Por: MARTA IRUROZQUI / Revista de Indias, 2009, vol. LXIX,
núm. 246 – 2009.
Achá aprovechó su viaje de regreso a La Paz para asentar
poco a poco su autoridad mediante la distribución de cargos militares entre sus
hombres de confianza. El 15 de noviembre, a tres días de Oruro, en la localidad
de Pocoata concedió licencia al coronel Flores y le separó del mando del
batallón Primero. En su lugar nombró al coronel Mariano Melgarejo, quien logró
que los soldados se plegaran a su jefatura. Asimismo, otro opositor, el coronel
Morales, se vio obligado a abandonar su cargo de Jefe Superior del Ejército del
Sur para ocupar el de Comandante de Armas del departamento de Sucre, en cuya
capital sólo se dejó una columna municipal de 150 hombres. En Chayanta, el 17
de noviembre Achá mandó una comisión rápida a Oruro con el ministro de Guerra,
el general Celedonio Ávila, a fin de separar al coronel Balza, jefe superior
político y militar del Norte, de la dirección del batallón Tercero, del
escuadrón Húsares y de una sección volante de artillería. El control de esas
fuerzas debía recaer en Yáñez, siéndole dada a Balza la comandancia general de
La Paz.
La misión no tuvo éxito porque éste se había dirigido a La Paz sin
permiso del presidente y bajo instrucciones secretas de Fernández, quien
consciente que lo sucedido con Yáñez no había disuadido al gobierno de su
política fusionista, había decidido sustituir a Achá. En consecuencia, Ávila
marchó a esta ciudad para cumplir allí su cometido y tomar medidas humanitarias
a favor de los belcistas que aún seguían presos. Hasta ese momento el coronel
José María Cortés, ausente de la ciudad el día de las ejecuciones, había
actuado de contención de los excesos de Yáñez. Aunque no había liberado a los
cautivos por considerar que la autoridad de éste aún no había sido cuestionada
por el gobierno, su presencia impedía iniciar nuevos ajusticiamientos. El clima
de miedo y descontento que dominaba la ciudad hizo que Ávila, en connivencia
con las autoridades municipales y el vecindario, optara por la liberación de
los encarcela dos el 21 de noviembre, sin que ello generase un enfrentamiento
con Yáñez, a quien cada vez le iba quedando más claro que su celo contra el
belcismo no iba a recibir los parabienes esperados.
Pero si Ávila tuvo éxito con Yáñez, no fue así con Balza que
rechazó sus órdenes. El 23 de noviembre con el batallón Tercero se apoderó del
cuartel de la columna municipal y destinó tres compañías dirigidas por el
teniente coronel Federico Tardió a tomar el batallón Segundo. Éste estaba bajo
el mando de Cortés que resultó muerto en el enfrentamiento. El resultado de la
batalla fue confuso porque, aunque Balza obligó a las fuerzas del gobierno a
retirarse a Calamarca, la «espontánea» participación armada del pueblo paceño
con el objetivo de ajusticiar a Yáñez y a sus secuaces impidió que pudieran
capitalizar su victoria. La prensa de la época describió al pueblo como «la
cholada» que llegaba al lugar del combate «en grandes pelotones pidiendo la
cabeza de Yáñez». Ante la insistente pregunta popular de «¿Y Yáñez?, ¿dónde
está Yáñez?», Balza, para impedir que sus fuerzas fueran consideradas
cómplices de éste y desviar su ferocidad hacia el enemigo, declaró que se
encontraba con el batallón Segundo en el cuartel donde se defendían los
partidarios del gobierno. Eso explicaría por qué «la plebe» actuó en un inicio
en unión con los sublevados, abandonándolos más tarde cuando descubrió que su
perseguido no combatía en ningún bando, sino que se hallaba en la Caja,
edificio colonial situado en el ángulo sudeste de la plaza mayor, con unos
cuarenta rifleros escogidos. Allí Yáñez mantenía una postura expectante ante
los enfrentamientos armados. Ello podía interpretarse como resultado de una
alianza secreta con Balza, ya que a éste no le convenía su apoyo explícito
debido a «lo odioso que se había hecho al pueblo», o de su convencimiento de
que Achá no iba a premiar su conducta, siendo sin duda alguna Fernández mucho
más comprensivo por su compartido repudio de los belcistas. Así, en un
contexto en el que nadie se aclaraba a favor de quién estaba Yáñez, «si del
orden o de Balza», «la masa popular compacta, sedienta, inmensa y soberana» fue
