Por: TED CORDOVA-CLAURE / Este artículo apareció
en la edición impresa del periódico EL Pais de España del Viernes, 11 de junio
de 1976 al 12 de junio de 1976.
Desde que en octubre de 1967 el comandante Ernesto Che
Guevara fue ejecutado, en circunstancias todavía no aclaradas completamente, un
extraño destino persigue a quienes, de un modo u otro, intervinieron en su
muerte, bien como ejecutor, bien como inspiradores o cómplices. Esta
«maldición» sobrevive al tiempo y a los regímenes políticos. El reciente
asesinato del embajador boliviano en París, general Zenteno Anaya (que según
algunos ha sido obra de extremistas de izquierda y según otros de agentes
bolivianos), la muerte alevosa del ex presidente Juan José Torres, en su exilio
de Buenos Aires, parecen ser cuentas de un rosario infinito de venganzas. Ted
Cordova-Claure uno de los más prestigiosos periodistas bolivianos, también él
exiliado, inicia hoy una serie sobre la «maldición» del legendario guerrillero
y sus últimos episodios.
El general Joaquín Zenteno Anaya, el embajador de Bolivia
asesinado en París, no fue el hombre que dio la orden de ejecución de Ernesto
Che Guevara, en octubre de 1967. Sin embargo, tampoco pudo escapar al destino
trágico que persigue a todos los jefes militares bolivianos que estaban en
cargos de responsabilidad en los días de ese episodio ya histórico para Bolivia
y América Latina.Como una maldición, una suerte teñida de sangre, intrigas y
fracasos políticos ha perseguido a todos esos jefes militares, verticalmente
desde el que era presidente del país, el general del Aire René Barrientos
Ortuño, hasta oficiales de baja graduación y suboficiales.
Zenteno Anaya era el comandante de la Séptima División en
Santa Cruz, y las tropas bajo su mando, que incluían a
los rangers adiestrados por los boinas
verdes norteamericanos, cubrían toda la región del Valle Grande, donde el
Che Guevara, víctima de un mal cálculo político y guerrillero, trataba de
eludir el cerco. Cuando Guevara fue capturado por una patrulla, al mando del
por entonces capitán Gary Prado, el general Zenteno Anaya estaba en la ciudad
de Santa Cruz, tratando de coordinar la operación, en medio de discrepancias
entre los altos mandos bolivianos, que eran los que se responsabilizaban por la
lucha anti-guerrillera, y la Presidencia, más preocupada por los resultados
políticos o internacionales y en estrecho contacto con la Agencia Central de
Inteligencia de Estados Unidos.
«SALUDOS A PAPÁ»
«Saludos a Papá» era más o menos la orden codificada que
determinó la ejecución del Che, en la escuela de La Higuera, donde se
encontraba postrado por los balazos en la escaramuza previa a su captura. Esa
orden fue en primer lugar fruto de una discusión en el Estado Mayor boliviano,
donde la posición de hombres que después harían historia, como los generales
Ovando y Juan José Torres, no ha sido aclarada hasta el día de hoy. Ese
conciliábulo terminó en una votación empatada. La palabra final la dio el presidente
Barrientos, que asimismo sería el primero en morir trágicamente un año y medio
después.
Los generales Ovando, entonces comandante en jefe, y Torres,
jefe de Estado Mayor, harían historia en breves períodos, en los cuales
resultaron estigmatizados por la izquierda y desplazados por la derecha. El hoy
general Hugo Banzer Suárez no puede aparecer en esta lista de desventuras bajo
el símbolo del Che Guevara, porque no tuvo ninguna participación directa en el
episodio. Era agregado militar en Washington. Para Ovando y Torres, el esquema
de nacionalismo popular que pergeñaron resultó desestabilizado por la agitación
de grupos juveniles que se consideraban herederos del Che Guevara y desataron
la guerrilla de Teoponte, quizás el episodio de lucha en la selva mas trágico y
desconocido de los que han salpicado la geografía sudamericana.
