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LA BATALLA DE INGAVI Y LA INDEPENDENCIA DE BOLIVIA

Por: Marta Irurozqui – Fragmento de su artículo titulado: “A resistir la conquista”. Ciudadanos armados en la disputa partidaria por la revolución en Bolivia, 1839- 1842. // Boletín del Instituto de Historia Argentina y Americana “Dr. Emilio Ravignani”, Tercera serie, núm. 42, primer semestre 2015. // Imágenes: 1) Ballian y Gamarra. 2) Batalla de Ingavi.

Mientras gobernaba Velasco, el presidente del Perú, Agustín Gamarra, había permitido a Ballivián conspirar desde Tacna porque la inestabilidad política boliviana le convenía en las negociaciones de paz. Sin embargo, el triunfo de los crucistas despertó el fantasma de la Confederación, por lo que optó por combatirlos dando a Ballivián auxilio pecuniario para sostener tropas y favoreciendo que, bajo la protección del prefecto de Puno, entrara en Bolivia con el objetivo de “evitar la guerra continental” y “el espantoso desorden que se ha introducido en el ejército y los pueblos en donde todos mandan y ninguno obedece”(1). Ello fue impedido por la comandancia militar de la frontera norte el 21 de junio de 1841, siendo obligado Ballivián a retroceder de nuevo a Perú. A partir de ese momento se inició un proceso de altercados verbales y correspondencias varias entre las autoridades fronterizas de ambos países que se completó con motines cuartelarios develados e incursiones repelidas por la guardia nacional de Copacabana ayudada “por una gran multitud de indios”(2) y por las partidas de los coroneles crucistas Mariano Santander y Manuel Isidoro Belzu(3).
Durante toda esta etapa, a la acusación del depuesto gobierno de Velasco sobre que Ballivián era “ambicioso traidor a la Restauración” responsable de derramar “el mortífero veneno de la discordia” entre los constituyentes(4), se sumó la hecha por el gabinete crucista de estar en connivencia con los enemigos de la patria; es decir, de colaborar con Gamarra para invadir Bolivia. Para atestiguarlo, El Regenerador y El Constitucional publicaron actas de revolución que tenían el objeto de anexar a Perú el departamento de La Paz usando como referencia simbólica el movimiento separatista de 1828, protagonizado por el coronel Ramón Loaiza y gracias a las relaciones comerciales y los vínculos de parentesco existentes “entre muchas y distinguidas familias paceñas con otras peruanas(5)”.
Posteriormente, ante el peso de la guerra entre la población, la idea de que los trabajos de insurrección ballivianistas se hacían de acuerdo con las autoridades peruanas dio paso a la premisa de que sólo su líder podía frenar la invasión de Gamarra para derrocar a los crucistas. De ahí que junto a las sublevaciones de velasquistas en el sur del país, fueran cada vez más las localidades que se pronunciaban a favor del mando provisional de Ballivián mediante cartas de adhesión, manifestaciones patrióticas y movilizaciones de artesanos y estudiantes(6). Aunque los pronunciamientos de “todas las autoridades, todos los ciudadanos, todos los partidos” proclives a su mandato por considerarlo el único capaz de reorganizar el país, fueron sofocados por el general Agreda, la perdida de ascendiente de Santa Cruz entre sus partidarios militares y civiles a causa de su tardanza en llegar a Bolivia debilitaba al gobierno. El 27 de agosto Calvo había mandado desde Sucre dos oficios al presidente Gamarra fechados el 30 y 31 de agosto de 1841 anunciándole el restablecimiento constitucional alterado el 9 de febrero de 1839. Aunque le manifestaba una política de paz con Perú, también le pedía explicaciones y satisfacciones por las muestras bélicas en la frontera, siendo Andrés María Torrico el responsable de las gestiones de paz. Consciente del fracaso de las mismas y de la inminencia de la invasión peruana concertó una conferencia entre Ballivián y Calvo que no dio resultados inmediatos pero que permitió entrever al primero posibilidades de gobierno. Más tarde, en un clima de pronunciamientos como los del 16 de septiembre en Cochabamba, del 21 en Sucre y del 25 en Tarija y Santa Cruz, el propio Calvo y los cuerpos militares que apoyaban la Regeneración se plegaron a su mando. En respuesta, éste cruzó el 24 de septiembre el río Desaguadero. De acuerdo con el Congreso se invistió en Tiahuanaco del mando supremo y expidió una proclama a los soldados sublevados en la que les agradecía su apoyo por ayudarle a combatir “el espíritu de partido” que dominaba el país y del que en el pasado le había ser responsabilizado. Pese a que había actuado en contra del gobierno de Velasco y de los crucistas provocando motines entre las fuerzas militares, en su discurso Ballivián instaba a éstas a actuar de manera subordinada y en “observancia de las leyes” por ser la fidelidad una de las “divisas del ejército boliviano” que se había perdido por los actos deshonestos de los gobiernos(7). Esto es, a pesar del uso partidario instrumental que daban los líderes de una sublevación a los soldados, todos coincidían en que esa vía había que cortarla y que la revolución debía ser gestionada fuera del ejército, siendo éste una fuerza ajena a la política(8) .
