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SANTA CRUZ Y TARIJA EN LA GUERRA DE LA INDEPENDENCIA

Por Ricardo Ávila Castellanos - Del Libro: “Santa Cruz y Tarija” de Heriberto Trigo Paz. // Artículos publicados en El País de Tarija.

Es en uno de los últimos días del mes de enero de 1817.
Con el ruido del trotar de cabalgaduras y el bullicio de sus jinetes, la gente del pueblo de La Concepción despiértase muy temprano.
Algunos creen que son los guerrilleros del teniente coronel Francisco de Uriondo, que vuelven al “pago”. Otros piensan en la fiesta de Santiago. Ni lo uno ni lo otro. Uriondo está por las Salinas. Y al santo patrono se lo celebra el 25 de julio.
Discurriendo sobre aquello, pero sin reparar en detalles, la gente sale presurosa de sus casas y trasládase a “la pampa”, situada en la parte alta del pueblo, lugar consabido de las grandes concentraciones.
Allí descórrese el velo y la verdad queda a la vista de todos. Un escuadrón de caballería de los ejércitos realistas hace evoluciones y escarceos, al trote y al galope.
Hacia el este de la pampa, a la sombra de solitarios y añosos algarrobos, está un militar que es-ni duda cabe- el jefe de aquella unidad. Acompáñanle un comandante y dos lugartenientes, atentos a sus órdenes. Atisba las maniobras de la lucida cabalgata, pero no descuida de mirar a la gente del lugar, que allí se concentra y también le observa.
Su figura es atractiva. Un hombre más bien alto que bajo, de constitución robusta y cuerpo proporcionado, atlético. La tez mate; sus ojos negros, de penetrante mirar; la frente amplia y despejada; los cabellos lacios, oscuros; la nariz pronunciada y recta; el labio inferior prominente, contrasta con el superior, que es de fino trazo.
Impasible soporta los rayos del sol estival y el polvo que levantan las cabalgaduras. Adviértense los frecuentes rictus nerviosos de sus labios. Recoge el entrecejo, mueve la cabeza.
Este hombre joven, con sus veinticuatro años ardientes, se llama Andrés Santa Cruz.
Ostenta el grado de teniente coronel de los ejércitos del rey de España.
En virtud de instrucciones oficiales, se traslada, con su escuadrón de caballería, a la villa de la Concepción y, sin resistencia, toma la plaza.
¿De dónde ha surgido?
Hijo del matrimonio del maestre de campo don Joseph Santa Cruz y Villavicencio y doña Juana Bacilia Calaumana, ha nacido el año 1792.
Don Joseph es hidalgo de sangre española, con antecedentes de clase; y doña Juana Bacilia descendiente de los Incas. Por la rama paterna, Andrés tiene, pues, rancio abolengo hispano, y, por la materna, proviene de la nobleza incaica.
Desde niño, escucha de labios de su madre relatos maravillosos del Imperio de los Incas, que comprendía el Alto y el Bajo Perú, además de otros territorios; de su organización, su cultura, su vida. Una y otra vez Juana Bacilia recita la máxima regla de moral incaica: Ama sua, ama llulla, ama quella (No robes, no mientas, no seas flojo). Y una y otra vez el niño la repite a media voz. Lógico que siente palpitar el alma de sus remotos antepasados…
El padre le habla de la España eterna, su grandeza, sus conquistas, sus reyes, la religión católica… A su hora, le inscribe en el colegio franciscano, de La Paz; más tarde, le traslada al Seminario Conciliar de San Antonio Abad, en el Cuzco. En ellos se educa, dentro del marco religioso y del respeto a la corona española.
Cuando Chuquisaca lanza el primer grito libertario de América, Andrés Santa Cruz ha cumplido diecisiete años de edad. Enrólase en los ejércitos del rey, como alférez del regimiento que comanda su padre. Luego, pasa como ayudante de campo del brigadier José Manuel Goyeneche, que poco antes sofoca la revolución de La Paz, haciendo ejecutar en la horca, el 29 de enero de 1810, a Murillo y otros patriotas.
Las marchas militares llevan a Santa Cruz por el altiplano, el Lago Sagrado, los Andes, el Cuzco… En su espíritu se avivan los recuerdos de su madre, y piensa en la gloria de sus antepasados, los Incas, dueños y señores que fueron del Gran Perú. Le parece un sueño del que se diría que le despierta la reminiscencia de su padre y el real servicio al que él mismo está entregado en el ejército peninsular, bajo protesta de solemne juramento. Una lucha que parece irreconciliable…
La guerra americana alcanza a Andrés Santa Cruz y le compromete. Como ayudante de campo de Goyeneche, tiene su bautizo de fuego y su primer ascenso militar en la batalla de Guaqui (20 de junio de 1811), frente al primer ejército auxiliar argentino, comandado por Castelli, que antes (7 de noviembre de 1810) había triunfado en Suipacha.
Amagando a ese ejército en derrota, que se repliega hacia el sur, está Santa Cruz, junto con otros oficiales que comandan a las tropas realistas. Combate en Chayanta y en Potosí.
A comienzos de 1812, Goyeneche destaca al general Tristán hacia la frontera argentina, mientras él se dirige a Cochabamba, donde le esperan las milicias de Esteban Arce y las mujeres que en la Coronilla ganan, en desigual combate (27 de mayo de 1812), la inmortalidad. Con las fuerzas de Tristán está Andrés Santa Cruz.
Anoticiado de la marcha del segundo ejército auxiliar argentino, jefaturizado por el general Manuel Belgrano, Goyeneche repliega sus fuerzas hacia el norte, y luego resigna el mando, siendo reemplazado por el general .Joaquín de la Pezuela, de relevantes antecedentes en el ejército español.
En Oruro, donde ha instalado su cuartel general, Pezuela reorganiza sus cuadros. a Andrés Santa Cruz le distingue confiándole el mando de un escuadrón de caballería.
Belgrano y Pezuela se enfrentan en Vilcapugio (1º. de octubre de 1813), en una batalla cruenta y encarnizada, que concluye con el triunfo de los realistas. Santa Cruz, a la cabeza de su escuadrón, tiene un comportamiento que abona su hoja de servicios.
No pasan quince días y esos mismos ejércitos trábanse en una nueva batalla: Ayouma (14 de noviembre de 1813). Santa Cruz gana en ella el grado de teniente.
Pezuela avanza hacia el sur. Instala su cuartel general en Tupiza, desde donde destaca a su vanguardia, que llega hasta Salta, contando entre los oficiales a Andrés Santa Cruz.
