Foto: Fiesta de Alasitas en La Paz / Por: Ramiro Prudencio Lizón / La Razón de La Paz, 18 de
enero de 2012.
En un diario de la ciudad se manifiesta que hay muchos mitos
y leyendas que señalan el origen de Alasitas “porque no se cuenta con
evidencias escritas”. Y su causa sería que la colonización española no permitió
desarrollar ciertos sistemas de creencias, aparte de la cristiana.
En verdad, es un grave error la creencia de que Alasitas
hubiese sido una fiesta autóctona aimara. Si esto fuese cierto, entonces
también la población de Puno, que es de cultura aimara, tendría pleno derecho a
considerar a Alasitas como parte de sus tradiciones. Pero, por el contrario,
Alasitas es una fiesta citadina, perteneciente a la ciudad de La Paz.
Como se tiene conocimiento, el emperador Carlos V dispuso
que una villa del Alto Perú tomase el nombre de la Virgen de la Paz, cuya
festividad se celebra el 24 de enero, para que en ella perviviese el recuerdo
de la pacificación del Perú, luego de las terribles guerras civiles entre los
conquistadores españoles que asolaron las tierras del antiguo incanato y que
llegaron a provocar una rebelión contra la misma corona hispánica. Por este
motivo, cada 24 de enero, la hermosa imagen donada por dicho emperador a la
recién fundada ciudad de Nuestra Señora de La Paz recibía como ofrenda del
pueblo trabajador de la villa el fruto de su habilidad y esfuerzo en forma
simbólica y de reducido tamaño. Así surgió la feria de Alasitas. Por eso,
además esta feria se realizaba en la Plaza Mayor, frente a la Catedral, donde
la gente ingresaba para hacer bendecir por la Virgen los productos adquiridos
en la feria.
Muchos años después surgió el Ekeko, como una alegoría del
habitante ciudadano que se consagra a la Virgen como su más ferviente servidor.
Este personaje, aunque de origen pagano, no representaba a un absurdo dios
indígena, como actualmente se trata de insistir, sino al verdadero hombre del
pueblo paceño: pequeño, retaco, blancón y con bigotes. Este Ekeko
personificaba, asimismo, el espíritu del paceño colonial, un hombre alegre, lleno
de confianza en que la madre de Dios le concedería el cumplimiento de sus
anhelos.
Por lo tanto, Alasitas es una fiesta netamente cristiana,
creada para honrar a la patrona de la ciudad, la Virgen de la Paz. Pero,
increíblemente, ahora la gente se ha olvidado de ella y de que el 24 de enero
se constituyó durante la Colonia en el día de la ciudad. Además, es muy triste
observar que ni la Alcaldía se acuerda de la relación directa entre Alasitas y
Nuestra Señora de La Paz.
En los primeros años de nuestra existencia republicana, se
decidió mudar el día de la ciudad al 16 de julio, con el fin de rendir un
homenaje más vigoroso a la gesta de Murillo. Pero si las autoridades elogiaban
a la Revolución del 16 de Julio, nuestro pueblo, consciente de sus tradiciones,
siguió enalteciendo a su patrona en Alasitas. De este modo, en la práctica, la
ciudad tuvo dos festividades conmemorativas: la del 24 de enero, más
tradicional y acorde con el símbolo de la paz; y la del 16 de julio, donde se
exaltaba el temple revolucionario del pueblo paceño. Da lugar a pensar que esta
situación de existir al mismo tiempo dos fiestas opuestas fue un reflejo del
alma paceña: por un lado, generosa, emotiva y acogedora; y por otro,
impetuosa, apasionada e intransigente.
Ahora bien, se podría decir que la modificación del
aniversario de la ciudad tuvo un sino trágico. Pareciera que el pueblo paceño,
y el boliviano en general, en vez de la paz y la concordia que la Virgen
representaba, eligieron la revolución y la violencia. En consecuencia, en estos
días en que se conmemora a nuestra Virgen patronal, se debe buscar su
intercesión para que se efectúe un cambio radical en el alma del pueblo paceño,
desechando su parte violenta e intolerante, y ensalzando su lado generoso y
sentimental. Sólo de este modo podremos integrarnos a Nuestra Señora de La Paz
y lo que ella representa: la paz, el consenso, el entendimiento y la
fraternidad que debiera reinar entre todos los bolivianos.
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TRAS EL ORIGEN DE LA
ALASITA
Por: Miguel E. Gómez Balboa / La Razón de La Paz, 22 de
enero de 2012.
