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JOSÉ MIGUEL DE VELASCO Y LA REVOLUCIÓN CONTRA LA TIRANÍA DE ANDRÉS DE SANTA CRUZ

Por: Marta Irurozqui – Fragmento de su artículo titulado: “A resistir la conquista”. Ciudadanos armados en la disputa partidaria por la revolución en Bolivia, 1839- 1842. // Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Tercera serie, núm. 42, primer semestre 2015.

El 9 de febrero de 1839, en nombre de la “restauración política de Bolivia”, el general Velasco lideró una revolución contra el crucismo, el proyecto político del mariscal Santa Cruz de la Confederación Perú-Boliviana. En consonancia con el artículo 80 de la Constitución de 1834 que preveía el derrocamiento de un presidente “por una revolución o por un motín militar”(1), el argumento esgrimido para arrogarse el derecho y el deber de hacerlo se basó en que el pacto entre el gobierno y el pueblo estaba roto porque el primero se había tornado en una tiranía, con lo que el segundo quedaba librado de su consentimiento. Calladas las leyes, impedida la deliberación del Legislativo mediante decretos presidenciales y perseguida la libertad de opinión, la patria solo podía “recuperar su libertad, su honor y sus garantías” mediante el recurso a la fuerza(2). Esa explicación redundaba en la comprensión del vocablo revolución como la restauración del orden constitucional nacido de la independencia nacional y no como un cambio de régimen a partir de un hecho violento, constituyendo esa operación un acto político que no implicaba una transformación social, aunque la misma pudiera producirse a consecuencia de lo primero(3). Además, aunque la revolución podía dar lugar a una guerra civil, no era sinónimo de ésta en la medida en que su razón de ser era actuar contra la tiranía sin generar anarquía. Como el peligro de las revoluciones no radicaba en ponerse de acuerdo para destruir un gobierno, sino en no coincidir en el modo de reemplazarlo, era imprescindible mantener, tras el pronunciamiento, un protocolo institucional que combinara el proceso electoral con la actividad de las Cámaras(4). La revolución así entendida, y en tanto expresión del poder constituyente de la sociedad invocado como derecho(5) por la facción de Velasco, mostraba, de un lado, la imposición temporal de la democracia armada sobre la democracia pacífica y, de otro, la centralidad del ciudadano armado como el legítimo sujeto del ejercicio de la violencia en la disputa política.
¿Quiénes componían el pueblo desafecto al pacto que se armaba para deponer al tirano? Dado que la resistencia de los países vecinos a la Confederación había obligado a la organización de ejércitos de línea que combatían en batallas internacionales, la oposición interna a la misma y a favor de la causa de la libertad nacional estuvo materialmente ejercida por los mandos militares del Ejército Restaurador (anteriormente fuerzas del Ejército del Centro y Ejército del Sur de la Confederación). Se asumieron como portavoces y detentadores de la soberanía popular gracias a que su capacidad de organización de las fuerzas de combate les hacía responsables de la reconquista de la independencia de Bolivia, vulnerada tanto por el proyecto confederado de Santa Cruz como por los extranjeros chilenos, argentinos y peruanos “invasores de su territorio y de sus derechos”(6). Pero la revolución por la causa nacional liderada por el ejército no sólo suponía la restauración del orden logrado contra España, sino también la del sistema representativo nacido de la fundación republicana y posteriormente amordazado por el irrespeto constitucional de Santa Cruz a la Representación Nacional. La prueba residía en haber gobernado mediante decretos que disminuían las funciones del Legislativo(7), lo cual, sumado a las facultades extraordinarias adquiridas para enfrentar la guerra, había terminado por convertirlo en usurpador de poderes constitucionales(8). Esa imputación mostraba que la Restauración, aunque ejecutada por cuerpos militares, había sido orquestada en comunidad con una mayoría de la representación boliviana desafecta a la fórmula presidencialista de la Carta provisional de la Confederación, o Pacto de Tacna(9).
A través de la gesta revolucionaria del 9 de febrero, los miembros del Congreso buscaban atribuirse una posición preeminente en el ejercicio del poder nacional en tanto legítimos depositarios de la soberanía del pueblo –conjunto nacional - y de los pueblos –conjunto de territorios con soberanías jurisdiccionales- y, en consecuencia, promover una relación de equilibrio entre los tres poderes que impidiera un Ejecutivo autocrático o cesarista que utilizara al Legislativo para consolidar sus decisiones.