El general Zenteno Anaya, un intelectual a la medida de las
Fuerzas Armadas, recibió la orden y no hizo más que cursarla al comandante del
batallón Ranger del regimiento Manchego, en la zona del Valle Grande, el
entonces mayor Andrés Selich. Hay una versión, difundida en estos días, que
dice que Zenteno Anaya ni siquiera se enteró de la orden. Sin embargo, el
periodista José Luis Alcázar, que investigó el caso después que le cupo informar
de él en esos históricos días, sostiene que Zenteno Anaya incluso estuvo
presente cuando se cumplió la orden de terminar con la vida del Che. Es
probable que con criterio político intelectual y no poca ambición política,
además de alguna visión histórica, la actitud de Zenteno hubiera sido tratar de
lavarse las manos.
CIERTO RESPETO Y... UN TROFEO
Zenteno Anaya había estudiado leyes y ostentaba el título de
abogado. También demostró una gran suspicacia cuando fue el primer canciller de
Barrientos, después del golpe contra Víctor Paz Estenssoro, a fines de 1964.
Pero en el fondo de todas las cosas era un soldado. Se había perfeccionado en
Francia, en la academia de Saint Cyr, y después de un período como embajador en
el Perú, en el auge del general Juan Velasco Alvarado, se le despertaron las
ambiciones políticas. Consideraba al Centro de Altos Estudios Militares
del Perú como un modelo que Bolivia debería seguir. Le disgustaba hablar
de la campaña contra la guerrilla, pero siempre que se refería al Che Guevara
era respetuoso. Conservaba un trofeo fundamental, el fusil M-1 que perteneció
al guerrillero.
Durante el gobierno del general Torres, el general Zenteno,
relegado a un cargo en los tribunales militares, trató de organizar una base de
sustentación de oficiales inspirada en el modelo peruano. Pero le resultó casi
imposible establecer contacto con Torres. Las intrigas entre militares, y mucho
más entre políticos civiles, lo catapultaron al otro extremo, y el 21 de agosto
de 1971, cuando se produjo el gol contra Torres, apareció de uniforme, dando
instrucciones a las tropas que atacaban la Universidad de San Andrés,
Precisamente quienes se hicieron fuertes en el edificio de
catorce pisos, de arquitectura tiwanacota, eran desesperados seguidores del
cheguevarismo. No habían comprendido lo que, significaron Ovando y Torres, a
quienes combatieron (irónicamente, a Torres lo motejaron como el «presidente de
los ricos»), y con su oposición agitadora, lo único que consiguieron fue
precipitar la avalancha de la derecha. Pero Zenteno Anaya, que se habla cuidado
tanto del estigma del Che, dirigió ese ataque contra la Universidad. Justamente
él, que era un militar intelectual y académico, que se dormía después de
consultar textos y de hablar con políticos de todas las tendencias. Como un
sarcasmo más en la Historia, tanto los jóvenes atrincherados en los pisos once
y doce de la Universidad -donde fueron blanco fácil de las ametralladoras punto
50 de los Mustangs del Ejército- como Zenteno Anaya, estaban repitendo sus
mismos errores.
UN EXILIO DORADO
Zenteno emergió en 1971, en competencia con el general
Remberto Iriarte -otra figura vinculada a la campaña guerrillera- y el coronel
Andrés Selich, como figura que amenazaba hacerle sombra al general Hugo Banzer,
por entonces tratando de conciliar la extraña alianza de partidos
tradicionalmente enemigos, el Movimiento Nacionalista Revolucionario y la
Falange Socialista Boliviana, que terminó en un fracaso y convenció a los
militares de la inutilidad de los partidos tradicionales.
El general Zenteno Anaya llegó al cargo de comandante en
jefe y se perfilaba como la principal figura de relevo. Entonces se produjo
otra muerte con misterio, la del coronel Selich, y Zenteno, una vez más, mostró
su discrepancia con el presidente de turno. La embajada en Francia parecía el
exilio dorado, lejano y seguro.