Los realistas creen tener “pacificado” el Alto Perú; pero no es así. En los primeros meses de 1814 la insurrección brota por todas partes. Este hecho y la caída de Montevideo en manos de los patriotas inducen al mariscal de la Pezuela a replegar sus fuerzas hasta Cotagaita. En el camino llega la noticia del levantamiento del Cuzco (agosto de 1814), la misma que rápidamente se propaga entre los oficiales y hasta entre la tropa. Para Santa Cruz aquella nueva trae un detalle de especial significación. La insurrección del Cuzco está acaudillada por un pariente de su madre, descendiente, como ella, de los incas Mateo Pumakaua. Allí envía Pezuela una división para sofocar la revuelta (17 de septiembre), Al propio tiempo, destaca unidades Agiles a los lugares inmediatos a su cuartel general, especialmente a Cinti y Tarija. La guerra de guerrillas es una nueva experiencia, para Santa Cruz.
En febrero de 1815, ingresa al Alto Perú el tercer ejército auxiliar argentino, compuesto de cuatro mil hombres de las tres armas y dos baterías de artillería. Lo jefaturiza el general José Rondeau, vencedor de los realistas en Montevideo (Uruguay). Entre los oficiales está Francisco de Uriondo, que comanda un escuadrón de jinetes chapacos.
Pezuela ordena que sus fuerzas dispersas se reúnan con él y, en abril, abandona Cotagaita. Cuidando que las comunicaciones se mantengan francas, encamínase hacia el Desaguadero y dispone que se le incorporen las guarniciones de Potosí y Chuquisaca y la división que fue a sofocar la revolución del Cuzco.
El ejército de Rondeau viene ocupando sin resistencia el territorio que abandonan los realistas.
Recelosos caminan unos y otros. Cuatro, cinco meses, y no hay acciones de armas de envergadura. Las circunstancias precipitan el combate de Venta y Media (20 de octubre), en el que fracciones de los dos ejércitos trábanse en sangriento combate, que concluye con la derrota de los patriotas.
Rondeau repliégase a Cochabamba. Pezuela baja en su persecución. El 29 de noviembre se produce la batalla de Sipesipe (Viloma o Viluma, según los registros españoles), que es de desastre, y muy grande, para las armas americanas, y de victoria trascendental para las del rey.
En todas esas acciones está Andrés Santa Cruz, haciendo méritos y ganando ascensos militares.
Repliéganse los restos del tercer ejército auxiliar argentino. Lo hacen en forma desordenada y en marchas que duran más de un mes, hasta llegar a los dominios del marqués de Tojo, don Juan José Fernández Campero Martiarena del Barranco, opulento señor que, a su propia costa, organiza un regimiento y lo pone al servicio de la causa patriota. Esa unidad cubre el camino de Rondeau, controlando el ingreso a la quebrada de Humahuaca.
Sometidas las provincias del Alto Perú, éstas quedan aisladas, sin auxilio, libradas a su propia suerte…
El ejército victorioso dirígese hacia el sur como desandando el camino. Va hostigando a las maltrechas tropas de Rondeau, y decidido a invadir las provincias argentinas. El plan es de proyecciones: impedir que los ejércitos que están organizando Belgrano en Tucumán, y San Martín, en Mendoza, progresen y traspasen la cordillera de los Andes, para dar libertad al Perú y Chile.
Pero debe caminarse con cuidado. En los valles, en las montañas, hasta en los riscos y las quebradas están las montoneras patriotas, los insurrectos. Entre sus comandantes algunos han alcanzado nombradía: Rojas, Uriondo, Camargo, Méndez… Con ellos hay que enfrentarse y a ellos hay que vencer para ganar la frontera argentina. Pezuela es prudente. Establece su cuartel general otra vez, en Cotagaita y serenamente va adoptando providencias.
Cuidando el flanco izquierdo, destaca patrullas y recaba informaciones sobre el valle de Cinti. Si sorpresa es para el mariscal saber que allí “se ha levantado de nuevo el pendón de la insurrección”, es mayor al conocer que el movimiento está acaudillado por el famoso coronel Vicente Camargo y que, al lado de éste, se encuentra el mayor Gregorio Aráoz de La Madrid, con “algunos dispersos” del ejército derrotado en Sipesipe.
Pezuela refuerza la vanguardia que comanda el general Olañeta e imparte expresas instrucciones para eliminar esos peligros.
A fines de enero de 1816, se desprenden de aquella vanguardia quinientos hombres, al mando del brigadier Antonio María Álvarez, y marchan sobre Cinti. A poco de entrar al valle, divisan hogueras encendidas en la cima de los cerros. Es anuncio y presagio. Allí están los indios armados de coraje, hondas y piedras. En la explanada, la caballería de La Madrid y los infantes de Camargo. “Sólo un héroe a lo Carlos XII—dirá Mitre—, con cascos a la gineta, podía adoptar esta disposición de combate, y sólo él podía realizar las extraordinarias hazañas”. Protegido por los nativos, maniobra La Madrid, engaña al enemigo, le ataca y desconcierta, hasta derrotarlo.
¡Sorpresa y desazón en el ejército del rey! ¡Alarma en la vanguardia! Pezuela imparte órdenes y Olañeta, en persona, comanda la fuerza que alcanza a La Madrid en el río de San Juan, donde llega imprudentemente desprendido de Camargo. Es el doce de febrero cuando los realistas vengan la derrota de Álvarez imprimiendo duro golpe a las fuerzas patriotas. La Madrid puede replegarse con 150 hombres hasta Tarija, al cuartel general de Uriondo.
Eso no basta a Pezuela. La base de operaciones en el valle de Cinti, para invadir las provincias argentinas, continúa afectada, y la impresión del descalabro de Álvarez no se borra en su ejército. En marzo organiza una nueva expedición. La comanda el temerario coronel Buenaventura Centeno. Entre las unidades que la integran, está el escuadrón de caballería de la propia guardia del General en Jefe, al mando del capitán Andrés Santa Cruz.
Las órdenes son terminantes. La guerra es a muerte. Las fuerzas de Centeno arrollan a las avanzadas patriotas, prosiguen impetuosamente, se apoderan del pueblo de Cinti pero allí chocan con las milicias que, personalmente, dirige el coronel Camargo; éstas rodean al enemigo, le hacen muchas bajas y luchan con tal bravura que—dirá el parte— Asaltan los fusiles como si no ofendiesen”. Los patriotas —casi todos indiecitos curtidos por el sol y la vida de sometimiento— ponen a las tropas del rey en tremendas dificultades, de las que saldrán, gracias, principalmente. a los refuerzos humanos que les llegan con oportunidad, y a las valiosas informaciones que les proporcionan dos traidores.
La batalla es de muchos episodios crueles, sangrientos, desarrollados del 27 de marzo al 3 de abril. Al amanecer de este día, los realistas toman de sorpresa el campamento de los patriotas. Herido, cae prisionero el guerrillero Camargo. En el acto es pasado a degüello. No es el único inmolado, pero su nombre seguirá siendo de gloria y bandera de combate.
