Por: Remberto Cárdenas Morales / Publicado en el periódico
La Razón, el 24 de agosto de 2014.
En Bolivia, entre el 19 y el 21 de agosto de 1971, el
coronel de Ejército Hugo Banzer Suárez, con un desempeño mediocre en el
ministro de Educación en otra dictadura (la del Gral. René Barrientos Ortuño,
que restituyó privilegios de las roscas nativas, afectadas por la Revolución
democrático burguesa de abril de 1952), emerge como caudillo de un golpe,
respaldado por Falange Socialista de Bolivia (FSB, el partido fascista en
Bolivia) y el Movimiento Nacionalista Revolucionario (que enarbola el
nacionalismo revolucionario, pero en el que prevalece el nacionalismo), sin
apoyo popular pero con el respaldo de oficiales que no resistieron un “cañonazo
de 5.000 dólares”, como declaró uno de sus financiadores, después del golpe.
Ese golpe neofascista o fascistoide, estuvo precedido de
cierta campaña de los medios de difusión bolivianos (prensa y radio), los que
contribuyeron a generar las condiciones políticas e ideológicas que facilitaron
su triunfo.
Esos medios concentraron su atención en la Asamblea Popular,
pero para subinformar y desinformar, sobre ese supuesto poder dual o escuela de
gobierno de los trabajadores, en la que los asalariados mineros ejercieron la
dirección, seguida por el conjunto de los explotados y oprimidos, integrados en
aquel parlamento popular, como afirmaban dirigentes de partidos de izquierda en
ese tiempo.
Medios de difusión decían entonces, en tonos distintos, que
pronto se tendría una Bolivia soviética. Por su parte, los dirigentes cívicos
cruceños de esa década ya confesaron que para ellos era preferible que Santa
Cruz pertenezca a Brasil antes que a esa hipotética Bolivia soviética;
hipotética porque lo probable, en esos años, era una nueva Bolivia, antes que
una Bolivia soviética.
Otro módulo convergente, agitado por la mayoría de los
medios de difusión bolivianos, fue la amenaza contra Bolivia (otra mentira) del
extremismo internacional, del castro-comunismo. Se mencionaba la gesta
guerrillera del Che (1967) para presentar como posible la victoria de los
castro-comunistas en el país.
El desorden que se le atribuía al gobierno de Juan José
Torres no era otro que el movimiento de masas que tendía a crecer o que se
concentraba en la Asamblea del Pueblo en la que se difundía un discurso
liberador que, sin embargo, tenía mucho de “revuelta y poco de revolución”.
Desorden (caos y anarquía, repetían los enemigos de los
cambios de ese período) al que se sumaba la ansiedad provocada por acciones
terroristas destinadas a paralizar, desunir, desorganizar, desanimar y, por
tanto, desarmar al pueblo.
Aunque esas acciones terroristas hacían su “propaganda”
armada desde la derecha extrema, servían también para que desde la mayoría de
los medios se cuente y recuente que el futuro inmediato de Bolivia era un
régimen opresivo de inspiración soviética, comunista o castro-comunista.
Por ello, una pregunta pertinente e ineludible es: en qué
momento los medios de difusión fueron políticamente neutrales o cuándo dejaron
de tener un papel político, o en qué circunstancias no fueron “aparatos
ideológicos”.
La línea de acción respecto de los intelectuales (y de los
periodistas) fue trazada en el Documento de Santa Fe I, elaborado para Reagan.
He aquí lo esencial de esa propuesta: “Debe ser iniciada una campaña para
capturar a la ‘élite’ intelectual iberoamericana mediante radio, televisión,
libros, artículos y folletos, más donaciones, becas y premios”. Con el agregado
siguiente: “Consideración y reconocimiento es lo que más apetecen los
intelectuales, y tal programa puede atraerlos”.
En Bolivia aquella línea de acción fue ejecutada con aportes
criollos de escasa monta. Más de 70 periodistas fueron exiliados, casi la
cuarta parte de los 400 en ejercicio del oficio de “contar cosas” de ese tiempo
de las dictaduras militares y fascistas, como la de Banzer.
Otros periodistas, más de 30, fueron perseguidos, apresados
y amenazados. Uno fue asesinado (Cochabamba), aunque por él se dijo que murió
como resultado de una reyerta callejera, nada menos que eso aseguró el dueño de
un medio de difusión cuando le tocó informar en una reunión de la Sociedad
Interamericana de Prensa (SIP).
En el libro: El delito de ser periodista se lee de parte de
sus editores: “Para el régimen de Banzer, el periodista crítico e independiente
representa un elemento peligroso. El régimen acepta sólo a redactores
inofensivos, a ‘fieles servidores del periodismo objetivo’. Poco a poco, los
puestos dejados por tantos periodistas víctimas de la represión se han ido
llenados con elementos más dóciles o simplemente con adictos al régimen”.
Esa publicación, asimismo, reproduce declaraciones de
Banzer:
“En mi condición de gobernante —dice—, nada me satisface
tanto como ser recibido por todos Uds. como un amigo, actitud que considero al
mismo tiempo como el reconocimiento implícito de que en Bolivia vivimos bajo el
imperio de la Ley, que hay libertad de prensa y que a ningún periodista se le
priva de expresar sus ideas mientras no atente contra la paz y la seguridad de
la República… el periodista honesto y bien intencionado contará con todas las
garantías…” (Presencia, 29-III-72).
Quizá el ejemplo más representativo sea la censura impuesta
al folleto La masacre del valle, que da cuenta de la matanza de campesinos (un
conscripto vio a los muertos amontonados como leña en un carro militar),
ordenada por Banzer en Tolata, Epizana y Quillacollo (Cochabamba, enero de
1974). Esa publicación sólo pudo circular clandestinamente y sus inspiradores,
dos curas tercermundistas, en represalia fueron expulsados de Bolivia hacia el
Perú. La jerarquía de la Iglesia Católica nada hizo para evitar el exilio de
esos dos religiosos, lo que también muestra el comportamiento de la mayoría de
los obispos frente a la represión.
Aquella masacre fue precedida por bloqueos de caminos y
marchas de asalariados contra las medidas económicas que encarecieron los
precios de los alimentos y cuya compensación salarial fue absolutamente
insuficiente. Voceros de la dictadura prometieron buscar salidas al conflicto
mediante el diálogo, el que en vez de iniciarse fue sustituido por la matanza.
Ésta influyó, sin embargo, en la ruptura de los trabajadores del agro con las
Fuerzas Armadas y con la dictadura.
La SIP, durante la dictadura de Banzer en Bolivia, dijo que
existía libertad de prensa, pero —añadimos— para los propietarios de los medios
de difusión porque, ciertamente, en ese período dictatorial no había para ellos
límites en el ejercicio de ese derecho. En cambio, para los periodistas hubo
persecución, exilio, prisión y muerte. Eso enfrentaron, por sus ideas, los periodistas
distantes de las dictaduras. Los periodistas funcionales a ellas y a los
regímenes que pretendían preservar el viejo orden, en verdad, no sufrieron
sobresalto alguno. Éstos son los intelectuales que sirven a todo régimen, los
proclives a todo uso, los operadores de la censura, la autocensura, la difusión
de medias verdades, la manipulación y la propagación de mentiras.
*Esta nota fue publicada en el suplemento Animal Político,
La Razón.
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