La entrada de Ballivián en Bolivia, al conllevar el apoyo de los crucistas en el poder y de los velasquistas sublevados(9), debería haber hecho desistir a Gamarra de su invasión porque el pretexto para la misma -el restablecimiento del gobierno de Santa Cruz- había desaparecido(10). Sin embargo, continuó con sus pretensiones acusando ahora a Ballivián de ser un agente de Santa Cruz(11). El resultado fue la unión militar y coyuntural de todas las facciones -legitimada por reuniones y actas de los vecindarios de las capitales de departamento de provincia- contra las tropas invasoras peruanas que fueron finalmente derrotadas en la batalla de Ingavi(12). Ballivián entró triunfalmente el 19 de noviembre en La Paz, aunque el 31 de diciembre tuvo que regresar a la frontera con Perú para asentar el proceso de victoria y disipar la tentación de futuras invasiones. Mientras estuvo con su ejército en campaña, el gobierno quedó a cargo del Consejo de gobierno o de notables compuesto por siete vocales, cuyas funciones fueron las de prestar dictamen al Ejecutivo en los asuntos que éste le consultara para emprender la tarea de reorganización del país. Antes de irse Ballivián decretó el 4 de diciembre de 1841 premios a los guerrilleros nacionales por la campaña contra el ejército peruano y el 9 de diciembre de 1841 la reposición de los empleados de la Restauración. No pudo volver hasta el 22 de abril de 1842, fecha en la que reasumió la presidencia provisional de la República, siendo firmado el Tratado de Puno el 7 de junio que puso fin a la guerra(13).
¿Cómo organizó Ballivián su liderazgo durante la invasión peruana? Apeló al pueblo en armas no en calidad de representante de una facción política o militar, sino como portavoz y aglutinador de todas ellas como en su día había hecho el Congreso. La diferencia residía en que esta institución había invocado su papel de Representación Nacional para ostentar la soberanía indivisa popular que le diese acceso constitucional a la organización del ejercicio de la violencia por parte del pueblo y del ejército. En contraste, el general recurría a una representación mayestática para su dirección que se ofrecía legítima en la medida en que aparecía providencial, reeditando en clave salvadora el personalismo del que se acusaba a Santa Cruz. Al igual que éste, pero sin el refrendo de las urnas, Ballivián recurrió a los decretos para gobernar, siendo el de octubre de 1841 el que organizó su actuación contra las fuerzas peruanas, proveyendo la legitimidad para emitirlo del principio de seguridad e independencia de los pueblos frente al agresor exterior. Su materialización requería que todos los miembros de la comunidad boliviana cooperasen por el bien común, por lo que el general invistió de republicanismo un decreto marcial a través del que convocaba a la República a organizarse en asamblea permanente y a cada boliviano a tornarse en “un soldado resuelto a morir mil veces antes de sufrir el oprobio y la humillación de su patria”. La conservación de la nación era el primero de los deberes y de los derechos de los bolivianos, pero ello únicamente funcionaba a partir del principio de reciprocidad: si cada miembro tenía el derecho de esperar que la nación le protegiera, tenía igualmente el deber de sostenerla y defenderla. Ante la acusación de que acudía a una ley marcial como ya lo había hecho Santa Cruz en 1837, Ballivián señaló que mientras ésta con el Pacto de Tacna había puesto en peligro la seguridad externa de la nación, la suya actuaba ahora “de garantía del bien de la patria, de nuestros derechos amenazados […] por un conquistador ridículo”. Su legitimidad representativa para realizar un decreto marcial y liderar el proceso de independencia nacional se asentaba en dos argumentos. De un lado, sus rivales crucistas y velasquistas no podían ya hacerlo porque habían atentado contra la patria: los primeros porque Santa Cruz había cometido el delito de “reo de patrias” al poner en peligro la libertad y la seguridad externa de la nación en 1837; y los segundos porque habían gestionado mal la paz, siendo con ello invalidado no solo Velasco como gobernante, sino fundamentalmente el Congreso en su papel de la Representación Nacional. De otro, como artífice de la revolución restauradora del 9 de febrero de 1839, pero ajeno a los pecados de los que dirigieron en su nombre, Ballivián estaba destinado a acabar “con los invasores que nos quieren arrebatar independencia y restauración”(14) y a hacerlo sin la tutela de las Cámaras.
