Bautista Saavedra murió el 1 de marzo de 1939, un par de días después, en las páginas
de La Calle, El escritor Augusto Céspedes trazó este agudo perfil del
controvertido político y expresidente.
Por: Augusto Céspedes - (1904-1997)
“Que el hombre, ahora, se estime en lo justo"
PASCAL.
Periodista que se aventura por la crónica de la historia contemporánea buscando
personajes, hace algunos días con motivo de un comentario de La República
proyecté en estas columnas la significación de Bautista Saavedra como autor y
responsable de la verdadera corriente republicana en la revolución del 20,
frente al paso reaccionario de la gran burguesía salamanquista.
“Rama bastarda del republicanismo” llamó Salamanca a la que, con Saavedra,
ocupó el poder. Pero, como hay bastardías que realzan con mayor fidelidad los
rasgos familiares —en este caso, los rasgos típicamente bolivianos— la
rencorosa reacción “legitimista” malogró el designio histórico de Saavedra y de
su gobierno, aislándolo y batiéndolo de modo tal que Saavedra aislado en su
gobierno, ahora está también solo ante la historia.
No le respalda ninguna ideología revolucionaria, no le acompaña una tradición,
no le sigue una generación. Queda él solo, con su gesto agresivo y su voluntad
granítica de caudillo paceño. En ese dramático abandono, así solitario, vale
“POR HOMBRE”.
Saavedra, hombre de sencilla identificación, todo él estaba a la vista, sin
presentar conflictos de mensura psicológica ni esconder abismos espirituales.
Vida y vitalidad se equilibraron en un proceso lógico que solo halló obstáculos
externos en la onda variable de los sucesos políticos que determinaron su
esplendor o su ocaso. El drama de Saavedra se lo hicieron los acontecimientos,
no él.
El doctor Saavedra era una certidumbre bravía, orgánica y mentalmente
proyectada hacia afuera. Su figura física, su mole carnal, su gesto imperioso,
la mirada provocadora y altanera de sus ojillos, el robusto abultamiento de sus
músculos faciales, la pesada seguridad de sus movimientos con que en la marcha
oscilaba lentamente los hombros en actitud de abrirse campo a los lados, todo su
ser era el de un tipo humano de hombre de acción, cava figura se adecuaba como
ninguna al gusto y a la pasión de las masas plebeyas que veían representada en
ella su propia fuerza sin pérdida de estilo. El ademán de don Bautista Saavedra
era el del caudillo que amartilla realidades plásticas. Paceño por excelencia
se acendraron en él las calidades de su pueblo: objetivista, audaz, sintético,
sin innecesarias metafísicas, y al igual que su figura, su vida destaca en
primer plano su volumen político. La acción fue su imperativo y la política su
mundo y su ámbito.
Pero el hombre no es un esquema que se pueda reproducir con tiralíneas. Había
algo más: debajo de la piel mestiza una cultura tenazmente elaborada por la que
la educación, el ambiente, las bibliotecas, las formas transferibles hicieron
del hombre fuerte un doctor, más amplio pero menos puro, conjugando en su
idiosincrasia un político que indujo a error al intelectual y un intelectual
que frenó al político. Esta yuxtaposición de caudillo y profesor que enriqueció
la personalidad de Saavedra, junto con ciertas circunstancias de la realidad
económica de Bolivia, constituyen la clave del fracaso, más que de su ideal, de
su poderío.
He dicho cultura y no ilustración o saber, porque cultura es vivencia según Max
Scheler, y, en la lo que se refiere a la democracia, Saavedra por ella
determinó no solo su mente sino su moral. Para algunos —especialmente para
aquellos que desplazó en 1920 e hizo apalear hasta 1925— era nada más que un
doctor inescrupuloso con barniz de enciclopedia altoperuana. Para mí —que
también recibí algunos palos— fue un gran político, ambicioso y violento,
enturbiado por la cultura pero, al mismo tiempo, civilizado por su mentalidad
jurídica.
Esta suma, deplorable por una parte y satisfactoria por otra, provino de los
claustros universitarios del siglo XIX en que se formó la mentalidad
semiacadémica que ahora mismo domina en Bolivia. Ningún atisbo de
interpretación materialista de la historia y solamente el círculo vicioso de
teorías de reformismo democrático, las mismas que buscaba Salamanca en vano
intento de hallar un centro de gravedad en medio de las oscilaciones y los
fracasos crónicos del liberalismo, atribuyendo las oscilaciones al país y no al
sistema.
Saavedra se apartó de Salamanca en 1920, biológicamente impulsado a emanciparse
de esa tendencia ilusoria, pero no porque sentía el fenómeno económico —ya que
su socialismo, ese sí, es fruto de ilustración y solo se exteriorizó en un
programa de contemporizaciones 11 años después— sino más bien por su calidad
representativa de valores auténticamente bolivianos frente al imperialismo
cuyos mayordomos eran los plutócratas, petroleros, tableros y banqueros.