tras él con el objetivo de castigarle. Cuando Yáñez fue consciente de la
muchedumbre que le perseguía se encerró con unos pocos rifleros esperando el
auxilio de la columna municipal situada en el cuartel de Santa Bárbara. Como
ésta no llegaba trato de huir a través de los tejados. Allí fue descubierto y
tras recibir varios disparos cayó al patio de una vivienda contigua. A ella
entró una multitud que se ensañó cruelmente con su cadáver45. Después lo
arrastró al Loreto y luego al Cenizal, convirtiéndose los escenarios de los
ajusticiamientos ordenados un mes antes por Yáñez en un irónico recordatorio
acerca de que éste había muerto por adherirse al principio de orden de una
manera extrema y por proclamar la paz pública a través de una violencia
desmesurada contra la oposición que no fue recibida por la población como
legítima.
Pese a su victoria militar, la situación de los sublevados
era incierta. El pueblo movilizado para ejecutar a Yáñez no había hecho causa
con los amotinados y, por tanto, no era «un pueblo armado que apoyaba las
revoluciones». Ello implicaba que en cualquier momento podían volver a alzarse
por el bien público y esta vez contra ellos. Ante esa presión, Balza intentó
desarmar a la población de dos modos. Por un lado, buscó eliminar cualquier
sospecha relativa a que su sublevación había contado con el apoyo o el
conocimiento del ajusticiado Yáñez. Éste había perdido su legitimidad en el
mando por ejercer un abuso de autoridad, justificándose entonces una
movilización y linchamiento populares. De ahí que lo injuriase públicamente en
un discurso hecho a los granaderos del batallón Tercero:
«habéis salvado a La Paz y vengado la constitución política
del Estado. El monstruo del 23 del pasado que llenó de terror y espanto a esta
indefensa ciudad ya no existe». (Proclama del Jefe Superior Político y Militar
del Norte a las fuerzas de su mando, La Paz, 24 de noviembre de 1861, ABNB. Bd.
959.)
Sin embargo, esas palabras estaban en contradicción con el
hecho de que nunca, desde su llegada a La Paz, había pretendido aprehender a
Yáñez ni liberar a los cautivos, algo que sí habían hecho las fuerzas
gubernamentales. Por otro lado, forzó al municipio a canalizar «ordenadamente»
la voz del pueblo para que la población que había hecho frente a los excesos de
Yáñez quedase supeditada a los dictados de un grupo de notables que no habían
sabido o querido frenarlo. Con esa pacificación controladora de la fuerza del
pueblo sublevado no sólo quería suprimir la amenaza a su victoria representada
por los «torrentes de plebe encabezada por grupos considerables de cholos
armados». También pretendía asentar su triunfo militar con el apoyo del poder
civil de la ciudad. Con ese objetivo Balza se dirigió al presidente de la municipalidad
y, según El Constitucional, se presentó como «un ciudadano armado» en el que el
pueblo había depositado sus garantías. Como ya creía cumplido el deber de
salvaguardarle de la tiranía invitaba «al respetable pueblo» a concurrir el
mismo día 23, a las cinco de la tarde, en el salón de la universidad, «a
nombrar las autoridades que deben mantener el orden en el país y garantizar la
propiedad»48. Aunque su iniciativa fue aceptada, los asistentes, «patricios y
una numerosa barra popular» dejaron claro que ello no comportaba ningún
compromiso político con Balza. Se habían reunido para cautelar «la tranquilidad
política y la propiedad» ante posibles desmanes del pueblo movilizado. Se
acordó celebrar al día siguiente una junta, a la que acudió el segundo de
Balza, el coronel Tardío. El deseo de los sublevados era que los miembros de la
junta presidida por Diego Monroy admitieran que había sucedido un cambio
político. Sin embargo, concluyeron lo contrario: ya estaba establecido
legalmente un gobierno nacional, de manera que si los reunidos realizaban
nombramientos entre los sublevados cometían un grave delito contra la
Constitución. En consecuencia, se ratificaron a las autoridades legales
existentes antes de lo sucedido el 23 de noviembre, como era el caso del jefe
político Carvajal, y se decidió que el general Gregorio Pérez, un «hombre de
orden, siempre del orden y de las instituciones», ocupase provisionalmente el
puesto ocupado por Yáñez.
