El Libertador Simón Bolívar después de haber visitado
Chuquisaca, llegó a Cochabamba (1826) y al regresar a la ciudad de La Paz, se
detuvo algunas horas a manera de tomar descanso en el pueblo de Tapacarí,
languideciente y solitario villorrio situado a sesenta kilómetros de la capital
del segundo de los nombrados departamentos y donde se reunió el Congreso
Nacional durante el gobierno del Mariscal Andrés de Santa Cruz (1836), para
autorizar el establecimiento de la Confederación Perú-Boliviana.
Allí Bolívar, fue recibido con enorme júbilo por el pueblo
que en su honor había levantado en las principales calles y en la plaza,
hermosos arcos revestidos de plata maciza, costumbre que aún supervive en
nuestros días, especialmente en los centros mineros y en las poblaciones del
altiplano boliviano, donde se hace gala y lujo de exhibir en determinadas
ocasiones festivas sus riquezas atesoradas cuidadosamente y con las cuales
suelen deslumbrar los ojos codiciosos de los forasteros y turistas.
El párroco de Tapacarí en esa oportunidad, celebró al aire
libre un “Te Deum” y pronunció una extensa y empalagosa alocución. El
Libertador, se hallaban visiblemente cansado por las fatigas del viaje y
molestado por lo largo y pe-sado del discurso del sacerdote que como todo
orador pueblerino trató impresionar al auditorio con frases ampulosas.
En el momento en que el cura aludía a la obra libertadora
del prócer de la independencia americana, un asno que se encontraba en un
canchón próximo a la plaza, dio un estridente y prolongado rebuzno. Bolívar,
paseando su “in-quieta mirada de águila”, por el estrecho valle rodeado de
caudalosos ríos y embellecido por el dombo azul del cielo, dio en voz alta a
los circunstanciales asistentes la siguiente orden de mando: ¡Hagan callar ese
jumento!
El suspicaz pastor de almas, más aturdido que el pastor de
cabras cuando siente retumbar sobre su cabeza el rayo que cae en la cumbre de
los montes, preguntó azorado: el señor Libertador se refiere a mí?
–No, señor cura replicó risueño Bolívar– sino al otro.
El celebrado poeta don Juan Francisco Bedregal, muchos años
después escribió el verso titulado “El asno” que comienza así:
Oh, triste y silencioso, meditabundo filósofo orejudo, tuyo
es el mundo!
Si el ingenuo párroco hubiese conocido entonces esa aguda
composición poética, seguramente, no se habría molestado en formular aquella
pregunta y como tantos otros que no se sienten agraviados y viven resignados y
sufridos al igual que el burro, ese manso filósofo esforzado y trabajador a quien
los hombres suelen tratarle con desdén y no saben apreciar los importantes
servicios que les presta ni sa-ben premiarle con la pitanza de una jubilación.
Del Libro de Benigno Carrasco HECHOS E IMAGENES DE NUESTRA
HISTORIA.
Este artículo apareció publicado en el periódico El diario
el 16 de Agosto de 2016.
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