El comandante Guevara murió el 9 de octubre de 1967, después
de una discusión con el entonces mayor Selich, de los Rangers del regimiento
Manchego. Hay muchas versiones sobre esa conversación, incluyendo la de que
Guevara le lanzó un escupitajo a Selich. Cuando Banzer lo exílió, Selich me
dijo una vez en Buenos Aires, en una conversación informal, que algún día él
iba a publicar su larga conversación con el Che y que el asunto iba a resultar
explosivo. Ese mismo año Selich fue asesinado en La Paz, en la casa del
entonces ministro del Interior, Alfredo Arce, actualmente copropietario del
diario Hoy y columnista oficial con el seudónimo de «Cachari».
Después de esa última conversación con Selich, el suboficial
Mario Terán cumplió la orden de «Saluden a Papá», disparándole en el corazón.
El Ché, intuyendo su sacrificio, ni siquiera cambió de expresión, y así pasó al
martirologio político mundial y también a la mitología histórica.
Pero a partir de ese día, las tragedias se sucedieron en
Bolivia: murieron también trágicamente o asesinados Barrientos y Selich y un
teniente que participó en la captura. Toto Quintanilla, coronel por entonces
adscrito a los sistemas de inteligencia, fue liquidado en su oficina de cónsul
en Hamburgo. Otros, como Ovando, Reque Terán, Iriarte, fracasaron
políticamente. Los mayores Rubén Sánchez y Gary Prado terminaron, el primero,
en la oposición clandestina, y el segundo, en otra disidencia que lo llevó a
otra forma de exilio: la agregaduría militar en España. Zenteno Anaya, que
periódicamente recibía amenazas de muerte, no podía pensar en que iba a escapar
de ese destino. Tampoco escapó el general Torres, asesinado hace días en Buenos
Aires.
BARRIENTOS Y OVANDO, VÍCTIMAS PROMINENTES
En la trágica secuencia de desapariciones y caídas en
desgracia, dos importantes personajes bolivianos relacionados también con la
muerte del guerrillero cubano- argentino Che Guevara habían precedido al
general Zenteno Anaya y al ex-presidente Juan José Torres. Se trata de los
generales Barrientos, que sucumbió en un accidente de helicóptero en 1969, y
Ovando, que fue derrocado de la presidencia en octubre de 1970. El periodista
boliviano Ted Córdova Claure, exiliado de su país, continúa hoy su historia
sobre la rara «maldición» que persigue a los hombres próximos del poder en
Bolivia cuando el Che fue muerto.
A fines de abril de 1969 el general René Barrientos,
entonces presidente de Bolivia, primero por un golpe y después por las urnas,
descendió en su helicóptero cerca de la población de Arque, en las tórridas y
polvorientas lomas del valle de Cochabamba, un escenario idéntico al de la
revolución mexicana, por su panorama y por el aspecto de sus curtidos
pobladores. Barrientos pronunció un discurso en quechua, bebió chicha de maíz y
luego subió en su helicóptero, pero de pronto retornó, bajándose otra vez. Se
había olvidado de distribuir el dinero que traía en la maleta. Además, antes de
subir de nuevo al helicóptero, gritó que iba a otro pueblo, cambiando de rumbo.
El helicóptero hizo una maniobra y el piloto buscó el paso entre dos colinas de
más o menos la misma altura. En la borrachera sumamente alegre, pero
obnubilante, de la chicha, no alcanzó a ver que: una mente práctica había
aprovechado esas alturas para tender una amplia conesión de alambre
telegráfico, ahorrándose dos postes. El helicóptero rebotó en el tenso alambre.
y cayó verticalmente, incendiándose de inmediato. Por la temperatura, las
metralletas de los edecanes de Barrientos se dispararon y dejaron los orificios
que después concitarían tantas dudas durante la investigación. La macabra
radiofoto de AP, con el cadáver de Barrientos fisónomicamente intacto, pero
totalmente tostado, circuló por el mundo.Pero más allá de esta
truculencia al spiedo, de la desaparición de uno de los militares con
más arraigo popular que gobernaban en América Latina en ese momento, el alto
mando boliviano, encabezado por el general Alfredo Ovando, se sintió aliviado.