En definitiva, la junta de gobierno celebrada el 24 de noviembre
en el Loreto no supuso el reconocimiento del triunfo de los rebeldes. Al
contrario, los discursos pronunciados por los asistentes «para llamar al pueblo
a las vías del buen sentido y del orden», sólo desacreditaron el motín
militar51. Esto es, la iniciativa de Balza de que fueran las autoridades
civiles y los vecinos notables los que apaciguasen la acción popular tuvo como
resultado que éstos tomasen el control de la ciudad y organizasen mediante
fórmulas asociacionistas no tanto la pacificación del pueblo, sino la rendición
pacífica de Balza y sus soldados al gobierno. La violencia militarista quedaba,
así, acallada por la violencia popular reconducida institucionalmente por los
vecinos de La Paz. Éstos redescubrían el antiguo principio de la legitimación
de la rebelión del pueblo contra el gobernante tirano, reasumían sus poderes e
iniciaban un proceso de delegación de los mismos a través de una junta.
El general Pérez asumió el mando militar provisional de la
ciudad en espera de la llegada del presidente que había dejado Oruro el día 24
y se dirigía a La Paz con una Secretaría de Guerra a cargo de Manuel Macedonio
Salinas. Pérez y Carvajal despacharon un correo extraordinario a Achá
comunicándole cómo la intervención del vecindario congregado en una junta había
logrado el restablecimiento del orden constitucional. Contento por ello, en las
proximidades de la ciudad, Achá recibió a varias corporaciones encargadas de
pedir la amnistía para los sublevados a fin de evitar «nuevos horrores». Entre
ellas destacaba la Sociedad del Orden. Esta asociación se había organizado el
26 de noviembre para «crear opinión a favor del orden legal y defender la
legitimidad de los poderes constitucionales». Entre sus cometidos figuraban
reordenar la ciudad, asentar a sus autoridades y controlar tanto el poder
popular como las acciones militares. Su protagonismo en las conversaciones
entre Achá y los rebeldes entre el 27 y 29 de noviembre incidió en el hecho de
que la junta y sus notables organizados asociativamente canalizaban a su favor
la acción del pueblo movilizado contra Yáñez e impedían el reconocimiento de
una victoria militar como el medio de acceder al gobierno. La fórmula pueblo
armado-vecindario asociado había resuelto en clave civil a favor del gobierno
un conflicto militar. Ahora el pueblo instituido en una junta asumía su poder
por encima de la acción de militares que estaban acostumbrados a justificar sus
sublevaciones en que el pueblo había depositado en ellos sus garantías. Los
actos de Yáñez y la rebelión de Balza, tuvieran o no un mismo origen,
expresaban un exceso de celo partidista que impedía la legitimidad
gubernamental de quienes lo ejercieran. En contraste, la política de fusión de
Achá53 se tornaba otra vez en la solución para regular el acceso al poder y su
disfrute partidario, quedando reforzada a través de gestos como la amnistía
general aceptada por el presidente a instancias de la Sociedad del Orden y la
admisión de las fuerzas rebeldes en el ejército constitucional. En consecuencia
y en contraste con lo sucedido en agosto, Achá entró en la ciudad fortalecido
en su cargo. Su paso fue acompañado por una población que daba vivas a la
Constitución y gritaba «mueran los rebeldes argentinos, mueran los asesinos».
