Ni antes ni después volvió a hablar con la prensa internacional, que esperaba
ávida y en enjambre que le abrieran las puertas de la prisión boliviana en la
que estaba detenido. La historia en primera persona, contada por Alfredo Serra,
quien lo entrevistó en 1973.
En estos días, el nazismo ha vuelto a ser noticia. Una edición de lujo de
"Mein Kampf", el libro-libelo de Hitler, se agota en Alemania. Un
especial de tevé reflotó la historia del criminal Erich Priebke, que vivió a
sus anchas, y protegido, en Bariloche. En la entrega de los Golden Globe,
algunas estrellas aludieron al presunto nazismo de Donald Trump, y el
presidente electo respondió de modo singular: "¿Qué es esto? ¿Volvió
Hitler?".
Ante estos episodios, Infobae reproduce una primicia mundial: la entrevista que
Alfredo Serra logró en 1973, en una prisión de Bolivia, con el criminal de
guerra SS Klaus Altmann, alias Klaus Barbie, comandante de la ocupación en Lyon,
Francia, y responsable de más de veinte mil fusilamientos, además de torturas,
deportaciones y saqueos. El condenado a muerte jamás habló con otro periodista.
Según Serra, "porque sabía
que la Argentina fue un refugio seguro de criminales nazis, y creyó que ese
cara a cara sería una charla amable. Muy triste…".
……………………………………………
"Un journaliste argentin, Alfredo Serra, a arraché -sans torture-
d´incroyables aveux à Klaus Altmann alias Klaus Barbie, le bourreau de Jean
Moulin". (Paris Match, 12 de mayo de 1973, página 122).
Bolivia, 1973, prisión de San Pedro.
Es martes. Hay pesadas nubes de lluvia sobre La Paz. Quince grados, pero muchos
ponchos de colores, sacos gruesos y algunos sobretodos suben y bajan por
empinadas calles de piedra que se llaman Potosí, Yanacocha, Loayza.
A tres mil setecientos metros de altura sobre el nivel del mar el tiempo fluye
despacio: hace -creo- un siglo que espero este mediodía.
Un taxi verde y quejunbroso me deja en el portón del Panóptico de San Pedro, la
mayor prisión de la capital. Ochenta años de paredones grises y rejas
coloradas, un hueco para ver la cara de los visitantes.
Silencio. Y apoyadas en esos paredones, coyas de cuarenta polleras y los ojos
fijos en la comida picante que se cocina despacio.
A las doce en punto, ya en la alcaldía, un vigilante me palpa de armas y otro
revisa, con más curiosidad que precaución, las cámaras de Ricardo Alfieri (h),
mi compañero.
El alcalde asiente con la cabeza y avanzamos hacia un gran patio no menos gris.
En la puerta de madera oscura de una de las celdas del segundo piso hay un
hombre. Se llama Klaus Altmann. Tiene 57 años. Sus documentos dicen que es
boliviano naturalizado, de profesión comerciante. Pero la otra cara del espejo
–el pasado– revela que es alemán, fue jefe del comando SS en Lyon, Francia,
durante la Segunda Guerra Mundial, y que ese apacible comerciante boliviano
ordenó torturas, matanzas y saqueos. Que mandó fusilar a más de veinte mil
maquís. Que torturó en persona, hasta la muerte, a Jean Moulin, líder y héroe
de la Resistencia. Criminal de guerra, dos tribunales militares lo condenaron a
morir ahorcado.
Pero aquí está. Espera que yo suba los escalones y me detenga frente a él.
Recién entonces borra el gesto indiferente y me alarga la mano. Su cara sin afeitar
está bronceada por el sol. Lleva una gruesa tricota amarilla de cuello alto,
pantalones marrones muy bien cortados, y flamantes zapatos de gamuza. En voz
baja, con fuerte acento alemán, me invita:
-Usted dirá…
-Debo preguntarle si acepta usted esta entrevista. Así me lo advirtió el
gobernador de la cárcel.
-La acepto. Pero no responderé ninguna pregunta sobre mi situación judicial.
Para eso tengo abogados.
-Usted está condenado a muerte por dos tribunales franceses. Es posible que lo
lleven a Francia y lo ejecuten. ¿Está preparado para eso?
-La imaginación de la gente vuela muy alto. Nadie puede sacarme de Bolivia. Soy
ciudadano de este país y me asisten los mismos derechos que a cualquiera en la
misma situación. No hay convenio de extradición entre Bolivia y Francia, le
recuerdo…
-¿Quién lo descubrió en Bolivia treinta años después del fin de la guerra?
-Beate Karsfeld, la que ustedes llaman "famosa cazadora de nazis".
Ese título me causa gracia. Ella, como Simon Wiesenthal y otros tantos
"cazadores", viven de ese negocio. No lo hacen por venganza ni por
patriotismo: lo hacen por dinero. La caza de nazis no es otra cosa que un juego
de intereses.
-Sin embargo, tienen razones más que poderosas para…
-¡Por favor! No me salga con la novelita de los seis millones de judíos
muertos…
-¿Niega la matanza de judíos, el Holocausto?