“Saavedrismo” en 1920 no fue solamente personalismo improvisado alrededor del éxito,
sino corriente caótica y sanguínea, con los defectos y virtudes del mestizaje
instintivamente puesto frente a los Montes y Patiño Inc.
En el saavedrismo, no solo en su composición humana, sino en su espíritu se
formó también un mestizaje entre su bolivianidad física, instintiva, y su
doctrinarismo liberal. Por eso mismo, Saavedra, al no interpretar el contenido
social de su revolución, la desmedró en revuelta, se contagió con los gérmenes
supervivientes de la teoría individualista y se adjudicó una nomenclatura
democrática, incurriendo, naturalmente, en las contradicciones indispensables.
De 1921 a 1925 el presidente en pugna con el catedrático. Los vicios de la
“democracia en nuestra historia” reeditados por su autor. Pero ¿es verdad toda
esa fábula? ¿No ha llegado el momento de afirmar que Saavedra con solo la ley
escrita debía defenderse de una formidable plutocracia organizada que lanzaba
universitarios por delante, conspiraba con militares, invadía los círculos
políticos y financieros, manejaba toda la prensa del país y derrochaba el oro a
manos llenas? ¿No impuso más bien el catedrático al caudillo una transacción en
cuanto le obligó a esquivar la Constitución como un culpable en lugar de
derribarla de un puntapié? ¿No habremos de advertir en la hora de la justicia
póstuma —yo como escritor ya se la hice tiempo ha— que confabularon durante
cinco años contra Saavedra todos los círculos vigentes en aquel tiempo: las
clases adineradas, los señoritos, los militares, los partidos, los
universitarios, los cadetes, los clubmen y hasta las señoras, obedeciendo
indirectamente a esa empresa mercantil que ha hecho de Bolivia una factoría de
cafres para uso del extranjero?
¡El caudillo, sin embargo, se sentía culpable! Poseía escrúpulos de abogado que
viola la ley cuando atropellaba jocosas formas constitucionales, garantías de
los oligarcas, derechos electorales de la clase privilegiada, aunque, vistas
las cosas ahora, sus más grandes pecados los cometió, precisamente, en
beneficio de esa clase, al reprimir violentamente dos movimientos indígenas y
obreros.
De todo este tumulto de incertidumbres y contrastes, de ese batallar, de ese
vivir sin gobernar, surge, sin embargo, una realidad más vasta, que es el
hombre en sí mismo. El dio a su gobierno una particular fisonomía, con su
persona, su energía, su lealtad y su fuerza. Del período saavedrista no se
extrae, como símbolo, más que a Bautista Saavedra. Aunque un análisis hecho con
reactivos de ideas revolucionarias nos revele en ese Gobierno errores
administrativos y políticos en beneficio del capital financiero, del quinquenio
brotan cuantos hechos poderosos e invariables el puño y el corazón de un
caudillo.
Para la valorización del espíritu, el hombre es más que los principios. La
acción a veces se condensa en hombres y no en ideas. Aquí casi nunca en hombres
y jamás en ideas. Mas, Saavedra en la contemporaneidad suramericana, es
portador de un destino semejante al de Leguía en el Perú e Yrigoyen en la Argentina.
Son caudillos evidentemente nacionalistas, frente a categorías de intereses
establecidos, a castas decadentes y extranjerizadas, y, a falta de una
concepción científica de revolución económica, se realizan como hombres, como
caudillos, como políticos criollos, representando efectivamente a la nación no
por la doctrina, sino por la sangre.
Yrigoyen —leamos la biografía que publica Manuel Gálvez— no es un jefe con
doctrina sistemática, no tiene programa concreto, no es un clasista, pero él es
la Argentina viviente. Leguía, aunque su índole reaccionaria en el credo y
progresista en la materia a costa de préstamos extranjeros le asimile al género
común de dictadores suramericanos, se salva por no pertenecer a la oligarquía
peruana y por combatirla hasta ser destruido por ella. Finalmente Saavedra que
obra con mente liberal, es un insurgente en el concierto de intereses de la
oligarquía financiera de Bolivia donde irrumpe como el primer caudillo
propiamente boliviano en réplica al mercantilismo internacional de los
millonarios.
Esto en el fondo. En la forma Saavedra solo se ocupó de defenderse. “No me
dejan gobernar”, declaró ante la historia en 1924, y puesto a la defensiva, se
estrelló contra las mimetizaciones de sus enemigos: la prensa, los estudiantes,
los líderes parlamentarios, entretanto que, por su falta de ciencia
revolucionaria, dejó que prosperase el armamentismo de las derechas que,
paradójicamente, es a su sombra cuando ensancharon su poderío económico.