El fracaso del pronunciamiento del 30 de noviembre del ex
ministro Fernández en Sucre y de otros septembristas disidentes supuso una
confirmación de la autoridad de Achá en las diferentes localidades bolivianas,
tanto por parte de autoridades civiles y militares como de la población que se había
alzado en armas para defender el orden constitucional. Asimismo, la posterior
victoria sobre motines belcistas, como el del 7 de marzo de 1862 en Sucre, favoreció un
hermanamiento entre los septembristas. Sin embargo, ello no conllevó que Achá
pudiera llevar a cabo una reforma militar que redujera y profesionalizase el
ejército, con lo que la rutina de las sublevaciones militares se mantuvo aunque
sus fundamentos legitimadores hubieran sido debilitados. Mientras el gobierno
hacía frente a los asuntos bélicos, el caso Yáñez cobró un lugar central en el
proceso de pacificación nacional. Éste exigía el resarcimiento a las víctimas y
el develamiento judicial de lo sucedido. Respecto a lo primero, el 3 de
diciembre se decretó una pensión alimenticia sobre las rentas del tesoro
público del departamento de La Paz a las viudas y huérfanos de los ejecutados
el 23 de septiembre, y se concedió educación gratuita a los hijos de éstos en
colegios y universidades. Respecto a lo segundo, René-Moreno señala que no
existió un proceso especial sobre el suceso, pero sí autos militares a algunos
cómplices de Yáñez —no como tales, sino como reos de delitos privados aquella
noche— debido al clamor popular que exigía juzgarlos. Ello permitió una
revisión de los autos militares realizados por orden de Yáñez entre el 29 de
septiembre y el 23 de octubre y a propósito de la revolución de ese mismo día.
Como resultado, en la Orden General del 2 de diciembre de 1861 Achá consideró
punible lo sucedido el día 23. Fueron borrados de la lista militar casi todos
aquellos para quienes Yáñez había propuesto un ascenso, como el coronel
Francisco Benavente, el teniente coronel graduado Santos Cárdenas, el sargento
mayor Demetrio Urdininea y el capitán Antonio Gutiérrez, por haber coadyuvado a
los asesinatos. El alcalde de la cárcel pública José María Aparicio y el fiscal
Pedro Cueto fueron expulsados de su cargo por ignominia.
Aunque esas medidas no fueron suficientes para muchos
belcistas y la responsabilidad de Achá en lo hecho por Yáñez intentó ser
probada por sus detractores, el 18 de octubre de 1864 el Congreso rechazó los
cargos relativos a Achá por las matanzas, estableciéndose que: primero, los
asesinatos del 23 fueron obra exclusiva de Yáñez; segundo, si hubo algún
cómplice perteneciente al gobierno ese no fue Achá (tampoco pudo demostrarse
que fuese Fernández); y, tercero, Achá no dio nunca aprobación a la hecatombe
sangrienta y que si no la condenó en un inicio y castigó como correspondía fue
porque su autoridad estaba amenazada por los miembros de su gabinete.
Historiográficamente se ha dicho que las guerras civiles
habían «corrompido excesivamente las costumbres de la época» y que los sucesos
narrados mostraban un «pueblo de La Paz (...) acéfalo», «levantado de modo espontáneo» ante la «apatía y la abyección» demostrados en los días de las matanzas
por las autoridades citadinas y por el «vecindario acomodado». Ante ello la
plebe «reasumió tumultuariamente la soberanía para el solo acto de hacer
justicia de Dios linchando a los culpados». Mientras esto sucedía, «el
vecindario no asomó cabeza en esto para nada» y sólo hizo «presencia en un
comicio político después de ejecutado Yáñez» porque «la ira popular» obligaba
«a mantener a flote la nave política». Frente a lo anterior, no hay duda de que
«la clase popular» o «la cholada» fue el principal actor político del momento y
que gracias a su acción y también por temor a ella pudo haber una movilización
posterior de otros sectores. Sin embargo, ello no es contrario a que la
manifestación popular contase con una mayor estructuración que la aparente. La
forma de resolución del conflicto que se ha expuesto hace pensar que durante el
mes transcurrido entre la Matanza del Loreto y la muerte de Yáñez hubo un
proceso organizativo encaminado a liberar a los presos y destituir al tirano.