Vencido el ejército peruano, la legitimidad de Ballivián como gobernante providencial requería poner fin a las disensiones intestinas, protagonizadas por velasquistas y crucistas y responsables de crear oportunidades de invasión al enemigo. Dado que había compartido con los primeros la causa de la Restauración en 1839, la conversión de Ballivián en su verdadero impulsor se preveía fácil en la medida en que concluyera con éxito la liberación del país. Como único representante válido del ideario restaurador tenía la obligación de acabar definitivamente con el legado de Santa Cruz aunque hubiera contado con el apoyo coyuntural de sus seguidores. Su estrategia discursiva fue igualar a Gamarra y Santa Cruz como representantes del despotismo hispánico: “para vergüenza de la América han quedado dos cascajos de las plantas que injertó el poder español”. Los acusó de buscar ambos la destrucción de la independencia de Perú y de Bolivia “para levantar un coloso sobre las ruinas del equilibrio continental y establecer una dominación vasta que dejase a lo más una existencia precaria a los demás estados”. Ese plan había sido iniciado por Santa Cruz en 1826 como presidente del consejo de ministros peruano, ensayado por Gamarra en 1828 y finalmente ejecutado por el primero. El conflicto internacional que se había derivado de ello demostraba que los dos líderes estaban educados bajo los mismos principios “por el antiguo opresor común”, de manera que su interés en unir los dos territorios reeditaba los actos de los virreyes peruanos Pezuela y La Serna de hacer “un solo virreinato”, ya eliminados por la emancipación(15). En el caso de Gamarra esa unión consistía en “vengar la sangre derramada por los bolivianos en Yanacocha y Socabaya y partir su territorio y desaparecer la nación dando a la república Argentina lo que antes pertenecía a ella y agregando al Perú todo lo que era suyo antes”. En el caso de Santa Cruz la unión había sido gestada a partir de su conversión en tirano y había derivado en la destrucción “de la seguridad de los pueblos”(16). De un modo u otro, ambos generales encarnaban las ideas de “conquista y esclavitud” frente a las de “independencia y libertad” representadas por la Restauración(17). Como ambas actuaciones habían generado guerras internacionales y guerras civiles, la anarquía era ahora el principal problema para la paz. Lo era porque la opinión del pueblo estaba dividida en facciones y en un contexto social militarizado eso significaba la defensa de opiniones partidarias a través del recurso a las armas. Ya que de la estabilidad del Estado dependía “la dicha pública de los futuros progresos de Bolivia”, los objetivos básicos de Ballivián fueron entonces tres: “el silencio de las armas, la calma de las pasiones y la concordia de los ciudadanos”(18). Para cumplirlos realizó dos actuaciones complementarias: la búsqueda de la unidad nacional y la despolitización del ejército.
Dada la convergencia de todas las fuerzas en torno al liderazgo de Ballivián, la acción de unificar la opinión del pueblo, marginar el espíritu de partido y promover la tolerancia política llevaba implícita una necesaria supremacía del Ejecutivo frente al Legislativo mientras hubiese amenaza de guerra. Para asentar ese Ejecutivo que, sin regresar a la monarquía, poseyera la capacidad unitaria del orden mayestático y para hacerlo sin recurrir al partido único o renunciar a la pluralidad de intereses y a la representación de la diversidad de opiniones que albergaba toda sociedad, Ballivián construyó discursivamente su oferta de gobierno en torno a la victoria de Ingavi. Fue presentada como la legítima heredera de la Restauración de manera que si él era mentor de Ingavi también lo era de ésta, con lo que al protagonismo instructor del Congreso en la misma se superponía el del general. Éste validaba su supremacía en el hecho de haber liderado de manera representativa una hazaña bélica obtenida por todos los bolivianos “sin exclusión de banderas, ni de partidos” y que era expresión del “triunfo de la independencia sobre la ambición extranjera”, y “de la ley sobre la anarquía”. La naturaleza colectiva de la gesta permitía que, de una parte, se afianzara la solución nacional boliviana como símbolo de progreso frente a otras fórmulas territoriales que quedaban asociadas al pasado y atraso coloniales, y, de otra, que se tuvieran presentes “las funestas consecuencias” de las disputas domésticas frente a los resultados gloriosos de la concordia, para así estar siempre atentos a conservar la “independencia, gloria exterior, paz y unión interior”.