En consonancia con lo anterior, como el inicial pronunciamiento del ejército se vinculaba a la voluntad popular y se hacía para devolverle su voz al pueblo tiranizado, la acción militar debía obtener un formalizado referendo civil. Ello conllevó dos actuaciones consecutivas: en primer lugar, las fuerzas pronunciadas a favor de la Restauración justificaban su proceder en el hecho de estar compuestas “de ciudadanos armados y no de meros instrumentos del poder”(10); esto es, los soldados del Ejército Restaurador no eran soldados de línea, sino sujetos deliberantes que gracias a ello podían expresar la opinión del pueblo; y, en segundo lugar, la legitimidad de los pronunciamientos militares sólo era posible si iba acompañada de pronunciamientos civiles(11) en los distintos departamentos del país a cargo de los prefectos, gobernadores y jefes de policía. Los periódicos El Restaurador, El Cóndor de Bolivia, El Cóndor Restaurado y El Constitucional(12) han recogido los bandos hechos a lo largo del mes de febrero de 1839 a “los ciudadanos de todas las clases” para que concurriesen al salón del Congreso, de la prefectura o del municipio, “a discutir y resolver sobre el actual estado político de la República” y emitieran actas de pronunciamiento en los departamentos de Potosí, Oruro, Chuquisaca, Cochabamba y La Paz, la provincia de Tarija e incluso los departamentos de Cuzco y Arequipa. Los contenidos de dicha prensa, alusivos a la actividad organizadora de la autoridades y a las reacciones de la población a la misma, redundaban en cómo el voto nacional emitido en sus capitales, “con el santo objeto de recobrar la calidad de ciudadanos libres”, era secundado por “los empleados, patricios notables y vecinos” de las cabeceras de provincia, circulando el acta de pronunciamiento para que fuese ratificada entre el resto de la población a través de los corregidores, párrocos y jueces de paz. Asimismo, en cada departamento “el prefecto, las corporaciones, los empleados de la ciudad y padres de familia” se reunían para elegir a las personas responsables de las funciones ejecutivas de un modo provisional. Todas las declaraciones militares y civiles en contra de que “la gran Bolivia sea una provincia del Perú”, a favor de derrocar la Confederación y de deponer a Santa Cruz por tirano fueron remitidas finalmente al Congreso. Esa doble acción de la población civil en “el acto solemne en el que los pueblos recobraban sus derechos”, de, por un lado, pronunciarse en unión con sus “conciudadanos armados” y aceptar también tomar las armas, y, de otro, dotarse de nuevas autoridades elegidas mediante juntas populares, implicaba que, aunque la iniciativa bélica contra la Confederación era gestionada por los mandos del Ejército Restaurador, la delegación provisional de soberanía que se le había hecho en tanto brazo armado del pueblo debía retrotraerse a los representantes de éste(13). La legitimidad de la revolución restauradora radicaba, así, en devolver al Congreso su poder mediante la acción armada del pueblo encarnado en el ejército, cuya conducta debía estar siempre parametrada por la Constitución.
Una vez reunidas las distintas actas populares de expresión de la soberana voluntad nacional -“el decidido pronunciamiento de la opinión en todas partes a favor de la independencia del país”(14) -, Velasco aceptó la autorización de los pueblos para asumir la reorganización de la República. La estrategia para llevarla a cabo se estructuró en torno al principio de tiranía, representado por Santa Cruz y defenestrado por la acción democrática del pueblo en armas encarnado en el Ejército Restaurador. Bajo el principio de que “destruir tiranos” no era acabar con la tiranía, porque “las revoluciones pueden ejecutarse con dicha pero rara vez conducirse y terminarse con acierto”(15) , Velasco sujetó su actuación gubernamental al procedimiento constitucional de 1831 que reconducía la excepcionalidad bélica por la vía representativa. Tal actuación, que redundaba en el liderazgo del Congreso en el desarrollo de la Restauración, se concretó en tres acciones.
