cuento mi versión de los hechos y él simplemente asiente y, claro, interrumpe y añade detalles como niño aplicado en la escuela, de esos que se empeñan en responder.
Así, quienes asesinaron a Luis Espinal eran “siete”, dice, enviados por otro sujeto temible, el coronel Freddy Quiroga Reque, del departamento de inteligencia del Ejército, que habría aceptado un pago de 200 mil dólares por parte del entonces comandante de la Fuerza Aérea, general Jaime Niño de Guzmán, por matar a Espinal que estaba a punto de publicar en su semanario los negociados de éste.
“Niño de Guzmán me pidió a mí primero” –dice el Coronel–, “como no acepté, Quiroga me dijo ‘dejame a mí ganarme unos pesitos’”, y encargó el crimen al capitán Javier Hinojosa, tristemente conocido como El Lince.
“Ese fue pues el mismo de la Harrington”, comenta el Coronel en esta que más parece una charla chismosa a la hora del té, como si recordase a sus compañeros de colegio. No sé si olvida que soy periodista, o más bien no. Cuando dudo de sus respuestas lo miro largamente y él responde sin que le pregunte: “Qué más verdad le puedo decir, ya le he dicho todo”.
El Padrino
Y con “todo” se refiere a que El Lince Hinojosa era ahijado de Banzer. “Padrino siempre le decía”. Y El Lince comandó a los asesinos de los ocho miembros del Movimiento de Izquierda Revolucionaria que actuaron en la calle Harrington de La Paz (15 de enero de 1981), como también a los asesinos del líder socialista Marcelo Quiroga Santa Cruz y su compañero Carlos Flores, que asaltaron las oficinas de la Central Obrera Boliviana COB el día del golpe de Estado (17 de julio de 1980). Todo bajo el control del jefe de Inteligencia, luego Ministro del Interior, Luis Arce Gómez.
Lo que el Coronel olvida atar es que él también apreciaba profundamente a Banzer –y lo dice reiteradamente– pues éste tenía gran estima por su padre, el general Luis Arce Pacheco, a quien tuvo como Presidente del Banco Central varios años. Banzer fue el gran Padrino de muchos.  
De modo que cuando Arce Gómez preparaba el golpe y Banzer lo llamó, no sólo le pareció una idea “brillante” eso de usar ambulancias para camuflar a los golpistas durante la toma de la COB, pues él había sugerido usar “taxis” –se mofa el Coronel–, sino que le pidió incluir a cinco de sus hombres en el operativo para dar muerte a Quiroga Santa Cruz. Y así fue. 
A Marcelo Quiroga Santa Cruz le disparó Franz Pizarro Solano, no el Killer (como se ha sostenido a lo largo de la historia) le digo yo, y él responde sin dudar: “sí”. El testimonio me lo dio José Claros, ex compañero de Pizarro, que estuvo entre los detenidos esa mañana en la COB y reconoció la voz de Pizarro. El Coronel aprueba mi versión y suelta otros detalles. Iban tres “cabezas” en cada ambulancia y dos hombres de asalto. El Killer a cargo de una, Pizarro y un suboficial como chofer. Desaparecieron del mapa el chofer y Pizarro. Quedó el Killer, Froilán Molina, que acusado hasta hoy por ese crimen, es vecino del Coronel en Chonchocoro. Ironías del destino.
El cuerpo de Marcelo “me lo entregaron” en el Estado Mayor, dice. Y haciendo un gesto de suficiencia, cuenta que llamó a Banzer como diciendo literalmente “ya está, ven a recoger a tu muerto”. De hecho, el líder socialista era una carga demasiado pesada y había que deshacerse de él pronto. Ante la insistencia, ya por la noche de ese día atroz, Banzer finalmente mandó el avión del entonces prefecto de Santa Cruz, Widen Razuk, a recoger el cuerpo de Marcelo para enterrarlo en su propiedad de San Javier. “Tres metros bajo tierra, está aquí”, le habría dicho luego Banzer a Luis Arce Gómez. “Lo único que nosotros hicimos –cuenta el Coronel haciendo un gesto por demás claro y terrible con ambas manos, en ademán de quien dobla un papel o un objeto cualquiera, como la bisagra de una puerta– es doblarle el espinazo y meterlo en una cajita”.
*****
Las visitas en la cárcel de Chonchocoro terminan a las cinco de la tarde. No falta mucho y estamos sentados alrededor de esa mesa roja de plástico hace casi cinco horas. Le pregunto si está cansado y él lo niega varias veces; le gusta saberse un hombre vital aún a sus 80 años. Cuando llegó de los Estados Unidos para ser trasladado hasta donde ahora estamos, Luis Arce Gómez, el temible Ministro del terror, había envejecido cien años y estaba en silla de ruedas. Se dijo que una vena le había reventado en el cerebro y estaba sordo y casi ciego. Hoy está sentado en esa misma silla de ruedas porque le da flojera caminar. “Me hago al enfermo”, dice con picardía, casi como un niño, porque en verdad, el gallito campeón de ajedrez está sano y completamente lúcido, y ante la amenaza de que puedan llevarlo a otro país, como se dice, quien fuera el hombre más temido durante la más nefasta dictadura boliviana, a sus 80 años finalmente tiene miedo.
* La versión completa de este texto ha sido publicada en Prontuario, editorial 3600 y Página Siete, La Paz, 2018

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