Para que Ingavi fuese el comienzo de esa “nueva era para Bolivia”, Ballivián se comprometía a hacerlo posible siendo fiel también al principio político de “unanimidad, armonía o unidad civil” con el que el Congreso había gestionado la Restauración en 1839. Entendido como una comunión entre el Estado y la sociedad “en la que antes que el bando o partido estaba el ciudadano y antes que el ciudadano estaba la patria”, este principio hacía impensable que no existieran idénticas opiniones acerca de que el objetivo supremo de todo nacional fuese el bienestar de la nueva República. Durante la guerra Ballivián había desarrollado dicho principio gracias a aglutinar a los partidos en un único bando militar contra Perú. Ahora, en la paz, se responsabilizaba a seguir manteniendo dicha unidad y a aceptar que su legitimidad gubernativa procediera de defender a Bolivia de la amenaza exterior gracias a evitar en el futuro el conflicto fraticida entre partidos. Pero para ello era imprescindible que el Congreso no limitase al nuevo Ejecutivo como había ocurrido durante el gobierno de Velasco. No negaba su potestad legislativa, sino cuestionaba que como representación nacional pudiera personificar unilateralmente la soberanía popular para gobernar en nombre de la nación y los pueblos que la constituían(19). En conformidad con ello la Convención del 16 de abril de 1843 no solo declaró vigentes todos los acuerdos y decretos de Ballivián y autorizó al Ejecutivo a tomar las medidas necesarias para consolidar la causa de la Restauración. También redactó una nueva constitución que redujo la reunión de las Cámaras a cien días cada dos años, estableciendo como su cometido fundamental el de discutir para su deliberación los asuntos que el Ejecutivo presentara, aunque en lo que respecta a la producción de leyes solo hubo variaciones con la Carta de 1839 en lo relativo a que ningún proyecto aprobado por la Representación Nacional tendría la fuerza de ley si no era refrendado por el Ejecutivo. Asimismo éste volvía a poder disolver las Cámaras tras el dictamen del Consejo nacional y de la Corte Suprema de Justicia, a elegir a la mayoría de los miembros de dicho Consejo y a ejercer facultades extraordinarias poco restringidas en caso de conmoción interior(20). Como el gobierno de Ballivián fue objeto de múltiples conspiraciones crucistas y velasquistas, la amenaza de revolución se convirtió en una excusa para redundar en el presidencialismo.
Para el fortalecimiento del Ejecutivo no bastaban las narrativas en torno a un símbolo patriótico de refundación nacional. Ante todo había que desarmar a posibles competidores políticos. Ello implicó para Ballivián continuar con la política iniciada por la presidencia anterior: desautorizar en política al ejército regular, convirtiéndolo constitucionalmente en una fuerza “obediente” y “no deliberante”, y contar con fuerzas civiles armadas anexas a la Administración. Aunque su sublevación y conspiraciones desde 1839 lo habían hecho representante de la modalidad pretoriana, la capitalización de Ingavi requería asentar un modelo de ciudadanía armada que rompiese el binomio “todos los pueblos y el ejército” para que quedasen solo los primeros como encarnación de la misma y el segundo sujeto a la ley y al margen de la competencia política, evitándose así el escenario del “ejército opresor y un pueblo oprimido”. El honor militar debía depender de la sumisión y de la obediencia a las instituciones representativas para servir a la voluntad del pueblo contenida en ellas(21). Como ya había sucedido con Velasco, la solución para que el ejército boliviano se reconociera como un “modelo de libertad” por su respeto a las leyes fue su profesionalización, en este caso a través del Código militar de 1843(22), y la reorganización de la guardia nacional(23) como expresión institucional de la dimensión militar de la ciudadanía. Aunque este cuerpo constituyó un referente organizativo armado para la población civil, a juzgar por los diferentes episodios violentos a lo largo del siglo XIX la intervención popular en los mismos nunca estuvo constreñida por o ceñida a él. Una gran mayoría de quienes en múltiples ocasiones reivindicaron su derecho y deber a la defensa del bien común en calidad de ciudadanos armados no estuvieron enrolados en las guardias y los que sí lo hicieron recurrieron a ellas más en términos de solidaridades locales, familiares y de amistad que por considerarlas “el recurso cívico” de actuación armada. Eso hizo a la forma de asociación espontánea de la ciudadanía armada popular la más presente en los conflictos partidarios y también la que, por la inestabilidad y las incertidumbres públicas generadas, estuvo en la base de las políticas gubernativas de criminalizar la revolución a partir de la década de 1870.