La coincidencia de las revoluciones reaccionarias de 1930 no es solamente una
coincidencia temporal, sino de tendencia. Es la reacción del capitalismo
financiero que derrumba a los caudillos nativos empleando contra ellos los
fusiles de la democracia, pero cargándolos no con plomo sino con oro. Saavedra
no cae con Leguía ni con Yrigoyen ese año, porque al introducir en su gestión
un accidente que fue Siles interrumpió la lógica de su destino. Esos cinco años
se los defraudó Siles, puesto que la mecánica justa del proceso histórico del
saavedrismo se cumplió el 30, cuando la revolución contra Siles realmente se
produjo para liquidar la revolución de 1920, o sea, liquidar todas aquellas
fuerzas que al impulso de Saavedra ocuparon el poder “usurpado” a las derechas.
Allí estuvo el error radical del caudillo, inducido por el intelectual
demócrata: en el préstamo de 1925 a Siles, préstamo que Siles dilapidó.
Saavedra, al hacerlo, introdujo un accidente histórico en su proceso
constructivo, permitió el aventamiento de una acción en plena siembra. Las causas
que le indujeron a entregar el Gobierno son manifiestas. La confabulación
reaccionaria le estrechaba hasta quitarle el resuello, pero, aunque así fuese,
si Saavedra no hubiera obedecido a prejuicios democráticos, si hubiese sido un
caudillo antropoide, pudo haber fundado su continuidad en ríos de sangre. Se
determinó a hacer el simulacro de la alternabilidad (aunque en realidad
simulacro se lo hizo el otro) y así interrumpió, fracturó, segó su destino de
condottiero. Cinco años más y la obra de Saavedra era inmensa porque, después
de todo, es el tiempo para el político como la paciencia para el genio.
Don Bautista capituló prematuramente. El gran lector de Pascal, ¿no leyó este
pensamiento digno de Nietzsche: “La fuerza es la reina del mundo y no la opinión”?
¿Por qué renunció a la fuerza ante la opinión de los mercaderes?
Acaso porque su alma jurídica e intelectual no concebía sino el derecho, porque
la vaga ideología democrática llega a veces a hacerse tan carnal que mata el
ímpetu de dominio y aplasta al hombre cuando éste no tiene otros principios en
qué apoyarse. Saavedra en 1925 suicidó al saavedrismo en homenaje a la
democracia.
Los que aún creen en la farsa democrática, rindan culto al gesto de este hombre
de acción, de este voluntarioso que con sus propias manos hizo entrega de su
destino a un sucesor incoloro y maleable. ¿Quién perdió? ¿Bolivia o Saavedra?
Desde entonces Saavedra aguardaba. A partir de 1930 la leyenda de temibilidad
elaborada alrededor del caudillo le hacía atractivo para unos y peligroso para
otros, para los que organizados cuidadosamente no permitirán otra insurgencia
como la del 20. El caudillo no envejecía, predominaba, amenazaba con su sola
presencia y acaso habríase otra vez restaurado si otro accidente, esta vez sísmico,
la guerra, no rompiese los ejes habituales en que giraban famas y prepotencias
para elevar nuevas figuras inesperadas.
Saavedra, perdida la estabilidad, con el fuerte puño inactivo, caldeado de
potencias, brusco e incansable como la marcha del indio aymara, duro como el
tiempo perdido, sentía su obra absurdamente truncada por una maniobra lejana
que se incubó en un bufete de tinterillos. Imperativo de sangre y de honor,
reivindicación para él y para la patria, demandaba su fe de gobernante. Miraba
el tránsito de las figuras, unas serias y otras grotescas, que transcurrían en
el Palacio Quemado que abandonara por la democracia. Y esperaba, agazapado en
una biblioteca, el día de retorno, hasta ayer.Para el final de este político
que tuvo la justa ambición del mando porque nación para mandar, hoy una frase
de Barthou escrita en el epílogo de su libro: “No existe la retirada para el
político. No hay límite de edad para su abnegación. El político espera
siempre”.
Bautista Saavedra esperó siempre, confiado en su fuerza, aunque delante de él
viese que nuevas juventudes en marcha ya le habían ganado el camino.
(El presente artículo forma parte del primero de tres volúmenes que reúnen la
obra periodística de Augusto Céspedes. La compilación, a cargo de Iván Mollinedo
Lobatón (ivanmollinedo@yahoo.es), comprende artículos aparecidos en los
periódicos El Universal, La Calle, Hoy y Ultima Hora, ninguno de los cuales
está vigente.)
El artículo en cuestión fue publicado por el periódico La Razon de La Paz el 8
de febrero de 2015 (http://www.la-razon.com/suplementos/tendencias/Saavedra-Hombre-historia_0_2212578844.html)
-----------------------------
No hay comentarios:
Publicar un comentario