-No la niego. Pero le aseguro que no fueron seis millones. La historia la
escriben los que ganan la guerra.
-¿A cuántos judíos ordenó matar usted?
-A ninguno. Yo no tuve nada que ver con los campos de concentración ni con las
cámaras de gas. Yo fui jefe de un cuerpo especial entrenado para reprimir
guerrillas. No debo ser comparado con Bormann, con Mengele, con ninguno de
ellos.
-Pero está acusado de ordenar el fusilamiento de más de veinte mil hombres de
la Resistencia. ¿Cómo se siente ante un crimen semejante?
-Soy un soldado. Estudié y me entrené para eso. Soy un SS. ¿Sabe qué es un SS?
Es algo así como un superhombre. Un profesional elegido por Hitler. Un
combatiente al que se le analizaron cuatro generaciones de sangre antes de
conferirle ese honor. ¿O usted cree que cualquier idiota puede ser un SS? Yo
tengo estudios de Derecho, de Filosofía…
-¿Por qué eligió Bolivia para refugiarse y seguir su vida?
-Soy un viejo nacionalsocialista. En 1951, cuando llegué, presencié un
espectáculo muy reconfortante: un desfile de la Falange Socialista Boliviana.
Marchaban con sus uniformes fascistas…¡y cantaban! Verlos me hizo mucho bien.
Además, sabía que en Bolivia había una comunidad alemana muy fuerte. Eso me
decidió.
-¿Por qué sus hijos no están aquí?
-Por propia decisión. Klaus Georg vive en Barcelona, estudia Derecho y está
casado. Ute, mi hija, es profesora en Austria.
-¿Usted era un teórico, un comandante de escritorio, o un hombre de acción?
-Si hubiera sido un comandante de escritorio no estaría aquí, en esta cárcel.
Fui ¡absolutamente! un hombre de acción.
-Ahora esta pregunta me parece tonta… ¿Está arrepentido?
-¿Por qué? ¿De qué? En la guerra todos matan. No hay buenos ni malos. Soy un
nazi convencido. Admiro la disciplina nazi. Estoy orgulloso de haber sido
comandante del mejor cuerpo del Tercer Reich. Y si volviera a nacer mil veces,
mil veces sería lo que fui.
-¿Conoció a Hitler?
-Sí. Lo conocí antes de la guerra, en 1936. Era un genio…
-¿Por qué?
-Casi el ciento por cien de los alemanes estaba con él. ¿Cree que los alemanes
son tontos? Esa cifra me parece la mejor definición de Hitler.
-¿Estuvo alguna vez en la Argentina?
-Sí, en 1951, de paso para Bolivia. Viajé desde Génova en el buque Corrientes,
de la empresa Dodero, y viví diez días en un hotel de la calle Maipú, el Dorá.
Comía todas las noches en un restaurante húngaro, frente al hotel. ¿Existe
todavía?
-Creo que sí. ¿Estuvo también en Europa?
-Dos veces. En 1966, aunque no lo crea, estuve en Francia. ¿Sabe qué hice?
Llevé flores a la tumba de Jean Moulin.
-¿Por arrepentimiento o por sarcasmo?
-No. Porque fue mi mejor enemigo. El más difícil. El más digno.
-¿Conoció a Martin Bormann? ¿Está vivo o muerto?
-Lo conocí un poco. Es inútil que lo busquen. Murió en Egipto hace más de
veinte años.
-¿Cómo sobrevivió después de la derrota de Alemania?
-Fue muy duro. Hitler se mató el 30 de abril de 1945. El 8 o 9 de mayo se
rindió Alemania. De miembro de la SS pasé a ser un mendigo, un animal
acorralado. El 8 de agosto escapé de Lyon herido en una pierna por una
explosión de mortero. Alguien me hizo un torniquete, y no me cortaron la pierna
por pura cortesía. Después me metieron en un tren que iba a Baden-Baden, pero
me escapé en la mitad del camino. Me custodiaba únicamente un oficial: creo que
facilitaron mi fuga. En Kassel, otro oficial me dijo: "En el patio del
cuartel hay muchas bicicletas. Tome una y váyase". Tenía amputada la mitad
del pie izquierdo, pero no perdí la oportunidad y volví a fugarme. Vagué sin
rumbo muchos días y conseguí refugio en una aldea, Giassohuette, donde trabajé
como un burro: araba, hachaba leña, limpiaba los establos… Seis meses después
conocí a un joven llamado Schenider, y juntos montamos una organización
clandestina para proteger a los SS fugitivos. Llegué a falsificar unos
trescientos documentos… ¿Quiere oír más?
-Sí, por supuesto…
-En enero del 46 empecé a ser Klaus Martens, estudiante de Derecho. Vivía
refugiado en el altillo de una mansión, el mismo altillo que fue la habitación
de Grimm, el de los cuentos infantiles. Cada vez que olía agentes secretos, me
escapaba… Llegué a Múnich, donde trabajé como vendedor de libros, y gané algo
de plata con el mercado negro del café y los cigarrillos americanos. En
noviembre del 46 fui detenido por los agentes de la Field Secret Service, una
organización inglesa, y enviado a un campo de concentración en Hamburgo. Pero
un día de fiesta, cuando todos estaban distraídos, volví a escaparme. El
soldado que me custodiaba estaba sentado cerca de la celda… ¡y tocaba la
flauta! No fue necesario matarlo…
-¿Y luego?