A través del estudio de la breve pero intensa etapa histórica que va de las batallas de Yungay a Ingavi, este artículo se ha interrogado sobre la impronta del ejercicio de formas constitucionalmente legítimas de la violencia en el desarrollo de institucionalidad estatal por parte de una sociedad instituyente. Su abordaje se ha centrado en la disputa política partidaria por el ejercicio de la revolución a partir del desarrollo de cuatro problemáticas que informaban sobre el difícil equilibrio entre los principios de soberanía popular y de autoridad. La primera ha aludido a las narrativas partidarias en torno a liderar las voces del pueblo y el ejército, siendo éstas expresión de la pugna entre los poderes ejecutivo y legislativo por definir un modelo de Estado, sus actores y el reparto del mando y de sus atribuciones en el mismo. La segunda se ha referido a los cambios en la naturaleza del legítimo sujeto del ejercicio de la fuerza revolucionaria, el ciudadano armado, incidiendo para ello en la competencia entre el ejército y el pueblo por su encarnación, expresada en las diferentes medidas gubernamentales para establecer cuándo un acto de fuerza por parte de la sociedad gozaba del refrendo legal o se percibía como legítimo. La tercera ha insistido en la movilización partidaria de la población -por temas como el modelo de Estado, las competencias de los tres poderes, las potestades del pueblo soberano o la distribución territorial del poder- para subrayar la no existencia de una necesaria correlación entre el acto de institucionalizar un espacio nacional por parte de una sociedad instituyente – colegiada en el Congreso y el Ejército o movilizada por la Ley- con el de hacer gobernable dicho espacio. Y la cuarta ha hecho hincapié en la potestad constitucional del recurso de la fuerza por parte de una multiplicidad de actores para cuestionar historiográficamente 1) la equiparación entre la militarización de la sociedad y el triunfo de los militares sobre el espacio público, 2) la consideración del empleo de las armas como un monopolio del ejército, y 3) la asimilación de cargos públicos ocupados por militares con dominación militar o gobierno militar. Las cuatro problemáticas han redundado en que el acto político violento -en su versión de revolución, guerra civil, motín militar y guerra internacional- tuvo una naturaleza institucional y generó institucionalidad en la medida en que gozó de una legitimidad popular sancionada constitucionalmente.

Referencias
1) Paredes, “Mariano Melgarejo”, pp. 408-412.
2) Si bien todavía faltan muchas investigaciones sobre la movilización armada de la población indígena, los trabajos existentes apuntan a que la organizada por las comunidades tenía sus propios jefes, dependientes de diversas autoridades estatales (provinciales o locales). Fue con la legislación desarrollada durante la presidencia José de Ballivián (1842-1847) referente a la división de la guardia nacional en dos cuerpos, uno activo y otro pasivo, cuando se estableció que formarían parte del segundo. Bajo la autoridad de los gobernadores, constituirían “compañías sueltas de infantería y caballería organizadas en cantones” (Colección oficial de leyes, decretos, órdenes y resoluciones supremas que se han expedido para el régimen de la República Boliviana, vol. 8, Sucre, Imp. de López, 1843). Sin embargo, se desconoce todavía cuál fue su grado de desarrollo. Lo que sí se sabe es que los indígenas siguieron estando presentes en los conflictos partidarios regidos por jefes propios bajo el formato de ejércitos auxiliares. Sobre debates y bibliografía al respecto véanse los trabajos de Marta Irurozqui: “El pueblo soberano versus la plebe proselitista. Discurso historiográfico y etnicización política en Bolivia, 1825- 1922”. En Guillermo Palacios (coord.), La nación y su historia. América Latina, siglo XIX. México. Colegio de México, 2009, pp. 231-284; “Tributo y armas en Bolivia. Comunidades indígenas y estrategias de visibilización ciudadana, siglo XIX”. En Antonio Escobar (coord.), Dossier Pueblos indígenas en el siglo XIX, Revista digital Mundo Agrario de la Universidad Nacional de La Plata, 2013; “Communautés indigènes et fondations républicaines. Citoyenneté et procès de nationalisation ethnique dans les Andes au 19e siècle ». En Claire Bourhis-Mariotti, Marcel Dorigny, Bernard Gainot, Marie-Jeanne Rossignol y Clément Thibaud, (ed.), Cóuleursm ésclavage, libérations coloniales, 1804-1860, Paris, 2013, pp. 389-413).