Mientras Santa Cruz —que ostenta un nuevo grado militar, ganado en aquella batalla— camina por el valle de Cinti, en otros puntos de la vasta región ocurren sucesos que le incumben. Pezuela avanza su cuartel general a Moraya. Olañeta, que comanda la vanguardia, marcha sobre Tarija y libra cruento combate con el guerrillero Ramón Rojas muriendo éste en la acción. El general Pezuela es nombrado virrey del Perú y se dirige a Lima (10 de abril) para asumir sus nuevas funciones; Ramírez queda a la cabeza del ejército, hasta que llegue el general José de la Serna. Olañeta ocupa Tarija y luego, al marchar sobre Yavi, deja la plaza a cargo del coronel Lavín. Uriondo, que acosa a los vencedores de Camargo, repliega su cuartel general al valle de la Concepción. Quedan Méndez, y Mendieta para hostigar de cerca a Lavín. Tarija, situada entre el Alto Perú y las Provincias del Río de La Plata, es el teatro de la lucha. En agosto, Uriondo convoca a los guerrilleros a una Junta de Guerra, que tiene lugar en Canasmoro, en la que se toman acuerdos cuya ejecución pone en serios apuros a los realistas, pues los guerrilleros están tan pronto en el río de San Juan, como en el Pilaya, en San Lorenzo, en Santa Victoria, en San Andrés, en Concepción, en Padcaya, en Orosas, en Yavi o en la propia villa de Tarija…
El 19 de septiembre, el general La Serna asume la jefatura del ejército realista, en el cuartel general de Tupiza. Con él se incorporan nuevas fuerzas peninsulares, al mando de jefes experimentados que en Europa lucharon contra Napoleón.
Santa Cruz se reintegra, con su escuadrón a la guardia del General en Jefe.
Desde Lima, el virrey Pezuela insta a La Serna a invadir las provincias argentinas, donde es notoria la decisión del general San Martín de traspasar los Andes, hacia el Pacífico. Prudente, La Serna objeta, cavila, quizá duda, pero al fin se decide. Destaca sobre Yavi y Tojo a la vanguardia del general Olañeta que, dos meses después (6 de enero de 1817), enarbola en Jujuy el estandarte de los reyes de España. Luego, el 24 de noviembre, el General en Jefe, en persona, se pone en marcha desde su cuartel general. En Tojo exhorta a la tropa y prosigue hacia Tarija, que peligrosamente compromete el flanco izquierdo del ejército invasor. El primero de diciembre, La Serna hace su ingreso a la villa de San Bernardo, evacuada la noche anterior por el gobernador y comandante patriota Francisco de Uriondo. Recuperada la plaza, el General en Jefe nombra gobernador al coronel Mateo Ramírez, quien trasládase expresamente desde el cuartel general, a asumir el mando. Consigo vienen fuerzas de infantería y aquel escuadrón de caballería de tropa seleccionada que comanda el teniente coronel Andrés Santa Cruz.
La Serna vuelve la grupa allí donde quedó la vanguardia de Olañeta, preparando la invasión a las provincias argentinas. Para ingresar a Humahuaca e internarse al territorio platense, primero tiene que luchar y derrotar al marqués de Tojo, quien, hecho prisionero, sometido a consejo de guerra, como coronel de los ejércitos del rey, es remitido a España, muriendo en el camino.
Entretanto, en la villa de Tarija el coronel Ramírez y el teniente coronel Santa Cruz hacen consciencia de los peligros que acechan, y no demoran en tener bien organizados sus cuadros, además de reforzarlos. Muy pronto los guerrilleros comenzarán a hostigarlos.
En la composición general de la inmensa zona convulsionada, el valle de la Concepción llene valor estratégico excepcional. Allí llega el teniente coronel Andrés Santa Cruz, a la cabeza de su escuadrón de caballería, una mañana de los últimos días de enero de 1817…
Santa Cruz observa y hace observar a sus subordinados un comportamiento honorable en el pueblo de la Concepción. ¡Qué contraste con otros realistas, especialmente con aquel coronel Lavín que el año anterior allanó hogares tarijeños, hizo fusilar a casi un centenar de vecinos, degollar prisioneros, y pasear por calles y plazas sus cabezas sangrantes, atadas a la cola de los caballos! ¡Horror!… Santa Cruz no puede ni concebir semejantes desmanes.
Cero no sólo eso. A un tiempo de no permitir abusos, el comandante de la guarnición valluna trata de atenuar en lo posible los males que pesan sobre el pueblo. ¿Acaso no es esa la política que proclama el general La Serna, al asumir el mando del ejército, prohibiendo las confiscaciones y castigando las depravaciones de sus soldados?
Con el correr de los días, y pese a los recelos y a los odios de la guerra, los vecinos de la Concepción comienzan a mirar a Andrés Santa Cruz sin prevención. Y él sabe ganar la amistad de esa gente, cuyos hijos, hermanos, esposos o padres están incorporados en las milicias patriotas, guerreando por todas partes. Seguramente Santa Cruz los comprende. Por venas de ellos y de él corre sangre india y española. Son del mismo origen. Quizá el teniente coronel lamenta la altanera negativa dada el 11 de diciembre por Uriondo a La Serna, para olvidar el pasado y acogerle “sin faltar a nada” de lo ofrecido… No desconoce que Uriondo habla, y con pleno derecho, de la patria y del pueblo, de los sufrimientos de éste, en manos de los “desaforados tiranos”… que “han infamado hasta los extremos más degradantes las armas del rey”…. ¡Oh, Lavín! Los sentimientos de Santa Cruz se duelen; pero él tiene prestado juramento de fidelidad al rey de España, y obligado está a respetarlo.
En lo recóndito e impenetrable del alma de este joven teniente coronel hay una tremenda lucha. A veces, él se encierra en su tienda de campaña y allí, durante horas, permanece solo, absolutamente solo. Las noches, llenas de soledad y misterio, pueblan de ilusiones e idealidades su mente y su corazón. No es extraño que, a la luz mortecina de una vela de cebo, lea y escriba, piense y sueñe…, ¿Es justa la causa que él defiende? Es la causa que su padre le enseñó a respetar, si no a amar, y a la que él juró fidelidad; es la causa por la que murió su progenitor… Pero ¿acaso no es él, también, un descendiente de los Incas, hijo de Juana Bacilia Calaumana? Difícil desiderátum.
Entretanto, el deber militar le llama. Su grado, sus servicios, su responsabilidad como comandante de guarnición, impónenle resguardar la plaza de la Concepción, patrullar la región, hostigar al enemigo. Hay que proscribir otras preocupaciones, ahuyentar cavilaciones y cumplir el deber.
Los patrullajes son constantes. Sus soldados tienen que vérselas con fuerzas de astutos guerrilleros que, sorpresivamente, aparecen, dan un “golpe de mano” y se pierden como sombras de la noche.
