En la fotografía: en medio de la angustia un grupo de civiles trata de ayudar a un herido de la represión. La matanza de Tolata y Epizana cambió las protestas sociales en plena dictadura. // Por: Lupe Cajías / Publicado en el periódico El Deber el 7 de febrero de
2016.
El 28 de enero es una fecha sangrienta para las luchas de
los pueblos originarios bolivianos. En 1892, durante el Gobierno de Aniceto
Arce, los militares acribillaron a miles de guaraníes que protestaban contra la
expansión de los hacendados que los arrinconaban más allá de las últimas
estribaciones de la cordillera.
En 1974, los militares acribillaron a decenas de quechuas
que protestaban por el alza de los precios de los productos de la canasta
familiar decretada por el dictador Hugo Banzer.
Kuruyuqui, en la frontera entre Chuquisaca y Santa Cruz;
Tolata y Epizana y otras poblaciones del Valle Alto en Cochabamba, se sumaban a
los nombres de Jesús de Machaca en el altiplano aimara, los bordes de la
carretera entre Oruro y Cochabamba, los caseríos en las orillas de ríos
benianos. Muchas muertes, desapariciones, pueblos arrasados, para construir
imperios económicos y políticos de unos pocos.
LUCHAS AGRARIAS EN EL SIGLO XX
Las luchas agrarias en Bolivia tuvieron varios episodios
sobresalientes desde el inicio del siglo XX. La protesta de los guaraníes en
las tierras bajas contra la conquista karai republicana, acentuada desde 1840,
no fue aprovechada por sus hermanos, antiguos enemigos, en el altiplano norte.
Bajo el mando del aymara Pablo Zárate Willca en el altiplano
norte, los originarios luchaban por recuperar sus tierras de comunidad,
ambición distorsionada y luego traicionada por los liberales durante la Guerra
Federal de 1898. No existen indicios que hagan sospechar de algún tipo de
relación entre ambos levantamientos. Recién en 1990, con la primera Marcha por
la Tierra y el Territorio, los indígenas de tierras bajas complementarían sus
batallas con las de los andinos.
Otra resistencia entre los comunarios al inicio del siglo XX
era el accionar de los llamados apoderados para conseguir el reconocimiento
legal a los títulos de tierras de comunidad; los enfrentamientos contra los
patrones en Jesús de Machaca; las tomas violentas de haciendas en los años 40 con
el apoyo de la anarquista Federación Agraria Departamental; la lucha por la
Reforma Agraria. También se juntaron a ello demandas por acceder a la
educación, que recién fue posible en los años 30 en un lento camino.
Probablemente la medida más profunda de la Revolución de
1952 fue la Reforma Agraria firmada el 2 de agosto de 1953 en Ucureña,
justamente por el símbolo de los esfuerzos de los quechuas para recuperar las
tierras que trabajaban.
Fue el decreto que cambió la relación de fuerzas sociales en
el país. Desde esa fecha hasta los años 60 se repartieron miles de hectáreas y
el campesinado en todo el país apoyó militantemente y por años al partido que
se apoderó de la consigna “Tierras para los indios”.
Durante años, el Movimiento Nacionalista Revolucionario
(MNR) aprovechó ese respaldo y tejió un enjambre clientelar que dividió al
movimiento campesino y nombres como Achacachi y Ucureña se relacionaron más con
matonaje que con libertad. Paulino Quispe ‘Wila saco’ no consiguió el mismo
liderazgo obrero que el minero Juan Lechín.
El llamado “Bloque Independiente” comenzó una conflictiva
posición distanciada del oficialismo y más aliada con la Central Obrera
Boliviana. Mientras, la corrupción de pagos y prebendas desmoronaba al
sindicalismo nacionalista.
René Barrientos, militar, viajero incansable y conocedor del
quechua, utilizó su carisma para alentar sobre esas cenizas un desvío aún más
conflictivo, el Pacto Militar-Campesino, que fue canalizado para aumentar la
corrupción entre los indígenas y fue empleado para reprimir a los mineros, los
cívicos, los universitarios.
En los años finales de los años 60, fue la Iglesia católica
guiada por la Teología de la Liberación y las Comunidades Eclesiásticas de
Base, una de las pocas instituciones que intentó organizar a los agrarios.
Varios curas y religiosos recuperaron la memoria de Kuruyuqui y los indígenas
de tierras bajas comenzaron una lenta pero vigorosa organización.
En la parte aimara, bajo el alero casi clandestino de curas
bolivianos y extranjeros, se firmó en Tiwanaku un manifiesto que planteaba
claramente el objetivo de la toma del poder y reconocía como aliados naturales
a los mineros y a la COB. Germen que fortalecería las corrientes kataristas
(indianistas) surgidas desde 1962 y la futura Confederación Única de
Trabajadores Campesinos de Bolivia (Csutcb).