Es que se había descubierto un plan de Barrientos destinado a eliminar de la
escena política un centenar de personalidades militares y civiles, comenzando
por el propio Ovando, que iba a constituir un sólido frente de tipo
nacionalista revolucionariofrente a lo que consideraban un excesivo entreguismo
del entonces presidente ante los intereses de Estados Unidos. En el fondo de
todo, las discrepancias sólo tenían que ver con la eterna lucha por el poder y
la ambición, más militar que civil, que ha signado el destino trágico de
Bolivia.
SE INICIA LA VENGANZA DEL CHE
En ese punto, con la muerte de Barrientos, calcinado en las
tierras cochabambinas, que tanto amó, se inicia lo que podría llamarse «la
venganza del Che Guevara», pero que no es otra cosa que el rosario de tragedias
ocurridas a los militares que tuvieron alguna responsabilidad en su muerte.
Históricamente debe aclararse que el Ejército boliviano no podía hacer otra
cosa, cuando apareció la guerrilla guevarista, en 1967, que enfrentarla, y que
lo hizo bien, además. No fueron los Boinas Verdes norteamericanos del coronel
Shelton, que llegaron como instructores a Santa Cruz, los autores de la hazaña.
Fueron los jóvenes oficiales, como Rubén Sánchez, Gary Prado o Mario Vargas
(hoy ministro de Trabajo de Banzer) y los humildes soldados quechuas, y aymaras
los que derrotaron a los guerrilleros, en una prueba que rehabilitó a las
Fuerzas Armadas bolivianas en su capacidad operativa. La verdad histórica es
que, salvo para muy pocos, la presencia del Che Guevara y sus guerrilleros es,
entre los bolivianos, un acto de intromisión extranjera. Así lo pensaron
entonces y por eso la combatieron. Y ello explica también cómo el Che Guevara
no encontró respaldo entre los campesinos de la región.
A Barrientos le sucedió el vicepresidente civil, Luis Adolfo
Siles Salinas, un abogado humanista sin mayor profundidad política, que
rápidamente fue derrocado por el general Ovando, ya por entonces seguro de su
ambición y de su gran designio. Siles Salinas ha cumplido en los últimos años
una eficiente labor de crítica y protesta contra los excesos de la represión de
Banzer y por la liberación de los presos políticos. Su convicción civilista es
un hecho admirable en un país donde el poder ahora se lo disputan
exclusivamente los uniformados. Y se lo distribuyen.
Cuando Ovando asumió el gobierno, a mediados de 1969, se
confirmó que existía detrás de él un frente organizado, que incluía destacados
tecnócratas y políticos civiles de centro e izquierda. Figuras prominentes del
pensamiento joven boliviano, como Marcelo Quiroga Santa Cruz, Mariano Baptista
Gumucio o José Ortiz Mercado, se asociaron con militares de mediano rango y
gran perspectiva, como Juan Ayoroa, Samuel Gallardo y, creáse o no, el propio
Juan José Torres y Hugo Banzer Suárez. Todos estaban en el mismo esquema
ovandista, que era el de un nacionalismo con avance revolucionar ¡o gradual,
con una provección hacia un estado moderno, por encima de las ideologías.
ENTREGA DE HIDROCARBUROS
Para que este sistema comenzara a funcionar, Ovando comenzó
por eliminar la peor rémora barrientista: la entrega de la riqueza de
hidrocarburos a la compañía norteamericana Gulf Oil. También se preocupó de la
recuperación de los yacimientos de zinc de Matilde, cerca del lago Titicaca, y
abrió el camino de la metalurgia en Oruro. Con estas medidas y el indiscutible
hecho de su calificación de anticomunista, ya que fue el comandante de las
tropas que derrotaron al guevarismo, Ovando encabezó el proceso que parecía
superar, en novedad y audacia, al velasquismo del Perú.