El propio Santa Cruz hace reconocimientos de la zona. Más de una vez se escurre sigilosamente hasta la villa de Tarija, donde se entrevista con su superior, el coronel Mateo Ramírez, y vuelve a su guarnición, a vivir en la sencillez del pueblo. Más tarde, recordará emocionado esas horas vallunas que, en lo esencial, son para él de meditación.
Si por ahí tuvo Santa Cruz un amorío, nadie lo sabe. La discreción fue siempre norma de este hombre.
Mirando las montañas azules que rodean el valle de la Concepción, parécele al teniente coronel Santa Cruz que su plaza es inexpugnable. Pero él no se mueve a engaño. Está consciente de que hay que mantener el contacto con la villa de Tarija, controlar toda 1a. zona, tener expeditos los caminos… Sabe que los guerrilleros se mueven constantemente de un punto a otro y que se concentran en Bermejo, en Salinas. .. Cierto que en el pueblo hay paz, o cuando menos calma, que es como un remanso para las fatigas del guerrero; pero todo soldado conoce que la calma es presagio de turbaciones. Y así esta vez. La tromba de la guerra — que sigue desgarrando vidas y destruyendo bienes en diversas latitudes de la tierra morena— vuélvese por estos lares.
No hay duda que el cerebro del estratega Francisco de Uriondo ha concebido un plan extraordinario. Para explicarlo, bueno será hacer una composición de lugar y de elementos.
Bajo el comando superior del teniente coronel Uriondo, los guerrilleros capitaneados por Méndez, Rojas y otros controlan un vasto territorio, que comprende todo el valle de Tarija, desde el río de San Juan hasta el Chaco, Orán y demás puntos del sur y del sudeste, manteniendo expeditas las comunicaciones con Chuquisaca, Tucumán y otros centros. Fundamentalmente, controlan los movimientos del enemigo y le acosan, sin darle batalla formal, a la espera del momento oportuno. Por Orán y Santa Victoria, sostienen permanente contacto con el coronel Martín Güemes, famoso caudillo del norte argentino. Este, a su vez, opera con el ejército del general Manuel Belgrano, que tiene su cuartel general en Tucumán. Por Salinas, están en comunicación con las montoneras reorganizadas a la muerte de Manuel Asencio Padilla. La villa de Tarija y el pueblo de la Concepción están ocupados por fuerzas del ejército del rey, comandadas por Ramírez y Santa Cruz, respectivamente. Además, los realistas ejercen dominio en Cotagaita, Tupiza, Cinti, Yavi, Humahuaca y Salta.
El cuadro se completa con la excursión del comandante Gregorio Aráoz de La Madrid (18 de marzo de 1817), desde el cuartel general del ejército auxiliar argentino, en Tucumán, a la cabeza de una división volante, compuesta de cuatrocientos hombres y dos piezas de artillería, obedeciendo órdenes del general Belgrano, jefe de ese ejército, quien confía aquella delicada misión a La Madrid, teniendo presente las relevantes cualidades de dicho militar, probadas en las batallas de Sipesipe y Ayohuma, y en muchos combates; amén de las personales relaciones del mismo con los más connotados caudillos, como Güemes, Uriondo, Méndez y otros.
La misión esencial de La Madrid es “cooperar” a los guerrilleros que operan en el norte; luego, “amenazar” Tupiza y Cotagaita, y, “si es posible”, penetrar “hasta Oruro”.
Sale, pues, la división argentina, y el primer suceso digno de mención se registra en Cangrejillos, dentro de los feudos del marqués de Tojo, donde sorprende a doce soldados que conducen el correo realista a Salta. Seis de ellos mueren en la escaramuza y otros tantos caen prisioneros.
Acelera La Madrid su marcha, tomando dirección noreste, es decir, hacia Tarija, seguro de que allí le esperan Uriondo, Méndez, Rojas…
¡El plan que hará historia está en ejecución!
En duras jornadas, la división llega a la alta serranía y, tramontándola, penetra por la Puerta del Gallinazo, donde toma contacto con las avanzadas del comandante Eustaquio Méndez, que vigilan la zona. Ese mismo día (12 de abril), desciende por la Cuesta del Inca. Al pie de ella, La Madrid encuéntrase con el famoso “Moto”, con quien se confunde en simbólico y expresivo abrazo. No puede haber sorpresa. Desde días antes, allí está Méndez al mando de cien jinetes sanlorenceños, esperando a las fuerzas auxiliares argentinas. Nadie sabe cómo ni cuándo él y sus milicias abandonan sus dominios del valle de San Lorenzo y trasládanse a aquel lugar.
La división se apresta a proseguir caminando, y con ella, el escuadrón Méndez.
El “Moto” adelanta por la ruta a diez de sus jinetes y, mientras tanto, informa al comandante La Madrid de la situación: los guerrilleros situados en puntos estratégicos; control de movimientos y comunicaciones del enemigo; el escuadrón Santa Cruz, en Concepción, y su comandante, ocasionalmente, en la villa de Tarija; ésta, guarnecida por los granaderos del Cuzco, con el comando del coronel Mateo Ramírez, ha sido fortificada, principalmente en los caminos de acceso, y levantáronse trincheras en los contornos de la plaza…

Continúa la marcha de los auxiliares. Les preceden los hombres de Méndez, y, en seguida, van las dos piezas de artillería, como armas preciosas de las que carecen los guerrilleros.
Los jinetes sanlorenceños de avanzada, secuestran a cuanta persona encuentran en el camino, a fin de evitar que el enemigo se entere del avance de la división. Y bien que lo consiguen.
Empieza a clarear el alba del día trece.
La tibieza del aire y el rumor del agua del río de Tolomoza saludan el encuentro de dos hermanos de armas en la causa común de la patria: Francisco de Uriondo y Aráoz de la Madrid. Ambos prohombres se abrazan en presencia de Méndez y de toda la oficialidad. Nadie oculta la emoción y todos retozan de alegría.
Un poco más adelante, acampa la tropa. Es necesario reparar energías y tomar alimentos.
Mientras tanto, la plática entre los jefes guerrilleros se aviva.
Por la noche, la división reinicia la marcha. Uriondo, La Madrid y Méndez, juntos, cabalgando a la cabeza de los paisanos, convertidos en soldados aguerridos.
Baja por la quebrada y alcanza la pampa, cuidando que la guarnición de la Concepción, situada a la derecha de la ruta, no se informe de lo que viene aconteciendo.
Al amanecer del día catorce, la columna desciende a La Tablada, teniendo a la vista la villa de Tarija, convertida en plaza fortificada.
Sorprendidos por ese movimiento de tropas, los comandantes realistas creen que se trata, de una de las tantas montoneras que constantemente les acosan.
-”Vamos a desparpajar a esos gauchos”, dice Ramírez.