La Alasita y el Ekeko mantienen un misterio de siglos: su
origen. Éste se pierde en la noche de los tiempos por efecto, dicen los
expertos, de siglos de oscuridad. La extirpación de idolatrías indígenas,
aplicada por la Colonia, pesó mucho, pues aunque el sentido del rito y las
formas de manifestarlo subyacieron pese a las prohibiciones, también hubo
cambios y resignificaciones. Algo natural, pues la colonia tiñó de mestizaje,
inevitablemente, el universo creado por lo indígena.
La producción de miniaturas era parte de las culturas
precolombinas, preincaicas, de la zona andina, usadas en los rituales del agro
y para el bienestar de la comunidad. El costumbrista Rigoberto Paredes, en El
mito del Ekeko (1936), recoge un relato de apenas nacida la ciudad de Nuestra
Señora de La Paz, el 20 de octubre de 1548, cuando Alonso de Mendoza y sus
acompañantes se toparon con indios que solemnizaron las celebraciones con
idolillos de piedra y la venta de objetos diminutos a cambio de piedrecillas
planas.
Pero, en qué momento surge el antepasado de la Alasita
(cómprame, en aymara), es decir la costumbre de adquirir objetos minúsculos, al
amparo del Ekeko, como se hace hoy. Los investigadores Milton Eyzaguirre y
Germán Choquehuanca llevan años sustentando teorías para responder a éstas y
otras interrogantes, y relacionan la celebración de la abundancia y
la fortuna con la veneración a los muertos, el ciclo agrícola, el advenimiento
del solsticio de verano, la presencia del dios Thunupa y el antiguo cerro
sagrado de los incas, el Layqaqota.En el incario —en cuya cultura
tuvo enorme influencia lo tiwanakota, como afirman arqueólogos,
arquitectos e historiadores, entre ellos José Huidobro y Teresa Gisbert—, los
cadáveres embalsamados de los mandatarios que habían dado esplendor con sus
actos al imperio o Tawantinsuyo eran desenterrados cada septiembre, de acuerdo
con testimonios recogidos por cronistas de la Colonia. Se les daba de comer,
beber, se compartía con ellos. Las deidades estaban presentes con sus illas o
representaciones de piedra, de barro, de metal. Luego se procedía al ritual de
espantar los males y enfermedades de los cuatro suyos (divisiones): al norte el
Chinchasuyo, al sur el Qollasuyo, al este el Antisuyo y al oeste, el Contisuyo.
Era el inicio del tiempo húmedo o jallu pacha, cuando las
lluvias traen fertilidad a la tierra. La ceremonia fue practicada hasta poco
después del arribo de los españoles. Empezaba el 21 de septiembre, en el
equinoccio de primavera, y se extendía hasta el 2 de febrero; se ingresaba de
lleno a la festividad del alaui situa taqui que, dicen cronistas coloniales,
incluía bailes, cánticos y borrachera. La tesis de Eyzaguirre apunta a que éste
sería el eslabón que ayuda a conectar con el pasado remoto de la Alasita.
Los muertos permanecían en el mundo de los vivos durante ese
periodo de cinco meses, que era preparatorio para la cosecha, la llegada de la
abundancia. Los indígenas creían que se quedaban a trabajar en el subsuelo,
ayudando a germinar lo sembrado. En septiembre y octubre alistaban la tierra,
botaban todo lo pernicioso para la espera de los mejores frutos, lo que
involucraba la expulsión de las personas con
cualquier
defecto o tara; la salud física, espiritual y terrenal era clave en el jallu
pacha.
Época de la fertilidad
En noviembre y hasta el Inti Raymi (festejo del Sol) del 21
de diciembre, el solsticio de verano, la tierra se llenaba de cultivos, para
luego abrir un espacio de espera hasta el 2 de febrero, día de la Virgen de la
Candelaria, cuando brotaban los alimentos. Pero esta temporada de fertilidad
también era propicia para la unión de parejas, para la generación de vida.
Hasta hoy, en noviembre, jóvenes del área rural (aymara y quechua) roban a
cholitas solteras para casarse en febrero; tal vez un legado de sus
antepasados.
La alaui situa taqui comprendía una ritualidad que buscaba
la protección, la abundancia y la fertilidad, nada más parecido que la Alasita.
Una celebración que contaba con la presencia de illas de los dioses (entre
ellos pudo estar el Ekeko), muertos, animales, seres humanos: representaciones
propiciatorias de la abundancia, el bienestar, tal como sucede hoy con las
miniaturas (llamadas illas hasta hace algunos años), que son, precisamente,
figuras del espíritu de los objetos que anhelan las personas.