La primera consistió en fijar la reunión de un congreso general constituyente, con miembros elegidos tras la celebración de juntas parroquiales, provinciales y departamentales y responsables de redactar una nueva Constitución y de nombrar a un “presidente provisorio”(16). Velasco fue designado como tal el 10 de marzo, quedando por la Ley del 18 de junio de 1839 establecidas sus atribuciones y límites. La Representación Nacional, tras dictar la Ley del 27 de agosto de 1839 que declaraba sin valor los decretos y resoluciones dados por los Congresos Extraordinarios de La Paz, Tapacarí y Cochabamba en los años de 1835 y 1838, sancionó el 26 de octubre de 1839 la nueva Constitución. En ésta, los parlamentarios demostraban haber tomado conciencia de su importancia institucional. Además de establecer muy claramente los casos en los que se otorgarían facultades extraordinarias al presidente para evitar un gobierno dictatorial, reglamentó con especial cuidado la relación entre el Ejecutivo y el Legislativo, fortaleciendo, aclarando y aumentando las funciones del último, como lo mostraba el hecho de que el primero no pudiera disolver las Cámaras, o de que la elección de los miembros del Consejo de Estado recayera en el Congreso, a partir de una lista propuesta por cada Departamento. También afianzó el carácter colegiado e independiente de los representantes y senadores frente a otras instancias de poder al determinarse, por un lado, que tenían el carácter de tales por la Nación, y no por las provincias, departamentos o cualquier otra institución que representaran: y, por otro, que no eran responsables ante ninguna autoridad por las opiniones que vertieran mientras ejerciesen sus funciones(17). Finalmente, la declaración de Chuquisaca, con el nombre de Sucre como capital propietaria (no provisional) de la República, expresó simbólicamente la apuesta constitucional por una república parlamentaria en vez de por una presidencialista en la medida en que su elección frente a otras ciudades del país reconocía su tradición institucional en precautelar las libertades ganadas contra los avances tiránicos(18).
La segunda medida buscaba deslegitimar el poder del bando crucista a través de dos tipos de movimientos. Por un lado, se persiguió a sus partidarios mediante decretos como los del 22 de febrero y el 5 de marzo, que ordenaban la separación de sus empleos y destinos de aquellos que simpatizaran con el gobierno vencido, a fin de evitar que promoviesen la guerra civil o entorpecieran la regeneración de la patria. Por otro, se organizó un juicio nacional al ex presidente y a los altos funcionarios comprometidos en su gobierno bajo la acusación general de sumir a Bolivia “en vergonzoso vasallaje” y de estar rodeado de “serviles y bajos representantes”(19). En noviembre de 1839 el Congreso consideró “justa y legítima la destitución que los pueblos” habían hecho en febrero del Vicepresidente Mariano Enrique Calvo y de los ministros Andrés María Torrico y Otón Felipe Braun(20). Considerado Santa Cruz culpable de los delitos de traición y de usurpación, y establecida su responsabilidad pecuniaria por haber disipado los fondos del Tesoro, fue declarado insigne traidor a la patria, indigno del nombre de boliviano, borrado de las listas civil y militar de la República, y puesto fuera de la ley en el momento en que pisase el territorio de la misma. Aunque las razones aducidas por los diputados fueron doce, la acusación básica consistió en haber eliminado la existencia nacional de Bolivia por medio de la Confederación. Tal decisión no solo había conducido al país a guerras contra Chile y la Confederación Argentina, sino que la amenaza bélica le había procurado investirse de facultades extraordinarias ilimitadas, que comprometían la libertad y progreso del país, además de hacerlo sin permiso del Congreso ni del Consejo de Estado(21). El mayor delito de Santa Cruz había sido, entonces, su transformación en un tirano que como tal delinquía contra la Constitución. Pero ¿qué tipo de tirano era?