Mientras tanto, Santa Cruz — que por segundo día consecutivo permanece en Tarija — sale, comandando cien granaderos del Cuzco, al encuentro de los patriotas. Temerariamente está atravesando el río Guadalquivir, cuando el fuego y la carga de los guerrilleros siembra el desconcierto entre sus soldados, que pronto tienen que replegarse a las trincheras. Santa Cruz puede evidenciar que no se trata de una simple montonera, sino de fuerzas regulares, de las tres armas, bien equipadas. Obra en consecuencia, e informa a Ramírez, que está absorto.
La Madrid, guiado por Méndez –gran conocedor de la zona- gana la orilla opuesta del río y ocupa el Morro de San Juan, donde emplaza la artillería.
Desde allí, intima a Ramírez la rendición inmediata. Este contesta que “un jefe de honor no se entrega por el hecho de dispararle cuatro tiros”. La Madrid responde con sus cañones que desde el Morro, comienzan a bombardear las fortificaciones del enemigo.
Por otra parte, los guerrillero –que prácticamente tienen rodeada a la villa -acosan al atrincherado ejército del rey.
El fuego es intermitente por los cuatro puntos cardinales, y no cesa en todo el día y hasta bien entrada la noche.
La Madrid ha dejado constancia escrita de que “esa noche fueron tomados varios chasquis que mandaba Ramirez a las fuerzas que guarnecían Concepción, y a las del general Vivero que se encontraba en el partido de Cinti Pidiendo auxilio, y que .el teniente coronel don Andrés Santa Cruz repetidas veces hizo inútiles esfuerzos por salir de la villa para traer las fuerzas de su comando”.
Al amanecer siguiente (15 de abril), multiplícanse las actividades de los bandos contendientes y se desencadenan sucesos culminantes.
Desde Concepción está en marcha la fuerza de la guarnición que, en ausencia del teniente coronel Santa Cruz, jefaturiza el segundo de éste, comandante Malacabeza. Dirígese en auxilio de los sitiados en la plaza de Tarija.
Los patriotas, oportunamente anoticiados de ello, adoptan inmediatas providencias. Más de seiscientos guerrilleros cubren puntos estratégicos y mantienen en asedio a la villa.
La Madrid parte del Morro de San Juan, comandando sus “húsares”, para dar batalla a Malacabeza. El comandante argentino necesita presidir esa acción de armas y cuantas más se presenten en Tarija, para justificar su conducta ante el general Belgrano. Uriondo, Méndez, Rojas le cubren la retaguardia y los flancos. Ni vanidad ni nada.
Los realistas avanzan de sus trincheras en el sur de la villa y se precipitan por el río Guadalquivir, tratando de cortar el paso a La Madrid. Los guerrilleros tarijeños cargan sobre ellos, trabándose cruento combate, en el que los cuchillos son las mejores armas. Las cristalinas aguas se tiñen de sangre y los cuzqueños que quedan en pie, tienen que replegarse a la plaza.

La Madrid puede seguir la marcha, seguro, sin inconvenientes, hasta la escampada pampa de La Tablada, donde divisa al enemigo con la infantería desplegada y la caballería que se apresta para la batalla. Calcula que esa fuerza es superior a la suya, pero él nunca se arredra ante el enemigo y, aunque esta vez pide refuerzo, sin esperar su llegada, está pronto en acción.
— “Carabinas a la espalda, sable en mano y a degüello”, ruge el guerrero.
Y arremete por el centro. Mas, ya están en el campo y participan en la batalla Uriondo, Méndez, Rojas, asistidos por los capitanes José Antonio Ruiz, Esteban Garay, Matías Guerrero y otros oficiales, con una fuerza numerosa, superior a la de Aráoz de La Madrid.
La batalla es cruenta, pero en una hora todo está definido en favor de las armas de la patria.
En el descampado de La Tablada quedan sesenta y cinco realistas muertos, entre ellos el comandante Malacabeza, y veintidós patriotas, por todos los que reza, en el mismo sitio, el Padre Agustín de La Serna, capellán de la División Volante.
En los trasfondos se ve huir, en desorden, hacia el valle de la Concepción, al capitán Vaca, con parte de su escuadrón.
Los heridos son conducidos a Tolomoza, para las curaciones de urgencia.
Los victoriosos retornan a la villa sitiada. Conducen los trofeos de guerra y un centenar de prisioneros.
La Madrid vuelve al Morro de San Juan. De allí manda que los prisioneros con heridas leves penetren a la plaza y refieran a los sitiados el desastre que han sufrido.
Al propio tiempo, y aprovechando el momento psicológico, dirige una segunda intimación al coronel Ramírez, para que rinda la plaza, advirtiéndole que sus comunicaciones están interceptadas, que la villa está sitiada y que, si se resiste, la guarnición será “pasada a cuchillo”. Ramírez capitula, pidiendo como únicas condiciones “los honores de la guerra, garantías para los paisanos a quienes se obligó a tomar las armas, y el uso de la espada para los oficiales, con seguridad para sus bagajes”. La Madrid acepta las condiciones e impone que en el acto salga “toda la guarnición”, “con sus respectivos jefes y oficiales”, “al Campo de las Carreras”*.
Así se procede. Y antes de que decline el sol del memorable día martes 15 de abril de 1817, el coronel Mateo Ramírez y el teniente coronel Andrés Santa Cruz rinden sus armas, “con los honores de la guerra”, ante las fuerzas patriotas. Conjuntamente con ellos, lo hacen dos tenientes coroneles, dieciocho oficiales y doscientos setenta y cuatro soldados del ejército del rey. Como trofeos de guerra se recoge la bandera del regimiento del Cuzco, cuatrocientos rifles, ciento cuarenta “armas de toda especie”, cinco cajas de guerra y “muchísimos pertrechos militares”, cual reza el parte.
El acto de rendición es patético, pleno de escenas conmovedoras. Casi todo el pueblo se traslada al Campo de las Carreras a presenciarlo, saliendo de sus casas después de días de obligado encierro y de horas de angustia. La Madrid, Uriondo, Méndez y Rojas, acompañados de sus lugartenientes, lo presiden. Al lado de Uriondo está doña Juana Azurduy de Padilla, la heroína de las guerrillas patrias, quien, muerto el esposo en acción de armas, repliégase con sus fieles a Pomobamba, y de allí a Salinas, donde a la sazón Uriondo establece su cuartel general.
El teniente coronel Santa Cruz mira con ojos de asombro; pero sereno, firme ante la realidad. Seguramente recuerda —como recordará toda su vida—las horas de meditación en el valle de la Concepción. Sus vencedores son sus hermanos. Ante ellos rinde las armas.
Los principios de la guerra son respetados. No hay ofensa para nadie, ni desmanes.
El pueblo acompaña a los patriotas y el día es de fiesta.
La Madrid cursa el parte de guerra al cuartel general en Tucumán. Belgrano felicita a los vencedores, otorga a La Madrid el grado de coronel y el inmediato superior a los demás jefes y oficiales.
