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CARTA DE UN HUÉRFANO DE GUERRA: DE LUIS RAMIRO BELTRÁN AL PRESIDENTE DEL PARAGUAY JUAN CARLOS WASMOSY

Foto: Luis Humberto Beltrán padre de Luis Ramiro Beltrán Salmón. // Para más historias: Historias de Bolivia.

La Paz, 3 de agosto de 1994

Excelentísimo Señor
Juan Carlos Wasmosy
Presidente de la República del Paraguay

Señor Presidente:
Soy uno de los millares de huérfanos bolivianos de la guerra del Chaco que se toma la libertad de escribirle para celebrar su venida. Lamento muy de veras tener que estar ausente de Bolivia en los instantes de suprema reconciliación que usted y el presidente Sánchez de Lozada van a protagonizar aquí el 6 de agosto en nombre de los dos pueblos. Emulando a aquellos combatientes que, al anunciarse el fin de la contienda chaqueña, saltaron de sus trincheras a unirse en un abrazo, ustedes van a dar ahora al mundo una ejemplar lección de fraternidad y pacifismo. Deploro el no poder atestiguar de cerca tan singular y emocionante suceso.
Mi padre, Luis Humberto Beltrán, era un periodista que acudió a la contienda como oficial de reserva morterista. Al cabo de diez meses de campaña, cayó abatido cuando intentaba romper el cerco de Alihuatá y Campo Vía. Murió prisionero en el fortín Florida a mediados de diciembre de 1933 en manos de su estafeta boliviano, Lucas Soto Villa, y del capellán paraguayo Tomás Valdez Verdún. Estos mismos nobles varones recuperarían sus restos siete años más tarde, cuando mi madre -Betshabé Salmón viuda de Beltrán- pudo al fin llegar hasta el Paraguay en pos de cumplir la promesa que había hecho a su esposo para el caso de que perdiera la vida en la guerra.
Aferrada a la urna, ella volvió a Bolivia, en septiembre de 1940, conmovida por el trato sumamente bondadoso que le fue prodigado en Asunción y hondamente agradecida por el resuelto apoyo que, para cumplir su cometido, le brindaran, entre otras personas, el Arzobispo de Asunción, monseñor Sinforiano Bogarín y, en particular, monseñor Valdez Verdún.
Yo, que tenía entonces diez años, comencé por ello a cambiar favorablemente la imagen que se me había formado del Paraguay. Pero no tuve la oportunidad de llegar hasta él sino hace muy pocos años cuando -alentado por Julia Velilla y Alberto Crespo- pasé unos pocos pero inolvidables días en la tierra guaraní en compañía de mi amigo Mariano Baptista Gumucio, alta figura de la intelectualidad boliviana cuyo padre también había combatido en el Chaco. Íbamos a dar un pequeño aporte a la reducción del increíble desconocimiento mutuo que todavía hay entre bolivianos y paraguayos y -viejo sueño- ¡a conocer el Chaco!
Gracias a un fraterno amigo paraguayo, Juan Díaz Bordenave, tuvimos la ocasión de atravesar en un fin de semana lo que había sido por tres espantosos años el corazón del teatro de operaciones bélicas. Fue imposible acceder a la zona de lo que fuera el fortín Florida y solo avizoré el rumbo de Campo Vía de la orilla de la que arrancaba hacia Gondra la picada Velilla, así bautizada en memoria de una tía de la actual embajadora paraguaya en Bolivia, esa ilustre historiadora que tanto ha hecho para unirnos. En cambio, estuvimos en lo que había sido el escenario de las mortíferas batallas de Nanawa y llegamos hasta el Boquerón de Marzana antes de visitar lo que fuera el puesto de comando de Estigarribia en Isla Poí. 
Esta fue para mí una de las experiencias más profundas e imborrables de mi vida. Mientras el jeep del hermano de mi amigo -José Díaz Bordenave, agrónomo del Chaco que nos guió y albergó generosamente- repasaba los senderos del desierto que se cubriera de sangre, me sentía como deambulando por un templo. Con fervor y alucinamiento, marchaba -más de cincuenta años después- tras las huellas de mi padre muerto antes de que yo cumpliera cuatro años de edad. En Nanawa entramos a algunas de las trincheras aún intactas, recogimos casquetes de proyectiles, vimos la chatarra del saldo de una tanqueta boliviana y fui obsequiado por un hijo del hacendado y excombatiente Beato Fernández con una granada de mortero. Al fin pude, pues, palpar aquel "infierno verde" en que rindieran sus vidas cincuenta mil bolivianos y cuarenta mil paraguayos que no tenían razón para odiarse pero se obstinaron en matarse. ¡Cuánto horror y cuánto dolor por nada y para nada!
Pese a lo muy breve de mi estada en Asunción me sentí envuelto en ella por la misma calidez humana que le había dispensado a mi madre. Estuve en museos de la guerra y en el panteón de los héroes. Me entristecí al ver el tanquecillo aún en la plazuela. Oré con gratitud en memoria de los Monseñores Bogarín y Valdez. Visité a la familia que albergara tiernamente unas semanas a mi madre y tuve el privilegio de conocer a monseñor Agustín Blujaqui, quien me obsequió su libro sobre los capellanes del Chaco (con importantes menciones al padre Valdez) y me contó que él, cuando era un curita auxiliar del Obispo, vio llegar junto a la Catedral el camión que traía de Florida los restos de mi padre.
Llevados de la mano por Julia Velilla y por nuestro compatriota Gustavo Chacón, Mariano y yo dimos algunas conferencias y conocimos a muchos intelectuales y dirigentes políticos, incluyendo a Carlos Pastore, Alfredo Seiferheld, Antonio Salum, Oscar Ynsfran y José Félix Fernández Estigarribia, nieto del Mariscal. Yo alterné, además, con comunicadores paraguayos gracias a mi entrañable colega Vicente Brunetti. Y Baptista y yo conversamos con algunos ex combatientes.
En suma, señor Presidente, en solo cinco días de estancia en su tierra su gente se me entró al corazón para siempre. Es, pues, por todo ello que me resulta muy grata y significativa su visita. Le ruego aceptar mi agradecimiento por ella. Más aún, reciba mi admiración por la amplitud de espíritu que le ha hecho llegarse hasta nosotros para intercambiar -en gesto enaltecedor tal vez sin precedentes- armas, banderas y memorias que hasta ayer eran trofeos de guerra y que ahora -gracias usted y al Presidente de Bolivia- se tornan reliquias de paz. Tenga la certeza, señor Presidente, de que el pueblo boliviano sabrá atesorarlas. 
Como simple ciudadano de Bolivia, rindo a usted y a sus acompañantes -entre los que marchan representantes de los valerosos guerreros guaraníes- mi más cálido homenaje de bienvenida. Y hago votos porque el histórico encuentro que se avecina consolide e impulse la voluntad de estrechar la relación entre nuestros pueblos en la democracia, la economía y la cultura. Así compensaremos con creces el trágico error de habernos inmolado en la más absurda y cruenta de todas las guerras.

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