Ya en el apartado anterior se ha mencionado como familiares y correligionarios
belcistas dentro y fuera de La Paz habían tratado de concienciar a la población
de los excesos de Yáñez para forzar su deposición. La rápida formación de una
junta amparada en un pueblo armado frente a las fuerzas victoriosas de Balza
hace también pensar que existía un posible coordinación entre el pueblo que
ejerció violencia contra Yáñez y el que se reunió en el Loreto a discutir sobre
la legitimidad de la asonada. ¿Quiénes lo componían?
A juzgar por los relatos periodísticos publicados desde los
primeros encarcelamientos el 27 de septiembre hasta la entrada triunfal de Achá
en La Paz el 30 de noviembre, los integrantes de ese pueblo eran las
autoridades municipales, las corporaciones y el vecindario de La Paz. De este
conjunto sobresalía «la clase de artesanos» integrada por menestrales
agremiados, lo que dejaba en un segundo plano de acción pública popular a otro
tipo de trabajadores cada vez más presentes en la ciudad. Este colectivo fue el
principal protagonista de los discursos, arengas y proclamas hechas por las dos
autoridades supremas de la ciudad hasta la llegada de Achá: el jefe político
Carvajal y el general Pérez. Ambos dijeron que el triunfo de la Constitución no
hubiera sido posible sin «las inspiraciones y cooperación» de su patriotismo,
por lo que les pedían que se constituyeran en el «mejor centinela de la
propiedad». De ese modo desmentirían todas las acusaciones que se habían
vertido contra ellos referentes a su ignorancia e inmoralidad. Identificados
también como miembros de los tumultos callejeros a favor de Córdoba, de la
«cholada persecutora» de Yáñez o de la «turba enloquecida» que no secundó la sublevación
de Balza y Fernández, la acción de los artesanos quiso ser vista en todo
momento como ligada exclusivamente a los excesos autoritarios y sangrientos de
Yáñez. De hecho, el trabajo de René-Moreno alude a una reacción espontánea de
un pueblo indignado que castiga la atrocidad de una matanza e instintivamente
defiende las instituciones republicanas, siendo los vecinos notables los que
reconducen la furia popular en clave constitucional.
Sin embargo, las medidas que dictó Achá en 1862 referentes
tanto a subrayar el alcance nacional de la exposición local de artefactos
—Alacitas—, como a organizar la guardia nacional, compuesta por «letrados,
estudiantes, comerciantes y artesanos», en suspenso desde octubre de 186164
hacen pensar que los manifestantes tenían mayores razones para ejercer la
violencia política que un simple desahogo de «los bajos instintos desatados».
Esto es, el movimiento de pueblo no fue tan espontáneo. No sólo pudo estar
orquestado con antelación, sino también estar favorecido por motivaciones que
iban más allá del odio a Yáñez y que identificaban a la acción política en la
calle en defensa de la constitucionalidad como un modo de detener un proceso de
devaluación social.
La primera medida informaba de que gremios artesanales
estaban descontentos ante la pérdida de estatus por la competencia de las
manufacturas extranjeras y el aumento de la mano de obra no agremiada en un
contexto internacional de circulación de la creciente producción y del capital
a escala mundial. Eran conscientes de estar amenazados por los efectos de la
industrialización de ultramar, por la legislación ambigua y por la competencia
entre los agremiados y las nuevas clases trabajadoras al no contar con una
protección que limitara corporativamente el acceso al trabajo. Ante esa
situación de indefensión y devaluación profesionales, los artesanos optaron por
tornarse en un colectivo políticamente útil en dos niveles: por medio de las
asociaciones y por medio de la toma de la calle. Es decir, parte de la
población paceña tenía un malestar propio que esperaba ser solucionado a través
de su participación en los partidos políticos y su vinculación con las
instancias de autoridad de la ciudad.