La defenestración de Santa Cruz se asentó en tres imágenes que implicaban un retroceso civilizatorio: Santa Cruz monarca, Santa Cruz cacique indio y Santa Cruz virrey peruano. Respecto a la primera se argumentaba que su aspiración a tornarse en rey le había llevado a ejercer de legislador(22), y como tal a usurpar las facultades del Legislativo y a otorgar a los tradicionales cuerpos intermedios -los cabildos- facultades políticas que suponían el renacimiento de prácticas coloniales(23) a las que ya se había opuesto el mariscal Antonio José de Sucre(24). Ello había sido acompañado de la parafernalia monárquica de tratamientos, honores, medallones, ropajes y bastones con que halagar y adornar a una suerte de aristocracia que subrayara la potestad de Santa Cruz para tutelar al pueblo y tornarlo en vasallos. Respecto a la segunda imagen, se dijo que el proceder autocrático de Santa Cruz provenía de su linaje de cacique de Guarina(25), significando su gobierno no sólo una pérdida de los derechos que la gesta criolla contra España había conquistado para la población nativa, sino la conversión en indios de todos los habitantes de la Nación. Mediante la contraposición de dos tradiciones autoritarias -la española y la prehispánica-, frente a la tradición republicana representada por la hazaña emancipadora, Santa Cruz aparecía como un traidor a la misma. Al hacerse heredero de monarcas y caciques había despertado hábitos públicos contrarios a la virtud ciudadana como “la embriaguez y la pereza” de la colonia y, con esa vuelta al pasado, impedido que en Bolivia pudiesen desarrollarse instituciones apropiadas para alcanzar las promesas de prosperidad y civilización. Por último, respecto de la imagen de Santa Cruz como virrey, la Confederación era el trasunto del virreinato del Perú que, con Abascal, Pezuela y La Serna, había sofocado las legales y legítimas ansias autonomistas de la Audiencia de Charcas(26). La Ley marcial de 1837 había sido un nuevo instrumento para el mismo fin: despojar a los bolivianos de su nacionalidad y, por tanto, de su capacidad de darse leyes para gobernarse, retrotrayéndolos al periodo prenacional de sumisión al Perú(27).
La tercera decisión tomada por el gobierno de Velasco para que la revolución restauradora se canalizase por la vía representativa estuvo referida a la conversión del ejército en una entidad ajena a la lucha política. Si Santa Cruz monarca, cacique y virrey representaba la muerte de la patria boliviana, el Ejército Restaurador la había hecho renacer. Pero ello sólo podía mantenerse mientras la potestad soberana temporal que éste había aceptado fuera depositada en las instituciones representativas. Dadas las guerras abiertas con Chile y Argentina, las exigencias de paz peruanas y la conspiración de los crucistas, existía el riesgo de que el ejército se asumiera permanentemente como pueblo y no dejase a éste recobrar su soberanía. Para evitarlo, Velasco inició dos acciones que pueden interpretarse como el desmantelamiento de la ciudadanía armada pretoriana para sustituirla por la ciudadanía armada popular: despolitización del ejército y fortalecimiento de las guardias nacionales. Ello no debe interpretarse como una confrontación entre una noción del Estado basada en la autoridad del ejército y otra sustentada en las milicias(28), sino como un esfuerzo por evitar la transformación del primero en una suerte de partido militar que resolviera la lucha política.
Aunque el Ejército Restaurador había actuado como un cuerpo protector de la ley al reconquistar la libertad independentista, de cara a una pacificación duradera de la República de Bolivia ello no bastaba. Las sublevaciones en la primera década de vida independiente y las guerras de la Confederación habían mostrado los riesgos de la institución marcial si ésta era gestionada por una administración corrompida, que hacía el juego a las ambiciones de los partidos o se plegaba a los deseos personales de un presidente de facultades extraordinarias. Para neutralizar ese posible uso unilateral o una autogestión corporativa del conflicto, era preciso que dejase de ser un cuerpo deliberante capaz de representar la opinión pública. La solución estaba en que el ejército de línea sólo debía estar sujeto a la ley constitucional en calidad de defensor de “la tranquilidad interior y la paz exterior”, residiendo la mejor manera de lograrlo en despolitizarlo y en profesionalizarlo(29). Lo primero radicaba en que sus miembros renunciaran a comportarse como ciudadanos, mientras lo segundo haría que estuviesen mejor formados y pagados, y por tanto menos tentados a seducciones ajenas(30). No se trataba de negar la importancia del estamento militar en la creación nacional de Bolivia, sino de anclarla temporalmente en un único acto fundacional con el fin de desmantelar lo imprevisible de su movilización grupal. Con ello se replanteaba el principio de seguridad consagrado por la Constitución(31), referente al recurso de la población a las armas para la defensa de su derecho imprescriptible a la conservación de sus vidas, haciendo que la premisa republicana de una ciudadanía siempre alerta recayera únicamente en la población civil. Pero su deber/derecho a recurrir a la fuerza y tornarse en el pueblo en armas se concebía orquestado a través de otra institución: la Guardia Nacional(32). Concebida en términos de cooperación y defensa vecinales, pertenecer a ella daba prestigio y peso locales a sus miembros, en su mayoría artesanos, comerciantes y empleados públicos. Con capacidad de definir su jerarquía y jefaturas, éstos en ningún caso estarían sujetos al mando militar sino al de autoridades civiles o políticas, aunque colaborasen con el primero(33), siendo considerada su actuación oficial y oficiosa expresión de la opinión pública, de manera que cuando colaboraban con las autoridades correspondientes éstas tenían de su lado a la ley(34). Esta medida de reorganización del ejercicio de la fuerza no fue contraria a que el pueblo en armas se manifestase de modo coyuntural y espontáneo; de hecho la normativa referente a que el derecho de petición era individual y no se podía hacer en nombre del pueblo más que una desmovilización armada de la sociedad buscaba un mayor control sobre la misma en lo relativo a la organización de pronunciamientos. Asimismo, la formalización de la presencia civil armada en un cuerpo público apuntaba tanto a promover su eficacia bélica de defensa comunitaria, como también a dejar fuera de la misma a sectores cuya contribución al bien común se concebía en términos económicos y fiscales, favoreciéndose de modo paralelo disposiciones que eximían del servicio de enrolamiento en el ejército y en la guardia nacional a los individuos dedicados al laboreo en minas(35) .