3) Paredes, “Mariano Melgarejo”, p. 414.
4) El Congreso Constituyente a la nación, en Redactor del Congreso Nacional de Bolivia del año 1839. Tomo Primero, pp. 197-199.
5) Paredes, “El general Ballivián”, p. 544
6) Ibidem, pp.550-558.
7) Paredes, “El general Ballivián”, pp. 531-581; Paredes, “Mariano Melgarejo”, pp. 391-459. Morales, Los primeros, p. 290.
8) Decreto del 27 de septiembre de 1841 (en Aponte, La batalla de Ingavi, p. 50); El Eco de Bolivia, 3 de octubre de 1841; Columna de Ingavi, ¿diciembre de 1841?).
9) Aponte, La batalla, pp. 50-58; José María Santivañez, Vida del general José Ballivián. Nueva York, 1891, pp. 97-99.
10) Proclama del presidente Gamarra a los bolivianos. Laja, 7 de octubre de 1841. Reproducida en Aponte, La batalla, pp. 95-97.
11) El eco de Bolivia, Sucre, 8 de octubre de 1841. Corrían rumores en la época a cerca de que Ballivián había alentado a los crucistas a sublevarse contra Velasco y así obtener él un pretexto para movilizar a su favor a Gamarra.
12) Desarrollo del proceso bélico en Paredes, “Mariano Melgarejo”, pp. 408-414; Kieffer, Ingavi, pp. 359- 492; Aponte, La batalla, pp.154-155; Campaña de 40 días hecha por el ejército boliviano al mando del S.E. Jeneral Ballivián, contra el ejército invasor del Perú a las órdenes del generalísimo de sus armas Agustín Gamarra. Valparaíso, Imp. Rivadeyra, 1842.
13) La guerra siguió latente hasta que en 1847 se firmó un tratado de Paz y comercio. El Vigía de la Restauración. Papel eventual. Sucre, 4 de abril de 1842; Aponte, La batalla, pp. 227-238; Registro oficial, Colección diplomática o reunión de los tratados celebrados por el Perú con las naciones extranjeras, desde su independencia hasta la fecha. Lima, Impreso por Francisco Solís, 1854, pp. 43-74; Abecia, Historia, p. 140.
14) El Centinela del Ejército. Gaceta militar, Sucre, 21 de noviembre de 1841.
15) El Restaurador, Chuquisaca, 10 de abril de 1842.
16) Morales, Los primeros, pp. 306-307.
17) Véase la canción del aniversario de Ingavi 18 de noviembre de 1842 en Columna de Ingavi, 20 de noviembre de 1842.
18) Morales, Los primeros, p. 334.
19) El Cóndor Restaurado. Chuquisaca, 17 de mayo de 1842; Morales, Los primeros, pp. 300-301 y 334; Columna de Ingavi. Sucre, 18 de noviembre de 1842; 20 de noviembre de 1842; El Restaurador, Chuquisaca, 16 de diciembre de 1841; 10 de abril de 1842.
20) Abecia, Historia, pp. 140-141; Trigo, Las Constituciones, pp. 282-83, 286.
21) “Mi delito Melgarejo” en Paredes, Mariano Melgarejo, pp. 426-429.
22) El Restaurador, Chuquisaca, 27 de junio de 1842.
23) Las guardias nacionales se regularon por: Decretos de 18 de noviembre de 1842; 24 de noviembre de 1842; 3 de diciembre de 1842; 30 de enero de 1843; 26 de mayo de 1843; 26 de agosto de 1843. En Colección oficial de leyes, decretos, órdenes y resoluciones supremas que se han expedido para el régimen de la República Boliviana, vol. 8, Sucre, Imp. de López, 1843.

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