Por Nicanor Mallo / Tomado del libro TRADICIONES BOLIVIANAS
de Nicanor Mallo.
Al hojear los voluminosos y añejos escritos que narran con
tintes más o menos vivos, la gran epopeya de la emancipación americana, hazaña
que siempre venerarán los siglos, no se sabe qué admirar más, si la valentía y
arrojo de los independientes, a quienes se les apellidaba insurgentes, o las
inauditas crueldades y vejámenes que perpetraban los tablacasacas y chapetones.
Era el año 1814, dominados los patriotas en una región, por
los mayores elementos y la mejor disciplina de las tropas realistas, volvían a
levantarse nuevamente y con mayores bríos, como si los contrastes vigorizaran
más su indomable carácter y bizarría. Descendientes de dioses andinos, se
rehacían sus fuerzas al pisar una tierra bautizada hasta entonces con la
generosa sangre de los criollos y de los americanos, que más tarde debían hacer
flamear el lábaro de los hombres libres, en las más altas cimas del majestuoso
Andes.
Después de los fracasos de Vilcapujio y Ayohuma, que
envalentonaron en mucho a los peninsulares, nacieron y aparecieron, como por
ensalmo, una multitud de guerrilleros y patriotas, que sublevaban a los
partidos y a las provincias, teniendo en constante jaque a los tercios
españoles, que no podían hallar reposo ante las constantes y audaces
arremetidas de los criollos y aún de los que no lo eran.
Padilla, Camargo, Lanza, Calisaya, Muñecas, Warnes, Zárate,
Umaña, Miranda, Cárdenas y cien otros más, constituían los heraldos inspirados
de la libertad, y si uno caía en el fragor de la batalla, se levantaban otros,
como si la sangre del primero fuese el rojo líquido germinador de la gloriosa
causa.
Los combates y escaramuzas se sucedían día a día y hasta
había días en que se libraban dos y hasta tres batallas y encuentros armados,
unas veces con favorables resultados y otras con adversas consecuencias, que
siempre es veleta y tornadiza la suerte de las armas, que en ocasiones sonríe
afablemente y en otras hace una horrible mueca de olímpico desdén.
Esto es lo que se llamó “la guerra de las republiquetas”, y
si hemos de ser justos, habrá que concluir que los bravos guerrilleros dieron
la independencia a la América hispana, tanto por su coraje y su valor, cuanto
porque tenían siempre en vilo y sin reposo a las armas reales. Sin su decisiva
cooperación, quizás la garra del león peninsular aún no hubiese sido cortada. .
.
Realizado el combate entre las fuerzas patriotas del general
Arenales y los realistas del coronel Blanco, en las cercanías de la mansión de
La Florida, el día 25 de mayo de 1914, los lauros del triunfo coronaron brillantemente
los esfuerzos de los insurgentes, habiendo muerto en la acción el jefe realista
y perdido la artillería, el parque, banderas y equipajes, quedando también
muerto en el campo un oficial, sobrino de Arenales.
Warnes, que había actuado en esta acción de armas, volvió a
la ciudad de Santa Cruz, llevando los trofeos de la victoria y numerosos
prisioneros. En aquella ciudad había quedado el coronel realista Francisco
Udaeta, con una guarnición de 30 hombres, quien, al saber la derrota de Blanco
y viéndose cortado en su retirada al interior, resolvió dirigirse por
Chiquitos, con el íntegro de su fuerza.
En un otro encuentro, realizado en días anteriores, había
caído prisionero el valiente guerrillero Baltazar Cárdenas, quien era conducido
por una partida realista a la misma provincia de Chiquitos, en calidad de
confinado. Udaeta, que sin duda tenía los mismos instintos del tigre de los
Andes, encontró a la partida en medio camino, y sin mayores averiguaciones,
dudas ni sinfonías ordenó que Cárdenas sea fusilado de inmediato, pues que era
un incorregible insurgente.
Se levantó el improvisado patíbulo, formado de piedras y
troncos de árboles, habiéndosele concedido al guerrillero, como única gracia,
el tomar un poco de dulce, momentos antes de la ejecución.
Cuando para el momento se le quiso amarrar las manos y
vendar los ojos, el guerrillero se levantó arrogante y altivo, y dirigiéndose a
los que le rodeaban, les dijo: “Yo no soy criminal, he derramado mi sangre por
la patria, y nunca he temido a la muerte. Quiero que vean mis verdugos cómo
mueren los defensores de las causa independientes”. En seguida, la lúgubre
detonación de los fusiles, se repercutió en los próximos valles y serranías,
anunciando, cual sombrío heraldo, el cruel asesinato de un héroe más en aras de
la sacrosanta causa americana.
El cadáver del patriota Baltazar Cárdenas, quedó abandonado
e insepulto en el campo, sirviendo de pasto a las aves de rapiña y a los perros
salvajes.
En cambio, la memoria de tan esclarecido guerrillero flota
como nimbo de luz en las aureoladas páginas de nuestros tiempos históricos.
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