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Referencias:
1) Constitución de 1834, Trigo, Las Constituciones, p. 237.
2) El Restaurador, La Paz, 27 de marzo de 1839.
3) María Teresa Uribe, “Las guerras civiles y la negocición política: Colombia, primera mitad del siglo XIX”, Revista de Estudios Sociales 16, 2003, pp. 29-41; Sonia Alda, “Las revoluciones y el sagrado derecho de insurrección de los pueblos: pactismo y soberanía popular en Centroamérica, 1838-1871”, EIAL núm. 5/2, 2004, pp. 115-142; Manuel Chust y José Antonio Serrano, “1808: arranca la revolución liberal en España y América”. En Metapolítica 6, 2088, pp. 78-82; Hilda Sabato, “Resistir la imposición: revolución ciudadanía y República en Argentina de 1880”. En Marta Irurozqui (coord.), Dossier Violencia, pp.159-182; Flavia Macías, “Política, Guardia Nacional y ciudadanos en armas. Tucumán, 1862-1868”, Entrepasados, XIX, 2011, pp. 31-50.
4) El Restaurador. Chuquisaca, 25 de abril de 1839.
5) Se remite al artículo 12 y a la adenda final de la Constitución de 1826 relativa a que “las autoridades civiles y militares de la República, los tribunales, las corporaciones y todos los bolivianos de cualquier clase y dignidad guardarán y harán guardar, observar y cumplir en todas sus partes la Constitución inserta como ley fundamental de la República de Bolivia” (Trigo, Las Constituciones, p. 199).
6) El Restaurador, La Paz, 27 de marzo de 1839.
7) Aunque la Constitución de 1834 fijaba que el Congreso debía reunirse al año de 60 a 90 días, durante el mandato de Santa Cruz como Protector de la Confederación el Congreso extraordinario de 1835 se reunió 10 días, el de 1836 8 días, el de 1837 45 días y el de 1838 13 días (Valentín Abecia Baldivieso, Historia del Parlamento, La Paz, Congreso Nacional, 1996, p. 121).
8) Constitución de 1834, art. 73, en Trigo, Las constituciones, p. 235; Abecia, Historia, p. 118.