Los sucesos del quince de abril, en Tarija, alarman a los realistas, que creen que el cuarto ejército auxiliar argentino invade el Alto Perú, por Orán y otros puntos, trayendo la iniciativa de la guerra que, en el momento, la tienen los peninsulares. Y eso significaría una marcha atrás de éstos, cuyo plan es internarse más y más en las Provincias Unidas, hasta dominar la situación en ellas, derrotando a Belgrano y San Martín. A un mismo tiempo, piensan que aquello revela un proyecto atrevidísimo, cual es el de abrir dos frentes para llegar al Perú y Chile: uno por el Alto Perú, con Belgrano, y otro por los Andes (Mendoza), con San Martín.
En cambio, para los patriotas altoperuanos y argentinos las noticias de Tarija son como un rayo de esperanza.
El flamante coronel La Madrid, en los veinte días posteriores, reorganiza y refuerza en Tarija su división, incorporando a ella más de doscientos milicianos tarijeños, además de habérsele proporcionado los caballos que tanta falta le hacían, armas, municiones y bagajes.
Impaciente, entusiasmado con el triunfo, dirígese el día cinco de mayo hacia el norte, dejando la defensa de Tarija en manos de los guerrilleros.
Por otra parte, las adelantadas de la división de Ricafort — que se puso en marcha desde Potosí, ante los sucesos de Tarija — llegan a Tupiza; y las de O’Reilly ocupan las alturas del valle de Cinti.
La Madrid obra sagazmente. “Sesenta voluntarios tarijeños y ciento treinta prisioneros cuzqueños” avanzan “a entretener a Ricafort, O’Reilly y Lavín, llamando su atención”, mientras el grueso de la división patriota tramonta la serranía “entre las dos columnas enemigas”, hasta colocarse a su retaguardia. Ricafort se apercibe de la maniobra y vuelve con sus fuerzas a cubrir la plaza
de Potosí. Pero La Madrid se escurre, llega a San Diego, cruza el Pilcomayo, penetra en Yotala y ataca Chuquisaca, la capital.
En Tarija, nuevamente está de gobernador y jefe superior el teniente coronel Francisco de Uriondo, con mando en toda la provincia, contando siempre con la eficiente colaboración de Méndez (que regresa a la villa después de acompañar a La Madrid hasta la serranía de Cinti), Rojas, Ruiz, Garay y otros bravos comandantes, con más de mil guerrilleros distribuidos en un vasto territorio.
Entre los prisioneros del quince de abril que todavía permanecen en la villa de Tarija, encuéntrase Andrés Santa Cruz. Parco, sereno, con elevado espíritu, soporta el cautiverio, que se hace llevadero por las especiales consideraciones de que goza, al punto que no es raro verle caminando por las calles, con la única custodia de un oficial. Pero él, como los demás de su condición, no puede continuar en la villa. Debe ser trasladado a lugar seguro. Tarija no está libre de volver a ser campo de batalla. Bien saben los estrategas realistas que este valle, en manos de los patriotas, es amenaza latente para sus planes y que así el propio ejército, que ocupa el norte hasta Salta, está amagado. A Santa Cruz se le interna en territorio argentino y, casi a un tiempo, el general La Serna se repliega al Alto Perú, situando nuevamente su cuartel general en Tupiza, a donde arriba el diecisiete de junio, e inmediatamente destaca al coronel Mariano Ricafort, con una división, a recuperar la ciudad de Tarija, a la que llega después de la salida de los cautivos.
Con adecuada custodia de jinetes, los prisioneros marchan camino a Orán. Santa Cruz a la cabeza, En la primera jornada, vuelve a divisar aquellos cerros azules del valle de la Concepción. ¿Cuál es su estado de ánimo? ¿Qué piensa? Nada sabemos de esos instantes dramáticos de Santa Cruz, y poco de los que le precedieron, en Tarija; pero hay que creer que, sin amilanarse, este hombre acepta la amarga realidad.
En largas y pesadas marchas por caminos hechos — como diría el gaucho—de tanto andar por la misma huella, la columna llega al cuartel del coronel Martín Güemes, en Salta; de allí. Santa Cruz es trasladado a Tucumán, donde está el cuartel general de Belgrano; y, luego, a Buenos Aires, asiento del gobierno patrio, por cuya orden se le interna en la prisión de Las Bruscas.
El cautiverio se torna duro y amargo. El calor, la humedad atmosférica, la ausencia del medio físico natal, un horizonte que se dilata hacia el infinito, sin que se dibuje ni haya asomo de aquellas azules serranías del Alto Perú, hunden a Santa Cruz en tremendas preocupaciones.

Pasan los meses, pasa un año, y más…
Mientras tanto, en los valles y en las breñas, a todo lo largo y lo ancho del territorio de los Incas, la guerra sigue, y cada vez más cruenta.
Santa Cruz hace planes para evadirse de la prisión, una y otra vez, y siempre fracasa. Pero una noche del tiempo que los historiadores han calificado de “anarquía argentina”, ejecuta la hazaña. Haciendo un largo rodeo, llega a la orilla del río de La Plata, de donde le recogen unos marinos ingleses, que luego le conducen a Río de Janeiro.
Allí Santa Cruz sigue su peregrinaje, por unos meses, hasta que puede trasladarse a Lima.
Pensando que su condición de militar y guerrero está afectada y que hay que recobrarla, pide su reincorporación al ejército peninsular. El virrey Pezuela, que bien le conoce y estima, le acepta de inmediato y le destina, primero, a cargos pasivos y, luego, a la división de O’Reilly.
En noviembre de 1820, esa división sale de Lima a enfrentar a las fuerzas que comanda el general Antonio Álvarez de Arenales, del ejército del general San Martín, que entra en la campaña de liberación del Perú, luego de haber tramontado los Andes.
El 6 de diciembre, el Cerro de Pasco es el escenario del combate entre O’Reilly y Arenales. Triunfan los patriotas y capturan 343 prisioneros, entre ellos al teniente coronel Andrés Santa Cruz.
Es de comprender el drama espiritual de este hombre. Sirve lealmente la causa de su padre y por ella sigue largas caminatas y muchas peripecias. Ahora, por segunda vez, está vencido, prisionero, nuevamente, de sus hermanos de sangre—indios y mestizos que luchan y se sacrifican por la independencia de los pueblos de América. El misterio que envuelve a Andrés Santa Cruz es el mismo que aquel de sus días del valle de la Concepción y de la villa de Tarija; es su propio problema, su lucha espiritual de señor que cumple el deber juramentado, su compromiso con la memoria de su padre y consigo mismo, por una parte, y, por otra, la fuerza de sus sentimientos interiores que pugnan por liberarse de aquello, para entrar a la misión prometedora de contribuir a la liberación de América, la tierra de sus antecesores, los Incas, de sus hermanos de raza, de sus paisanos, de su cuna natal…
El dilema ha madurado mucho. Es hora de tomar la alternativa. A ello contribuye eficazmente el general Álvarez de Arenales, figura extraordinaria —estadista y militar— de la guerra de la independencia, que en las campañas del Alto Perú (Cochabamba, Santa Cruz de la Sierra) gana sus mejores glorias y el generalato.