La bendición del sol al mediodía igual tendría relación con
el alaui situa taqui: a esa hora el inca daba su venia a la organización de la
celebración. Todas estas similitudes enlazarían a la Alasita con el proceso
agrícola, pecuario y de bienestar vigente hasta nuestros días en el altiplano
—pero sin desenterramiento de muertos de por medio—, que culmina cada 2 de
febrero, cuando brotan las illas ispallas, las almas de la papa o las primeras
semillas, miniaturas que simbolizan la fertilidad.
No obstante, explica Eyzaguirre, la imposición colonial de
la fecha de la Alasita no encaja con el espíritu de esta fiesta prehispánica.
Porque los antiguos, según cronistas, prohibían las relaciones sexuales
en enero —tal vez un tiempo de preparación entre el Inti Raymi y los frutos de
febrero— , bajo pena de muerte, o sea, enero contradice la visión de fertilidad
y abundancia de la alaui situa taqui y el jallu pacha, que buscaban la
reproducción de la vida terrenal con la bendición de la muerte.
Las leyendas cuentan que el cerro Layqaqota recibía el
nombre de Choqewanka porque albergaba un imponente farallón de oro que era
visitado cada 21 de diciembre por los pobladores del antiguo Qollasuyo, en el
reinado del incario. Ellos no conocían de trueques, de dinero, ni de comercio.
Allí intercambiaban sus illas y esperaban los calientes rayos del astro rey al
mediodía, cuando gritaban al unísono y en aymara: ¡Chhalt’ayasipxeta!
(intercambiémonos). Era la ceremonia del Qhapaj Raymi, la fiesta del Tata Inti,
del Padre Sol.
Para Choquehuanca, la palabra Alasita (cómprame) proviene
del término aymara chhala, intercambio, con el cual se construye la conjugación
chhalasita, intercámbiame. Según el estudioso, la raíz de la celebración actual
del 24 de enero está en lo que sucedía cada 21 de diciembre a los pies del
Choqewanka, cuando en el mandato del último gran emperador Huayna Cápac, éste y
el inca mayt’iri —conocido como eqeqo inca mayu, porque pedía al dios Sol la
provisión de alimentos para las familias y el pueblo—, ascendían a la cima de
este cerro sagrado.
Desde allí se observaba la gran hoyada serpenteada por el
Choqueyapu, ese mágico río que antes arrastraba oro. En ese lugar, Huayna Cápac
había ordenado la construcción de un lago artificial bautizado con el nombre de
Qota, para que a través del reflejo de sus aguas los sacerdotes interpreten los
secretos del firmamento y anuncien el acercamiento del Qhapaj Raymi, el
solsticio de verano que marcaba la mitad del año incaico, que concluía y empezaba
el 21 de junio con el denominado solsticio de invierno, como sucede hasta
nuestros días con el calendario aymara.
Los milagros del Padre Sol
Las autoridades de las regiones del Qollasuyo llegaban al
territorio del Choqewanca —hoy, en el límite entre la zona central y
Miraflores, de La Paz— con sus bultos que guardaban ispallas (alimentos
escogidos por su valor nutritivo) e illas (representaciones pequeñas de seres
vivos y objetos). Al compás de las melodías de pinquillos y cajas o wankaras,
visitaban las casas de las familias, las arreglaban y ch’allaban, a la par de
los sembradíos, los caminos, los puentes, los almacenes, el censo de los
animales. Así se alistaba la época de la reproducción.
Al tercer día, los indios se apoderaban del Choqewanka y esperaban
el cénit solar, al mediodía. Agradecían al Padre Sol y la Madre Tierra por los
productos recibidos y realizaban la ceremonia de la Chhalaqa o “intercambio de
semejanzas”, allí intercambiaban sus illas, representaciones de personas,
animales o cosas; incluso sus ispallas y llullus (papas diminutas), pidiendo
abundancia, una buena cosecha. En el clímax levantaban todos los objetos hacia
el cielo, para recibir la bendición del dios Sol.
Luego se daba paso a la alegría, los lugareños conversaban,
ch’allaban, comían, bebían y bailaban. Choquehuanca explica que el rito se
repetía en todos los cerros tutelares que se levantaban en los cuatro suyos del
imperio y que entre las illas se encontraba el Ekeko, que para entonces tenía
una doble acepción: femenina y masculina.
Esta costumbre ceremonial se fue perdiendo en la Colonia y
hoy se celebra cada 8 de diciembre en pocas poblaciones de la provincia paceña
Omasuyos, como Laja.