Pero en 1970 la ultraizquierda, infiltrada en el sistema de
Ovando, comienza a atacar a los ministros militares. El gobierno había
permitido un periódico sindical de periodistas, «Prensa», para los lunes,
suspendiera por decreto la aparición de otros diarios ese mismo día. Pensaban,
quizá, en el ejemplo de España con «La Hoja del Lunes». Pero el periódico cayó
en manos de gente, más que eficiente, irresponsable. Un día acusaron al propio
ministro del Interior del gobierno que los sustentaba, el entonces coronel Juan
Ayoroa, de haber tirado de la cuerda cuando se linchó y colgó al presidente
Gualberto Villarroel, en 1946. Por obvias razones cronológicas, Ayoroa estaba
en condiciones de probar que no hizo tal esfuerzo reaccionario en ese momento,
y el gabinete de Ovando se dividió. La inexperiencia de su ministro de
Informaciones, Kit Bailey, un ex sacerdote jesuita convertido en periodista de
alto nivel, pero muy confiado en sus relaciones gremiales, abrió cauce al
descalabro.
UN HIJO PERDIDO
Después, sobre la gestión bienintencionada de Barrientos se
cerniría la aventura de una nueva guerrilla, en Teoponte. Pero el episodio
decisivo de su desventura fue la muerte de su hijo mayor. Joven inteligente,
con muchas aptitudes salió del esquema fácil del hijo de militar y rehusó la
academia del Ejército para estudiar ingeniería en un cotizado instituto de
Estados Unidos. Para el ambiente familiar boliviano, de un militar tipo, donde
el nivel cultural es todavía muy bajo, y los conceptos de emancipación en la
vida muy limitados, el hijo de Ovando era un orgullo del padre. Un día Ovando
junior llegó hasta la sala de edecanes de su padre, el presidente, y le pidió a
un de los oficiales aéreos que le llevara a conducir un «Mustang» de dos plazas
para entrenamiento. El chico ya era piloto bisoño. El edecán aceptó y juntos
subieron hasta la base aérea de La Paz, que está a 4.000 metros sobre el nivel
del mar, y haciendo uso de la prepotente autoridad de un edecán acompañado del
hijo presidencial -cuestión muy corriente en los Macondos latinoamericanos-
salieron volando en el «Mustang F-51» (avión de cosecha de la segunda guerra
mundial), con el pretexto de que iban a sobrevolar la guerrilla cheguevarista
de Teoponte, a sólo quince minutos de vuelo de esa zona.
Lo que en realidad hicieron, después de circular sobre los
profundos valles del Norte de La Paz, donde los caminos sinuosos bajan de los
4.500 metros de altura hasta los 700 sobre el nivel del mar, encima de un piso
alfombrado por la selva más tupida y hostil, es volver hacia el plácido y
prístino ambiente del Altiplano, de atmósfera enrarecida por la falta de
oxígeno.
Para aquellos que observaban asombrados las hazañas del
motociclista suicida norteamericano Knivel, que comete saltos mortales sobre
cañadones y obstáculos sensacionales, como veinte autos estacionados, el
sobrevolar el espejo apacible y misterioso del lago Titicaca en una máquina de
muerte a gasolina sería todavía una prueba más audaz. Eso hizo el hijo de
Ovando, matizando esa sensación de riesgo supremo con picadas y vuelos
rasantes. Hasta que la panza del mortífero «Mustang» raspó el espejo de agua,
la masa lacustre se agitó y le hizo perder la estabilidad al moscardón de
hierro y combustible, que rebotó, haciéndose trizas.
De inmediato, Ovando cayó en el estupor y la enfermedad. Y
perdió las riendas del poder. Su joven oficialidad, algunos ex combatientes de
las fuerzas Rangers contra la guerrilla del Che, estaban siempre junto a él,
custodiándolo y anunciando que ellos se lanzarían en una nueva guerrilla contra
los militares reaccionarios que querían traicionar a Ovando. Nada de eso
ocurrió. Ovando defeccionó, y los jóvenes oficiales buscaron apresuradamente el
apoyo de otro general, J. J. Torres, quien tenía buenas intenciones, pero una
credencial igualmente nefasta: también había sido jefe cuando murió el Che
Guevara.
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