La segunda medida también estaba destinada a combatir la
devaluación social, ya que las guardias cívicas conllevaban nuevas
reubicaciones de estatus. Frente a la devaluación del artesano, su
participación en éstas les permitía una alternativa de trabajo remunerada fija
y regular que generaba independencia económica y favorecía su reconocimiento
social por parte de la comunidad en clave patriota. En este sentido, la actitud
obsequiosa de Achá a través de la celebración banquetes en el palacio en los
que compartía mesa con los maestros mayores de diferentes gremios, de los que
alababa «su nunca desmentida disposición para defender las instituciones y las
autoridades legales» informaba que su apoyo en la derrota de Balza les
convertía en actores políticos claves en las luchas partidarias. Con lo que la
política se constituía en un arma de lucha contra el desempleo y el alza de
precios, contra la proletarización y también contra la pauperización sin
proletarización.
A solicitud de algunos artesanos paceños, ambas medidas
fueron acompañadas de un indulto general para muchos compañeros encarcelados,
siendo todas ellas interpretadas como un esfuerzo de dignificación del
colectivo por parte del gobierno. Después de la muerte de Yáñez corrían rumores
que presentaban a «la cholada con designios de perturbar el orden invocando a
Belzu» por estar siempre dispuesta a hacer alboroto a cambio del dinero de los
que querían atentar contra el gobierno. Ante la posibilidad de que a tenor de
ese discurso se castigara a «los cholos» por lo sucedido, hubo un movimiento
urbano de reivindicación pública. En él se inscribían las declaraciones en la
prensa de los maestros mayores de diferentes gremios acerca de «los que
subsistimos de nuestro trabajo no deseamos ningún cambio político y nos
hallamos resueltos a sostener al gobierno legal bajo la salvaguarda de la
constitución que ofrece toda clase de garantías, hasta que la nación elija al
presidente constitucional por medio de sufragios». Este ofrecimiento al
gobierno de sostenerlo igual que en la mañana del 23 de noviembre informaba de:
primero, la necesidad de los artesanos agremiados de asumirse como «el pueblo
de La Paz» y lograr a través de esa resignificación identitaria no sólo
diferenciarse de aquellos otros colectivos que competían laboralmente con
ellos, sino también desacreditarlos mediante su identificación con «la turba
que se compraba para las revoluciones», «el populacho sin sentimientos de
honor» o «la plebe deshabituada al trabajo»; segundo, «la noble y generosa
clase de artesanos» era consciente de su importancia en las reyertas
partidarias, con lo que la invocación de su pasado belcista también actuaba de
recordatorio para Achá de las consecuencias que podría tener para el gobierno
desatender sus reclamaciones laborales y de estatus; y, tercero, la oferta
política hecha por los artesanos «de amar la paz y el orden» y, por tanto, de
apoyar la candidatura de Achá en las elecciones de mayo de 1862 se mantendría
mientras en su programa de gobierno figurase su defensa corporativa, con lo que
su dignificación social pasaba por el ejercicio de la política. En este
sentido, la prédica fusionista de Achá de abandono de «la senda revolucionaria
y el desorden» no se entendía ni se traducía como en la época de Linares en una
despolitización de la población que debía consagrarse «a la industria y a la
explotación de suelo virgen y fecundo de la madre patria». Al contrario, se
buscaba lograr una incorporación partidista del pueblo a la vida pública en la
que el ciudadano armado organizado en asociaciones y guardias cívicas impediría
los motines militares. Éstos, en contraposición a las revoluciones «condición y
constancia de todo progreso», se asumirían como una «perturbación violenta,
transitoria e ilegítima de un reconocido y organizado orden social». Y éste
quedaba salvaguardado por un uso civil de la violencia que se reduciría al
mínimo si se concretaba la politización del pueblo o desarrollo en ella de
espíritu público.
👌
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