EL PAÍS DE TARIJA 7 de julio de 2017 Ecos de Tarija.
Hablar de la Tarija de antaño es recordar sus tranquilas y silenciosas calles,
es rememorar aquellas inmensas procesiones religiosas que terminaban en grandes
reuniones sociales que ya distinguían a sus participantes.
Es recordar los viejos edificios que guardaban parte de la historia de la
fundación de esta tierra, pero además, es retraer a la mente la nobleza,
sencillez y tradiciones de la gente que vivía en esta tierra.
Sin embargo, en esta ciudad donde el chapaco siempre ha sido orgulloso de sus
raíces y apegado a sus orígenes, han existido también muchos forasteros o gente
de afuera, de otras ciudades e incluso países, que aportó con su granito de
arena al desarrollo de este pueblo. En esta ocasión toca hablar de ellos.
Así se acostumbraba llamar a toda la gente oriunda de los otros departamentos
andinos. Hasta antes de la guerra, pocos, por no decir contados, fueron los
residentes norteños. Según recuerda el escritor Agustín Morales, no eran muchos
y los recuerdos son pocos, pues el contacto con gentes forasteras resultaba
escaso debido a la falta de vías de comunicación, pocos negocios y mínima
necesidad de intercambio.
Dice que antiguamente en la ciudad vivían muy pocos parecidos y orureños; se
conocían contados cochabambinos, entre ellos un antiguo residentes de apellido
Cáceres, sastre; un viejito propietario Rocha, un dueño de hotel Arandia y así
uno que otro más, pero casi todos fueron avecindados desde muchos años atrás.
Luego habían algunos chuquisaqueños, como el Dr. David González, al que le
decían “queso de cuchi” y que fue padre del más tarde gran poeta Oscar González
Alfaro. También estaba el antiguo maestro peluquero Justino Valdez, los
hermanos carpinteros De los Ríos, hijos del director de la Banda Departamental,
luego los médicos doctores Ostria y Villa, el profesor Juan Paravicini, un
señor Vaca Guzmán, otro confitero Corcus y algunos más.
Cuenta que entre las otras personas que habitaban la Tarija de antaño estaban
el Dr. Eleodoro Gaite y su hermana María, profesora muy conocida, a las
familias Zamora, Leytón y algunas otras.
Un poco antes del año 1.932 bubo mucha afluencia de camargueños que instalaron
bodegas y ventas de vinos y licores por la calle Camacho; fue entonces cuando
vinieron las familias Romero, Gumiel y otras, todas enraizaron y se
confundieron con auténticos tarijeños.
Había varios potosinos, pudiendo citar a los señores Sanabria, que fue quien
trajo unos camiones grandes, la señora Mercedes Gutiérrez vda. de Trigo y
varios tupiceños como el Dr. Alberto Baldivieso, don Horacio Aramayo, don Roque
Moreno, un señor Balanza, conocido por su afición a los caballos, dos hermanos
Lozano que se instalaron en una propiedad de la quebrada del Monte, tuvieron
mucha descendencia y otros más.
Los que sí resultaban ejemplares rarísimos eran los cruceños, pues aparte del
Dr. Julio Justiniano que posiblemente llegó a Tarija muchísimos años atrás, su
pariente el profesor Lucio Justiniano, así como las señoras Casta Mercado de
Suarez y Casta de Dorakis, al parecer no eran más.. De benianos ni para que
mencionarlos.
Todo este contingente de “forasteros”, que en su generalidad se había radicado
desde muchos años atrás, resultaba claramente identificable y por haberse
casado con hijas del lugar, tener casa y negocio establecidos, se asimilaron
dentro del conglomerado social, pero siempre se los reconocía como “gente de
afuera”.
Destaco esta circunstancia porque en realidad fueron pocos los forasteros debido
a que el intercambio con los demás departamentos era mínimo, incluso resultaban
limitados los viajes de los lugareños hacia otras ciudades del norte, a las
frecuentes contactos y relaciones familiares, de negocios y trabajo, había con
los vecinos de la República Argentina.