Andrés Santa Cruz no trepida más y, a un mes de la batalla del Cerro de Pasco, ofrece sus servicios a la patria, personalmente al general José de San Martín, quien de inmediato los acepta.
Las meditaciones de Santa Cruz en los calmosos días del valle de la Concepción encuentran asidero en la realidad. Rotas las ataduras que le ligaban al colonialismo, pone su espada, su alma, su cerebro y su corazón al servicio de la liberación de los pueblos de América.
Su primer destino de patriota es a la división del general Arenales, reconociéndosele el grado de teniente coronel.
En junio de 1821 gana el ascenso a coronel, como premio a su victoria contra las fuerzas realistas, en Cuzco.
La capacidad militar de Santa Cruz, su espíritu organizador, su experiencia de guerrero, su disciplina, su demostrada lealtad a la causa de la Patria, le granjean cada vez mayor confianza de sus superiores.
En diciembre de 1821, el general San Martín le confía una misión de gran responsabilidad: el comando de un ejército de 1.622 hombres, con el que de inmediato marcha al Ecuador, en auxilio del general Antonio José de Sucre.
En el mando de ese ejército, Santa Cruz sustituye al general Arenales que, reiteradamente, renuncia el honor de encabezar la delicada expedición.
Ingresando por Loja, en enero siguiente, Santa Cruz vence la resistencia de los realistas en el sur del Ecuador, liberta la mitad de aquel país y se reúne con el ejército del general Sucre, en el centro de la nación.
Juntos, Sucre y Santa Cruz, prosiguen la campaña en ese territorio. Han de agregarse el general Córdova y otros jefes de indiscutibles merecimientos.
Vienen las batallas de Riobamba y Pichincha, con las que el Ecuador alcanza su independencia. El Libertador Bolívar sabe valorar tales acciones de armas, en las que tiene ponderada participación el coronel Andrés Santa Cruz, a quien asciende a General de Brigada del Ejército de Colombia (13 de junio).
Cumplida la campaña, Santa Cruz regresa al Perú, de donde se retira el general San Martín, renunciando al mando en la tierra de los Incas, a la que él ha devuelto la libertad.
Al abandonar San Martín el Perú, se constituye una Junta Gubernativa, que tiene limitada vigencia, por un golpe de Estado. El general Santa Cruz es nombrado jefe del ejército peruano (8 de abril de 1823).
Este ejército, en acción combinada con el colombiano, proyecta ingresar al Alto Perú, donde los realistas se han concentrado. Hay que obrar con celeridad. El general Santa Cruz alienta en su espíritu la fe y la esperanza de que su espada contribuirá a dar libertad a la tierra natal. En mayo, zarpa del Callao, jefaturizando esa expedición. Va rumbo al sur. Apenas iniciada la marcha de Santa Cruz, el general Canterac, con un ejército de cerca de diez mil hombres, captura Lima. El Libertador Bolívar destaca al general Sucre a la cabeza de tres mil hombres, para auxiliar a Santa Cruz. La guerra es americana. Ayer Santa Cruz fue en auxilio de Sucre. Hoy es Sucre quien baja a auxiliar a Santa Cruz.
Mientras se gana tiempo y distancia, Santa Cruz maniobra en el sur y el virrey La Serna en el norte. Buscan la batalla. Los realistas, para evitar sorpresas, evacúan Lima y la costa, y se internan en la sierra. Santa Cruz pasa al otro lado de los Andes y ocupa la ciudad de La Paz. ¡Su tierra natal, su pueblo!
Por el sur del Alto Perú se repliega el general Olañeta. Una fracción patriota, de las fuerzas de Santa Cruz, ocupa la ciudad de Oruro. Entretanto, el general Sucre desembarca en Arica. El virrey La Serna comprende la situación y opera con prontitud. Destaca una columna de cerca de dos mil hombres, al mando del general Valdez. Al conocer la maniobra, Santa Cruz se pone en marcha, choca con el enemigo (agosto de 1823), ataca, se repliega, atrae a los realistas y en Zepita tiene lugar la cruenta batalla, que termina después de un día íntegro de encarnizada lucha. Los realistas, derrotados, se retiran. Santa Cruz gana el título de Mariscal de Zepita, y sus bravos jefes, oficiales y soldados, grados y honores legítimos.
La Serna reingresa al Alto Perú, a la cabeza de cuatro mil quinientos hombres, a los que Santa Cruz no puede enfrentar con un ejército fatigado, agotado, en el que comienza a cundir la indisciplina y hasta la confusión, y cuyo número no alcanza ni a la mitad de las fuerzas enemigas.
Y así, emprende la retirada, por el Desaguadero; retirada que tanta mella hará a su prestigio.
Arriba a Lima con la mitad de su tropa, derrotada sin combatir.
Escucha duros reproches y, solo, abatido, el flamante mariscal se recoge a Piura, en un destierro voluntario…
En septiembre de 1823, llega al Perú el Libertador Simón Bolívar.
Febrilmente se ocupa de formar, sobre la base de las unidades existentes, un ejército que pueda enfrentar con buen éxito al de los realistas que, aunque diseminado, alcanza a dieciocho mil hombres.
Bolívar no ha perdido confianza en Santa Cruz. Le sabe capaz y honrado, leal y consecuente. Y le llama a su lado, confiándole, primero, el comando de la infantería peruana y, luego, la jefatura del ejército del Perú.
El ejército de Colombia está al mando del coronel Francisco Burdett O’Connor. Otras cuatro grandes unidades militares son comandadas por otros tantos brillantes generales: José María Córdova, Jacinto Lara, José La Mar y Lucas Carvajal.
El Libertador tiene un ejército de diez mil hombres, cuyas armas —dice Bolívar — “han brillado en mil combates”. “Sois invencibles”.
En el ínterin, ha venido madurando en el general Pedro Antonio de Olañeta la desobediencia al virrey La Serna, proclamando “el gobierno absoluto del rey”, con la promesa que hacía la regencia a dicho general de nombrarle virrey de Buenos Aires, autorizándole ostentar, desde luego, el título de Capitán General de las Provincias del Río de La Plata.
La tentación surte efecto. Y el jefe realista, que comanda cuatro mil hombres en el Alto’ Perú, levántase contra el virrey La Serna y se apodera de Potosí y Chuquisaca.
Para someter al rebelde, La Serna destaca una división comandada por el general Gerónimo Valdez, el mismo que, poco antes, hizo amistosa gestión ante Olañeta para que deponga su actitud.