El Qhapaj Raymi, según la tesis de Choquehuanca, dio paso a
la Alasita gracias a la influencia de los indígenas. A la par, el 21 de
diciembre también era la fecha en que los valles comenzaban a recibir los
cultivos de maíz, mientras el altiplano era el escenario de las plantaciones de
quinua y otros alimentos. Una época para la petición de fertilidad y abundancia
que también marcaba los preparativos de la Qhachwa del 3 de febrero, cuando los
jóvenes elegían a sus parejas para casarse.
Los misterios del Ekeko
El personaje de piel blanca, enano, risueño y bonachón de la
Alasita, aquel que lleva su carga como símbolo de abundancia y fortuna, es otro
enigma de la historia. La versión con más consenso es que su imagen actual
surgió con el gobernador Segurola, en 1783, que mandó la hagan a semejanza de
su suegro, Francisco de Rojas, luego de que su esposa se salvase de la
inanición en medio del cerco indígena de 1781, gracias a la provisión de
alimentos del Ekeko, que era cuidado por su joven sirviente (mit’ani) india:
Paula Tintaya.Pero qué y cómo era antes el Ekeko. Eyzaguirre plantea, basado en
el cronista Ludovico Bertonio, que es Thunupa, la deidad prehispánica de las
aguas y del trueno, lo que relaciona con los rituales del jallu pacha o tiempo
húmedo. También lo vincula con Runa Kamaj, dios antiguo de la costa del
Pacífico al que los indígenas agradecían por las lluvias con la ofrenda del
mullu, un polvillo que era hecho con base en una especie de estrellas marinas.
La Colonia descontextualizó también a esta figura
benefactora, ya que los conquistadores la relacionaron con las efigies
católicas del Tata Santiago y San Bartolomé, protectores del rayo y del trueno
que tienen sus festividades en junio y agosto, respectivamente, meses que no
guardan ninguna relación con la época de la preparación de la fertilidad y
abundancia en el jallu pacha y el alaui situa taqui. La hipótesis del
Ekeko-Thunupa tiene como uno de sus principales autores al arqueólogo Carlos
Ponce Sanjinés, que en sus excavaciones en Tiwanaku de comienzos del anterior
siglo, halló efigies de un pequeño hombre desnudo, barrigón, con joroba y con
el falo erecto, símbolo del amor y el sexo. Eyzaguirre comparte la teoría de
que es la imagen de Thunupa, porque el miembro viril se enlaza perfectamente
con el ciclo andino de la reproducción de los seres vivientes, de los objetos y
la tierra. El Ekeko que hoy se conoce perdió tales características, pues tomó
más rasgos españoles y mestizos que indígenas.
El intermediario con los dioses
Para Choquehuanca, Thunupa no guarda relación con el Ekeko
porque, según la tradición oral, el primero era de alta estatura y cuerpo
grueso. Su nombre deriva de tunu jupha (tronco recto de quinua). Según este
investigador, Ekeko proviene de las palabras eqaqo (el que trae) y eqeqo (el
que lleva), un personaje que podía ser varón o mujer y que existió en tiempos
precoloniales: distribuía las parcelas y era el intermediario entre las
divinidades y los pedidos y deseos de los pobladores.
Era también parte de la ceremonia del Qhapaj Raymi; en lo
simbólico, se le representaba con jaqe illas, efigies antropomorfas en
miniatura: un ejemplo era el munachi, amuleto que adquirían las personas que
estaban en edad de casarse: el chacha munachi era para las mujeres y la warmi
munachi, para los hombres. Con esta base, el Ekeko que “salvó” a la esposa del
gobernador Segurola sería el chacha munachi de Isidro Choquehuanca, la
representación del novio de la mit’ani Paula Tintaya. El joven, que como
indígena estaba con Túpac Katari en el cerco a la ciudad, proveía secretamente de
alimentos a su amada y, ésta, los compartía con la familia de la autoridad.
La señora Segurola, seguramente fascinada por los mitos
indígenas en un tiempo en que no era extraño dejarse seducir por historias
fantásticas, hizo correr el rumor de que fue salvada por el diosecillo. El
gobernador, una vez superado el cerco y vencidas las fuerzas indígenas de
Katari, instaló la Alasita en honor de la Virgen de La Paz. Y de paso autorizó
que se diera paso al Ekeko para la fiesta del 24 de enero. Choquehuanca lanza
una última teoría al respecto: lo hizo, dice, como un símbolo de la búsqueda de
convivencia entre criollos, mestizos e indios, tal como aconteció en la ciudad
española de Toledo en el siglo XI, donde esa advocación mariana logró unir a
moros y cristianos.
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