Con motivo de la guerra del Chaco, todo aquel cuadro de residentes foranios,
hasta el año 1.932 relativamente reducido y por consiguiente casi conocido por
la mayoría de los habitantes de la ciudad, cambió notablemente, pues el constante
afluir de toda clase de gentes de otras latitudes, hizo que muchos se quedaran,
casándose con mujeres del lugar o también trayendo a sus esposas o familias
para radicarse.
El caso es que después de la contienda ya no se podía hablar en Tarija de los
conocidos “norteños”, pues estos aumentaron considerablemente, trayendo nuevos
apellidos, antes desconocidos, formando nuevas familias y haciendo variar por
completo la demografía local. Desde entonces ya fue diferente la ciudad, porque
otras gentes, con diversidad de costumbres “enraizaron” en el ambiente,
transformándolo.
La antigua gente, patriarcal y conocida, los viejos apellidos de raigambre
española, que formaban linajes típicos de Tarija, quedaron algo así como para
reliquia; ya no se podía decir que determinados apellidos solo eran de Ia
ciudad, también otros “entroncaron” con los del lugar constituyendo nuevas
estirpes familiares tan tarijeñas como las antiguas.
“Así fue como por efectos de la contienda nos transformamos en muchos aspectos
y desde entonces ya los “norteños” no fueron mirados como extraños, pues se
confundieron en una común amalgama para aumentar la población, haciendo surgir
nuevas familias y nuevos apellidos”, dice Morales.
Los extranjeros
Según el escritor Morales, la colonia extranjera más numerosa en Tarija estaba
constituida por los Árabes que posiblemente vinieron antes de la Primera guerra
mundial, el caso es que Ia mayoría de las tiendas de géneros o trapos eran de
los “turcos”, llamados así seguramente porque sus países estaban dominados por
el Imperio Otoman, pero en realidad fueron palestinos, sirios y
libaneses.
Según el escritor, no hay un dato exacto de cuantos habría exactamente, pero
afirma que pasaban de cincuenta familias, muchas ya entroncadas con gente del
lugar. Entre los más conocidos estaban los Ale, Abuad, Attie, Baracat, Buais,
Casal, Casab, Chamas, Chamón, Exeni, Yachi, Esper, Salomón, etc., todos
relativamente “acomodados” y cien por cien comerciantes, incluso tenían un buen
Club Arabe.
Enseguida venían los italianos, porque los frailes franciscanos y las monjas de
Santa Ana fueron de esa nacionalidad, pero también habían laicos particulares
como los señores Frigerio, Calabi, Forti, Succi, Martini, Campanini, Angeletti,
Soncini, Strocco, Gamba, etc.
Después estaban los alemanes, comenzando con los gringos de la cervecería,
varios hermanos Mayer, don Carlos Magnus, los Schnorr, Carlos Wagner, Carlos
Seidel, Hardt, Reese, Brieger, Zuggel, Methfesel, Kohlbert, Conzelman, y varios
otros que también aparecieron durante y después de la guerra.
Griegos apenas habían cuatro ó cinco, siendo los más conocidos don Elias
Dorakis, Cristóbal Gorides, un viejito sordo Constantino Paputsachis y alguno
más.
Norteamericanos (yanquis) fueron también cuatro o cinco, con los señores
Bluske, Chollet, Golly Manat, un negro del Missisipi de apellido Phillips que
se quedó y se hizo popular por lo pobre y sencillo.
Españoles, aparte de los curas de la Matriz y el Obispo, habían pocos, como los
hermanos Oller que vinieron el año 1.930, un señor Plan, casado con tarijeña,
un señor Pedro Vadillo, otro García Catalan bigotudo que pule, una zapatería
frente a la Casa “dorada”, más otro ojo de pato García también zapatero que
trajo dos lindas hijas argentinas y algún otro.
El único Belga conocido fue el profesor “gringo” Arturo Van den Berg. Frances
también único fue el padre de la familia Grandchant, don Santiago. Yugoeslavos:
los hermanos Sfarcich que se avecindaron en el valle de Concepción y un atleta
Yerko Zlater que vino un poco antes de la guerra, y hasta había un indu que se
casó y quedó en esta tierra: Kissing Shen. También para la guerra vino uno que
otro japonés, pero no se conoció ningún chino.