En junio, Valdez ocupa Potosí. Y, siempre en persecución de Olañeta, avanza hacia el sur, hasta San Lorenzo, Santa Victoria, Tarija, Tupiza. . .
La coyuntura es aprovechada por Bolívar, que estima llegado el momento de abrir la campaña.
Todo debe ser previsto. Destaca a la sierra unidades de reconocimiento, mientras el general Sucre levanta croquis, estudia el terreno y traza el itinerario.
El ejército libertador pasa los Andes y se concentra en los llanos de Pasco, mientras el ejército realista, al mando del general José de Canterac, permanece en el valle de Jauja.
Ambos maniobran entre Pasco y Jauja, hasta que, al promediar el día 6 de agosto de 1824, se avistan y se enfrentan en los llanos de Junín. La batalla es cruenta. Se lucha cuerpo a cuerpo. Las armas de la patria obtienen una significativa e histórica victoria. El general Andrés Santa Cruz, en su condición del Jefe del Estado Mayor, suscribe el parte de guerra.
Bolívar delega el mando del ejército al general Sucre, y se retira a Lima.
Santa Cruz, hombre dotado de espíritu organizativo, gran administrador, es destinado a Huamango, encargado de organizar los servicios del ejército libertador y mantener las comunicaciones con la capital.
Sucre prosigue la campaña militar. Luego de maniobras, marchas y contramarchas, se produce la gran batalla de Ayacucho. El ejército de la independencia vence a la flor y nata del ejército realista, superior éste en número y dotaciones bélicas, comandado por el propio virrey La Serna y el mariscal Canterac, que caen prisioneros, junto con 4 mariscales, 10 generales, 16 coroneles, 78 tenientes coroneles, 484 mayores y oficiales, más de dos mil soldados, infinidad de armas, municiones, etc.
Esta memorable acción de armas es definitiva para la suerte de América.
Sucre gana en ella el título de Gran Mariscal de Ayacucho.
Santa Cruz estuvo ausente de esta gloriosa batalla.
“La campaña del Perú está terminada: su independencia y la paz de América se ha firmado en este campo de batalla”. Así reza el parte del mariscal Sucre al Libertador Bolívar. Pero en el Alto Perú queda el general Olañeta con su ejército de cuatro mil hombres que, desobedeciendo al virrey, no entra en la capitulación de Ayacucho. Aún más. El general Tristán se proclama virrey del Perú y propone reunir un ejército de diez mil hombres. Olañeta y otros jefes realistas obstinados marchan sobre Puno. Al saberlo, Sucre pide a aquél que se someta a la capitulación. Olañeta contesta negándose, aduciendo no estar ello en sus atribuciones.
Mientras tanto, los pueblos del Alto Perú proclaman su independencia. Ahora el problema es político antes que militar. Bolívar dispone que Sucre ingrese con su ejército en esas provincias, que son las primeras en proclamar la independencia en América y las últimas en obtenerla. El mariscal trata de excusarse. “Cuento haber concluido mi comisión en Ayacucho”, escribe al Libertador. Pero más puede el deber. Y Sucre entra a Puno, cruza el Desaguadero y el 7 de febrero de 1825 recíbesele triunfalmente en La Paz. Su ejército tiene por jefe de estado mayor al general Andrés Santa Cruz, que así vuelve a la tierra natal. A su lado está su amigo el coronel irlandés Francisco Burdett O’Connor.
Dos días después, el mariscal Sucre convoca a una asamblea de diputados altoperuanos, a reunirse en la ciudad de Oruro el 19 de abril, para que, por su intermedio, “el pueblo en plenitud de su soberanía” delibere y las provincias organicen un gobierno que provea a su conservación”.
Olañeta se repliega hacia el sur, muriendo en la batalla de Tumusla (primero de abril), con lo que se cierra el cuadro guerrero.
La asamblea convocada por Sucre se demora, más, el paso para el nacimiento del nuevo Estado soberano, libre e independiente del Alto Perú, está dado.
Andrés Santa Cruz es elegido diputado por La Paz, pero renuncia el mandato.
El diez de julio se reúne la asamblea en Chuquisaca, en un marco de fiesta cívica, con la ciudad ostentando sus mejores galas.
Por recomendación del mariscal Sucre —que luego abandona Chuquisaca para conservar su imparcialidad—los diputados eligen a Santa Cruz “presidente” de Chuquisaca, con mando militar que asegure la “guarda de la asamblea.”
El seis de agosto se proclama la independencia del Alto Perú, erigiéndose en Estado soberano, con la denominación de “República Bolívar”, que luego cambia por la de “Boliviana” y definitivamente por la de “Bolivia”.
Se reconoce al gran mariscal de Ayacucho, D. José Antonio de Sucre, “como encargado del mando de los departamentos”, y se da su apellido a la capital.
Una delegación de diputados parte a encontrar al Libertador Simón Bolívar, que el dieciocho de agosto llega a La Paz.
Se le informa de las novedades, poniéndose énfasis en el nombre de la nueva república, su hija, y en el acuerdo adoptado, encomendándole el “supremo poder”, por todo el tiempo que resida en el territorio nacional.
El Libertador pasa a Oruro, Cochabamba y Potosí. Asciende al cerro famoso, permaneciendo en la cima que alguien mira como pedestal de su gloria.
En Chuquisaca le espera Santa Cruz, presidiendo a un pueblo enardecido por la pasión patriótica.
El cuatro de noviembre hace su ingreso en la capital, que le colma de honores.
Allí celebra el primer aniversario de la batalla de Ayacucho, junto con Sucre, cabeza de aquella hazaña. Santa Cruz, que no estuvo en esa acción de armas, dispone, como presidente (prefecto) de Chuquisaca, los honores consiguientes; pronuncia un emotivo discurso y coloca en el pecho del Gran Mariscal la medalla decretada por la asamblea nacional.
Bolívar se ocupa de la organización político-administrativa de la república, dictando, al efecto, varios decretos.
Luego, llamado por el Congreso de Lima, se prepara a viajar. Antes de partir, dicta el decreto de 29 de diciembre de 1825, por el que, “oída la diputación permanente”, dispone: “1°.—Todas las facultades y autoridad — dice — que me han sido concedidas, respecto de las provincias del Alto Perú, por el poder legislativo de la república peruana, y las decretadas por la asamblea general de estas provincias, quedan delegadas desde hoy en el Gran Mariscal de Ayacucho, Antonio José de Sucre”.— “3o.—Para los casos de enfermedad, ausencia o muerte del Gran Mariscal de Ayacucho, se nombra al general de división don Andrés Santa Cruz”.
Y el Libertador abandona, para no volver más, el territorio de su “hija predilecta”.

* “Campo de las Carreras” se denomina la explanada sita al sudeste de la villa, donde hoy se encuentran el “Parque Bolívar” y las “viviendas obreras”.

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