9) El 18 de abril de 1837 se celebró un congreso general en Tacna con el objeto de redactar la Constitución de la Confederación. Santa Cruz fue nombrado Protector de la misma hasta el primer congreso general que debía reunirse pasados seis meses. La oposición al documento del Pacto de Tacna en Bolivia se concentró en Chuquisaca con apoyos en Oruro y La Paz. Entre los argumentos esgrimidos figuraron: 1) subordinación al Perú; 2) la guerra con Chile y los problemas internos derivados de ella; y 3) poderes ilimitados del Protector, cuyo derecho a nombrar a los presidentes de los estados y funcionarios principales constituía una prueba de despotismo y tiranía porque allanaba el paso a una monarquía. Santa Cruz respondió que: 1) la división del Perú, antes fuerte y unido, ponía fin a su amenaza a Bolivia; 2) los poderes amplios de Santa Cruz como protector sólo permanecerían hasta la consolidación de la Confederación; 3) terminada la guerra sería convocado un congreso especial para reformar el Pacto. Pese a los esfuerzos de Santa Cruz para impedir que los diputados deliberasen sobre el Pacto antes de esa convocatoria, éstos nombraron el 26 de agosto en Chuquisaca una comisión especial del Congreso. A partir de ella se decidió que el Pacto no fuera considerado por éste, lo que equivalía a no desaprobar la Confederación sino el Pacto. Los acontecimientos posteriores hicieron inviables los esfuerzos de Santa Cruz de reconducir la situación a través del Congreso Extraordinario el 21 de mayo de 1838 en Cochabamba encargado de dictar las bases de un nuevo Pacto que limitase la naturaleza autocrática de sus acuerdos: se impedía al protector el nombramiento de senadores federales vitalicios o de los presidentes de los estados soberanos y el tratado debía ser ratificado cada seis años por los congresos estatales (Parkerson, Andrés de Santa Cruz, pp. 125-305)
10) El Restaurador, La Paz, Imp. Chuquisaqueña, 4 de abril de 1839.
11) Sobre este proceso en otros espacios véanse: Jaime E. Rodríguez O., “Los caudillos y los historiadores: Riego, Iturbide y Santa Anna”, en Manuel Chust y Víctor Mínguez (eds.), La construcción del héroe en España y México (1789-1847), Valencia, Universidad de Valencia, 2003, págs. 325-26; Hilda Sabato, “El ciudadano en armas: violencia política en Buenos Aires (1852-1890)”. Entrepasados 23, 2003, 149-169; Will Fowler, “El pronunciamiento mexicano del siglo XIX. Hacia una nueva tipología”. Estudios de historia Moderna y contemporánea de México núm. 38, 2009, pp. 1-34; Víctor Peralta, “La violencia en la vida política peruana. El asesinato del presidente José Balta y el linchamiento del golpista Tomás Gutiérrez y sus hermanos (Perú, julio de 1872)”, en Irurozqui y (eds.), Sangre de Ley, pp. 301-332.
12) Sobre este periódico el 21 de febrero de 1839 se escribió la copla Verdades: En Bolivia sucedió/un desplome colosal/que el viejo Iris ha sumido/en el tumba funeral/es cosa muy natural/pues diez años ha vivido/y que sea sustituido/por El Constitucional.
13) El Restaurador, Chuquisaca, 27 de marzo de 1839; 31 de marzo de 1839; 4 y 14 de abril de 1839; El Cóndor Restaurado de Bolivia, Chuquisaca, 21 de febrero de 1839; 17 y 31de marzo de 1839; El Cóndor de Bolivia, Chuquisaca, 21 de febrero de 1839 y 17 de marzo de 1839; El Constitucional, La Paz, 19, 21 y 26 de febrero de 1839; 1, 5 y 9 de marzo de 1839; 5 de abril de 1839; 4 de junio de 1839.
14) El Restaurador. Chuquisaca, 27 de marzo de 1839.
15) José Agustín Morales, Los primeros cien años de la República de Bolivia. Obra altamente patriótica y de propaganda nacional. Tomo I (1825-1860). La Paz, Tip. Veglia & Adelman, 1925, p. 261.
16) Discurso del presidente del Congreso José María Serrano del 16 de junio de 1839, en Morales, Los primeros, p. 261.
17) Abecia, Historia, pp. 125-128, 130-133.
18) Redactor del Congreso Nacional de Bolivia del año 1839. Tomo Primero. Sesión 18, p. 181.
19) El Cóndor Restaurado. Chuquisaca, 31 de marzo de 1839.
20) Morales, Los primeros, p. 270.
21) Resoluciones del Congreso reunido el 2 de noviembre de 183, en Morales, Los primeros, p. 270.
22) Recuérdese que en el Antiguo Régimen el máximo atributo real era la impartición de justicia, siendo el acto de gobernar sinónimo de la misma.
23) William F. Loftrom, El mariscal Sucre en Bolivia. La Paz: Editorial e Imprenta Alenkar Lda. 1983; Marta Irurozqui, “Sobre el tributo y otros atributos ciudadanos. Sufragio censitario, fiscalidad y comunidades indígenas en Bolivia, 1825-1839”. Bicentenario. Revista de Historia y de Ciencias Sociales 6. Santiago de Chile, 2006, pp. 35-66.