Cosa rara, latinoamericanos hubieron muy pocos, según Morales tres o cuatro
argentinos, los señores Moises Carrillo y Saturnino Aparicio, ambos fueron
cónsules de su país y se quedaron formando numerosa familia, don Tobias
Serrano, un señor Carreta y algún otro que no recuerdo.
Chilenos: los señores Adolfo Pineiro, Alejandro Torrejón, antiguos residentes
bien enraizados con ex-tensa familia; después apareció un modesto “rotito” de
apellido Reynolds, zapatero, borrachito y muy popular por sus anécdotas.
Peruanos solo conocidos: don Humberto Palma que se confundió como tarijeño al
casarse y tener familia, fotógrafo, artista y hasta empleado público y otro
paisano también fotógrafo.
Salvo error u omisión, esta fue toda la colonia extranjera; súbditos de países
lejanos pero trabajadores, respetados y que al “entroncarse” con familias
tarijeñas, ensamblaron sangre y apellidos, contribuyendo al progreso de la
tierra que los cobijó.
La “sociedad” que marcó la diferencia en la ciudad
Ellos formaban una urdimbre social que las unía en aquello que la gente común
identificada como “de la sociedad”, confundiendo este amplio concepto para un
grupo reducido o algo así como pequeña élite.
Aquella gente no era orgullosa ni poseedora de títulos, rancia nobleza o
privilegios, simplemente se destacaba por los apellidos conocidos de claro
origen español, posiblemente descendientes de los colonizadores. Se trataba de
gente sencilla en su mayoría, y si es que alguna diferencia la distinguía, era
que poseían una buena casa y alguna finca en el campo, que tampoco podía
decirse le daba riqueza, era simplemente “gente acomodada”.
Esta gente era la que habitaba principalmente la parte central de la ciudad y
tenían casas grandes, amplias; incluso algunas de dos pisos, pero sin ningún
estilo destacado y casi todas con su buen jardín en el patio principal. En esos
domicilios se jactaban por las plantas ornamentales y sus flores, sus lindos
naranjos y toda la vegetación que rodeaba el patio. Cuenta que incluso, la
mayoría de estos hogares tenían un segundo patio, huerta o huertillo, más al
fondo, donde se encontraban los infaltables corrales para aves, animales
domésticos y cuadrúpedos.
“Esta clase social no vivía espléndidamente ni poseía lujos; cuando mucho
contaba con un espacioso salón alfombrado, piano, amplio comedor,
salas-dormitorios, su buena habitación para cocina y horno, así como bien
provista despensa. En casi todas las casas se acostumbraban amplios corredores
o galerías decorados con macetas y plantas”, describe Morales.
Así, de esa forma el autor de Estampas de Tarija, afirma que en aquellos
tiempos en Tarija no había ricos. Según él sólo había “pudientes”. Ahora bien,
relata que aparte de los señores Navajas, Trigo, Blacud, Paz y algunos más que
fueron comerciantes o prestamistas, pocos podían ser considerados como ricos,
porque los más apenas tenían fincas rústicas que les proveían para la despensa
y proporcionaban poca renta para vivir holgadamente.
Esta “sociedad” fue más característica entre las mujeres, pues eran las que
procuraban guardar las diferencias, debido a un falso orgullo femenino que por
pertenecer a tal o cual familia o vivir en el centro, se consideraban en cierto
modo algo mejor que el común de las gentes.
En cambio entre los hombres esta distinción casi no existía, pues estos no
tenían a menos reunirse con cualquier persona de las demás capas sociales y
hasta habían muchos “caballeros” que llevaban una doble vida, alternando a
ciertas horas sólo entre sí en el Club Social o lugares céntricos, para luego
en otras reunirse con las simpáticas mujercitas de polleras o “machos”
conocidos como “cholitos”, pero que sean hábiles para los juegos (taba, gallos,
caballos) y las “guitarreadas”, acompañadas de rica chicha o generosos
vinos.
Entre los muchachos, especialmente aquellos que tenían entre ocho y 12 años,
nunca hubo diferencias sociales de ninguna clase, incluso en el vestir casi
todos eran iguales. Donde había una absoluta amalgama era en la escuela y en
los juegos infantiles; porque los menores, en su sana inocencia, no podían
pensar y mucho menos obrar con diferencias de clases.
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