Antenor Patiño Rodríguez hijo de Simón I. Patiño
Por Roberto Bardini.
El escritor Sergio Almaraz describirá las aberrantes condiciones de vida de los
trabajadores subterráneos, que contrastan dramáticamente con el suntuoso estilo
de sus patrones:
Hay que conocer un campamento minero en Bolivia para descubrir cuánto puede
resistir el hombre. ¡Cómo él y sus criaturas se prenden a la vida! En todas las
ciudades del mundo hay barrios pobres, pero la pobreza en las minas tiene su
propio cortejo: envuelta en un viento y frío eternos, curiosamente ignora al
hombre. No tiene color, la naturaleza se ha vestido de gris. El mineral,
contaminando el vientre de la tierra, la ha tornado yerma. A los cuatro o cinco
mil metros de altura, donde no crece ni la paja brava, está el campamento
minero. La montaña, enconada por el hombre, quiere expulsarlo. De este vientre
mineral el agua mana envenenada. En los socavones el goteo constante de un
líquido amarillento y maloliente, llamado copajira, quema la ropa de los
mineros.
A centenares de kilómetros, donde hay ríos y peces, la muerte llega en
forma de veneno líquido proveniente de la deyección de los ingenios. Al mineral
se lo extrae y limpia, pero la tierra se ensucia. La riqueza se troca en
miseria. Y allí, en ese río, buscando protección en el regazo de la montaña,
donde ni la cizaña se atreve, están los mineros. Campamentos alineados con la
simetría de prisiones, chozas achaparradas, paredes de piedra y barro cubiertas
de viejos periódicos, techos de zinc, piso de tierra; el viento de la pampa se
cuela por las rendijas y la familia apretujada en camas improvisadas
–generalmente bastan unos cueros– si no se enfría, corre el riesgo de
asfixiarse. Oculto en estos muros está el pueblo del hambre y de los pulmones
enfermos...
Simón Patiño muere a los 86 años en el Hotel Plaza, uno de los más lujosos de
Argentina, el 20 de abril de 1947.
En la última etapa de su vida, para evitar problemas con el numeroso servicio
doméstico, se había convertido en un bien cotizado huésped de los mejores hoteles
en distintas ciudades del mundo. Cuando en 1940 la Segunda Guerra Mundial lo
sorprende en París, se traslada al Waldorf Astoria, de Nueva York. Al terminar
el conflicto, se instala en el Plaza, de Buenos Aires. Desde allí ordena la
construcción de un castillo francés estilo siglo XVIII en el valle de Tunari, a
160 kilómetros de la ciudad de Cochabamba, una de las zonas más hermosas de
Bolivia. Nunca llega a conocerlo. Regresa por última vez a su país en tren, en
un viaje que dura dos días. Va dentro de un lujoso ataúd de maderas preciosas,
con incrustaciones de marfil y manijas de plata, elaborado especialmente para
su decrépito cuerpo. Cuando los exquisitos artesanos fúnebres presentan la
cuenta, no se imaginan que los descendientes del “rey del estaño” los
demandarán ante un juzgado argentino por el elevado costo del féretro. Al
llegar el cadáver a Bolivia, el presidente Enrique Hertzog ordena que las
banderas permanezcan a media asta en señal de duelo nacional. El mandatario
había recibido cinco millones de pesos bolivianos de Patiño para su campaña
electoral.
Al viejo patriarca lo sucede su hijo Antenor, nacido en Oruro en 1896, un
hombrecillo de baja estatura y aspecto indígena, que sufre de ictericia.
El heredero del trono se había casado en 1931 con la duquesa de Dúrcal, María
Cristina de Borbón y Bosch-Labrus. Un cronista de sociales de la República
Dominicana describió al sucesor a través de viejas fotografías:
“Nunca olvido una foto de Antenor Patiño, indio boliviano chiquito y jipato,
bailando con su señora, blanca, rubia y alta, con cara de evidente fastidio, en
París. Nunca olvido otra foto de una de sus hijas, casándose con un arruinado
vizconde francés, con el tino de desposarse con una multimillonaria
latinoamericana, ella en busca de abolengo y él de los millones que
justificaran su ejercicio de clase”.
Entre 1957 y 1961, el nuevo rey del estaño ordena edificar en la región de
Estoril, en Portugal, un palacio con vista al mar en medio de 40 hectáreas de
bosque que provoca sonrisas de mal disimulado fastidio en la aristocracia
europea. Lo hace decorar con muebles de lujo, antigüedades, porcelanas,
esculturas y pinturas. Pero no descuida los negocios: invierte en el sector
turístico de México, sobre todo en los estados de Manzanillo y Jalisco. En el
Distrito Federal hace construir en la avenida Reforma el Hotel Sheraton-María
Isabel, nombre de una de sus nietas. El magnate asiste a misa y comulga todos
los domingos en cualquier ciudad del mundo en la que se encuentre.
Antenor Patiño fallece en Nueva York, en 1982. Como su padre, muere a los 86
años y fuera del país que contribuyó a empobrecer mientras él se enriquecía.
Luego de la nacionalización minera en 1952, Patiño, Aramayo y Hochschild
continúan beneficiándose con las astronómicas indemnizaciones recibidas y,
además, con la fundición en Europa de los minerales que Bolivia produce en
bruto. La división internacional del trabajo le asigna al país la función de
simple productor de materias primas, sobre todo de estaño, que es su principal contribución
a la economía mundial. Todavía en la década del ‘70, el 86 por ciento de las
exportaciones corresponde a minerales y, dentro de ellos, el estaño representa
el 77 por ciento.
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