24) El 15 de abril de 1839 se suprimieron los concejos municipales de departamentos y de provincias y sus fondos útiles pasaron a las tesorerías prefecturales.
25) La madre de Andrés de Santa Cruz fue Juana Bacilicia Calahumana y Salazar, hija del curaca aymara de Huarina (Omasuyos, La Paz) y descendiente por línea materna de la realeza inca. Esto hecho ha llevado a afirmaciones que equiparan el proyecto confederador con la restauración del Tiwantinsuyu.
26) El Restaurador, Chuquisaca, 11 de abril de 1839; 18 de abril de 1839; 25 de abril de 1839; 2 de mayo de 1839 y 14 de noviembre de 1839; El Constitucional, La Paz, 26 de febrero de 1826; 5 de marzo de 1839; 4 de junio de 1839; 20 de noviembre de 1839; Redactor del Congreso Nacional de Bolivia del año 1839. Tomo Primero. Sesión 17, pp. 160-174.
27) Sobre la discusión implícita en ese tema véase Marta Irurozqui, "Soberanía y castigo en Charcas. La represión militar y judicial de las Juntas de La Plata y La Paz, 1808-1810”, Revista Complutense de Historia de América, 37, 2011, pp. 49-72.
28) Raúl O. Fradkin, “Sociedad y militarización revolucionaria. Buenos Aires y el Litoral rioplatense en la primera mitad del siglo XIX”, en Oscar Moreno (coord.), La construcción de la Nación Argentina. El rol de las fuerzas armadas. Debates históricos en el marco del Bicentenario (1810-2010). Buenos Aires, Ministerio de Defensa, 2010, p. 73.
29) El Restaurador. Chuquisaca, 4 de julio de 1839.
30) El art. 140 de la constitución del 1839 dice que “la fuerza armada es esencialmente obediente, en ningún caso podrá deliberar” (Trigo, Las constituciones, p. 270; El Constitucional, La Paz, 1 de marzo de 1839; 25 de julio de 1839).
31) María Teresa Calderón y Clément Thibaud, La majestad de los pueblos en la Nueva Granada y Venezuela, 1780-1832, Bogotá, Universidad Externado de Colombia-IFEA-Taurus, 2010, pp. 153-159.
32) Antes de la Constitución de 1831, junto al ejército de línea sólo se preveía un resguardo militar cuya principal función debía ser impedir el comercio clandestino, siendo establecido en ella la formación de guardias nacionales, cuyas especificidades organizativas debían desarrollarse en reglamentos independientes (Trigo, Las constituciones, Constitución de 1831, art. 142, p. 221; Constitución de 1834, art. 144, p. 245).
33) Aunque en las Constituciones de 1831 y 1834 se distingue entre guardia nacional y resguardo militar, la autoridad civil o política quedó por primera vez consignada a cargo de la primera en al art. 141 de la Constitución de 1839, reapareciendo en los mismos términos en el art. 79 de la Constitución de 1861 y en el art. 89 de la Constitución de 1868. Sin embargo en ninguna de esas Cartas se establece la identidad de tales autoridades, ya que ello correspondía a reglamentos específicos que señalaron la responsabilidad de los prefectos departamentales y gobernadores de provincias (Trigo, Las constituciones, pp. 270, 324 y 340).
34) Sobre los sentidos y argumentos en torno a la organización y funcionamiento de la guardia nacional en el sistema republicano consúltense: Ortiz Escamilla, J. (coord.), Fuerzas militares en Iberoamérica. Siglos XVIII y XIX. México, El Colegio de México-El Colegio de Michoacán-Universidad Veracruzana, 2005; Flavia Macías, Armas y Política en el norte argentino. Tucumán en tiempos de la organización nacional. Tesis Doctoral, Universidad Nacional de La Plata, 2007; Marisa Davio, Sectores populares militarizados en la cultura política tucumana 1812-1854”. Tesis Doctoral. Buenos Aires, Universidad Nacional de General Sarmiento-IDES, 2010; Flavia Macías e Hilda Sabato, “La guardia nacional: Estado, política y uso de la fuerza en la Argentina de la segunda mitad del siglo XIX”, en PolHis 6/11, 2013, pp. 70-81 o el texto de Víctor Peralta incluido en el presente dossier.
35) Morales, Los primeros, pp. 265-69; El Constitucional, La Paz, 6 de noviembre de 1839.

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