En el valle, también los agrarios comenzaron a organizar su
protesta, sobre todo porque las limitaciones de la Reforma Agraria ya eran
evidentes y el cambio esperado no había llegado.
TOLATA Y EPIZANA
Los campesinos del Valle Alto de Cochabamba iniciaron la
revuelta reclamando por el alza de los precios de los artículos de primera
necesidad y su ejemplo cundió en pocos días por todo el país. La respuesta fue,
una vez más, la metralla. Las Fuerzas Armadas cogobernantes se encargaron de
ejecutar la masacre, cuyo número de muertos y heridos nunca se sabrá con
exactitud.
En 1998, el Ministerio de Educación ordenó la destrucción de
miles de calendarios preparados por voluntarios alemanes para ser distribuidos
en el campo. El presidente Hugo Banzer Suárez, elegido por el voto indirecto
parlamentario, no quería que entre las fechas conmemorativas figurase el 28 y
29 enero de 1974, una de las muchas violencias durante su época de dictador.
La historia oficial tiende a desdibujar los episodios de
luchas populares o a olvidarlos en los textos escolares. ¿Cuántos niños
bolivianos conocen la masacre de Tolata y Epizana? ¿Cuántos adolescentes
recuerdan cómo actuaba el Pacto Militar-Campesino? ¿Qué bolivianos tienen el
libro de la Asamblea de Derechos Humanos con la relación de los sucesos?
Una frase de Hugo Banzer quedó grabada en Presencia, el
matutino que se atrevió a denunciar las muertes y desapariciones. El dictador
declaró: “Si encuentran un comunista, mátenlo”, ofreciendo recompensa por ello.
El episodio marcó con fuego el final de los sindicatos corrompidos y el
vigoroso nacimiento de un movimiento campesino que se alió con los oprimidos en
las minas y en las ciudades.
Hace poco, en 2014, cuando se conmemoraban los 40 años de
los hechos, recordaba cómo me tocó por el azar estar en la carretera entre
Cochabamba, Oruro y La Paz aquel triste enero, junto a mis hermanos, a quienes
escribí una carta.
“¿Se acuerdan hermanos de aquel cochala de abarcas, con las
manos abiertas y ese rostro patético que no se atrevía a bajar la vista hacia
los cadáveres que lo rodeaban?”
“Era fines de enero de 1974 y el papá había cargado con
tantos hijos en un viaje por medio país para que conozcan sus raíces, antes de
pensar en el extranjero”. Al regreso, en plena carretera, nos tocó palpar
heridos amontonados en los caimanes del Ejército y las hembras llorosas
corriendo por detrás.
“La foto quedó inmortalizada en la primera página de
Presencia y los activistas católicos de la flamante Justicia y Paz investigaron
y denunciaron los hechos ante todo el mundo.”
La masacre de Tolata y Epizana significó en el devenir de
las luchas sociales el punto final al Pacto Militar-Campesino. El movimiento
comenzó con la protesta de los fabriles de Manaco el 22 de enero paralizando
Quillacollo. El 24 los campesinos salieron a bloquear la carretera a Santa
Cruz, en uno de las primeros cortes de ruta como protesta social, contra los
decretos banzeristas. Probablemente nadie esperaba la reacción campesina.
La protesta creció por todo el Valle Alto y los militares
intentaron inicialmente usar la división y la corrupción que les fueron útiles
con el Pacto Militar-campesino. Sin embargo, sin siquiera un liderazgo claro,
los agrarios no se movieron.
EL OLVIDO
Hace dos años, las autoridades ofrecieron un monumento para
recordar a los campesinos muertos en Tolata; sin embargo, no se cumple con ello
porque esas son heridas que afectan al nuevo Pacto Militar-Movimiento Al
Socialismo.
Se rearticula la represión contras los agrarios de las
tierras bajas como sucedió en Chaparina, delito sin castigo y que pudo ser
mucho más dramático sin la solidaridad de los pobladores de San Borja y
Rurrenabaque. Uniformados, cocaleros y colonizadores atacaron a las nuevas
víctimas, los más pobres, trinitarios, moxeños, los defensores de parques
nacionales, de tierras de origen, sean del Tipnis, de Carrasco, de Guarayos.
El escándalo del Fondo Indígena, que burló desde el inicio
los mecanismos de control administrativo, no solamente es el peor caso de
corrupción en la época democrática, sino el peor uso del clientelismo y de la
compra de dirigentes para anular el movimiento originario y campesino. Así como
la COB está anulada en su esencia, tampoco la Csutcb, la Cidob y otras
organizaciones sindicales agrarias mantienen su independencia y recuerdan a sus
héroes y mártires.
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