-Un alemán, un ex camarada, me escondió en su casa. En diciembre del 46 nació
mi hijo Klaus Georg. Mi mujer dio a luz bajo vigilancia armada y pasó meses
encerrada en un cuartito con su hijo recién nacido. Tuvo que alimentarlo a
mamadera. Por entonces usé el que sería mi penúltimo nombre: Ernst, porque
después mi identidad fue "M.75". Así fui caratulado en diciembre del
47 por el Counter Intelligence Corps, el servicio secreto americano en
Alemania. Me metieron en un uniforme azul con grandes letras: WCP, War Criminal
Prisoner. Pero a pesar de la vigilancia me escapé en agosto del 48, llegué a
Génova, pedí documentos en la Cruz Roja, y con esos papeles salí de Europa y
llegué a Bolivia. Recién entonces empezó la paz…
-Usted es un hombre de fortuna. ¿Cómo la consiguió?
-Trabajé dos años como administrador de un aserradero. Después me fui de la
empresa, pero seguí en la industria maderera por mi cuenta. Más tarde exporté
quina salvaje a Alemania, donde la transformaban en quinina. Gané mucho dinero
y formé una gran empresa propia: la Transmarítima Boliviana, punto de partida
para que este país tenga una flota mercante.
-Su padre fue guerrillero en Alemania durante la Primera Guerra Mundial. ¿No es
paradójico que usted se haya dedicado a masacrar guerrilleros?
-Nada paradójico. Mi padre luchó en la resistencia alemana contra la ocupación
de los franceses. Era un oscuro profesor, pero no vaciló en defender a su
patria. Se convirtió en el líder de un grupo de campesinos en el valle del
Ruhr: repartían panfletos y saboteaban al ferrocarril.
-Algo muy parecido a los maquís que usted combatió…
-No. Muy diferente. Mi padre y los campesinos luchaban contra franceses
invasores que querían apoderarse de nuestras riquezas. En cambio, yo y mis SS
combatíamos guerrilleros que luchaban dentro de un país que sufrió una derrota
militar y firmó un armisticio mucho antes de mi presencia en Lyon.
-No veo la diferencia: ambos defendían a su patria.
-Sí, pero unos dentro de la ley, y otros fuera de ella. El Che Guevara, por
ejemplo, lideraba una guerrilla clandestina. Quería ocupar una patria ajena. No
lo consiguió porque era torpe y cometió muchos errores. En la SS no hubiera
llegado ni a sargento…
-¿Usted es algo más que un SS? ¿Qué hombre hay detrás del fanático?
-Yo no soy un fanático. Soy, en todo caso, un idealista. Es una cuestión de
denominaciones o de puntos de vista. En Lyon, por ejemplo, había muchos
franceses que colaboraban con nosotros en la represión. Para nosotros eran
amigos, pero en el mundo los llamaban traidores…
-Insisto. ¿Qué hay detrás del comandante SS?
-Un hombre sencillo. Me gusta la compañía de la gente de la calle, charlar
hasta muy tarde en los cafés de La Paz con mis amigos, que son muchos. Leo
filosofía y toco el piano. Dicen que soy muy buen pianista, no sé… Me gustan
Beethoven, Mozart, y también la música ligera.
-¿Cuál es su objetivo? ¿Ganar dinero y vivir en paz?
-No son objetivos suficientes. Aunque mi lucha en el frente terminó, pienso
siempre en Alemania. Fui nazi y soy nazi. Nací en Alemania, luché por ella, y
moriré alemán.
-Pero es ciudadano boliviano…
-También fui espía, actué con nombre francés, y tuve otros nombres en los
frentes de Bélgica y Holanda. Soy lo que quise… y lo que pude.
-La acusación contra usted tiene once cuerpos. Veinte mil fusilamientos, quince
mil franceses deportados, torturas… ¿Lo admite?
-Lo admito. No sé si las cifras son exactas, pero no importa. Fueron actos
normales en tiempos de guerra.
Había pasado más de una hora. De pronto, al llegar su mujer con la vianda -se
le permitía comida especial-, discutieron en alemán. Altmann me dio la mano:
-Es suficiente. La entrevista ha terminado.
Bajé las escaleras, y cuando apenas había cruzado la mitad del patio, me llamó:
-Señor…
-Sí, Altmann…
-Por favor, no me haga mucho daño.
No le contesté. Pero jamás entenderé esas siete palabras.
Recién en 1987, catorce años después de esta entrevista y esta asombrosa
confesión, lo confinaron en Lyon. Condenado a cadena perpetua por crímenes
contra la humanidad, no murió en la cárcel: en un hospital. Un cáncer se lo
llevó el 25 de septiembre de 1991. Tenía 75 años.
Por: Alfredo Serra / Especial para Infobae 20 de enero de 2017.
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